Corrupción ¿Evidenciarla o combatirla? *

REVISTA R – REFORMA – 9 julio 2017

El dilema es: evidenciar la corrupción e impunidad o combatirla. No se trata de un juego de palabras, sino de un planteamiento político. En un plano hipotético, sería posible diferenciar a quienes proponen o enfatizan una u otra vertiente de acuerdo a su percepción de lo que es posible. Quienes están seguros de la podredumbre imperante, tienden a ser activistas y a preferir el escándalo público como medio para generar un caldo de cultivo propicio para atender el problema de fondo. Por su parte, quienes conocen las entrañas de la bestia saben bien que existen innumerables mecanismos, todos ellos perfectamente establecidos y conocidos, que hacen posible la corrupción. Los primeros son activistas políticos; los segundos tienden a ser auditores, administradores y políticos pragmáticos. La decisión de cómo encarar el problema es profundamente política y entraña consecuencias reales en la vida cotidiana tanto de la sociedad como de la política.

Comencemos por lo obvio: todo en el país parece diseñado para que prospere la corrupción. Las reglas institucionales se definen de una manera tan ambigua, o tan discrecional, que siempre es posible interpretarlas de tal manera que permitan y faciliten la corrupción o, de igual manera, castigar sin misericordia una acción perfectamente lícita y adecuada cuando así conviene al político en turno. En pocas palabras, la corrupción no es producto de la casualidad, sino de un diseño implícito que la hace posible y perdurable. Si de verdad se quiere acabar con la corrupción, habría que modificar las reglas que la reproducen. Por otra parte, si el objetivo es político, la corrupción no se va a acabar: como sugieren los ejemplos vertidos en este capítulo, simplemente seguirá mutando.

En el tema de la corrupción la pregunta relevante no es de carácter moral, sino práctico. Si uno parte del principio de que hay gente honesta que deshonesta por igual, la clave entonces no son las personas, sino el entorno y las instituciones que delimitan su conducta. Si no fuese así, tendríamos que aceptar que la moral de una persona determina el potencial de corrupción de una actividad o puesto público y caeríamos de inmediato en la indefinición que animaba a muchos priistas cuando decían “no me des; sólo ponme donde hay”. Es obvio que el tema no es de moralidad, sino de oportunidad. La pregunta es qué es lo que crea la oportunidad de la corrupción.

La corrupción florece bajo dos condiciones evidentes: la obscuridad y la discrecionalidad. Cuando no existe transparencia y claridad sobre los procesos y decisiones que tienen lugar en una determinada empresa o entidad, los funcionarios de la misma tienen amplias oportunidades para hacer de las suyas. Es decir, el que existan espacios de decisión que no están sujetos al escrutinio público se convierte en una oportunidad para que un funcionario deshonesto aproveche la circunstancia para su beneficio personal o el de terceros. Algo parecido ocurre cuando la legislación o regulaciones que norman el funcionamiento de una empresa pública o entidad gubernamental otorga a sus funcionarios facultades discrecionales tan amplias que permiten cualquier interpretación al momento de tomar una decisión. De esta manera, cuando la autoridad cuenta con la facultad de aprobar o rechazar una petición, permiso o adquisición sin que medie un análisis y un procedimiento escrupuloso y sin tener que dar explicación alguna, entonces el potencial de incurrir en situaciones de corrupción es infinito. Además, ese potencial se multiplica cuando no existen sanciones por violar las regulaciones (incluida, por ejemplo, la falta de transparencia, así la ordene la ley).

El punto es que la corrupción no surge en un vacío. Más bien, son las reglas que gobiernan el proceso de toma de decisiones las que crean o impiden la existencia de oportunidades de corrupción. Si esto es tan obvio, entonces la manera de terminar con la corrupción es con reglas del juego (ya sea en el propio marco jurídico o en la forma de decidir) que hagan imposible la arbitrariedad: es decir, que confieran a la autoridad las facultades discrecionales necesarias, pero no tan amplias, que entrañen una alteración sustantiva de lo establecido en la regulación.

Hay cuatro formas en que sería posible, al menos en concepto, romper el círculo vicioso de la corrupción e impunidad en México. La primera sería acabando con la incipiente democratización del poder que ha experimentado el país en años recientes. Eso es precisamente lo que hizo el presidente Putin en Rusia: en sólo unos cuantos meses, acabó con la elección directa de gobernadores y retornó al viejo sistema de nombramientos centralizados; acto sucesivo, acorraló al parlamento, limitó la disidencia y controló sus procesos internos. Al re-centralizar el poder, el presidente ruso construyó nuevas instituciones, fortaleció las policías y logró un amplio apoyo popular. Aunque la Rusia actual no se parece en nada al viejo sistema comunista, el experimento democrático de los ochenta se disipó como agua entre los dedos; no menos importante, fue algo popular.

