El motor de la economía

Luis Rubio

El estancamiento económico de los últimos años ha dado rienda suelta a todos los críticos de la apertura de la economía, así como a los intereses que se verían beneficiados de un mayor proteccionismo, canonjías y subsidios, en el más puro estilo de los setenta. Si uno observa el panorama político en torno a la economía, las voces dominantes son las de grupos de empresarios y burócratas que comparten la impresión de que han perdido en estos años y aprovechan el río revuelto para avanzar sus intereses. Lo que está de moda es criticar la apertura, proponer una renegociación del TLC y demandar mayor gasto público. En suma, restaurar las políticas que nos llevaron a padecer años de crisis. Las épocas de crisis destruyen el ahorro familiar, desaparecen empleos y empobrecen a la población en general pero también hacen riquísimos a muchos empresarios, poderosos a líderes sindicales y políticos, y abren el camino para hacer de la intermediación de las burocracias un elemento clave. En lugar de discutir los temas urgentes del país, vivimos el debate impuesto por los intereses y frivolidades de los vivales de siempre. Evidentemente es imperativo crear condiciones que restauren la capacidad de crecimiento de la economía, pero invocar a lo que no funcionó, no sólo es absurdo, sino un tanto ominoso.

Vivimos un momento de excepcional –y nada despreciable- estabilidad macroeconómica, pero no podemos perder de vista que la economía no crece mayor cosa y que la esperada reactivación va a requerir de acciones inteligentes y políticamente costosas. A pesar de lo anterior, la mayor parte de los políticos, incluyendo a muchos de los actuales candidatos al congreso, así como innumerables comentaristas y críticos, apelan a la necesidad de hacer tabla rasa del pasado y recurrir a mecanismos de protección y subsidio que pondrían en entredicho lo poco de la economía que sí funciona y funciona muy bien.

Lo fácil, aunque por demás irresponsable, es ignorar las causas de los problemas que enfrenta el país en general y sectores específicos en lo particular, y proponer soluciones políticamente rentables, así sean costosísimas en lo económico. Así, unos quieren que se erosionen las leyes que protegen la propiedad industrial para darle negocio a sus familiares, otros demandan subsidios para el campo y otros más se desviven por culpar al TLC de los males estructurales del campo mexicano. No todos los quejosos son tontos o ignorantes: algunos afirman, por ejemplo, que el TLC no es responsable de las dificultades que enfrenta el campo mexicano y que el problema radica en los ajustes que no se han realizado en ese ámbito. Aun reconociendo lo anterior, afirman que hay que renegociar el Tratado. No falta quien proponga una u otra regulación o política para satisfacer las necesidades de unos cuantos particulares y burócratas.

Los avances en materia política a lo largo del último par de décadas han sido muchos; sin embargo, la emergente democracia mexicana parece haber abierto espacios para que resurjan todos los intereses particulares que se han visto afectados en estos años. En no pocas ocasiones, dichos reclamos se disfrazan con la bandera nacional o la pobreza de tal o cual sector o grupo, cuando en realidad reivindican intereses particulares por encima de cualquier otro. Los farmacéuticos se escudan tras horribles enfermedades como el SIDA para disfrazar sus objetivos pecuniarios, sin importarles que la consecución de los mismos pudiera implicar que los mexicanos perdieran acceso a medicamentos modernos; tras sus ardides nacionalistas, los electricistas esconden los ingentes (e inexplicables) beneficios sindicales de que gozan; las asociaciones de autores exigen prebendas para sus líderes en lugar de protección a los derechos de los autores que sufren de la piratería; las burocracias campesinas, principales culpables de la reproducción de las estructuras de control y dominación en el campo, se escudan tras la pobreza en el sector para demandar mayores ingresos y beneficios para sus líderes. Que todo esto entrañe costos crecientes para el mexicano común y corriente es lo que menos les importa. El México patrimonialista y corporativista está primero.

Efectivamente, la economía mexicana requiere cambios fundamentales, pero éstos tienen que ir en línea con la realidad del mundo en que vivimos y ser congruentes con los requerimientos de toda la población. No cabe la menor duda de que el TLC ha tenido un efecto sumamente grande y positivo sobre la economía mexicana, toda vez que le abrió mercados de exportación, atrajo montos de inversión, nacional y extranjera, que de otra manera hubieran sido imposibles y generó -y sigue generando- empleos en el país. El TLC, sin embargo, no resolvió todos los problemas del país, no integró al conjunto de la economía ni resolvió los problemas estructurales del campo mexicano. El TLC ha cumplido, con creces, los objetivos para los que fue negociado y le sigue ofreciendo a la economía mexicana formidables oportunidades para su desarrollo futuro.

Pero el TLC no es más que un instrumento para el desarrollo de nuestra economía. Lo que se requiere es crear y desarrollar otros instrumentos que, como el TLC, contribuyan igualmente a resolver los problemas que enfrenta el país y a crear las condiciones propicias para que, poco a poco, surjan fuentes de riqueza y empleo. Esto implicaría impulsar más cambios y reformas en lugar de renegociaciones y retornos a esquemas de desarrollo que no funcionaron en el pasado.

Nuestro problema económico puede resumirse en dos grandes componentes: por un lado, existen vastas oportunidades de desarrollo, pero los impedimentos para que éstas se materialicen son insalvables en la actualidad; por el otro, todo mundo apela a soluciones mágicas que, sin costo alguno, corrijan problemas ancestrales de la noche a la mañana. El resultado de la convivencia de estas dos circunstancias es motivo de choque permanente. Los políticos prefieren tomar la salida mágica porque así no tienen que hacerse responsables de nada: si las cosas mejoran, ellos se llenan de gloria; si empeoran o nada mejora, el culpable siempre es otro: el gobierno, el TLC, Estados Unidos, los empresarios, etc. Nuestro sistema político crea políticos irresponsables porque no permite al ciudadano exigirle cuentas a quien debe entregarlas.

