Luis Rubio
¿Qué pasa cuando los mitos imponen su ley e impiden entender la naturaleza de un problema? Cuando una persona vive en otro planeta corre el riesgo de perder el piso y fracasar. Lo mismo le ocurre a una empresa que actúa a partir de la construcción de supuestos o premisas irreales que bien pueden constituirse en la antesala de la quiebra. Algo así le está pasando al país en diversas áreas clave para su desarrollo, pero sobre todo en una de las más urgentes, y quizá determinantes, para nuestro futuro económico: el eléctrico.
En el tema eléctrico, las posturas de muchos de nuestros políticos y legisladores reflejan nuestra más acendrada mitología política, no nuestras necesidades elementales. Algunos de esos mitos, sin duda, son disfraces diseñados para proteger intereses particulares. Sin embargo, se han extendido y arraigado tanto, que muchos de nuestros legisladores viven antes del mito que de una evaluación seria y sensata, además de responsable, de quienes supuestamente representan los intereses de la población. Reza el dicho que aunque muchos perros ladren, sólo el primero sabe por qué lo hace. Algo semejante pasa con los mitos. Una vez creados, éstos tienden a adquirir vida propia y luego nadie sabe por qué se prefiere el statu quo a una alternativa sensata. Los mitos cumplen con la función de proteger una realidad conocida, así sea la que peor sirve a las necesidades de la población.
En el caso de la reforma eléctrica, existen tres aspectos medulares que debieran analizarse al margen de las pasiones y que podrían constituirse en un paso adelante en la necesaria desmitificación del tema. Uno es el monto de la inversión requerida para que el abasto de electricidad siga el paso del crecimiento de la economía (o sea, que haya suficiente fluido eléctrico para satisfacer la demanda de una economía en crecimiento); un segundo factor es el costo del servicio (o sea, cuánto le cuesta al usuario final, trátese de un industrial o de una familia modesta); y, finalmente, la tercera cuestión se refiere a la cantidad de combustible necesario para generar electricidad (es decir, la disponibilidad de petróleo, combustóleo, gas, carbón o agua). Los tres temas están íntimamente relacionados y sólo una solución integral permitiría enfrentar exitosamente el problema. De nada sirve pretender bajar el costo de la electricidad si no hay combustible disponible para que sea posible llevar a cabo la inversión.
El tema de la electricidad se ha vuelto un asunto de capital importancia porque existe un abasto insuficiente o, al menos, la posibilidad de no contar con él en un futuro cercano. La escasez, o el riego de enfrentarla, obedece básicamente a cuatro factores: a) a que el gobierno cuenta con recursos limitados y ha decidido dedicar una mayor parte de ellos al gasto social, a la educación y a la salud antes que a la construcción de plantas generadoras de electricidad; b) a que aún satisfecho el abasto, la calidad de la infraestructura de distribución del fluido eléctrico los cables de alta tensión que todo mundo puede observar por las carreteras del país es mala, se deteriora con el tiempo y no se ha modernizado; c) a que el mecanismo empleado durante los últimos años para generar electricidad, sobre todo los famosos PIDIREGAS, implica un crecimiento cada vez más grande de pasivos contingentes para el gobierno federal, lo que podría elevar peligrosamente la deuda externa; y d) a que los requisitos para que una empresa privada invierta en la generación de electricidad son tan onerosos en términos legales y regulatorios, sobre todo porque lo que se genera y no consume el propio inversionista debe ser vendido a la CFE, que muy pocos están dispuestos a correr el riesgo de producir por su cuenta, salvo en el caso de tener garantías gubernamentales, lo que nos regresa al problema de la acumulación de deudas.
En suma, el país enfrenta tanto una potencial crisis eléctrica como la pérdida de oportunidades de inversión que bien podrían traducirse en mayores tasas de crecimiento. El potencial de crisis se origina en dos factores: por una parte, a pesar de que ha habido mucha inversión (la mayoría privada) en generación eléctrica, ésta sólo mantiene la producción de fluido eléctrico en los niveles existentes, es decir, sin margen de crecimiento en caso de necesidad. No se invierte más porque para los inversionistas es muy cómodo realizar proyectos con una garantía total del gobierno federal y éste, lógicamente, no se compromete a más proyectos de los estrictamente requeridos. Por otro lado, hay una creciente incertidumbre entre los potenciales inversionistas debido a la resolución de la Suprema Corte de Justicia que, bajo ciertas interpretaciones, pone en entredicho la participación de empresas privadas en la generación de electricidad.
Al mismo tiempo, el país ha perdido enormes oportunidades de generar mayores tasas de crecimiento, en parte porque no ha permitido más inversiones en el campo eléctrico, las que fácilmente podrían traducirse en nuevas fuentes de demanda y, por lo tanto, en crecimiento económico. Pero el país también ha perdido oportunidades de inversión porque no ha podido garantizar abasto suficiente para proyectos de inversión en otros sectores, como el del acero. Nos quejamos mucho de la falta de crecimiento, pero también hemos hecho todo lo posible por impedir que existan oportunidades de inversión que lo haga posible.
