México después de la guerra

Luis Rubio

Aunque más prolongada de lo que sus principales promotores en EUA habían sugerido, la guerra en Irak acabará y cuando eso ocurra llegará el momento de restaurar la relación bilateral. Este es el tema dominante en el mundo, pero sobre todo en capitales como Paris, Berlín y Ankara, naciones que, por distintas razones, entraron en conflicto con Washington en los últimos meses, algunas de ellas sin darse cuenta. Cada una de esas naciones se está comenzando a posicionar para retornar a un esquema que haga posible la convivencia en el marco internacional en general y con EUA en lo particular. Nosotros deberíamos hacer lo mismo.

No cabe la menor duda de que la guerra en Irak ha polarizado al mundo. Tampoco puede eludirse el hecho de que la guerra se inició luego del fracaso del proceso de resolución de disputas que está interconstruido en el sistema de las Naciones Unidas. El gobierno norteamericano actuó con la certeza y convicción de una potencia que sabe lo que quiere, en tanto que naciones como Francia y, con menor intensidad, Rusia, se ofuscaron en tratar de contener y limitar el rango de acción estadounidense. El choque entre estas dos concepciones del mundo, pone en riesgo toda la estructura institucional que se construyó al final de la segunda guerra mundial. Los franceses seguramente estimaron que su brutal oposición llevaría a los norteamericanos a reconsiderar su postura, en tanto que los estadounidenses supusieron que, tarde o temprano, los franceses los secundarían en sus propósitos. Cuando la determinación de ambas partes fue irreconciliable, el mundo entró en una nueva fase de la historia. Esto no significa que la historia sufrirá un cambio dramático, pero sí que enfrentaremos una nueva realidad y, por lo tanto, riesgos que antes no parecían fundamentales.

La controversia es clara. Mientras que los franceses perciben a EUA como una potencia peligrosa, como una amenaza al orden internacional, los norteamericanos perciben al terrorismo como la nueva gran amenaza a la paz conseguida luego del fin de la guerra fría. Se trata de dos visiones contrapuestas que no permiten una fácil reconciliación: los franceses están empeñados en contener y limitar a la nueva “hiperpotencia”, como ellos la llaman, en tanto que los norteamericanos, sobre todo después de los ataques terroristas del once de septiembre, están convencidos de que todo el occidente se encuentra en peligro y que se trata de una guerra de suma cero, es decir, toda ganancia para los terroristas islámicos es una pérdida para las naciones occidentales y viceversa. Esta diferencia de perspectivas viene de años atrás, pero fue sólo con el voto y no voto en el seno del Consejo de Seguridad de hace unas semanas que llegó a un punto de quiebre. La pregunta ahora es qué sigue.

Al margen de su legitimidad en el seno de la ONU, no es difícil comprender la lógica del activismo militar norteamericano. Fue septiembre del 2001 el momento en que la política exterior estadounidense dio un giro vertiginoso. Aunque visto desde lejos pudiera parecer extraño, los ataques terroristas cambiaron la óptica de los norteamericanos y, al mismo tiempo, le abrieron la puerta a los partidarios de una trasformación de las relaciones internacionales. Los ataques terroristas no tenían precedentes en el suelo norteamericano. Por primera vez, innumerables ciudadanos de aquella nación comenzaron a experimentar temores y dudas sobre su futuro. Visto desde afuera, sobre todo desde Europa, región que ha tenido más de una experiencia terrorista en las últimas décadas (quizá ninguna como la ETA en España o el ERI en el enclave inglés en Irlanda), podría parecer un tanto excesiva la reacción norteamericana. Sin embargo, el temor –y la necesidad de combatirlo- existe y se ha constituido en un punto de cambio fundamental. A partir de ese momento, un conjunto de analistas, pensadores e intelectuales que habían venido insistiendo en la necesidad de redefinir el mundo luego de la guerra fría, súbitamente lograron primacía en la conducción de la política exterior. Ese cambio es crucial para comprender la nueva realidad de nuestra propia vecindad.

El fin de la Unión Soviética abrió la puerta para una redefinición cabal del mundo. La súbita desaparición de la principal potencia que contendía en poder e influencia, abrió un espacio para el desarrollo de nuevas fuerzas dentro de EUA. Hasta ese momento, el equilibrio en el mundo, el llamado equilibrio del terror, se mantenía por la existencia de dos potencias nucleares con poder aparentemente similar. Sin embargo, una vez desaparecida la URSS, se creó un espacio para la emergencia de lo que los franceses ahora llaman, en un tono claramente peyorativo, la “hiperpotencia”. Por algunos años, durante la presidencia de Bill Clinton, el mundo se mantuvo más o menos sin cambio no porque no hubiera una gradual transformación de las estructuras internacionales, sino porque Clinton guardó las formas y evitó confrontaciones estériles en el marco de la ONU y otras entidades multilaterales similares. Para Bush esas formas resultaban pedantes e innecesarias. No habían pasado unos meses de su mandato cuando ya había rechazado el acuerdo de Kyoto en materia ambiental y, poco después, el tratado de proliferación nuclear, así como la corte internacional de justicia. En al menos dos de estas instancias, las formas de Bush resultaron mucho más agresivas que la substancia detrás: en particular, todas las naciones signatarias del tratado de Kyoto sabían que éste era inalcanzable; sin embargo, el imperativo para el gobierno de Bush no era la comunidad internacional sino su propia base política interna, razón por la cual fue categórico y arrogante en exceso.

El ascenso de los llamados “neoconservadores”  fue resultado directo de los ataques terroristas de hace dos años. Para ese grupo de intelectuales y funcionarios, el fin de la guerra fría exigía definiciones y transformaciones que, de no hacerse, impedirían la consolidación de un nuevo orden internacional. Más aún, los ataques terroristas, decían, abrían oportunidades que nunca antes habían existido. De esas concepciones nace la idea de que es imperativo modificar el statu quo internacional, sobre todo en el mundo islámico, y que el derrocamiento de Saddam Hussein es clave para lograr ese objetivo. Sólo así, piensan estos analistas, se puede obligar a las naciones que han resguardado, protegido o promovido, ya sea de manera pasiva o activa, a Al Qaeda, a bloquear a esa organización, hasta extinguirla. El vínculo entre Irak y Al Qaeda acaba siendo menos directo, pero mucho más poderoso de lo aparente en la visión de este grupo de poderosos funcionarios, todos los cuales fueron clave en la andanada que hoy tiene lugar en esa región del mundo. Se trata de la mayor redefinición de fuerzas y fuentes de influencia de la historia desde el fin de la segunda guerra mundial.

Aunque la imagen idílica de una guerra corta, sin costos ni problemas que vendieron esos “neoconservadores” no se esté materializando, no hay persona seria en el mundo que dude de la fuerza de las convicciones de la llamada coalición liderada por EUA, ni de la debilidad relativa de Hussein. Ciertamente, los costos, tanto materiales como humanos, van a acabar siendo mayores de lo anticipado por esos intelectuales, pero el fin no parece dudoso. Las hipótesis sobre lo que seguirá son muchas, pero es obvio que hay al menos dos temas que son cruciales para nuestros propios cálculos. Uno se refiere a la naturaleza de ese final anunciado y el otro a las reacciones que ese final genere para las relaciones bilaterales de EUA con el resto del mundo.

Por lo que toca al primer asunto, no hay nada más propicio y amable que un triunfo dramático que enaltezca los objetivos de las potencias que iniciaron el conflicto. El final de la segunda guerra mundial es ilustrativo al respecto: los estadounidenses no sólo fueron visionarios y previsores (un ejemplo: la creación de las Naciones Unidas, el GATT y otras instituciones internacionales y multilaterales), sino que también fueron por demás generosos, como ilustra el Plan Marshall, que hizo posible la revitalización de naciones aliadas, como Inglaterra y Francia, pero también de los derrotados, como Japón, Alemania y Turquía. En esta perspectiva, queda por confirmarse la existencia de armas de destrucción masiva, es decir, las armas químicas, biológicas o nucleares, que a los ojos norteamericanos justificaban cualquier acción militar, y si una vez derrocado Hussein, la población se siente liberada y agradecida de haber acabado con la dictadura, como ocurrió con los rusos luego del fin de una sucesión de regímenes estalinistas, cuyo ejemplo es el que parece animar al propio Saddam Hussein. Al día de hoy, parece igualmente posible el triunfo contundente de EUA como un triunfo un tanto humillante que lleve al nacimiento de una hiperpotencia cautelosa y negociadora, en lugar de arrogante y militante.

Nadie puede adivinar cómo será el desenlace en Irak. Aunque parece certero el triunfo de la coalición norteamericana, lo que sigue está claramente en el aire. Independientemente del rumbo de los acontecimientos, todo indica que la estrategia de oposición a ultranza que encabezó el presidente francés Jaques Chirac y a la que se sumó el presidente ruso Vladimir Putin va a resultar extraordinariamente costosa para esas naciones. A final de cuentas, apostar contra la hiperpotencia que tanto criticaban parece una estrategia poco inteligente para sus relaciones futuras con EUA, una vez concluidas las hostilidades. Pero también está por verse es si la estrategia de “acercamiento crítico” de Tony Blair, el primer ministro británico, acabará siendo más productiva. Asociarse con los estadounidenses en lugar de rivalizarlos, dice el primer ministro inglés, es la única manera de mantener vigente el orden internacional. Las próximas semanas serán clave para el mundo, sobre todo México, que ahora preside el Consejo de Seguridad. El potencial de nuevo conflicto con EUA ahí es infinito. Aunque eso pudiera ser popular en las encuestas, más vale que lo veamos con una perspectiva del interés del país en el largo plazo. La alternativa podría ser un invierno que pudiera durar lustros…

www.cidac.org

Reempezar

Luis Rubio

El gobierno del presidente Fox enfrenta un dilema muy claro: cambia pronto o destruirá los planes, objetivos y apoyos que desarrolló a lo largo de su campaña. Emprender cambios a la mitad del vuelo siempre entraña riesgos elevados, pero éstos acaban siendo menores si se comparan con el riesgo de seguir en un deterioro que parece incontenible. El mero hecho de que la propaganda priísta haya robado los temas de la campaña presidencial del hoy presidente Fox (como el cambio, la inseguridad y el crecimiento económico) debería llevar al gobierno a recapacitar sobre lo que ha hecho y lo que no ha avanzado. Más allá de la súbita mejoría de la popularidad presidencial, la sensación de que el país va a la deriva es casi ubicua. Sin embargo, a pesar de lo anterior, la buena noticia es que las épocas de crisis también son tiempos de oportunidad; mucho más si la sensación de crisis ha amainado. La gran pregunta es si el presidente Fox aceptará el reto de recomenzar.

La problemática es clara para todo aquel que la quiera ver. Por un lado, México es un país con una sociedad ávida de liderazgo. Por el otro, el gobierno está desorganizado y carece de un sentido de dirección. Los mexicanos quieren un gobierno que establezca un camino y convenza a la sociedad de la bondad de su proyecto. En el pasado, bastaba con tener un sentido de dirección; pero la sucesión de crisis de los setenta a los noventa demostró que la clave no reside en la existencia de un liderazgo iluminado, sino en un gobernante con claridad de mente y capacidad para convencer y sembrar certidumbre a la vez que disposición para atenerse a los contrapesos que establece nuestra estructura constitucional. El triunfo de Vicente Fox a la presidencia y la composición del congreso que emanó de esa misma elección, dejaron un mensaje claro: la población quería un líder fuerte pero apegado a la legalidad.