La economía mexicana requiere cambios estructurales fundamentales, ninguno de ellos producto de un capricho sino de la disfuncionalidad que aqueja a la economía y de los cambios que experimenta la economía internacional. Estructuras económicas de antaño, como las del campo mexicano, no han generado más que pobreza entre los campesinos: los políticos y líderes de las organizaciones del campo pueden reclamar subsidios y cambios en el TLC, pero todos sabemos que los problemas de ese sector nada tienen que ver con lo uno o lo otro. ¿Acaso el campesino mexicano era rico y exitoso en las épocas de bonanza de los subsidios y antes del TLC?

De la misma manera, el viejo sistema político propició abusos y la configuración de estructuras disfuncionales que eran políticamente convenientes, aunque muy costosas, en parte porque no había opciones tecnológicas; el mejor ejemplo de lo anterior es la aristocracia sindical que existe en el sector eléctrico, cuyo costo es brutal para todos los mexicanos y se refleja en tarifas elevadísimas, un mayor déficit presupuestal e inversiones muy poco rentables. Hoy en día existen opciones tecnológicas que permiten inversiones privadas en el sector eléctrico que no ponen en entredicho la soberanía del país ni los legítimos derechos sindicales de los trabajadores. Además, la inversión que llegara del sector privado permitiría liberar recursos públicos para asignarse a otro de esos sectores que se empleó como instrumento de control y dominación en el pasado, la educación. De esta forma se conseguiría el desarrollo del capital humano de la población y oportunidades para lograr mejores empleos y mayores ingresos. Las reformas que se requieren no son puro capricho, sino la posibilidad de romper el círculo que nos condena a la pobreza, y no hay nada que la retórica y el populismo de los críticos, candidatos, burócratas y políticos vaya a hacer al respecto, excepto empeorarla.

Canadá es un país que, como México, se caracteriza por una estrechísima relación económica con Estados Unidos. Al igual que nosotros, la abrumadora mayoría de sus exportaciones se dirige hacia ese país y buena parte de su inversión se origina en aquella nación. Pero las semejanzas terminan ahí: mientras Canadá ha crecido en estos años, México se encuentra estancado. Esto no ha sido producto de la casualidad, sino de una situación muy específica: los canadienses llevan casi dos décadas fortaleciendo sus estructuras fiscales y convirtiendo el TLC en un instrumento para el desarrollo de su economía y población. En contraste, México debilita sus cuentas fiscales (por medio de más gasto y subsidios, así como de la persistencia de una estrategia de recaudación llena de agujeros y excepciones) y estigmatiza al TLC. Todo esto frente a los esfuerzos canadienses por reducir el gasto público, fortalecer la recaudación fiscal y utilizar al TLC para ganar mercados, elevar la competitividad de su economía y generar riqueza y empleos. La gran pregunta es por qué insistimos en imitar a países como Bangladesh y Zimbabwe, naciones que se empeñan en ser pobres a través de políticas como las que proponen muchos de nuestros políticos, en lugar de emular a naciones ricas, pujantes y exitosas como Canadá.

El fin de la era priísta abrió una gran cada de Pandora: la de los intereses particulares. El viejo sistema navegaba a través de las prebendas a ciertos grupos, los subsidios y regulaciones burocráticas de diverso tipo. Las crisis de las últimas décadas ocurrieron por los excesos de ese sistema. Sería sumamente irónico, y profundamente reaccionario, que todos los mexicanos acabemos pagando el precio del retorno a ese mundo de intereses y privilegios justamente ahora que la democracia acabó con el reino indisputado del PRI.

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Migración en parcelas

Luis Rubio

Al igual que España y Portugal en los cincuenta y sesenta, México es hoy un país exportador de personas. Los mexicanos migran de sus comunidades, típicamente hacia el norte, en busca de empleo, oportunidades y una vida digna. Lo hacen de manera legal e ilegal, solos y en familia. En el camino son frecuentemente vejados y sufren enormes calamidades, pero la abrumadora mayoría logra superar los obstáculos y construir un mundo nuevo de oportunidades. A pesar de ello, la ilegalidad de su status migratorio constituye una fuente permanente de incertidumbre e inseguridad.  Desde esta perspectiva, la lógica de un pacto migratorio es obvia y necesaria, pero quizá la verdadera solución resida menos en un gran planteamiento, amplio y definitivo, que en una serie de arreglos parciales con varios países que, en conjunto, transformen el fenómeno de manera integral.

Para cualquier mexicano consciente de las dimensiones del problema, lo lógico es negociar un pacto migratorio con Estados Unidos. A final de cuentas es ahí donde se concentra la abrumadora mayoría de los migrantes mexicanos y es ahí a donde se dirigen todos los que aspiran a obtener ingresos que difícilmente la economía mexicana les puede ofrecer. Ciertamente, Canadá es un destino más, pero los números en el caso estadounidense son incomparables. Según algunas encuestas, más de la mitad de la población tiene algún familiar o conocido cercano que vive en Estados Unidos, ha trabajado allá o está a punto de cruzar “la línea”. Por ello, la política de defensa de los migrantes es una prioridad que la mayoría de los mexicanos reconoce como suya.