Las diversas iniciativas de ley presentadas en el poder legislativo (más de veinte en el último recuento) buscan instaurar un nuevo régimen para la inversión y operación del servicio eléctrico. Algunas de esas iniciativas, las más ambiciosas, permitirían la inversión privada en la generación y distribución de electricidad con la subsecuente creación de mercados para la operación del sistema, todo esto orientado a elevar la calidad de la infraestructura y favorecer un régimen de competencia que derivara en un menor costo para el usuario final. Otras, las menos ambiciosas (y, de hecho, las más reaccionarias), buscan cerrar los pocos resquicios de apertura que existen y otorgar todavía más beneficios, prerrogativas y privilegios a las burocracias y sindicatos que en la actualidad operan el sistema. La mayoría de las propuestas de reforma eléctrica se encuentran en algún intermedio, pero casi todas ellas aceptan el costoso mito de la necesidad de mantener un control estatal en el sector eléctrico, lo que, dada la escasez de capital en el país, es equivalente a matar el potencial de crecimiento de la inversión y de la economía. Muchas de las iniciativas, no hacen sino preservar una mitología dañina para el país.
La oposición a la creación de un régimen competitivo para el sector eléctrico tiene distintas motivaciones: primero, la ideología revolucionaria que rechaza de entrada el concepto mismo de inversión privada en el sector. Para quienes así piensan, cualquier cambio en el statu quo entraña una traición a la ideología de la Revolución Mexicana y, por lo tanto, constituye un sacrilegio. Aunque esta postura, como todas, es por demás respetable, también es cierto que confirma el viejo dicho ya citado de los perros que ladran sin saber por qué. Los opositores por convicción y fe ciega se niegan a comprender los cambios mundiales de las últimas décadas, ignoran los cambios tecnológicos y rechazan la necesidad de adaptarse a un mundo cambiante para poder salir adelante.
El segundo grupo de opositores tiene motivaciones más precisas pero también más mezquinas, pues pugnan por preservar intereses particulares (sobre todo partidistas y sindicales). Este grupo emplea argumentos de orden filosófico semejantes a los del primero, pero en el fondo saben bien que lo que está de por medio son intereses específicos y no batallas ideológicas en abstracto.
Finalmente, el tercer grupo de opositores a la reforma eléctrica es quizá el único ignorado por el gobierno: el de muchísimos mexicanos que, como efecto indirecto de la privatización de Telmex hace una década, asocian liberalización o privatización con tarifas más elevadas. En el caso del servicio telefónico, muchas familias acabaron por pagar tarifas mucho más altas que las existentes cuando el sector estaba en manos del gobierno. Por ello rechazan de entrada cualquier noción de cambio en el régimen del sector. Es a este grupo al que el gobierno tendría que garantizar una apertura con tarifas más bajas o, de lo contrario, sus intentos de reforma acabarán por naufragar.
Lo que tanto el gobierno como la oposición han ignorado en esta interminable e inconclusa disputa por el sector eléctrico, es que la clave del éxito de cualquier proyecto de apertura no reside en la inversión misma, sino en las regulaciones que sirvan para organizar y garantizar el abasto, distribución y costo del servicio. Independientemente del régimen de propiedad, el marco regulatorio es decisivo para la calidad y disponibilidad del fluido eléctrico; un marco regulatorio inadecuado en un esquema de propiedad estatal acaba generando, como ahora lo vemos, un sistema propenso a los cortes de energía, cambios en el voltaje y propensión a la escasez. Muchos legisladores legítimamente cuestionan la viabilidad de un proyecto de apertura, sobre todo a la luz de los problemas que enfrentaron sistemas como el del estado norteamericano de California o el brasileño. En ambas instancias, errores de regulación provocaron una crisis de abasto en años recientes.
El énfasis en el debate y el proyecto debería centrarse no en quién invierte, genera o distribuye, sino en las regulaciones que hagan funcional al sistema. El problema enfrentado por Brasil y California nada tuvo que ver con la fuente del capital (mixto y privado, respectivamente), sino con las pésimas regulaciones que llevaron a que no se invirtiera en capacidad de generación con oportunidad. La discusión actual ni siquiera ha comenzado a tocar estos temas elementales, no obstante tratarse de los cruciales.
Es evidente que el riesgo de crear un esquema tan ineficiente como el actual existe, con la consecuente imposición de elevadísimas tarifas e incapacidad de generar electricidad en cantidades suficientes y con la calidad que un país moderno requiere. Es aquí donde deberían concentrarse los esfuerzos de reforma.