Más de dos años después de ese momento de cambio culminante, el país no cuenta con un líder fuerte y los pesos y contrapesos que existen resultan paralizantes. El gobierno funciona en lo cotidiano, pero no tiene rumbo definido; cada secretaría tiene objetivos propios que resultan con frecuencia contradictorios con los de sus pares. Algunos secretarios están más centrados en juzgar el desempeño de otras secretarías que en preocuparse por sus propios actos. La mayoría no tiene ni idea de su responsabilidad política ni comprende que envía un mensaje cada vez que hace o deja de hacer algo. En una palabra, el gobierno, como un conjunto, es más un club de pocos cuates, que el instrumental de acción del líder que los mexicanos esperan.

Las próximas elecciones son la gran (y última) oportunidad para que el gobierno se reorganice y vuelva a comenzar, aunque no es evidente que el gobierno pueda hacerlo. En este proceso electoral se reunirán tres componentes cruciales que, debidamente articulados, podrían conducir a una transformación integral del gobierno. Primero, las épocas de elecciones representan siempre una oportunidad natural para presentar ideas, reconocer errores y pedir el apoyo de los electores. Segundo, el presidente Fox es, con mucho, el mejor activo con que cuenta la administración y su partido para apelar a los votantes, crispar voluntades y recomponer la coalición que triunfó el dos de julio del 2000. Un presidente en campaña es un líder diligente y visible: pocos como el presidente Fox para aprovechar la ocasión, máxime si opta por apalancar su éxito en sumar a las fuerzas políticas en torno a la política exterior. Finalmente, la tercera razón por la que las próximas elecciones pueden hacer la diferencia es la más simple de todas y bien pudo ser la diferencia en el 2000. La propaganda de los partidos de oposición ha cambiado de temas y de enfoque, pero no así en su perspectiva: a juzgar por sus spots en televisión, el PRI, por ejemplo, sigue tratando a los votantes como los mismos tontos de siempre. Mientras que el gran éxito del hoy presidente Fox en el camino a la presidencia fue su habilidad para acercarse a la población e identificarse con sus problemas de una manera respetuosa, para la mayoría de los otros partidos el electorado sigue siendo un mero instrumento para alcanzar sus propios objetivos. El presidente podría recuperar esa vertiente que él mismo sembró.

Nada garantiza que el presidente Fox y su partido ganen los próximos comicios, pero esa elección es sin duda su gran oportunidad. No sorprende, por ello, que todas las baterías gubernamentales estén enfocadas en esa dirección. A final de cuentas, las próximas elecciones son, en buena medida, asunto de supervivencia para el presidente. La pregunta es qué hará en caso de ganar y qué en caso de perder. La respuesta debería ser obvia ante cualquiera de las dos eventualidades, pero los últimos dos años son prueba suficiente de que ya nada es certero.

En caso de que el PAN no logre la mayoría absoluta o, peor para el presidente, que el PRI sí la alcance, resultaría obvia la única alternativa disponible: reconocer la nueva realidad, renegociar un pacto político y tratar de evitar un colapso del gobierno. La contingencia de una derrota (entendida ésta como una mayoría absoluta del PRI) en las urnas parece pequeña en este momento, pero resultaría desastrosa para el presidente en caso de materializarse.

Obviamente, el presidente está persiguiendo una mayoría absoluta en el Congreso. Desafortunadamente, la busca menos por el instrumento en que podría convertirla que por el valor plebiscitario que de ella quisiera derivar. Es decir, luego de tantas críticas y errores, el presidente previsiblemente buscaría la legitimidad que sólo un triunfo electoral le podría conferir. Sin embargo, si su objetivo es únicamente ratificar su legitimidad de origen, el derrumbe de expectativas durante la segunda mitad del sexenio sería todavía peor que el actual. Sin un plan de reorganización de todo el gobierno y su gabinete, el costo de la búsqueda de esa renovada legitimidad resultaría devastador para el país y para el propio presidente.

Lo peor del caso es que el plan que el presidente tendría que echar a andar no es distinto, en concepto y esencial, al que originalmente propuso para el país, pero sobre el cual se desentendió en la práctica tan pronto tomó posesión. Los tres principios rectores de la segunda mitad de la presidencia de Vicente Fox podrían ser los siguientes. Primero, retomar una serie de principios básicos y dedicarse a hacerlos cumplir. Entre estos se encuentran los obvios: la urgencia de desregular y reducir costos a la inversión (igual en vivienda que en importaciones); precisar y proteger los derechos de propiedad; combatir con seriedad la inseguridad pública y hacer cumplir la ley, caiga quien caiga. Prácticamente ninguno de estos temas depende del poder legislativo.

El segundo tema rector tendría que dirigirse a reconstituir toda la estructura del gobierno y del gabinete. Al día de hoy, no existe una coordinación de objetivos, cada secretaría actúa por su cuenta, los miembros del gabinete no se hacen responsables ni pagan un precio por sus errores y no se ejerce un liderazgo efectivo capaz de sumar a toda la población en aras de un futuro mejor. De hecho, la situación ha llegado a un punto tan caótico y extremo que los yerros se multiplican, los intereses particulares dominan las acciones gubernamentales y el gobierno no hace nada por hacer cumplir la ley. No hay grupo de interés alguno que no se haya percatado que la mejor manera de avanzar su causa es violando la ley: bloqueando carreteras, manifestándose en la vía pública, secuestrando funcionarios y, en general, poniendo en jaque a toda la población que es, a final de cuentas, la razón de ser del gobierno. Cuando uno observa cómo algunos gobernadores hacen cumplir la ley y velan por el derecho de las mayorías de moverse con entera libertad, resulta evidente que el problema no radica en la complejidad de los grupos involucrados, sino en la indisposición del gobierno federal para cumplir su cometido. Exactamente lo opuesto a lo prometido por el candidato Fox en tiempos de campaña.

Finalmente, el tercer tema rector digno de enarbolarse es el del liderazgo efectivo e inteligente. El presidente afirma que se encuentra en campaña permanente. Cualquiera que haya visto la televisión sabe bien cuán cierta es esa aseveración. Sin embargo, dicha campaña, y la popularidad con la que viene asociada, es tan vana como efímera; está diseñada para mantener una popularidad que sólo los reflectores que acompañan al presidente en sus giras pueden hacer posible. Tan pronto comiencen a disputarse esos reflectores (presumiblemente después de la próxima elección intermedia, como ocurrió en 1997), la popularidad comenzará a desvanecerse. Es tiempo de reconstruir el liderazgo con un sentido claro de propósito.

Indudablemente el país se encuentra paralizado, la economía no avanza mucho y los inversionistas comienzan a dudar del futuro del país. El último viaje del presidente Fox a Europa fue revelador para todos: el México atractivo del pasado se ha comenzado a evaporar frente al liderazgo político y económico de naciones como China, Brasil y el sudeste asiático. La postura del presidente en torno al conflicto bélico en Irak le ha dado nuevos bríos al gobierno, pero también esto será efímero si no se transforma en algo duradero. Sólo actuando en lo interno podrá el gobierno vencer la percepción generalizada de estancamiento y de un gobierno inmovilizado. Sólo el presidente puede romper ese círculo vicioso.

El país necesita de un líder fuerte, pero constitucionalmente limitado, que vuelva a encauzar el rumbo. El país se ha estancado en términos de competitividad, la debilidad fiscal del gobierno es patética y los factores que hicieron atractiva la inversión (como el TLC) se han comenzado a erosionar. El presidente podría emplear sus excepcionales dotes de liderazgo para reconstruir un consenso entre la población y, con la fuerza que ello generaría, negociar con el Senado.

A juzgar por los dos años pasados, es obvio que un esquema como éste es poco atractivo para el presidente Fox. El problema es que la alternativa tres años de más de lo mismo- sería costosísima para el presidente y devastadora para el país.

 

Los costos de votar y no votar

Luis Rubio

El sentido del voto mexicano en el Consejo de Seguridad de la ONU, que polarizó a la política nacional en los primeros meses de este año, fue conflictivo, complejo y costoso en todos sentidos. Si bien la decisión final coincidió con las encuestas y las presiones políticas internas, hay dos ángulos que bien vale la pena analizar y evaluar porque entrañan consecuencias potenciales de largo plazo. El primero tiene que ver con la manera de decidir del presidente, sobre todo los criterios que dominaron su proceso de (in)decisión, y el segundo con los costos potenciales para la relación bilateral con Estados Unidos.

Cualquier evaluación honesta y seria sobre el tema tiene que partir de la imperiosa necesidad de hacer explícita la inutilidad de discutir tres temas que, aunque aparentemente centrales al corazón del asunto, son en realidad irrelevantes. Primero, es tautológico discutir una vez más si México debió buscar su membresía en el Consejo de Seguridad, al igual que es absurdo cuestionar la importancia de la relación con EUA; segundo, es innecesario afirmar lo obvio: que la paz es preferible a la guerra y que deben hacerse todos los esfuerzos humanamente posibles para evitar un conflicto armado, así como resolver los conflictos de manera pacífica; y, tercero, no hay decisión que sea gratuita o que no entrañe costos y riesgos. Lo que hizo o dejó de hacer el gobierno entraña consecuencias y éstas tendrán que ser enfrentadas en el futuro.

Cuando Estados Unidos, Inglaterra y España llevaron al Consejo de Seguridad una segunda propuesta de resolución orientada a hacer posible el uso de la fuerza en cumplimiento con lo establecido en la resolución previa (1441), el gobierno mexicano se encontró ante el dilema de cómo responder. Ya para ese momento, el presidente Fox llevaba meses abogando abiertamente por una salida pacífica al conflicto en Irak, discurso que creó su propio momentum y, de hecho, limitó sus opciones de decisión. La manera de votar sobre una resolución de esta naturaleza entrañaba dos planos contrastantes y en buena medida contradictorios: por un lado la relación bilateral; por el otro, la moralidad de la guerra y la tradición pacifista del país. Al inscribir el debate en términos de principios absolutos de paz y guerra y la naturaleza sagrada de la vida, el presidente Fox se entrampó en un discurso del que, de haber querido, no podía salir sin pagar un costo político inmenso.

Desde esta perspectiva, el gobierno evidenció al menos cuatro características clave en su proceso de decisión. Primero, aunque el discurso hablaba de principios, la retórica del presidente en ningún momento siguió los lineamientos de la política exterior tradicional; más bien apelaba a valores morales y principios religiosos y no a la tradición de la política mexicana. En segundo lugar, el gobierno exhibió una fuerte propensión a incursionar en terrenos de la política internacional relativamente inéditos para México, como las negociaciones con la Liga Árabe, que por al menos durante dos décadas fueron considerados ajenos al interés central del país y, de hecho, potencialmente peligrosos para su desarrollo. En este mismo rubro destaca también la efímera propuesta presidencial de intermediar en el conflicto entre las dos Coreas, algo que no se había visto en el país desde los setenta. En tercer lugar, el gobierno refrendó su obsesión por las encuestas, a las que claramente no considera un insumo necesario para el proceso de toma de decisiones, sino un fin en sí mismo capaz de determinar el actuar presidencial. Finalmente, el gobierno siempre mostró disposición a minimizar la importancia de la relación con EUA, suponiendo que ésta es suficientemente madura como para poder separar los asuntos cotidianos como el comercio, la inversión y la frontera- de los políticos y éticos. Independientemente de la correcto o errado de los supuestos implícitos en esta manera de proceder, resulta evidente que los criterios de decisión del gobierno actual son sensiblemente distintos a los que distinguieron a los gobiernos pasados.

Pero el que el gobierno estime que sus criterios son congruentes con su visión y con sus preferencias y prioridades no implica que sean gratuitos o que no existan costos asociados a ellos. La presencia de México en el Consejo de Seguridad en la era de una sola superpotencia, sobre todo después de los ataques terroristas del once de septiembre, entraña un dilema permanente entre la relación bilateral y la agenda diplomática y política más amplia del país. En algunos momentos, como en el caso de Irak, esos dos asuntos chocan de manera frontal. El presidente Fox decidió ignorar la existencia del dilema y enfocó todas sus baterías en la dirección de la agenda multilateral, cobrando un fuerte protagonismo en el campo pacifista. Visto en retrospectiva, es evidente que el gobierno actuaba con seguridad respecto a las prioridades que decidió adoptar en esta materia; tanto así que, una vez pasado el momento crucial en que EUA decidió retirar el proyecto de resolución, diversos funcionarios se jactaron de que habrían votado en contra de esa resolución de haberse sometido a votación. Ahora será necesario pagar los costos de esa verborrea, que son más tangibles y menos anticipables que los beneficios.