Por décadas, un gobierno tras otro desplegó diversos mecanismos de presión sobre los estadounidenses para garantizar un trato digno a los mexicanos que cruzaban la frontera, con el objeto de disminuir la violencia asociada al fenómeno. La manera en que han cambiado los términos y calificativos que se utilizan para referirse a los migrantes, incluso del lado norteamericano, habla de un cambio cualitativo importante: hace años eran “espaldas mojadas”; luego fueron ilegales. En los últimos años, todos, incluso el propio presidente de Estados Unidos, rechazan la palabra ilegal y prefieren el concepto de “indocumentado” para referirse a una población que se ha convertido en mano de obra necesaria para la economía norteamericana.

Más allá de los aspectos jurídicos involucrados en el cruce ilegal de una frontera, en nuestro caso la migración es un fenómeno económico, uno de oferta y demanda. En el momento actual, existe un empate casi perfecto entre el mercado de trabajo en Estados Unidos, que demanda mano de obra para la cual no hay oferentes, y la carencia de oportunidades para mexicanos urgidos de empleo a lo largo y ancho del territorio nacional. Para esos muchos mexicanos, la frontera resulta ser un mero obstáculo temporal, una barrera que finalmente se puede penetrar. El tránsito migratorio es un fenómeno cotidiano en la relación México-Estados Unidos.

Desde su inicio, el gobierno del Presidente Vicente Fox decidió romper con la lógica de sus antecesores en materia migratoria. En lugar de limitarse a la demanda de atención y cuidado, respeto a los derechos humanos y creación de mejores condiciones para los migrantes, la administración Fox abordó el fenómeno con otro enfoque. Antes de tomar posesión, el presidente abrió fuego con un planteamiento por demás ambicioso: propuso un esquema de libre tránsito, un pacto migratorio que, con el tiempo, eliminara las fronteras para permitir el libre tránsito de personas entre ambos países. Lo anterior vendría a complementar el intenso intercambio de bienes y servicios a lo largo de la frontera promovido por el tratado comercial (TLC).

La propuesta del gobierno mexicano fue recibida con una mezcla de reconocimiento y preocupación. Reconocimiento por lo atrevido del planteamiento pero, sobre todo, por surgir de un gobierno que, a diferencia de sus predecesores, podía presumir de sus credenciales democráticas (el “bono democrático”, como lo llamara el presidente). La idea de que dos naciones tan disímbolas, ambas ahora con sistemas democráticos de gobierno, así fuese incipiente en uno de ellos, pudieran avanzar en un tema tan complejo era, sin duda, cautivadora. No tardaron ambos gobiernos en ponerse a trabajar en los detalles de lo que podría entrañar un acuerdo de esa naturaleza.

La propuesta mexicana también causó asombro e inquietud, toda vez que la lucha por la aprobación del tlc en 1993 y, sobre todo, la crisis de 1995 habían dejado profundas heridas en el entorno político norteamericano en todo lo referente a nuestro país. A pesar del enorme éxito que ha tenido el TLC en los planos comercial, de inversión y del empleo, prácticamente a nadie en esa nación le gusta hablar del tratado. Se trata, en cierta forma, de una “mala palabra”: todos saben de sus beneficios, pero pocos se atreven a mencionarla en los círculos políticos. En ese contexto, la invitación mexicana para ir más allá —de hecho, mucho más allá— del TLC, en ámbitos que son sensibles en la política norteamericana, fue recibida con reticencia y escepticismo, sobre todo por la dificultad de satisfacer la propuesta mexicana en el entorno norteamericano del momento.

Ambos gobiernos se reunieron y analizaron diversas opciones. La postura mexicana no dejó de ser ambiciosa e insistió en la necesidad de un acuerdo amplio, en tanto que los norteamericanos se pronunciaron por desarrollar y expandir los mecanismos migratorios ya existentes. Es decir, mientras que el gobierno mexicano buscó cambiar el paradigma que domina el pensamiento bilateral en la materia, su contraparte buscó todos los medios posibles para ampliar el número de visas, permisos y cambios de categoría migratoria, a fin de multiplicar sensiblemente no sólo el número de personas con derecho a migrar y trabajar en Estados Unidos de manera legal, sino para legalizar a las que ya se encontraban allá. Como puede advertirse, se trataba de dos posiciones muy distintas en enfoque y alcance, aunque ciertamente no incompatibles entre sí.

De hecho, el gobierno mexicano mantuvo dos líneas simultáneas de negociación: una enfocada a cambiar el paradigma y otra a tratar de elevar los números por el lado de las visas. Todo indica que los avances fueron pequeños en el primer camino, mientras que los progresos en el otro ámbito fueron muy significativos. Desafortunadamente, el fatídico 11 de septiembre modificó de inmediato las prioridades del gobierno norteamericano. Meses después, la pregunta es qué camino seguir y qué es posible y razonable alcanzar en las circunstancias actuales.

El gobierno mexicano sigue explorando los dos caminos. Por el lado “pragmático”, sigue avanzando planteamientos nada despreciables, sobre todo si uno observa menos los grandes números y más las dramáticas implicaciones que tiene para una persona vivir en la legalidad. El documento que formaliza la estancia de un migrante en los Estados Unidos tiene para un mexicano en esa situación un valor inconmensurable, pues ello le permite tener una vida normal, con derechos y sin la incertidumbre que inevitablemente se asocia con la ilegalidad. De esta manera, sin abandonar el objetivo más grande y ambicioso de transformar la relación en el futuro, cualquier avance en la legalización de inmigrantes, constituye un enorme progreso en la relación bilateral y un logro para el gobierno de Vicente Fox.