Una segunda forma de atender el problema sería modificando la estructura del poder que vive y se nutre de la ambigüedad que es inherente a todo el sistema político, ambigüedad que favorece una amplísima discrecionalidad, misma que bordea en la absoluta arbitrariedad. Si de verdad queremos acabar con la corrupción y la impunidad, este sería el camino idóneo.

Una tercera manera de romper el círculo vicioso es que el aparato del poder cambie, cediendo, de manera altruista, sus fuentes de poder y financiamiento. Como eso no va a ocurrir, la pregunta es si la sociedad puede obligar a que se dé una alteración de las estructuras de poder. Esta fue mi propuesta en el libro Una Utopía Mexicana, donde propuse que el presidente encabezara ese proceso de cambio de esta naturaleza, a sabiendas de que eso no ocurriría. De hecho, en el siguiente libro, El Problema del Poder, analicé porqué eso es imposible: dada la estructura de intereses y privilegios que caracteriza al país, la noción misma de pretender una transformación “desde adentro” resulta claramente ingenua.

Una cuarta línea de acción, esa que sigue un amplio grupo de activistas, con frecuencia radica menos en el análisis de los problemas que en su exposición pública. Su objetivo no es cambiar -corregir, adecuar o resolver sus problemas- sino cambiar al sistema en su conjunto. Por supuesto, hay un creciente grupo de organizaciones dedicadas a construir soluciones institucionales en ámbitos como el de la transparencia y la rendición de cuentas, pero son la excepción: la línea que separa a las instituciones que fundamentan su trabajo en el análisis serio y la propuesta de soluciones de aquellas que encabezan activistas dedicados a exhibir y combatir con el oprobio a los casos que ellos consideran, sin análisis, ser ejemplos de corrupción, es por demás endeble. En términos generales, los activistas basan su actividad en el abuso de la información y siguen agendas políticas precocinadas en sus denuncias y publicaciones. Algunos de quienes siguen esta línea de acción entienden ese objetivo con claridad, otros suponen que el escándalo público es un medio aceptable para llevar a cabo cambios necesarios. En cualquier caso, el problema de esta estrategia es que parte del principio de que no es posible cambiar o mejorar al sistema existente sino que es necesario eliminarlo. De esta manera, conscientemente o no, se trata de movimientos políticos, no de proyectos dedicados a la corrección de los problemas existentes, dentro de los marcos institucionales prevalecientes.

Estos cuatro caminos arrojan la interrogante obvia de si el cambio del país puede provenir de la sociedad. La evidencia acumulada sugiere que, por la razón que sea y que fue discutida con anterioridad, la sociedad mexicana ha mostrado severas limitaciones a encabezar procesos transformadores; incluso, algunas encuestas del Instituto Nacional Electoral[i] sugieren que la sociedad mexicana es particularmente pasiva, aunque nada impide que esa pasividad cambie en el tiempo, sobre todo con una mayor sensación de libertad y una mayor apariencia de corrupción. Más bien, son grupos de activistas los que han adquirido dimensiones protagónicas precisamente por la ausencia de una sociedad dispuesta a organizarse y a actuar por sí misma. Queda así la gran disquisición de cómo puede la sociedad hacer valer sus derechos en esta era de competencia y democratización. No es un dilema menor.

El sistema político mexicano se constituyó para pacificar al país y privilegiar a los ganadores de la gesta revolucionaria. El sistema que de ahí emergió logró su cometido en ambos sentidos pero tuvo el efecto de congelarse en el tiempo, impidiendo una evolución normal y natural, conforme con el crecimiento y desarrollo de la sociedad y de la economía. La corrupción, la impunidad, la informalidad y otras distorsiones mencionadas en este capítulo son síntomas de un sistema político y legal expresamente diseñado para favorecer y privilegiar a ciertos sectores de la sociedad, para escoger ganadores (y, por consecuencia inexorable, perdedores) y, por lo tanto, se convirtió en un impedimento estructural a la existencia de instituciones fuertes, independientes y permanentes. Es decir, en el corazón de la arbitrariedad que hace posible -y necesaria- la corrupción y la impunidad, yace una estructura de poder que se beneficia de ello y que no ve razón para alterar el orden establecido.

La sociedad mexicana ha llegado a la conclusión de que la corrupción y la impunidad son los dos grandes males que producen violencia, improductividad y desazón. De lo que no hay duda es que estos fenómenos han cambiado a la sociedad mexicana y le han incorporado un sentido de militancia y actividad que no existían antes. La interrogante es si estos elementos se podrían convertir en un catalizador para transformar a la sociedad y convertirla en un verdadero factor de cambio político en México.

 

Fragmento del libro Un mundo de oportunidades
http://bit.ly/2syezl3