Los beneficios son evidentes en términos de popularidad del presidente y, de existir habilidad para construir consensos internos, podrían manifestarse en acciones concretas en el frente legislativo, apalancando la popularidad ganada para lograr algo duradero para el país. Un buen paquete de reformas idóneas reduciría dramáticamente cualquier vulnerabilidad. De fallarse en este esfuerzo, los beneficios acabarían siendo pequeños y se desperdiciaría una oportunidad más de las muchas ignoradas en este sexenio.

Aunque todos los costos potenciales acaban por traducirse en impactos sobre la tasa de crecimiento de la economía, para fines analíticos es útil agruparlos en tres niveles. El primero tiene que ver con el gobierno y la sociedad norteamericana; el segundo con los mercados financieros; y el tercero con el desempeño de nuestra economía.

Por lo que toca al gobierno estadounidense, es improbable que haya decisiones específicas que contengan un sesgo de venganza o represalia. Más allá de los programas en marcha, no hay indicio de que el gobierno norteamericano busque afectar los flujos de inmigrantes, ni tampoco hay elementos para pensar que se hará más complejo el tránsito fronterizo o la emisión de visas para mexicanos que deseen visitar ese país. Los principales costos derivados de nuestro activismo diplomático tienen menos que ver con decisiones anti-mexicanas que con las actitudes que se van forjando en toda la sociedad norteamericana todos los días. Dado que la naturaleza instintiva de los estadounidenses es a cerrar filas de manera absoluta con su gobierno una vez que existe una situación bélica, es evidente que muchos de ellos concluirán que México es, al menos parcialmente, responsable del fracaso de la iniciativa diplomática de su gobierno y eso implicará que, en sus decisiones cotidianas, tomarán eso en cuenta. A diferencia de Francia, cuyas exportaciones son por demás visibles (quesos, vinos, automóviles), la mayoría de nuestras exportaciones son invisibles, toda vez que muchas de ellas son parte integral de automóviles norteamericanos o partes, materias primas o insumos para la construcción. Por lo anterior, es improbable que nuestras exportaciones se vean afectadas.

Sin embargo, es altamente probable que las consecuencias se sientan en otros ámbitos: en las decisiones que tomen los consejos de administración de empresas pequeñas y grandes al momento de decidir dónde invertir; en la actitud que adopten funcionarios diversos y, sobre todo, los legisladores, en caso de que se presentara una iniciativa relativa a México en temas como el financiero (el caso extremo sería el rescate del año 1995) y en la instrumentación de programas como el del llamado perímetro de seguridad que México confiaba se instalaría en el Suchiate, pero que bien podría acabar situado en el Bravo. Como muestran las interminables colas en los puntos de acceso terrestre a EUA estos días, decisiones como ésta bien podrían determinar la competitividad de una parte significativa de nuestros exportadores. En todo caso, el mayor de todos los costos es sin duda el relativo al forjamiento de actitudes que sólo el tiempo podrá corregir. Es en este contexto que resulta inexplicable el proceder gubernamental luego de que se desvaneció la necesidad de definirnos públicamente en favor o en contra de EUA: en vez de festinar el sentido del voto que no ocurrió, de haber mantenido su boca cerrada los miembros del gobierno, habría habido costos en términos de actitudes, pero éstos habrían sido mínimos. A menos de que logremos cambiar esas actitudes, los costos podrían acabar siendo enormes, aunque imperceptibles, pues se manifestarían en la falta de oportunidades e inversiones: la economía simplemente crecería menos de lo que podría haber logrado en otras circunstancias.

Por lo que toca a los mercados financieros, los costos serán elevados en el corto plazo, pero desaparecerán con el tiempo, toda vez que la vigencia de los asuntos en ese mundo es siempre corta. Algunos analistas y administradores de fondos mostrarán su enojo o frustración en la forma de reportes críticos de la economía o empresas mexicanas, pero todo pasará con rapidez. En este sentido, más allá de los efectos macroeconómicos que cause la guerra, la actividad económica en el país se va a beneficiar o sufrirá dependiendo de la manera en que tomen sus decisiones los empresarios y los inversionistas. En la medida en que cale la idea de que México (junto con Rusia en la mitología actual) fueron los causantes del fracaso diplomático, los costos serán elevados. Con suerte, la cruda será menos efusiva que la borrachera actual. Sea como fuere, si la acción bélica acaba siendo exitosa los costos serán pequeños y pasajeros, pues nada cierra las heridas tan rápido como el éxito, en cualquier empresa o actividad. El problema es que si la cosa avanza mal, más vale que tengamos los cinturones bien puestos.

 

La cola del tigre

Luis Rubio

El zafarrancho que han creado algunos miembros del PRI en torno a la sanción que le impuso el IFE a ese partido constituye una buena síntesis del estado que guarda la política nacional. En lugar de romper con el pasado e iniciar la organización de un nuevo partido, capaz de ganar elecciones, los priístas se empeñan en retornar a un pasado que ya no volverá. De esta manera, el país vive la desafortunada combinación de un gobierno sin iniciativa, un proceso político paralizado y un partido experimentado que no tiene visión de futuro. ¿Habrá alguien capaz de darle sentido a este marasmo de indiferencia, impunidad y surrealismo?

La reacción de los priístas a la sanción impuesta por el IFE era enteramente anticipable, pero no por ello deja de ser vergonzosa. Ciertamente, de la información disponible, es razonable suponer que existen muchos vacíos en el origen y destino de los fondos que se han acabado de encuadrar bajo la denominación coloquial de Pemexgate. Los argumentos esgrimidos por los abogados del PRI indican que el partido ha optado por una batalla legal de corte medieval para defender el honor de su franquicia, la cual están en su derecho de emprender y llevar hasta sus últimas consecuencias. Sin embargo, es también razonable preguntar si esa es una estrategia idónea y, sobre todo, inteligente para su defensa.

De lo que no hay la menor duda es que tarde o temprano el país enfrentaría un conflicto político de esta naturaleza. Luego de décadas de gobiernos priístas, no siempre caracterizados por su pulcritud, era inevitable que el primer gobierno no priísta buscara y encontrara alguna evidencia de corrupción. Lo sorprendente para cualquier mexicano mínimamente avezado e informado es que no hubiera explotado un número infinito de acusaciones, procesos legales e imputaciones en contra del PRI y de sus funcionarios y próceres. La verdad es que, a pesar de la sensación de acoso que los priístas sintieron –muchas veces con razón- sobre todo a lo largo del primer año del gobierno de Fox, el comportamiento del gobierno en estas materias ha sido más bien limitado. Los hechos demuestran que han sobrado imputaciones retóricas, pero que ha habido muy poco activismo legal. Imposible saber si esto evidencia incompetencia por parte de las autoridades actuales, cuidado en esconder la corrupción por parte de los priístas que antes estaban a cargo o limpieza en sus procesos.

Lo que era anticipable es que tarde o temprano llegaríamos a algo como el Pemexgate. En este caso, la evidencia confirma que el dinero salió de la empresa paraestatal, que parte del dinero se desvió a cuentas personales de los líderes sindicales y que parte fue entregada a funcionarios del PRI en la época de la campaña. Lo que parecen disputar los priístas es la ausencia de evidencia de que los fondos transferidos en efectivo por funcionarios de la campaña hayan sido utilizados por el partido en el proceso electoral. Como argumento legal éste es sólido, toda vez que las facultades del IFE se reducen a los partidos y a las campañas. Si no existe evidencia de que el dinero haya sido efectivamente utilizado por el PRI en la campaña, la jurisdicción del IFE puede ser dudosa.

El IFE, por su parte, ha actuado estrictamente apegado a su mandato legal. Como el árbitro que es, su función es la de vigilar el comportamiento de los partidos, auditar el financiamiento y gasto de las campañas federales y sancionar a cualquier infractor. Independientemente del fallo que llegue a emitir el Tribunal Federal Electoral en torno a este asunto, su actuar en el caso Pemexgate se ha apegado a su mandato. Más allá de las facultades con que cuenta el instituto electoral, su estructura fue diseñada para hacer lo que los priístas consideran impropio y por lo cual debaten absurdos como el de iniciar juicios políticos contra sus integrantes. Los miembros del consejo del IFE son personas independientes que fueron propuestos por los partidos políticos. Esta combinación crea muchas de las tensiones actuales: su independencia les da la fortaleza legal y moral para arbitrar los procesos electorales y el origen de su nominación los ata, a unos más que a otros, a los partidos que los promovieron. Para nadie debería ser sorprendente la dinámica que ahí tiene lugar.

Pero esa dinámica también explica el buen funcionamiento y el prestigio de que goza la institución. En contra de lo que sostienen muchos airados priístas, la mayor parte de los mexicanos, incluyendo muchos que votan por el PRI, aprecia la existencia de una instancia capaz de ponerle un alto al partido que por décadas estuvo asociado a la corrupción e impunidad que se resumen en el caso del Pemexgate. Aunque los priístas puedan argumentar con legitimidad que no existe evidencia suficiente para justificar la sanción que les fue impuesta, es dudoso que puedan encontrar a muchos mexicanos que duden que la transferencia de fondos de una empresa paraestatal (supuestamente de todos los mexicanos) a un sindicato que nadie con un mínimo de sensatez puede calificar de pulcro y transparente, a cuentas personales de los líderes y a funcionarios del partido y de la campaña presidencial pasada, constituye flagrante corrupción. En este sentido, más allá de la legitimidad legal del argumento del PRI, vale preguntarse si los priístas están actuando con inteligencia política al disputar con tanta vehemencia y publicidad el fallo del IFE.

A final de cuentas, la razón de ser de un partido político es la de llegar al poder. Sin embargo, para los priístas este asunto parece ser uno de supervivencia. Como si el probar su inocencia en este tema fuera a garantizarles el retorno al poder, la recuperación de lo que estiman es suyo casi por derecho divino. Este empecinamiento sugiere exactamente lo contrario: muestra que el PRI ha sido incapaz de la más mínima introspección; que sus integrantes, ahora que prácticamente han eliminado a todos los llamados “tecnócratas”, siguen culpando de su derrota en el 2000 a los intentos que sus gobiernos recientes emprendieron en busca de la modernización del país y que temas como el de la impunidad y la corrupción, que el Pemexgate presenta con tanta nitidez, son irrelevantes para el electorado.

Los avances recientes del PRI en materia electoral son sin duda fuentes legítimas de orgullo para sus líderes. Sin embargo, cualquier evaluación honesta de lo ocurrido en el terreno electoral en el último año tendría que conceder que hay dos escenarios posibles: por una parte, es posible que los resultados reflejen un cambio de percepción de los votantes respecto al PRI; pero, por otro lado, también es posible que se trate de una mera evolución natural en las actitudes de los votantes sobre temas locales, independientemente de un partido en lo particular. La noción de que se puede extrapolar cualquier resultado electoral a nivel municipal o estatal al plano nacional es debatible. Pero lo que parece dudoso es que la opinión del mexicano promedio sobre el PRI haya cambiado en los últimos dos años, máxime cuando el PRI no ha cambiado mucho. La ironía de todo este asunto yace precisamente en este tema: el país y el electorado necesitan fuerte competencia partidista para obligar al gobierno en turno a esforzarse y a avanzar los intereses del país en su conjunto. Frente a eso, el PRI no ha hecho sino retraerse hacia sus orígenes, esconderse tras su ideología tradicional y suponer que el votante es incompetente e incapaz de discernir.