Dada la reticencia de la sociedad norteamericana para una negociación amplia y de largo alcance en materia migratoria, quizá lo más sensato sea buscar acuerdos parciales en éste y otros ámbitos, a fin de conferirle una mayor vitalidad a la relación bilateral. Al mismo tiempo, tal vez haya llegado el momento de pensar en otros esquemas tan atrevidos como el planteamiento migratorio original, pero en otras latitudes.

A final de cuentas, la migración hacia el norte es un mero reflejo de un serio problema interno. Por un lado, las políticas demográficas de los setenta (época en que gobernar se identificaba con poblar), llevaron a una expansión brutal de la población mexicana sin que hubiera la capacidad para crear los empleos y los servicios que esa población demandaría, esencialmente en los campos de salud y de educación. La consecuencia fue la reproducción de una población pobre y sin oportunidades. Por otro lado, las políticas populistas que acompañaron a la expansión demográfica, retrasaron el desarrollo económico por años, además de que dejaron un pesado fardo, en la forma de una deuda de grandes magnitudes, que desde entonces obstaculiza el crecimiento. No menos importante es el hecho de que buena parte de la población pobre del país reside en las zonas rurales, lo que exacerba el problema de provisión de servicios y generación de oportunidades de empleo. Por donde uno le busque, no hay indicios de que los flujos migratorios puedan disminuir en el corto y mediano plazos.

El gobierno está haciendo todo lo que tiene a su alcance para reducir las tribulaciones y mejorar las condiciones de vida de los migrantes mexicanos. Tal vez algún día se pueda materializar un acuerdo de amplios vuelos pero, mientras tanto, lo imperativo es avanzar sobre la única senda posible, que es la de multiplicar las visas y medios legales de acceso a los Estados Unidos. Pero, al mismo tiempo, también resulta inevitable buscar otras opciones. España, por ejemplo, es hoy uno de los países con menor crecimiento demográfico del mundo. Su realidad poblacional y su creciente riqueza la han convertido en un país demandante de mano de obra foránea. Yo me pregunto si no sería posible negociar un acuerdo migratorio con España para exportar trabajadores mexicanos a ese país, trabajadores que serían, de entrada, infinitamente más compatibles con la sociedad española que los migrantes africanos que dominan hoy la totalidad de la oferta en el país ibérico. Así sea por la reconquista, pero en sentido inverso, bien valdría la pena discutirlo.

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Desarmar la Economía

Luis Rubio

El diseño institucional de las entidades gubernamentales tiene una razón de ser. Los gobiernos, como sistemas de decisión y procesamiento de demandas políticas, requieren equilibrios internos que permitan asegurar o, al menos, elevar la probabilidad que sus decisiones beneficien a la población a la que atienden. Mientras mayores y más efectivos sean los mecanismos de contrapeso dentro de cada entidad gubernamental, el gobierno en su conjunto será más efectivo. En este sentido, si bien es obvio que toda estructura gubernamental es susceptible de transformación, modernización y mejoría, hay cambios que son inherentemente indeseables, cuando no peligrosos. Uno de ellos es el trasladar las negociaciones comerciales internacionales de la Secretaría de Economía a la de Relaciones Exteriores. Los efectos perniciosos de este cambio, que todavía no se consagra en ley, ya son evidentes.

Históricamente, por las décadas o siglos en que las negociaciones comerciales internacionales fueron prácticamente inexistentes, los ministerios del exterior se dedicaron a todo lo que tuviera que ver con el mundo, en tanto que el resto de las secretarías lidiaba con los asuntos internos. En lo económico, era típico encontrar una entidad gubernamental dedicada a los asuntos financieros y fiscales, en tanto que otra u otras se abocaban a los temas comerciales e industriales. En la medida en que las negociaciones comerciales internacionales se han convertido en un asunto central de la actividad económica de cualquier país, la separación de éstas respecto al manejo de la política exterior, ya sea de facto o de jure, se ha convertido en la tendencia predominante en nuestros tiempos. Hay buenas razones para ello.

En algunos países, particularmente en EUA, las negociaciones comerciales se concentraron en una entidad independiente, mientras que en la mayoría de los casos, incluido México, se incorporaron a los ministerios de economía o comercio. Prácticamente no hay nación en el mundo, con excepción de los miembros del Mercosur y Chile, que haya mantenido la antigua estructura. Hay muchas y muy buenas razones para mantener separadas las funciones diplomáticas de las comerciales. De ahí que sea imperativo considerarlas con cuidado antes de instrumentar cambios que pudiesen ser catastróficos o de mantener una situación irregular como la actual.

Hay tres razones que deben contemplarse al analizar la mejor ubicación del manejo de las negociaciones comerciales internacionales. La primera tiene que ver con la necesidad de mantener separadas las decisiones técnicas (que corresponden a las secretarías) de las decisiones políticas (que le corresponden al presidente de la República). La segunda se refiere al equilibrio natural que debe existir dentro de cada secretaría y a los efectos que se podrían producir de separar los temas de industria y comercio internos de los del comercio internacional. Finalmente, la tercera es diplomática: cuáles podrían ser los efectos de mezclar responsabilidades comerciales y diplomáticas en una misma entidad. Veamos.

Cuando se concentran demasiados temas y funciones diversas en una misma secretaría, las decisiones técnicas se vuelven políticas y el presidente acaba siendo privado de los elementos que requiere y le corresponden para poder tomar una decisión final. Esta es una de las razones por las cuales los gobiernos se estructuran de manera tal que separan los criterios de decisión entre la diversas secretarías, favoreciendo el que cada titular abogue por su postura, pero dejando al presidente la decisión de Estado.

En los temas comerciales internacionales es frecuente encontrar conflicto entre naciones, lo que típicamente conduce a que el responsable de los temas económicos y comerciales abogue por una postura agresiva, en tanto que los responsables de los temas políticos y/o diplomáticos avalen una actitud más negociadora y pacífica. En algunos casos, la economía requiere de acciones contundentes, pero en otras los riesgos diplomáticos pueden ser excesivos. En la última década, por ejemplo, los presidentes han tenido que decidir en muchas ocasiones si ceden o avanzan sin cuartel en temas tan variados e importantes como el de jitomates, cemento y autotransporte, pero siempre buscando tener todos los criterios de decisión en sus manos. Si los temas comerciales y los diplomáticos se reúnen en una misma secretaría, esas decisiones las estaría tomando el titular de la secretaría, en medio de un gran conflicto de intereses, y no el presidente.

Además, es importante reconocer que los diplomáticos tienen una propensión natural a evitar el conflicto, pues esa es en buena medida su razón de ser. Los negociadores comerciales, sin embargo, tienen que enfrentar dilemas que implican costos y beneficios, en ocasiones enormes, para los productores del país. En la medida en que las negociaciones económicas y comerciales se mantienen separadas de las diplomáticas y políticas, los exportadores y productores pueden confiar que contarán con un abogado efectivo, sin duplicidades de funciones o conflictos inherentes a ellas, para avanzar sus intereses frente a los de otras naciones. Y sobra decir que, en la medida en que ganan los productores mexicanos, se incrementan las oportunidades de creación de riqueza y empleo. Pero lo inverso también es cierto. En la medida en que dominan los criterios diplomáticos, los productores nacionales pierden fuerza y capacidad de defenderse de sus competidores en el exterior.  Se trata de un tema de enormes consecuencias potenciales.

De la misma manera en que son cruciales los equilibrios entre las distintas secretarías, es indispensable crear y promover los contrapesos al interior de cada una de ellas. En este sentido, la remoción de las negociaciones comerciales internacionales de la Secretaría de Economía crearía dos vicios. Primero, en ausencia de una activa promoción de las negociaciones internacionales, la propensión natural de la secretaría sería abandonar al consumidor y defender a los comerciantes y productores. En la actualidad, la SE tiene (al menos hasta el inicio de este año) las dos funciones: la de atender los intereses de los productores y la de mantener y nutrir las negociaciones comerciales con el exterior. Ambos soportes son clave para que ni los negociadores internacionales se avoracen y dañen a los productores, ni los productores dicten la agenda económica nacional, en detrimento del empleo, la competitividad y la creación de riqueza. Segundo, al separar las negociaciones comerciales de la SE se estaría desvinculando temas que corresponden a los dos lados de una misma ecuación, como son los programas de ajuste, la atención de los problemas de dumping y, en general, todos los problemas de instrumentación interna que se derivan de los acuerdos comerciales. Si de por sí ha sido difícil el ajuste de la economía mexicana a la apertura en muchos sectores, una separación burocrática entrañaría riesgos enormes para la producción nacional y para la competitividad de país.

Además de las graves consecuencias antes descritas, fusionar las negociaciones internacionales con las diplomáticas entrañaría aún mayores riesgos. La separación de lo comercial y lo diplomático tiene la enorme ventaja de poner cada asunto en su lugar; esto que parece obvio, debe analizarse en su debido contexto. Las negociaciones comerciales tienden a ser agresivas, duras y, en ocasiones, saturadas de dramatismo: los negociadores se enojan, se retiran, amenazan y, en general, procuran cualquier medio para avanzar sus posiciones. Esto es algo que todos los que viven en ese medio entienden y aprecian en su justa dimensión: corresponde a la naturaleza propia de su función. Los diplomáticos, por su parte, prefieren las negociaciones pacíficas y evitan los riesgos: su función y responsabilidad les obliga a cuidar las relaciones de su país con los demás y hacen hasta lo indecible por evitar controversias o por ofender a su contraparte. Se trata, para ponerlo en términos coloquiales, de agua y aceite. Así como una delicada negociación diplomática que se deja en manos de un negociador comercial puede conducir a una amenaza de rompimiento de relaciones, si no es que a una acción bélica, una negociación comercial que se deposita en manos de los diplomáticos bien puede acabar trasquilando a los consumidores y haciendo añicos a sus productores, máxime cuando se trata de diplomáticos de un lado y negociadores comerciales del otro.

Por si lo anterior fuera poco, hay dos elementos adicionales que hacen sumamente peligrosa la virtual fusión las negociaciones comerciales con la diplomacia. El primero se refiere a las presiones diplomáticas que pueden desatarse por la peculiar mezcla de asuntos en una sola instancia. Si la nación con la que México está negociando un tema comercial tiene interés de que México vote de determinada manera en la ONU, para citar un caso meramente hipotético, la mezcla de las dos responsabilidades conduce a que se contaminen los dos temas, en detrimento de los intereses económicos y políticos del país.

Además, el tema de las negociaciones comerciales no puede verse en un vacío, sino en el contexto de la realidad mexicana actual. Nuestra principal contraparte comercial y diplomática es EUA; la forma que adopten nuestras estructuras de relación y negociación internacional debe reconocer ese hecho como algo sine qua non. Desde esta perspectiva, resulta evidente que lo que más nos conviene es tener estructuras similares que permitan diferenciar lo comercial de lo diplomático. Dado que esa es la estructura que prevalece en EUA, el que nosotros combináramos las funciones no haría sino crear verdaderas pesadillas para todos: los consumidores, los diplomáticos, los productores y para nuestras contrapartes. Dada nuestra evidente diferencia de tamaños, poder político y preferencias políticas y diplomáticas, la mezcla de los dos temas no haría sino abrir frentes de disputa que, además de innecesarios, generarían fuentes de tensión y conflicto y el riesgo de que cualquier negociación fuera percibida como un daño a la soberanía o una cesión de derechos inexplicable. El país tiene muchos problemas en la actualidad; lo último que necesita es enfrascarse en uno tan absurdo como éste.

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México después de la guerra

Luis Rubio

Aunque más prolongada de lo que sus principales promotores en EUA habían sugerido, la guerra en Irak acabará y cuando eso ocurra llegará el momento de restaurar la relación bilateral. Este es el tema dominante en el mundo, pero sobre todo en capitales como Paris, Berlín y Ankara, naciones que, por distintas razones, entraron en conflicto con Washington en los últimos meses, algunas de ellas sin darse cuenta. Cada una de esas naciones se está comenzando a posicionar para retornar a un esquema que haga posible la convivencia en el marco internacional en general y con EUA en lo particular. Nosotros deberíamos hacer lo mismo.

No cabe la menor duda de que la guerra en Irak ha polarizado al mundo. Tampoco puede eludirse el hecho de que la guerra se inició luego del fracaso del proceso de resolución de disputas que está interconstruido en el sistema de las Naciones Unidas. El gobierno norteamericano actuó con la certeza y convicción de una potencia que sabe lo que quiere, en tanto que naciones como Francia y, con menor intensidad, Rusia, se ofuscaron en tratar de contener y limitar el rango de acción estadounidense. El choque entre estas dos concepciones del mundo, pone en riesgo toda la estructura institucional que se construyó al final de la segunda guerra mundial. Los franceses seguramente estimaron que su brutal oposición llevaría a los norteamericanos a reconsiderar su postura, en tanto que los estadounidenses supusieron que, tarde o temprano, los franceses los secundarían en sus propósitos. Cuando la determinación de ambas partes fue irreconciliable, el mundo entró en una nueva fase de la historia. Esto no significa que la historia sufrirá un cambio dramático, pero sí que enfrentaremos una nueva realidad y, por lo tanto, riesgos que antes no parecían fundamentales.

La controversia es clara. Mientras que los franceses perciben a EUA como una potencia peligrosa, como una amenaza al orden internacional, los norteamericanos perciben al terrorismo como la nueva gran amenaza a la paz conseguida luego del fin de la guerra fría. Se trata de dos visiones contrapuestas que no permiten una fácil reconciliación: los franceses están empeñados en contener y limitar a la nueva “hiperpotencia”, como ellos la llaman, en tanto que los norteamericanos, sobre todo después de los ataques terroristas del once de septiembre, están convencidos de que todo el occidente se encuentra en peligro y que se trata de una guerra de suma cero, es decir, toda ganancia para los terroristas islámicos es una pérdida para las naciones occidentales y viceversa. Esta diferencia de perspectivas viene de años atrás, pero fue sólo con el voto y no voto en el seno del Consejo de Seguridad de hace unas semanas que llegó a un punto de quiebre. La pregunta ahora es qué sigue.

Al margen de su legitimidad en el seno de la ONU, no es difícil comprender la lógica del activismo militar norteamericano. Fue septiembre del 2001 el momento en que la política exterior estadounidense dio un giro vertiginoso. Aunque visto desde lejos pudiera parecer extraño, los ataques terroristas cambiaron la óptica de los norteamericanos y, al mismo tiempo, le abrieron la puerta a los partidarios de una trasformación de las relaciones internacionales. Los ataques terroristas no tenían precedentes en el suelo norteamericano. Por primera vez, innumerables ciudadanos de aquella nación comenzaron a experimentar temores y dudas sobre su futuro. Visto desde afuera, sobre todo desde Europa, región que ha tenido más de una experiencia terrorista en las últimas décadas (quizá ninguna como la ETA en España o el ERI en el enclave inglés en Irlanda), podría parecer un tanto excesiva la reacción norteamericana. Sin embargo, el temor –y la necesidad de combatirlo- existe y se ha constituido en un punto de cambio fundamental. A partir de ese momento, un conjunto de analistas, pensadores e intelectuales que habían venido insistiendo en la necesidad de redefinir el mundo luego de la guerra fría, súbitamente lograron primacía en la conducción de la política exterior. Ese cambio es crucial para comprender la nueva realidad de nuestra propia vecindad.

El fin de la Unión Soviética abrió la puerta para una redefinición cabal del mundo. La súbita desaparición de la principal potencia que contendía en poder e influencia, abrió un espacio para el desarrollo de nuevas fuerzas dentro de EUA. Hasta ese momento, el equilibrio en el mundo, el llamado equilibrio del terror, se mantenía por la existencia de dos potencias nucleares con poder aparentemente similar. Sin embargo, una vez desaparecida la URSS, se creó un espacio para la emergencia de lo que los franceses ahora llaman, en un tono claramente peyorativo, la “hiperpotencia”. Por algunos años, durante la presidencia de Bill Clinton, el mundo se mantuvo más o menos sin cambio no porque no hubiera una gradual transformación de las estructuras internacionales, sino porque Clinton guardó las formas y evitó confrontaciones estériles en el marco de la ONU y otras entidades multilaterales similares. Para Bush esas formas resultaban pedantes e innecesarias. No habían pasado unos meses de su mandato cuando ya había rechazado el acuerdo de Kyoto en materia ambiental y, poco después, el tratado de proliferación nuclear, así como la corte internacional de justicia. En al menos dos de estas instancias, las formas de Bush resultaron mucho más agresivas que la substancia detrás: en particular, todas las naciones signatarias del tratado de Kyoto sabían que éste era inalcanzable; sin embargo, el imperativo para el gobierno de Bush no era la comunidad internacional sino su propia base política interna, razón por la cual fue categórico y arrogante en exceso.

El ascenso de los llamados “neoconservadores”  fue resultado directo de los ataques terroristas de hace dos años. Para ese grupo de intelectuales y funcionarios, el fin de la guerra fría exigía definiciones y transformaciones que, de no hacerse, impedirían la consolidación de un nuevo orden internacional. Más aún, los ataques terroristas, decían, abrían oportunidades que nunca antes habían existido. De esas concepciones nace la idea de que es imperativo modificar el statu quo internacional, sobre todo en el mundo islámico, y que el derrocamiento de Saddam Hussein es clave para lograr ese objetivo. Sólo así, piensan estos analistas, se puede obligar a las naciones que han resguardado, protegido o promovido, ya sea de manera pasiva o activa, a Al Qaeda, a bloquear a esa organización, hasta extinguirla. El vínculo entre Irak y Al Qaeda acaba siendo menos directo, pero mucho más poderoso de lo aparente en la visión de este grupo de poderosos funcionarios, todos los cuales fueron clave en la andanada que hoy tiene lugar en esa región del mundo. Se trata de la mayor redefinición de fuerzas y fuentes de influencia de la historia desde el fin de la segunda guerra mundial.

Aunque la imagen idílica de una guerra corta, sin costos ni problemas que vendieron esos “neoconservadores” no se esté materializando, no hay persona seria en el mundo que dude de la fuerza de las convicciones de la llamada coalición liderada por EUA, ni de la debilidad relativa de Hussein. Ciertamente, los costos, tanto materiales como humanos, van a acabar siendo mayores de lo anticipado por esos intelectuales, pero el fin no parece dudoso. Las hipótesis sobre lo que seguirá son muchas, pero es obvio que hay al menos dos temas que son cruciales para nuestros propios cálculos. Uno se refiere a la naturaleza de ese final anunciado y el otro a las reacciones que ese final genere para las relaciones bilaterales de EUA con el resto del mundo.

Por lo que toca al primer asunto, no hay nada más propicio y amable que un triunfo dramático que enaltezca los objetivos de las potencias que iniciaron el conflicto. El final de la segunda guerra mundial es ilustrativo al respecto: los estadounidenses no sólo fueron visionarios y previsores (un ejemplo: la creación de las Naciones Unidas, el GATT y otras instituciones internacionales y multilaterales), sino que también fueron por demás generosos, como ilustra el Plan Marshall, que hizo posible la revitalización de naciones aliadas, como Inglaterra y Francia, pero también de los derrotados, como Japón, Alemania y Turquía. En esta perspectiva, queda por confirmarse la existencia de armas de destrucción masiva, es decir, las armas químicas, biológicas o nucleares, que a los ojos norteamericanos justificaban cualquier acción militar, y si una vez derrocado Hussein, la población se siente liberada y agradecida de haber acabado con la dictadura, como ocurrió con los rusos luego del fin de una sucesión de regímenes estalinistas, cuyo ejemplo es el que parece animar al propio Saddam Hussein. Al día de hoy, parece igualmente posible el triunfo contundente de EUA como un triunfo un tanto humillante que lleve al nacimiento de una hiperpotencia cautelosa y negociadora, en lugar de arrogante y militante.

Nadie puede adivinar cómo será el desenlace en Irak. Aunque parece certero el triunfo de la coalición norteamericana, lo que sigue está claramente en el aire. Independientemente del rumbo de los acontecimientos, todo indica que la estrategia de oposición a ultranza que encabezó el presidente francés Jaques Chirac y a la que se sumó el presidente ruso Vladimir Putin va a resultar extraordinariamente costosa para esas naciones. A final de cuentas, apostar contra la hiperpotencia que tanto criticaban parece una estrategia poco inteligente para sus relaciones futuras con EUA, una vez concluidas las hostilidades. Pero también está por verse es si la estrategia de “acercamiento crítico” de Tony Blair, el primer ministro británico, acabará siendo más productiva. Asociarse con los estadounidenses en lugar de rivalizarlos, dice el primer ministro inglés, es la única manera de mantener vigente el orden internacional. Las próximas semanas serán clave para el mundo, sobre todo México, que ahora preside el Consejo de Seguridad. El potencial de nuevo conflicto con EUA ahí es infinito. Aunque eso pudiera ser popular en las encuestas, más vale que lo veamos con una perspectiva del interés del país en el largo plazo. La alternativa podría ser un invierno que pudiera durar lustros…

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Reempezar

Luis Rubio

El gobierno del presidente Fox enfrenta un dilema muy claro: cambia pronto o destruirá los planes, objetivos y apoyos que desarrolló a lo largo de su campaña. Emprender cambios a la mitad del vuelo siempre entraña riesgos elevados, pero éstos acaban siendo menores si se comparan con el riesgo de seguir en un deterioro que parece incontenible. El mero hecho de que la propaganda priísta haya robado los temas de la campaña presidencial del hoy presidente Fox (como el cambio, la inseguridad y el crecimiento económico) debería llevar al gobierno a recapacitar sobre lo que ha hecho y lo que no ha avanzado. Más allá de la súbita mejoría de la popularidad presidencial, la sensación de que el país va a la deriva es casi ubicua. Sin embargo, a pesar de lo anterior, la buena noticia es que las épocas de crisis también son tiempos de oportunidad; mucho más si la sensación de crisis ha amainado. La gran pregunta es si el presidente Fox aceptará el reto de recomenzar.

La problemática es clara para todo aquel que la quiera ver. Por un lado, México es un país con una sociedad ávida de liderazgo. Por el otro, el gobierno está desorganizado y carece de un sentido de dirección. Los mexicanos quieren un gobierno que establezca un camino y convenza a la sociedad de la bondad de su proyecto. En el pasado, bastaba con tener un sentido de dirección; pero la sucesión de crisis de los setenta a los noventa demostró que la clave no reside en la existencia de un liderazgo iluminado, sino en un gobernante con claridad de mente y capacidad para convencer y sembrar certidumbre a la vez que disposición para atenerse a los contrapesos que establece nuestra estructura constitucional. El triunfo de Vicente Fox a la presidencia y la composición del congreso que emanó de esa misma elección, dejaron un mensaje claro: la población quería un líder fuerte pero apegado a la legalidad.

Más de dos años después de ese momento de cambio culminante, el país no cuenta con un líder fuerte y los pesos y contrapesos que existen resultan paralizantes. El gobierno funciona en lo cotidiano, pero no tiene rumbo definido; cada secretaría tiene objetivos propios que resultan con frecuencia contradictorios con los de sus pares. Algunos secretarios están más centrados en juzgar el desempeño de otras secretarías que en preocuparse por sus propios actos. La mayoría no tiene ni idea de su responsabilidad política ni comprende que envía un mensaje cada vez que hace o deja de hacer algo. En una palabra, el gobierno, como un conjunto, es más un club de pocos cuates, que el instrumental de acción del líder que los mexicanos esperan.

Las próximas elecciones son la gran (y última) oportunidad para que el gobierno se reorganice y vuelva a comenzar, aunque no es evidente que el gobierno pueda hacerlo. En este proceso electoral se reunirán tres componentes cruciales que, debidamente articulados, podrían conducir a una transformación integral del gobierno. Primero, las épocas de elecciones representan siempre una oportunidad natural para presentar ideas, reconocer errores y pedir el apoyo de los electores. Segundo, el presidente Fox es, con mucho, el mejor activo con que cuenta la administración y su partido para apelar a los votantes, crispar voluntades y recomponer la coalición que triunfó el dos de julio del 2000. Un presidente en campaña es un líder diligente y visible: pocos como el presidente Fox para aprovechar la ocasión, máxime si opta por apalancar su éxito en sumar a las fuerzas políticas en torno a la política exterior. Finalmente, la tercera razón por la que las próximas elecciones pueden hacer la diferencia es la más simple de todas y bien pudo ser la diferencia en el 2000. La propaganda de los partidos de oposición ha cambiado de temas y de enfoque, pero no así en su perspectiva: a juzgar por sus spots en televisión, el PRI, por ejemplo, sigue tratando a los votantes como los mismos tontos de siempre. Mientras que el gran éxito del hoy presidente Fox en el camino a la presidencia fue su habilidad para acercarse a la población e identificarse con sus problemas de una manera respetuosa, para la mayoría de los otros partidos el electorado sigue siendo un mero instrumento para alcanzar sus propios objetivos. El presidente podría recuperar esa vertiente que él mismo sembró.

Nada garantiza que el presidente Fox y su partido ganen los próximos comicios, pero esa elección es sin duda su gran oportunidad. No sorprende, por ello, que todas las baterías gubernamentales estén enfocadas en esa dirección. A final de cuentas, las próximas elecciones son, en buena medida, asunto de supervivencia para el presidente. La pregunta es qué hará en caso de ganar y qué en caso de perder. La respuesta debería ser obvia ante cualquiera de las dos eventualidades, pero los últimos dos años son prueba suficiente de que ya nada es certero.

En caso de que el PAN no logre la mayoría absoluta o, peor para el presidente, que el PRI sí la alcance, resultaría obvia la única alternativa disponible: reconocer la nueva realidad, renegociar un pacto político y tratar de evitar un colapso del gobierno. La contingencia de una derrota (entendida ésta como una mayoría absoluta del PRI) en las urnas parece pequeña en este momento, pero resultaría desastrosa para el presidente en caso de materializarse.

Obviamente, el presidente está persiguiendo una mayoría absoluta en el Congreso. Desafortunadamente, la busca menos por el instrumento en que podría convertirla que por el valor plebiscitario que de ella quisiera derivar. Es decir, luego de tantas críticas y errores, el presidente previsiblemente buscaría la legitimidad que sólo un triunfo electoral le podría conferir. Sin embargo, si su objetivo es únicamente ratificar su legitimidad de origen, el derrumbe de expectativas durante la segunda mitad del sexenio sería todavía peor que el actual. Sin un plan de reorganización de todo el gobierno y su gabinete, el costo de la búsqueda de esa renovada legitimidad resultaría devastador para el país y para el propio presidente.

Lo peor del caso es que el plan que el presidente tendría que echar a andar no es distinto, en concepto y esencial, al que originalmente propuso para el país, pero sobre el cual se desentendió en la práctica tan pronto tomó posesión. Los tres principios rectores de la segunda mitad de la presidencia de Vicente Fox podrían ser los siguientes. Primero, retomar una serie de principios básicos y dedicarse a hacerlos cumplir. Entre estos se encuentran los obvios: la urgencia de desregular y reducir costos a la inversión (igual en vivienda que en importaciones); precisar y proteger los derechos de propiedad; combatir con seriedad la inseguridad pública y hacer cumplir la ley, caiga quien caiga. