Luis Rubio
Cuando Julio César cruzó el Rubicón, cambió la historia de Roma. Ese paso, dice Lawrence Alexander, implicó «que no hay retorno, que la república ha terminado y que cualesquiera que fueran las formas que se preservaran, la nueva realidad de Roma sería la del gobierno de un solo hombre.» Como en aquel momento, México entró en una nueva era en 2012 y no es imposible que en 2018 se cierre el círculo: consolidando el camino hacia el PRI de antaño que tanto Enrique Peña Nieto como Andrés Manuel López Obrador representan.
Las similitudes son muchas más de lo aparente: para quien recuerde la noción del péndulo en el “viejo régimen,” las sucesiones presidenciales, se decía, tendían a ir de derecha a izquierda, y viceversa, dependiendo de las coalición que se constituía en torno al candidato ganador. EPN es heredero de las huestes que, desde Miguel Alemán hasta Carlos Hank González, lideraban las posturas económicas más moderadas y, dentro de los cánones de la época, aperturistas. Por su parte, AMLO es heredero de la otra tradición, aquella encabezada por Lázaro Cárdenas, Luis Echeverría y José López Portillo, que procuraba un papel preponderante para el gobierno en el desarrollo del país. Aunque las diferencias político-ideológicas de aquella época eran mucho menos extremas que las que hoy, el impacto de esas variaciones sobre la vida cotidiana y el funcionamiento de la economía era enorme. Ese PRI viejo -con todas sus características, si bien no todas sus prácticas- regresó hace cinco años y podría consolidarse para convertirse en la nueva realidad nacional. De ser así, como con el famoso alea jacta est de Julio César -la suerte está echada- podríamos retornar a una era en la que, pasado ese punto, ya no habría retorno.
Con estas afirmaciones no pretendo minimizar las diferencias entre las vertientes izquierda y derecha de la era del PRI duro, ni sugiero igualar la política económica de entonces con la de hoy sino, más bien, resaltar las semejanzas. Ambas corrientes conciben al gobierno como el corazón de la vida nacional y, por lo tanto, proponen centralizar el poder, controlar a la población y a los factores de la producción, aunque con objetivos y lógicas muy distintos. El presidente Peña, anclado en una visión política del siglo XX, promovió, con enorme pragmatismo, algunas de las reformas más trascendentes para el siglo XXI. AMLO propone reconstruir la plataforma económica del siglo XX: fundamentada en el mercado interno, promovida con subsidios y gasto público desde el gobierno y protegiendo a los factores de la producción de la competencia externa.
El punto de partida del viejo sistema, que ambos suscriben, es la necesidad de crear fuentes y motores internos de crecimiento, siguiendo una lógica de poder que se alimenta tanto por la desazón de los últimos tiempos como por la nostalgia. Evidentemente, el crecimiento económico es indispensable y la promoción de motores internos necesaria, pero ninguno será posible, como le ocurrió a la administración actual, desde una visión postrevolucionaria y a-histórica. El viejo sistema no se colapsó por la voluntad de una persona o un grupo, sino por su agotamiento e inviabilidad en la era de la economía del conocimiento, las cadenas integradas de producción y la ubicuidad de la información. La centralización que pretendió el gobierno actual sirvió para corromper pero no para enfrentar los desafíos estructurales que tiene el país frente a sí.
No le irá mejor a AMLO de llegar a la presidencia. Su proyecto es una poesía emotiva pero no una estrategia de desarrollo. Para comenzar, subestima el grado de apoyo popular a la apertura económica (los beneficiarios de los bienes importados y de la competencia con los productores nacionales no son pocos) y la profundidad de la clase media en las zonas rurales, producto de las remesas. En segundo lugar, la industria nacional, que presumiblemente se convertiría en el corazón de la pretendida «regeneración nacional,» no tiene capacidad alguna para sustentar un crecimiento acelerado: no se puede revivir a una industria que vive al borde de la muerte y que no produce los bienes que demanda el consumidor nacional o requieren los sectores industriales más avanzados y que más crecen. Es, en una palabra, una falacia suponer que un país se puede replegar y, por esa vía, crecer con celeridad. Una vez dada la apertura, la alternativa es inexistente. Más al punto, la apertura que se dio en los ochenta fue para salvar a la industria, no para matarla. Esa diferencia es incomprensible desde la perspectiva de la visión priista de los cincuenta o, más al punto, de los setenta.
El problema del proyecto de AMLO no reside en su sentido ideológico o en su objetivo de desarrollo, sino en su incompatibilidad con el México de hoy, para no hablar del mundo en general. Es evidente que existen muchos rezagos y muchos más rezagados que merecen y deben ser atendidos, pero la solución no reside en rezagar a todo el país, sino en crear condiciones para que esas personas tengan la capacidad y la oportunidad de sumarse al desarrollo de manera integral.
La Asamblea priista que viene debería encarar el reto de frente y construir hacia el futuro, dejando atrás lo que ya no puede -ni debe- ser.
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