Nadie puede anticipar qué es lo que deparan las elecciones intermedias de julio próximo. Lo que es seguro es que las elecciones más recientes, comenzando por las del estado de México hace unos días, no mostraron a un PRI renovado, sino a un conjunto de malos gobernantes que fueron reprobados por los electores. Si hubiera habido reelección, esos gobernantes no se habrían reelecto; no habiéndola, un número suficiente de votantes cambiaron de partido y punto. Así es la competencia electoral y así es la democracia. Difícil construir un imponente edificio sobre cimientos por demás endebles como los priístas han intentado hacer en estos días.

Todo esto obliga a volver al tema de la sanción impuesta por el IFE. Los priístas han desdeñado el actuar del IFE sobre bases legales, despreciando la dinámica política que su disputa entraña. Su argumentación legal se reduce al tema de la evidencia, en tanto que su andanada política se concentra en la idea de que el IFE ha actuado con parcialidad, al tratar el asunto de Amigos de Fox de manera distinta. Los miembros del IFE han explicado con claridad la diferencia entre ambas dinámicas en términos del proceso legal que cada uno sigue en instancias ajenas al IFE. En términos estrictos, es claro que el IFE tiene razón en cuando argumenta que se trata de dos asuntos distintos, independientes uno del otro, aunque ambos con enormes implicaciones políticas. También es cierto, como argumentan los priístas, que el trato propinado a los involucrados en el caso que afecta al PRI ha sido severo y apegado a una lectura estricta de la ley, en tanto que el tenor del actuar de la PGR en el caso de Amigos de Fox ha sido por demás generoso y displicente. Todo esto sugiere que hay más de juarista en el gobierno de lo que muchos de sus integrantes quisieran aceptar.

Pero el punto de fondo es que el PRI, que aspira a recuperar el poder en el 2006, se ha comportado como la entidad arrogante e impune que siempre fue, con lo que corre el riesgo de alienar a más votantes en lugar de atraerlos. El problema que el PRI enfrenta no es el de la sanción impuesta por el IFE ni tampoco el monto de la multa imputada, sino la naturaleza de lo sancionado. Si bien en principio no existe diferencia moral o ética entre las violaciones al código electoral implícitas en los casos de Pemexgate y de Amigos de Fox, el caso del PRI refleja precisamente el tipo de impunidad que la mayoría de los votantes reprobó en el 2000. Acostumbrados a esa manera de actuar, los priístas no parecen ser capaces de reconocer la diferencia. Harían mejor si iniciaran una profunda reforma que les permitiera recuperar la credibilidad, algo que no tienen y que al IFE le sobra.

www.cidac.org

Las encuestas y el liderazgo presidencial

Luis Rubio

Las encuestas se han convertido en uno de los instrumentos clave para todos los presidentes y políticos del mundo. Difícilmente existe hoy algún gobierno o gobernante que desdeñe las encuestas en su proceso cotidiano de toma de decisiones. En esta era de la ubicuidad de la información, ningún gobernante puede actuar sin tener datos que le permitan tomar el pulso de la población. Pero una cosa es pulsar el sentir de la población y otra muy distinta es dejarse arrollar por las encuestas.

Las encuestas juegan un papel central en el gobierno de una sociedad moderna. Su existencia es una de las mejores evidencias de que los gobernantes no pueden ignorar el sentir de la población y que toda labor pública para ser efectiva tiene que responder a la población misma. Es decir, se trata de una medida importante de la evolución democrática del mundo. Hasta hace unas cuantas décadas, los gobernantes navegaban a ciegas, confiando en que su juicio y manera de decidir corresponderían con el sentir de la población. El objetivo de entonces, como lo es ahora, era incrementar el apoyo de la sociedad a las tareas del gobierno y, en aquellos países en que hay reelección, a acrecentar la probabilidad de ganar los siguientes comicios. Detrás de todo esto se encuentra la noción de que el capital político de un gobernante crece en la medida en que actúa, en tanto que se desgasta si no se usa; es decir, el capital político no es algo estático del que se dispone en cualquier momento.

Aunque se trata de un mecanismo pasivo porque no hay interacción entre el gobernante y el ciudadano al momento de levantar una encuesta, la medición de la opinión pública representa un avance democrático en tanto que unos y otros conocen preferencias de la población y su percepción sobre el estado de cosas que guarda un país. Sin duda, los gobernantes podrán tener mejor idea del reto que enfrentan al tomar e instrumentar una decisión, pero también existe el riesgo de que el gobernante se deje llevar por el sentir popular y que, en lugar de instrumentar su programa de gobierno, capitule ante la opinión del público en un momento dado.

Aunque casi todos los gobiernos del mundo realizan encuestas de manera cotidiana, son muy pocos los que se dejan arrollar por los resultados que éstas arrojan. Las encuestas tienen la función de informar al tomador de decisiones, no de determinar la decisión. Para comenzar, la opinión pública es algo dinámico, que cambia con el tiempo: las opiniones se van forjando de acuerdo a las circunstancias y se modifican cuando un gobierno actúa. Aunque el gobierno puede saber, a través de una encuesta, lo que opina la mayoría de la población sobre un determinado tema, no hay manera de que pueda anticipar el comportamiento de la opinión en el futuro. Si se pudiera anticipar la opinión pública, no sería necesaria la existencia del gobernante, pues las decisiones fluirían de manera automática.

Este punto es crucial. La opinión pública en todo el mundo tiende a ser conservadora, no en un sentido ideológico, sino en un sentido práctico: independientemente de sus convicciones políticas o ideológicas, el cambio es algo a lo que se ve con desconfianza, pues no se puede estar seguro si se podrá lidiar con circunstancias nuevas y diferentes. En este sentido, es natural que la gente se resista a experimentar cambios en su manera de vivir, actuar o pensar. Una persona puede ser muy liberal o muy conservadora, puede desear un cambio o rechazarlo y, sin embargo, la propensión natural es aferrarse a lo conocido en vez de correr el riesgo de probar lo diferente, independientemente de que el cambio que resultare de una acción determinada pudiese ser bueno para esa misma persona.

Cuando un gobierno toma los resultados de una encuesta a valor facial y de manera automática y absoluta, no sólo pierde la oportunidad de llevar a cabo sus programas, sino que abdica su responsabilidad de gobernar. Una cosa es la información que se puede derivar de una encuesta (sobre todo los márgenes de maniobra con que cuenta el tomador de decisiones en temas muy álgidos) y otra muy distinta es el liderazgo que el gobernante puede ejercer para llevar a cabo un cambio de opiniones en la sociedad.

Dada la naturaleza conservadora de la población (de cualquiera en el mundo), la única manera de modificar sus percepciones y opiniones es ejerciendo un liderazgo eficaz. A través del liderazgo, el gobernante puede cambiar los términos de referencia de un determinado problema y puede explicar las virtudes y ventajas de explotar alguna oportunidad. Ese liderazgo puede convertirse en una fuente de transformación social, económica y política que, a su vez, se traduzca en apoyos más fuertes y profundos a la popularidad y gestión del gobernante. Es decir, en contra de lo que podría parecer, al correr riesgos, un gobernante puede acabar incrementando su popularidad. De lo contrario, ningún país avanzaría.

El caso de México no es distinto al del resto del mundo. Cuando un presidente se aferra a lo que le revelan las encuestas, como lo hace el presidente Fox, su popularidad se puede mantener más o menos constante, pero el riesgo de que la pierda se incrementa en el tiempo. El presidente lee las encuestas, hace lo que la mayoría de la gente quiere y confirma los prejuicios de la población, cerrándose así el círculo. El presidente acaba muy satisfecho y la población sostiene su opinión del presidente, pero ni uno ni otro hacen nada por mejorar al país. A la larga, esta manera de proceder tiene la consecuencia de erosionar la popularidad del presidente. Peor, su capital político se va erosionando, así sea de manera gradual, en tanto que sus decisiones no impactan en la vida de la población. Pero la función del presidente no es la de plasmar en el ejercicio de su autoridad lo que la población le dicta a través de las encuestas, sino tomar las decisiones que el país requiere dentro de un marco de liderazgo que aumente su popularidad aun sin ser vasallo de las encuestas.

Esta es la esencia de la función presidencial: liderar y llevar a cabo programas y decisiones que, a fuerza de ser impopulares en una primera instancia, acaben satisfaciendo necesidades básicas de la población. El presidente se puede congratular de haber cancelado el impopular proyecto de un nuevo aeropuerto para la ciudad de México o de su negociación con quienes bloqueaban carreteras, pero la popularidad ganada es efímera, en tanto que las consecuencias de sus acciones no lo son. La inacción puede generar popularidad en el momento, pero siempre acaba siendo más costosa que la acción.

La historia reciente del país es rica en estos temas. Si los gobiernos de las últimas dos décadas se hubieran aferrado a las encuestas, el país quizá habría desaparecido. Al inicio de la década de los ochenta el país tendía al despeñadero por la pésima administración de la economía y, para coronar el fracaso de un gobierno, por la errática y absurda (pero eso sí, popular) decisión de expropiar los bancos. De no haber sido por las reformas que siguieron, algunas sumamente exitosas, otras fallidas, el país se habría hundido y no gozaríamos de la estabilidad actual, ni de instituciones autónomas como el IFE y el TRIFE que hicieron posible el resultado electoral del 2000. Lo anterior no implica que todas las reformas hayan sido buenas o las más adecuadas y visionarias para el país, pero sí que era imperativo reformar la manera de administrar las finanzas públicas, sujetar a la competencia a los monopolios gubernamentales y modernizar a la planta industrial del país.

Todas esas reformas eran impopulares. Aunque en su mayoría no publicadas, las encuestas de la época, sobre todo en los noventa, mostraban una mayoría de los mexicanos opuesta a la privatización de empresas gubernamentales y al TLC, a la apertura de la economía y a la inversión extranjera. De haberse limitado aquellos gobiernos por las percepciones de la población, el país se habría quedado paralizado, sin capacidad de crecer y desarrollarse. Sin embargo, lo irónico e interesante es que cada una de esas decisiones gubernamentales se tradujo en una mayor popularidad para el presidente en turno. Algo semejante ha ocurrido con los segundos pisos del periférico en el Distrito Federal: aunque impopulares al inicio, una vez tomada la decisión, la población cambió su opinión y la popularidad del gobernante se elevó. Los años de crecimiento económico que vivimos en los noventa no fueron producto de la pasividad, ni del gobierno por encuesta, sino de acciones gubernamentales concretas.

No hay peor manera de desempeñarse para un gobernante que conducirse por la vía fácil de la indecisión, capitular ante las encuestas y pretender que los problemas se resolverán por sí solos. Si algo, la historia refleja lo contrario: aunque hay muchos gobernantes impopulares, los más impopulares son típicamente aquellos que tomaron decisiones sistemáticamente contrarias al sentido común y al sentir de la población (como los de la docena trágica) o aquellos que evadieron su responsabilidad y no hicieron mayor cosa por cambiar al país. La historia reciente demuestra que la población aprecia y reconoce a los presidentes que emprendieron programas o tomaron decisiones difíciles, pero a la vez sensatas y lógicas y, más importante, que sabe discriminar entre las decisiones acertadas y las que acabaron siendo trágicas. El riesgo para el presidente Fox es hacer de las encuestas su programa de gobierno y terminar su sexenio sin haber hecho diferencia alguna.

La opinión pública es efímera, pasajera y terriblemente riesgosa para un presidente. Lo único valioso de las encuestas es la información que proveen del momento específico, mas son una fotografía de ese instante y no una película con principio, desarrollo y fin. El presidente no debe limitarse a las encuestas ni en materia de proyectos, reformas o votos, porque eso augura el peor final para él, para su gobierno y para el país. Su responsabilidad es la de encabezar un gobierno que actúa y no uno que se paraliza ante un instrumento que, por valioso, no es idóneo más que como fuente de información. Muchas veces lo que hoy es impopular puede transformar al país para bien.

 

Votar o no votar

Luis Rubio

Nadie en su sano juicio puede estar en favor de la guerra. Cuando uno plantea  en estos términos el dilema que el país enfrenta en la ONU, la respuesta es no sólo evidente, sino también predeterminada. Las guerras, sin embargo, han sido un componente inseparable de la historia de la humanidad: algunas se han pelado por principios, otras por ideología; algunas por la defensa de valores fundamentales, otras por supervivencia; pero casi todas ellas han sido producto de la lucha de potencias por avanzar sus intereses y hegemonía. Aunque la retórica en torno al conflicto con Irak ha sido abundante, la discusión precisa y substanciosa ha sido más bien magra. Los estadounidenses no han hecho una gran labor de convencimiento ni han explicado con claridad la naturaleza de sus motivaciones, lo cual ni le da ni le quita razón a su estrategia. Pero lo que sí han hecho es forzar al resto del mundo, y en particular a los otros catorce miembros del Consejo de Seguridad, a definirse frente a ellos. Para nosotros, como miembros de ese cuerpo colegiado, esta situación nos crea un problema práctico del que no hay salida fácil y en el que los costos de nuestra acción pueden acabar siendo onerosos en extremo, aunque quizá mucho más sutiles de lo aparente.

La guerra ha sido un instrumento del poder a lo largo de la historia. Los grandes imperios de cada era fueron también potencias militares. La historia del mundo es una de imperios triunfantes y fallidos, de guerras y luchas por la hegemonía, de conquistas y derrotas. La guerra puede ser éticamente deplorable, pero también es una constante histórica.

Diversos filósofos a lo largo del tiempo han intentado caracterizar a las guerras desde una dimensión ética. Algunos, como Michael Walzer y Michael Foucault, desarrollaron elaborados argumentos en ese sentido. Vietnam ofreció un terreno fértil para debates de esa naturaleza en tiempos recientes, pero  el tema no es nuevo. Para Bertrand Russell, el gran filósofo y pensador británico del siglo XX, por ejemplo, la primera guerra mundial fue producto del primitivismo de las potencias ávidas de conquista, en tanto que la segunda guerra mundial fue una contienda moralmente justificable por las injusticias y aberraciones políticas como el fascismo, que surgió precisamente después de la primera conflagración mundial. A pesar de la sensibilidad de esos planteamientos, el problema de las caracterizaciones éticas de los conflictos bélicos es que éstas generalmente se afirman o desmienten en el tiempo: la memoria histórica tiende a conformarse más por los resultados que por las causas de estas guerras.

El conflicto en torno a Irak es tan moral o inmoral como uno lo quiera ver. Si uno se atiene a los hechos concretos y objetivos, es evidente que Irak ha incumplido con las obligaciones que adquirió luego de que invadió Kuwait hace doce años y fue obligado a replegarse y rendirse ante la fuerza multinacional liderada por Estados Unidos. Como parte de los documentos de rendición que firmó, el gobierno iraquí se comprometió a permitir la intervención de inspectores de las Naciones Unidas y a destruir todos sus armamentos químicos, biológicos y nucleares. Desde entonces, los inspectores fueron y vinieron hasta que fueron expulsados en 1998, sin jamás haber podido constatar de manera fehaciente si Saddam Hussein había cumplido con lo acordado. Sólo como punto de comparación, el gobierno sudafricano de Nelson Madela se comprometió, en esos mismos años, a desmantelar el mismo tipo de armamentos desarrollado por sus predecesores y cumplió públicamente, al pie de la letra y sin la menor pretensión de ocultar nada. El contraste ha evidenciado a Hussein de manera particularmente lacerante. El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas ha aprobado diecisiete resoluciones condenando el incumplimiento del gobierno iraquí y no ha avanzado ni un ápice en el objetivo de eliminar su armamento ilegal. El Consejo de Seguridad tiene que determinar cómo obligar a Irak a cumplir esos compromisos.

El gobierno norteamericano lleva más de un año demandando que el Consejo de Seguridad apruebe una resolución “con dientes” para poner al gobierno de Hussein contra la pared. Aunque la argumentación estadounidense ha sido pobre, sus motivaciones son evidentes. Ante todo, hay un elemento que es difícil de comprender pero no por ello menos poderoso: los norteamericanos tienen miedo de ser atacados. Acostumbrados a librar batallas lejos de sus fronteras, los estadounidenses quedaron estupefactos con los ataques del once de septiembre de 2001. Desde su perspectiva, esos ataques les quitaron la ingenuidad y obligaron a repensar su manera de actuar. Más allá de las encuestas y de sus posturas específicas sobre Irak, una amplia mayoría de norteamericanos cree que es necesario y justificable emprender acciones preventivas que garanticen su seguridad. Uno puede coincidir con esas percepciones o reprobarlas, pero esa apreciación no cambia los hechos.

La evidencia presentada por el gobierno de EUA no ha logrado convencer a la comunidad internacional, en buena medida porque naciones clave, lideradas por Francia, no perciben necesidad alguna de alterar el orden existente en el Medio Oriente, tanto por los beneficios que derivan del statu quo, como por su preferencia por soluciones diplomáticas que, de hecho, se constituyan en contrapeso al crecimiento abrumador de una hiperpotencia mundial. Pero quizá la principal causa de que la argumentación norteamericana no haya calado reside en que ésta persigue varios objetivos simultáneos (que incluyen desde el desarme de Irak hasta el derrocamiento de Hussein, que goza de prestigio precisamente por desafiar a los estadounidenses, así como eliminar fuentes de apoyo real o potencial a Al Qaeda) pero, quizá más al punto, porque muchas naciones también se sienten amenazadas por el poderío estadounidense.

 

De lo que no hay duda es que el gobierno de EUA ha tomado la decisión de actuar frente a Irak. Aunque preferiría la legitimidad que una resolución de la ONU le conferiría a su decisión, es evidente que, con o sin ella, ese país va actuar. Esta circunstancia constituye una enorme fuente de presión sobre los miembros del Consejo de Seguridad, pues toda la estructura institucional del orden que surgió tras la segunda guerra mundial se vendría abajo si los norteamericanos actúan de manera unilateral. El costo para el sistema de las Naciones Unidas sería incalculable, razón por la cual naciones como Francia o Rusia, que hoy encabezan la andanada en contra de EUA en la ONU, bien podrían acabar votando en favor de una resolución que autorizara la acción militar. Así es esto de la diplomacia. Pero de ser así, México quedaría en una situación particularmente difícil.

La política exterior mexicana se encuentra en una tesitura extraordinariamente compleja no por su tradición histórica o preferencia por el multilateralismo y la solución pacífica de controversias, sino porque nuestra membresía en el Consejo de Seguridad nos coloca en la línea de fuego frente a EUA. En ese foro se dirimen asuntos de alta política internacional, en los cuales México no tiene gran experiencia y frente a los que siempre ha esgrimido una postura que reprueba el uso de la fuerza. La razón principal por la que México evitó por décadas pertenecer a ese exclusivo foro fue precisamente el evitar verse obligado a tomar posturas tajantes en asuntos que nunca fueron vitales para su interés nacional. La tradición mexicana en política exterior se fundamenta justamente en el interés de no ser arrollados por los intereses y conflictos de las grandes potencias del mundo. No es casual que la mayoría de los comentarios emitidos por las grandes personalidades de la política exterior mexicana critique el hecho de que nos encontremos ante una situación tan ominosa como la de tener que definirnos en temas que no son vitales para nuestra seguridad.

Para muchos, la postura mexicana de rechazo a la guerra tiene un fundamento ético y, por lo tanto, es superior a cualquiera otra. Esa perspectiva es sin duda respetable desde un punto de vista filosófico, pero evade la realidad. Contra lo que muchos afirman o suponen, los riesgos de un voto contrario a la postura norteamericana no se reflejarían en un súbito y poco plausible regreso de millones de mexicanos indocumentados que trabajan en aquel país, ni tampoco en la introducción de nuevos obstáculos a la inversión o al comercio exterior. El riesgo es más sutil y de largo plazo: de votar en contra, México dejaría de ser considerado parte del mundo occidental (algo que nadie pondría en duda si se tratara de naciones como Francia y Alemania), lo que entrañaría cambios potencialmente devastadores en la forma de decidir, en las actitudes de empresarios norteamericanos y de su gobierno, en temas relativos a México, tanto los de emergencia (como los financieros), pero también los fronterizos. El llamado “perímetro de seguridad” que decidieron construir luego de los ataques del 2001, es un buen ejemplo que ilustra nuestra vulnerabilidad, pues confiados a situarlo en el Suchiate, como México propuso, podría ahora estar en el Bravo. Eso a muchos les parecería lógico, pero las consecuencias serían brutales: con la creciente competencia que experimenta la industria mexicana ante los productos chinos, un cambio de apariencia tan modesto como el del perímetro de seguridad, implicaría que nuestra única ventaja comparativa real en la actualidad, la cercanía geográfica al mayor mercado del mundo, desaparecería para todo fin práctico. A partir de ese momento no habría diferencia alguna entre producir allá o acá, pero el efecto sobre la inversión, y por lo tanto sobre el crecimiento económico y el empleo, podría ser mayúsculo.

Uno voto no va a cambiar la historia, pero tiene consecuencias. En su extremo, la postura de México en la encrucijada actual podría condenarnos a la pobreza. Esto puede sonar melodramático, pero es terriblemente serio y debe ser analizado como tal. Cualquier cosa que decida hacer el gobierno entraña consecuencias internas y externas. El problema es que el gobierno ha sido tan poco precavido en este asunto que el margen de maniobra que se ha dejado es casi nulo.

www.cidac.org

Educación ¿para qué?

Luis Rubio

Las sociedades crecen, se desarrollan y se enriquecen en la medida en que agregan valor a su producción. Con excepción de países que poseen recursos excepcionalmente cotizados en los mercados –como podrían ser algunos minerales o el petróleo-, el bienestar del resto de la humanidad depende de su capacidad para transformar las materias primas y del valor que añade a los servicios que produce. Mientras más valor se agregue, mayor será el papel jugado por la población en la producción de riqueza y mayores también los beneficios. Todo este circuito depende de la educación: mientras mayor sea el nivel educativo de una persona o de una población y mayor la calidad de esa educación, mayor será también el potencial de agregar valor. Nuestra educación es pobre en ambos rubros. El resultado no es producto de la casualidad.

Vista a la luz de sus resultados, la educación en el país ha sido concebida como un bien superfluo o, en el mejor de los casos, de poca relevancia. Aunque sin duda existen instituciones educativas de alta calidad en todos los niveles, la mayor parte de la población no tiene acceso a ellas. Mientras más se aleja uno de las principales ciudades del país, la calidad de la educación se deteriora; en algunos casos, la situación es patética. Las causas de esto son múltiples, pero la principal de ellas es sin duda de concepción y de estrategia, no de recursos. Los recursos que existen, pocos o muchos, se emplean mal.

No es un hallazgo afirmar que la calidad de la educación es mala. La historia es vieja y se ha repetido infinidad de veces en todos los medios y de todas las formas. La pregunta es por qué. En términos generales, tres parecen ser las explicaciones, ninguna de ellas excluyente de las otras. Por un lado, es evidente que por décadas la prioridad se colocó en el control político –de los maestros y de los niños- antes que en la educación. Lo importante era asegurar la estabilidad social –que nadie moviera las aguas- y no que se desarrollara una sociedad capaz, con gran potencial. Algunos observadores llegan al extremo de afirmar que el verdadero objetivo era mantener a la población sumida en la ignorancia, pues así sería más fácil su manipulación. Independientemente de la veracidad de esta hipótesis, lo cierto es que la calidad de la educación no era una prioridad. Una segunda explicación pone énfasis en la cobertura: lo importante, al menos en una primera instancia, era extender la cobertura de la educación, alcanzar el mayor número de niños y comunidades para poder comenzar a igualar las oportunidades en la vida, sin importar el origen socioeconómico o regional de la persona. Algo de verdad hay en esta afirmación, pero sólo explica una parte de una larga historia, pues la cobertura es prácticamente universal desde hace algunas décadas y la calidad sigue siendo ínfima.

Finalmente, un tercer argumento afirma que no ha habido una presión muy grande por parte de los usuarios del servicio o por parte de los empleadores potenciales para elevar la calidad de la educación. Esta tercera explicación sin duda tiene algo de verdad. Para muchos padres que no tuvieron la oportunidad de asistir a la escuela, el simple hecho de que sus hijos contaran con ese privilegio era un logro en sí mismo. Para esas personas era difícil evaluar la calidad de la educación. Algo semejante ocurría por el lado de los empleadores: mientras vivimos en el contexto de una economía cerrada en la que lo fundamental no era agregar valor ni elevar la productividad sino vender cualquier cosa –independientemente de su calidad o precio-, el nivel educativo de los empleados resultaba irrelevante. De hecho, mientras tuvieran los conocimientos elementales que permitieran hacer funcionar una máquina, todo el resto era superfluo. El punto es que a nadie le importaba la calidad de la enseñanza.

Ahora que los productores nacionales tienen que competir con sus pares en el resto del mundo a través de las exportaciones y las importaciones, la (pésima) calidad de la educación resulta ser una lacra onerosísima. Ahora se hace patente el desdén que sucesivos gobiernos mostraron al tema educativo y la falta de visión y de proyecto para ir desarrollando las condiciones que permitieran a la sociedad mexicana ser exitosa y cada vez más rica. Las consecuencias de estas ausencias son tan visibles y palpables que se expresan en formas por demás diversas, pero igualmente obvias: en la falta del personal capacitado para una industria cada vez más demandante y capaz de pagar mejores salarios; en la pobreza y marginación de la población; en la persistente salida de migrantes que no pueden emplearse en el país; en las altas expectativas, pero bajas aspiraciones de buena parte de la población; en la búsqueda de oportunidades de enriquecimiento acelerado que con frecuencia se acompañan de un desprecio infinito hacia el trabajo; y, sobre todo, en el bajísimo valor agregado de la producción nacional. También se evidencia en la reticencia a publicar resultados de las evaluaciones de desempeño. La educación se ha convertido en un extraordinario cuello de botella que impide al país progresar, generar mayores empleos (mejor pagados) e incrementar el ingreso de la población. Difícil lograr un peor resultado.

El contraste con las naciones del sudeste asiático es particularmente lacerante. La mayoría de esos países, carentes de recursos naturales, apostaron a la educación desde hace décadas. Convencidas de que el crecimiento económico y la elevación de ingresos de la población depende esencialmente del valor agregado que logre su economía, naciones como Corea y Taiwán, Singapur y Japón, convirtieron a la educación en una de sus prioridades esenciales. Tiempo después, los resultados son elocuentes: todas y cada una de esas sociedades han multiplicado su producto per cápita de una manera espectacular. Así, mientras que el ingreso per cápita de los coreanos, por citar un ejemplo particularmente hiriente para nosotros, era de la mitad que el nuestro en 1960, hoy es casi cuatro veces mayor. En ambos casos, la educación hizo la diferencia. Irónicamente, la mayoría de esas naciones no tiene un gasto en educación muy distinto al nuestro: la diferencia reside en la claridad de rumbo y la existencia de un proyecto de desarrollo de largo plazo que disciplina o acota los intereses políticos de corto plazo.

En el tema educativo es interesante advertir que la calidad de la educación es un componente necesario, de hecho indispensable, para elevar el ingreso de la población, pero no es suficiente. En las últimas décadas se han evidenciado dos estrategias contrastantes de desarrollo económico que muestran este punto. Una de ellas fue puesta en marcha por las naciones del sudeste asiático, la que apostó por el valor agregado; y la otra, impulsada por las naciones otrora socialistas bajo la égida de la URSS, se cifró en la autarquía. Los resultados de ambas estrategias son dramáticos por contrastantes. Si bien tanto en los países socialistas como en los del sudeste asiático, la educación fue un componente central de su estrategia de desarrollo, la vinculación entre la educación y la economía fue muy distinta en cada caso. Las naciones del sudeste asiático se abocaron al desarrollo integral de sus economías y dieron prioridad a aquellas actividades que agregaban valor, lo que implicó invertir en la educación tecnológica de una manera preponderante. Quizá los mejores ejemplos de esto sean Hong Kong y Singapur, dos estados-nación que no cuentan con recurso natural alguno y, sin embargo, a fuerza de agregar valor (a través de maquiladoras, servicios diversos y comunicaciones, todos ellos operados por una población altamente educada) se convirtieron en dos de las naciones más ricas del mundo. No es casualidad que China haya copiado este mismo esquema para su propio desarrollo.

Aunque la URSS también destinó enormes recursos para el desarrollo de una capacidad tecnológica y la educación vinculada a ella, su prioridad fundamental fue siempre militar, al tiempo en que optó por la autarquía en materia económica. Esta dualidad trajo consecuencias perversas. Mientras que su capacidad militar era extraordinaria, su economía civil acabó siendo sumamente subdesarrollada. Peor, una de las consecuencias pasmosas del tipo de industrialización que adoptó la URSS, condujo a que muchas de las principales cadenas productivas redujeran valor a lo largo del proceso industrial. Es decir, al final del proceso, el acero producido, por citar un ejemplo, resultaba menos valioso que los insumos que se habían incorporado en el proceso de fabricación. Hubiera sido mucho más rentable para la economía soviética vender el hierro, el coque y la energía invertida que fabricar acero. El resultado de años de substitución de importaciones en nuestro país no fue muy distinto.

La pregunta es qué hacer ahora. Lo que es obvio es que tenemos una situación caótica en la educación, en la que los incentivos están orientados en dirección contraria a la que sería necesaria. La SEP antepone el objetivo de mantener la paz sindical al desarrollo de una educación de alta calidad, y los intereses del sindicato apuestan primero por el bienestar de sus líderes que por mejorar la enseñanza. Por si esto no fuera suficiente, las enormes distorsiones que sufre nuestra economía y sociedad llevan a que la población ni siquiera esté consciente del problema que padece y de las deficiencias que sus hijos tendrán cuando lleguen al mercado de trabajo.

Un buen indicador del problema de la educación en México es que del total de egresados de instituciones de educación superior, el número de personas que opta por carreras técnicas, particularmente ingenierías, es equivalente al que estudia ciencias sociales (ANUIES, 1998). En el primer caso, las oportunidades de empleo bien remunerado son muchas, mientras que en el segundo el mercado de trabajo es extraordinariamente estrecho. Alguna distorsión debe existir para que se presenten estos resultados. Por supuesto, no hay nada de malo en que cada quien estudie lo que más le atraiga; pero, como país, estas cifras revelan el enorme problema educativo, además de social y económico, que tenemos enfrente.

www.cidac.org

Retórica y diplomacia

Luis Rubio

Sólo los amateurs se confunden. La retórica difícilmente podría ser más sugerente e intensa pero, tras bambalinas, es evidente que todos los países con experiencia diplomática han reconocido cómo soplan los vientos y están comenzando a cubrirse. No se requiere leer mucho entre líneas para escuchar los tambores de guerra; Estados Unidos dice tener suficientes elementos para actuar y está avanzando en esa dirección. Ahí donde la diplomacia es un arte, nadie confunde la retórica con sus intereses. Nadie quiere quedarse con los dedos atrapados en la puerta. También nosotros deberíamos comenzar a cubrirnos.

Los hechos son muy claros. El Secretario de Estado norteamericano, Colin Powell, fijó la postura de su gobierno ante el pleno del Consejo de Seguridad de la ONU de una manera contundente. Aunque los críticos de la beligerancia estadounidense tenían sus respuestas preparadas de antemano, independientemente de lo que dijera Powell, nadie puede dudar a estas alturas  de que Saddam Hussein esconde algo. La mejor y más convincente evidencia de lo anterior viene de Hans Blix, el jefe de los inspectores que las Naciones Unidas enviaron a Irak para certificar el cumplimiento o incumplimiento del gobierno de Hussein con los términos del acuerdo signado al final de la Guerra del Golfo hace una década. Los términos de ese acuerdo establecían que Irak se comprometía a destruir las armas biológicas, químicas y nucleares que poseyera. El inspector sueco afirmó que, en la práctica, el gobierno de Saddam Hussein no había cumplido los términos de ese acuerdo. La evidencia presentada por Powell no hizo más que darle contenido al reporte de los inspectores.

Lo interesante de todo esto reside en la manera en que han reaccionado los distintos gobiernos, tanto aquellos que aprueban el proceder de Estados Unidos, como los que están en contra. Inmediatamente después de concluido el discurso del Secretario norteamericano, la retórica comenzó a fluir. Algunos, liderados por Francia y Rusia, propugnaron por darle más tiempo a los inspectores y por que éstos volvieran a Bagdad. Otros, encabezados por el británico Tony Blair, propusieron una nueva resolución del Consejo de Seguridad que confiriera legitimidad a cualquier acción bélica que pudiera desatarse. Posturas más posturas menos, hay un factor que ninguno de los protagonistas en este proceso puede ignorar: el gobierno norteamericano ya tomó la decisión de actuar, con o sin el consentimiento de las Naciones Unidas. En función de ello, más allá de la retórica, los diplomáticos profesionales de todo el mundo están reaccionando ante este hecho para salvaguardar sus intereses cruciales: ninguno de ellos está confundiendo la demagogia con la realidad.

El activismo diplomático difícilmente podría ser mayor. Los gobiernos de todos los países clave están buscando cobertura frente a lo que perciben como un hecho prácticamente consumado. Algunos de ellos enfrentan movilizaciones y protestas internas en contra de una eventual acción bélica, en tanto que otros, sobre todo en el mundo árabe, reconocen graves riesgos para su propia estabilidad de triunfar la iniciativa norteamericana. Sin embargo, unos y otros se han dedicado a anticipar esos riesgos y velan por sus intereses tanto domésticos como internacionales. Una cosa es lo que desearían ver y otra muy distinta ignorar a la principal superpotencia del mundo. Corren enormes riesgos las naciones que ignoran esta realidad.

Si uno observa el comportamiento de las naciones más importantes del mundo, el panorama es por demás ilustrativo. Mientras que Alemania y Francia, cada una por sus propias razones, se oponen de manera sistemática a la postura estadounidense, el resto de las naciones europeas no logra un consenso en este punto. Hace un par de semanas, nueve jefes de Estado y gobierno europeos firmaron una editorial en la que no sólo rechazan de manera tajante las posturas francesa y alemana y reprueban la pretensión de esas dos naciones de representarlos a todos, sino que abiertamente apoyan al gobierno norteamericano en el caso de un ataque a Irak. Unos días después, Holanda, quizá la nación más prudente (pero no menos profesional) en el entorno diplomático europeo, accedió a la petición del gobierno turco de enviarle pertrechos militares de la OTAN, en abierto desafío al gobierno alemán. Las naciones europeas se han estado posicionando tanto por convicción como para evitar rompimientos diplomáticos o políticos posteriores. El propio gobierno alemán, que ha sido por demás militante en este asunto, sabe bien que sus aspiraciones a convertirse en una potencia diplomática podrían sufrir un catastrófico revés de manejar mal este delicado asunto.

Todo mundo sabe que los franceses son unos verdaderos expertos en el manejo diplomático y que nunca dan un paso adelante sin tener claridad meridiana de sus objetivos e intereses. En este caso el gobierno galo ha sido quizá el más insistente en oponerse a una acción unilateral norteamericana pero, al mismo tiempo, prepara sus destacamentos militares en caso de que se iniciaran las hostilidades: lo último que quieren es quedarse atrás. Hace un par de meses, cuando se acordó la resolución 1441 en el seno del Consejo de Seguridad,  misma que reactivó las inspecciones en territorio iraquí, el gobierno francés negoció con el mismo tesón y sagacidad para asegurar que sus preocupaciones geopolíticas e intereses particulares, negocios incluidos, quedaran debidamente salvaguardados. En la actualidad, los franceses saben que su oposición a ultranza tiene límites: ellos lo pierden todo si los norteamericanos optan por una acción unilateral que haga irrelevante al Consejo de Seguridad. Se trata, sin duda, de un manejo diplomático quizá extremo, en ocasiones dramático, pero que, en contraste con otras naciones sin intereses claros ni la pericia diplomática francesa, nunca pierde el piso.

Más allá de las naciones que tradicionalmente han sido profesionales en el mundo de la diplomacia, lo interesante es observar cómo fijan sus posturas otros países en torno a Irak. Como se dice en el lenguaje coloquial, la mayor parte de las naciones “no compra boleto” en esta guerra. Muchos países, quizá la mayoría, preferirían evitar una acción bélica, pero no ven beneficio alguno en oponerse a lo que parece una decisión ya tomada por parte del gobierno norteamericano. Es claro que la mayoría de las naciones de nuestro continente no apoya un ataque a Irak, pero prácticamente ninguna lo proclama abiertamente: en este tema, el que se saca la cabeza lleva las de perder.

Son las naciones árabes y del Medio Oriente las que destacan por su destreza diplomática en esta coyuntura. Para nadie es secreto que un ataque estadounidense contra Irak es altamente impopular en la región. Si bien Saddam Hussein no cuenta con el apoyo del grueso de la población árabe, una intervención militar estadounidense en la región no es exactamente atractiva ni bienvenida por los políticos o la población. Sin embargo, tratándose de naciones que no tienen más remedio que definirse porque, a final de cuentas, están directamente involucradas, es notable cómo se  preparan diplomáticamente y  alistan a sus poblaciones para lo que ya parece una certeza.

El caso de Turquía es ilustrativo: mientras que la población ha mostrado una oposición mayoritaria a una acción bélica, máxime cuando su territorio podría ser una de las plataformas de lanzamiento de las tropas y aviones norteamericanos, el gobierno ha tomado ya sus providencias ante lo que parece inevitable. En una declaración reciente, Erdogan, el líder del partido islámico que recientemente ganó las elecciones legislativas, afirmó que su prioridad moral es la paz, pero que su prioridad política es “nuestra querida Turquía”. Con ese juego de palabras dejó perfectamente claro dónde está parado.

No menos notables son los movimientos políticos y diplomáticos que tienen lugar en países como Arabia Saudita, donde el gobierno se ha anticipado al tipo de reformas políticas internas que podrían demandarle los norteamericanos en caso de que se diera una liberalización política en Irak. Hay que recordar que la mayoría de los terroristas del once de septiembre eran sauditas y los norteamericanos están convencidos de que eso fue resultado del régimen político de aquel país. Por ello, además de garantizarle el suministro de petróleo a Jordania (que hoy lo recibe de Irak), el gobierno saudita ha tomado la iniciativa política como mecanismo de protección frente a su propia población. De manera similar, el gobierno egipcio ha emprendido acciones tanto en el campo diplomático (como la inusitada invitación al primer ministro israelí, Ariel Sharon, para que visite el Cairo), como en el económico, al optar por la libre flotación de su moneda, anticipando un posible shock económico que podría resultar de la caída de ingresos por turismo y derechos de paso por el canal de Suez. Todos los países que cuentan se están preparando tanto en el campo diplomático como en el de la política interna para un eventual inicio de hostilidades.

La pregunta es dónde estamos parados nosotros. Nuestra membresía en el Consejo de Seguridad de la ONU quizá nos dé la oportunidad de presumir nuestra democracia y pudiera llegar a conferir algo de prestigio, pero también nos coloca en una situación por demás delicada frente a Estados Unidos. A diferencia de otras naciones del subcontinente, que quizá guarden una perspectiva similar a la de la administración Fox en el tema de Irak, nuestra membresía en el consejo de seguridad nos obliga a definirnos. Dado que carecemos de la historia, destreza diplomática y el poder político e incluso militar que caracteriza a los franceses, nuestro activismo resulta patético. Como si nosotros fuéramos a hacer la diferencia. En cambio, el riesgo que estamos corriendo en esta aventura frente a la superpotencia que, con toda claridad (y alevosía) anunció que quien no está con ella, está en su contra, es inconmensurable. Por supuesto que podemos votar en contra, pero las consecuencias serían, tarde o temprano, brutales. Es tiempo de comenzar a desarrollar las condiciones políticas internas para preparar el terreno para lo que parece inevitable.

www.cidac.org

Candidatos

Luis Rubio

La próxima legislatura será quizá la más importante de la historia moderna del país. Ahí tendrán que crearse las condiciones que permitan una transición política no sólo pacífica y ordenada, sino sobre todo adecuada a los grandes retos que enfrenta el país. Nadie ignora que la elección del 2000 estaba resuelta exclusivamente en su aspecto electoral y que no se había establecido la plataforma institucional idónea para hacer posible el funcionamiento eficiente del gobierno. Las viejas estructuras y mecanismos, todos ellos derivados del presidencialismo que emergió de la Revolución Mexicana, quedaron intactos, y como tales incompatibles con el triunfo de un partido distinto al PRI. De esta manera, una vez que se desmanteló la relación PRI-presidencia con la llegada de Vicente Fox, aun el equipo gubernamental más experimentado se habría encontrado con enormes dificultades para operar con eficiencia. Además, el cambio de gobierno coincidió con una cambiante situación internacional y con problemas estructurales no resueltos, sobre todo en el ámbito económico interno. Lo que parece cierto es que las dificultades serán mucho mayores en el 2006 y, por lo tanto, que la responsabilidad del próximo congreso será inconmensurable.

Paradójicamente, la mayoría de los políticos no reconoce la gravedad del momento. Los partidos y la mayoría de sus principales miembros, parecen convencidos de que en la siguiente legislatura se juega la próxima presidencia de la República. Esa percepción sin duda tiene fundamento, pero refleja más la ambición de quienes anhelan para sí la presidencia que una visión honesta de la compleja realidad de México en la actualidad. El hecho es que el país se encuentra a la deriva porque no existen las instituciones ni los mecanismos institucionales idóneos para tomar las difíciles -y, en muchos casos, impopulares- decisiones que se requieren. Sin duda, una parte del problema tiene que ver con la falta de un liderazgo apropiado al momento histórico, pero incluso con el liderazgo más talentoso, las circunstancias no serían muy distintas. En ausencia de instituciones adecuadas y de un liderazgo capaz de impulsar su desarrollo, existe un riesgo real de que el 2006 constituya una vuelta al primitivismo político y no a la consolidación de una nueva realidad política democrática y competitiva.

El problema de fondo es que la transición política nunca se consumó. Las instituciones del «viejo régimen» siguen existiendo, con la excepción de la pieza central que las hacía funcionar: el presidencialismo. Como resulta obvio, las atribuciones constitucionales con que cuenta el presidente son infinitamente menores a las que caracterizaron al presidencialismo de antaño. Los presidentes priístas contaban con instrumentos de negociación y control que los hacían sumamente poderosos, todos ellos producto de la naturaleza y estructura del PRI, más que de las facultades legales del propio ejecutivo. El presidencialismo pasó a mejor vida en julio del 2000, pero todo el andamiaje que operaba a su alrededor aún subsiste, sin que ello favorezca el funcionamiento del gobierno o la toma de decisiones.

Los dos últimos años han sido prueba fehaciente de la complejidad política que caracteriza al país. La ausencia de mecanismos institucionales apropiados se aprecia en la falta de incentivos para que los actores políticos cooperen y contribuyan a tomar las decisiones que el país requiere para funcionar, propiciar el desarrollo de la economía, crear condiciones para que la ciudadanía se fortalezca, reducir las desigualdades extremas, atenuar la pobreza, etcétera. En realidad, los últimos dos años muestran casi lo contrario: padecemos de la propensión extrema a ignorar responsabilidades mientras se maximizan los intereses sectarios.

Los miembros del Congreso vieron en el resultado electoral del 2000 la fuente de su liberación, más que el origen de una nueva obligación. En lugar de constituirse en una fuente de equilibrio frente al ejecutivo, el legislativo se ha convertido en una barra de contención. Algo similar ocurrió con la mayoría de los gobernadores que, al romper con el molde de sumisión histórica, se han convertido en derechohabientes, en demandantes de beneficios sin responsabilidad alguna como contraparte. Por su parte, la Suprema Corte, uno de cuyos deberes principales es el de resolver disputas entre los poderes públicos, se ha abocado a la tarea, inevitable dada nuestra historia, de acotar y reducir el poder presidencial. Independientemente de la enorme capacidad de muchos de los integrantes de cada uno de estos grupos y cuerpos colegiados, todos actúan bajo la misma motivación: confrontar al presidente, cobrar viejas facturas y hacer gala del hecho que no existen incentivos a la responsabilidad.

Aunque hay personas específicas entre los legisladores y gobernadores que han mostrado más visión y responsabilidad, el problema no es de individuos sino de instituciones. Mientras que la vieja estructura política favorecía el entendimiento entre los poderes públicos, tanto por los beneficios que eso generaba como por la capacidad presidencial de disciplinar cualquier disidencia, la nueva realidad política favorece la distancia, la confrontación y la irresponsabilidad. Para que el país funcione, ahora bajo un esquema democrático fundamentado en pesos y contrapesos, es necesario transformar la lógica de las instituciones públicas. Esa es la tarea que tiene que hacer suya el nuevo congreso a partir del primero de septiembre del 2003.

Antes de especular (o soñar) sobre las formas que podría adoptar esa nueva estructura institucional, es importante adentrarse en las razones por las que dicha transformación no tuvo lugar. Ciertamente lo ideal hubiese sido que se pactara una transición ordenada y planeada, como la que se dio en España y Chile, pero eso simplemente no ocurrió. Y no ocurrió porque la lógica de los partidos en ese momento lo impidió. La gran pregunta es si esa lógica ha cambiado en estos dos años y medio.

Los priístas no podían concebir un mundo sin el PRI, razón por la cual cedieron sólo lo necesario (o inevitable) para apaciguar las aguas políticas. Su visión se limitaba a mantener el poder y todo lo que hacían se subordinaba a ese objetivo específico. Si la oposición había logrado poner al gobierno y a los priístas contra la pared en materia electoral, se haría la reforma electoral lo más limitado (y, en varias ocasiones, tramposo) posible. Esos gobiernos (y políticos) no tuvieron la estatura para ver hacia adelante y crear condiciones que pudiesen hacer posible el desarrollo de un país pujante y moderno. Uno podría pensar que esas actitudes y concepciones ya pasaron a la historia, pero la realidad es que la mayoría de los priístas aún piensa que hasta los pocos avances en materia institucional fueron excesivos. Desde su minúsculo razonamiento, ellos seguirían detentando el poder de no haber sido por las reformas emprendidas en los últimos quince años.

El PAN, por su parte, siguió una lógica a la vez inocente y negociadora. Inocente porque los panistas supusieron que todos los males eran producto de la incompetencia y mala fe de los priístas, de tal suerte que todo cambiaría el día en que ellos pudieran llegar al poder. Y negociador porque se convirtieron en la contraparte institucional seria, capaz de hacer posible una transformación gradual del país. Su falta de visión, su incomprensión de la complejidad del PRI y del gobierno y su temor de verse ensuciados por el poder, les llevó a una negociación minimalista donde avanzaron puntos concretos, pero siempre dentro de la agenda del PRI. Aunque realizaron contribuciones vitales en materia electoral, es evidente que vivían en la luna en materia del poder y del gobierno.

El PRD, con muchas y muy notadas excepciones, es un partido que no podía ser parte de una transición a la democracia porque la mayoría de sus integrantes creía que el poder existe para ejercerse y no para servir a la ciudadanía. Su concepción de la democracia es plebiscitaria: no discutas conmigo, sólo ratifícame cuando yo lo decida. A partir de esa lógica, su contribución en el proceso de negociación de la reforma política fue, con excepción de la reforma constitucional en materia electoral de 1996, casi nulo. La mayoría de los perredistas prefería una reforma electoral limitada que hiciera posible derrotar al PRI, pero no para construir una democracia fundamentada en los ciudadanos, sino para reemplazarlo y asumir el control a partir de ahí. La esperanza es que los perredistas logren su madurez política y que ésta contribuya a fortalecer el sistema democrático que tanto dicen avanzar.

La lógica de cada uno de estos partidos hace fácil comprender porqué nunca avanzó la transformación institucional del país. Los tres principales «socios» en la empresa de transformar al sistema político mexicano post revolucionario tenían todos los incentivos para no llevar a cabo las reformas que el país requería. Cada uno actuó de acuerdo con sus propias razones y hoy cosechamos lo que esos partidos y sus líderes sembraron. Pero el comprender la complejidad del momento actual no resuelve el problema hacia adelante; en el mejor de los casos, sirve para anticipar la enorme dificultad que acompañara al porvenir. Si la próxima legislatura falla en su responsabilidad histórica, los riesgos de colapso institucional se exacerbarán, así como los de creciente conflicto social y de descomposición tanto política como económica. Para apreciar ese riesgo basta observar el desgobierno que distingue a la mayoría de las ciudades del país y la renovada propensión a recurrir a la violencia para hacer valer intereses particulares. Ahora que los partidos se preparan para nominar a sus candidatos al congreso, es imperativo que reconozcan la gravedad del momento. La próxima legislatura tendrá que llevar a cabo los cambios institucionales y las reformas estructurales que tanto los últimos gobiernos priístas como la legislatura saliente fueron incapaces de emprender. Lo que no se hizo por la fuerza ahora puede y debe hacerse por el acuerdo y con una gran visión. La calidad de los candidatos será crucial.

 

Más golpes al pesebre

Luis Rubio

Ominosa, además de un tanto estúpida, es nuestra propensión a golpear toda fuente de riqueza, como si éstas nos sobraran. El ejemplo más reciente de esta actitud se refiere a la serie de ataques contra el Tratado de Libre Comercio (TLC). Los políticos, así como toda clase de grupos interesados y afectados, claman por la renegociación del tratado, cuando no por su absoluta cancelación. En muchos casos es comprensible la causa de sus demandas, pero el simple hecho de atacar la única fuente confiable de crecimiento económico a lo largo de la última década, debería obligar a preguntarnos si se pretende empobrecer a país y a todos los mexicanos a cualquier precio y a la mayor celeridad.

El TLC no es la panacea y evidentemente afecta y ha afectado negativamente a muchas empresas y productores. Pero si uno observa el panorama general de los últimos diez años, el TLC ha sido la única fuente significativa de riqueza y empleos. De hecho, por más de una década, el país ha vivido esencialmente de las exportaciones que el acuerdo comercial ha generado en cuanto éstas han sido fuente de riqueza, empleos e inversión. Una vez que entró en operación el tratado trilateral de la región norteamericana, prácticamente no se llevaron a cabo reformas y ajustes que permitieran desarrollar nuevas fuentes de generación de riqueza. Desde esta perspectiva, el único adjetivo apropiado para calificar las propuestas de cancelarlo o renegociarlo es el de suicida.

Evidentemente, el TLC no ha resuelto todos los problemas del país; lo que ha hecho es abrir una infinidad de oportunidades para que empresarios mexicanos exporten sin trabas, o con muchos menos obstáculos, además de protegerlos legalmente cuando comercian con nuestros dos principales mercados, así como para que inversionistas del exterior se instalen en el país y generen oportunidades de empleo y desarrollo en general. En una sociedad racional, es decir, una con capacidad de discusión y debate abierto, directo y respetuoso, procedería analizar qué del TLC generó oportunidades para imitarlo, en lugar de apalearlo y vituperarlo. La gran pregunta debería ser cómo extender los beneficios del Tratado al resto de la sociedad mexicana.

Hay tres grandes temas que deben ser analizados respecto al TLC: primero, su objetivo y racionalidad; segundo, sus alcances y, tercero, sus carencias y limitaciones. Lo obvio es que no todos los mexicanos se han visto favorecidos por el TLC y que algunos han salido perjudicados. Lo que parece menos evidente son los beneficios, que han sido enormes, aunque no muy bien distribuidos. La pregunta es por qué.

Para comenzar, el objetivo central del TLC fue más de carácter político e institucional que estrictamente comercial. Lo que se requería era un mecanismo que garantizara la permanencia de las reformas económicas que se habían emprendido en los años previos a la negociación del Tratado y que obligara a perseverar en materia de reformas a fin de elevar la competitividad general de la economía nacional y, por esa vía, generar una plataforma para el desarrollo sostenido de toda la población. Hoy sabemos que el TLC logró uno de sus cometidos, falló en otro y generó una brutal crisis de expectativas. El TLC logró la credibilidad que se buscaba con relación a la permanencia de las reformas, pero obviamente falló en generar un momentum que obligara a impulsar más transformaciones posibles y necesarias para integrar a toda la sociedad mexicana en el proceso, elevar la productividad del trabajo e incrementar en forma sostenida el ingreso real de la población.

Los últimos ocho años son prueba fehaciente de que la absurda noción que planteaba que el TLC por sí solo crearía condiciones inexorables para continuar las reformas y acelerar el desarrollo de la economía. En lugar de propiciar el ajuste de las empresas y productores a las nuevas condiciones de competencia generadas tanto por la apertura a las importaciones (que se remonta a 1985), como por el TLC, los últimos dos gobiernos desperdiciaron el tiempo y abdicaron de su responsabilidad de coadyuvar a modernizar la planta productiva, especializar las empresas y mejorar la tecnología. Una de dos, o los gobernantes supusieron (contra toda lógica e historia) que los productores mexicanos se adaptarían sin problemas por sí mismos, o ignoraron su responsabilidad. El hecho tangible es que el TLC ha resultado ser una fuente extraordinaria de oportunidades para quienes lo han sabido aprovechar, pero ha constituido una fuerte carga para quienes no lo entendieron, no lo quisieron entender o supusieron que eventualmente podrían descarrilarlo, como sucede en el momento actual.

Si uno analiza al país en su conjunto, la evidencia de afectación negativa es reveladora de una realidad más amplia y preocupante. El mito y cliché que domina al debate político (mito que, en ausencia de un liderazgo que explique, convenza e invite al ajuste, se propaga como fuego en época de sequía), alega que el tratado ha beneficiado a un conjunto pequeño de empresas, principalmente extranjeras, sobre todo en la frontera, dedicadas básicamente a la maquila y que no generan muchos empleos. Como cliché para lanzar una campaña política, el mito es atractivo y poderoso, pero también es en esencia falso. Por una parte, no cabe la menor duda de que el norte del país ha sido el gran beneficiario del TLC, pero el concepto de norte se redefine cotidianamente: el norte hoy comienza en Querétaro. Peor para el mito, las regiones que han logrado añadir más valor a su producción no se encuentran en la región fronteriza, sino en lugares como Querétaro, Guadalajara, Guanajuato, Aguascalientes y Nuevo León.

Pero quizá el tema más importante respecto al TLC es que su éxito en generar oportunidades de empleo y generación de riqueza, ha dependido mucho más de la visión de unos cuantos individuos que de la acción o visión gubernamentales. A casi una década de su inicio de operaciones, la evidencia de desempeño del TLC muestra que los beneficios se han maximizado donde ha habido empresarios y/o gobernadores visionarios que comprendieron la oportunidad que el acuerdo comercial representaba y se dedicaron a hacerla realidad. Eso explica por qué ha habido muchas inversiones y exportaciones relativamente significativas en estados como Yucatán, Puebla y Oaxaca (estados que no colindan con Estados Unidos), pero no en lugares como Chiapas, Guerrero y Michoacán. Es posible que muchos de los empresarios medianos o grandes del Distrito Federal, del Estado de México o de Monterrey no requirieran mayor ayuda por parte del gobierno para visualizar oportunidades, pero donde ha habido gobernadores competentes y empresarios dispuestos, las oportunidades se han multiplicado.

No cabe la menor duda de que muchos mexicanos compraron la idea de que el TLC resolvería todos los problemas del país de la noche a la mañana. Eso creó expectativas que jamás se habrían podido satisfacer y que, al ser destruidas, contribuyeron a provocar un desánimo más o menos generalizado, además de servir de plataforma para los ataques contra el tratado, las reformas que éste hacía permanentes y las adicionales que serían necesarias para hacer realidad al menos parte de esas expectativas. El hecho es que, a casi diez años del TLC, muchos mexicanos se han quedado rezagados, sufren abusos por parte de sus gobernantes inmediatos, así como de la burocracia federal, y no tienen ni la menor posibilidad de salir adelante. La solución que muchos proponen consiste en cancelar o renegociar el Tratado, como si la eliminación de las oportunidades que sí se han presentado permitiera resolver los problemas de quienes se han visto afectados negativamente.

La verdadera solución reside en crear condiciones para que todos los empresarios y productores, los existentes y los que tienen que desarrollarse, puedan hacer uso del TLC y de otros mecanismos de desarrollo económico. Lo fácil, sin duda, es atacar lo existente, pero lo que el país requiere es un gobierno (de hecho, un sistema de gobierno) capaz de crear esas condiciones: que garantice el abasto de electricidad y, en general, de infraestructura de alta calidad, que transforme el sistema educativo nacional para generar capacidades básicas para la población, comenzando por la más marginada, que elimine burocratismos interminables, que fortalezca el estado de derecho y que propicie el desarrollo de un nuevo empresariado, distinto al de antaño, es decir, un empresariado que vea a la competencia como su razón de ser.

No hay nada más absurdo que proteger a los empresarios incapaces de producir en condiciones competitivas. Quienes claman por la cancelación o renegociación del TLC suponen que al eliminar la competencia, el país florecerá. En realidad, ello ocurrirá cuando exista un empresariado nuevo, distinto al que surgió en la época de la substitución de importaciones, bajo un esquema de protección y subsidios en lugar de competitividad y productividad. Todo lo que contribuya a propiciar el surgimiento de ese empresariado debe ser bienvenido, mientras que todo lo que contribuya a proteger a quienes no pudieron competir debe ser rechazado, por razones obvias.

Una vez dicho lo anterior, hay dos grupos de productores que requieren tanto protección como apoyos cuidadosamente enfocados. Uno es por demás obvio: los campesinos más pobres, la mayoría de ellos dependientes de cultivos de subsistencia. Para ese grupo se inventó un mecanismo de subsidio directo, que en su momento se conoció como Procampo, pero que luego fue tergiversado por la burocracia agraria y los agricultores ricos para su propio beneficio. El otro es el mexicano común que ha padecido por décadas la explotación por parte de sindicatos (como el de maestros y electricistas), burócratas y malos gobernantes, quienes le han negado hasta los derechos más elementales, como son el de la educación y la salud. Esos mexicanos requieren menos obstáculos, mejor liderazgo y más oportunidades, como las que el TLC ha generado. El reto ahora es generalizarlas a toda la población. Es tiempo de exigirles a los políticos que asuman su responsabilidad.

www.cidac.org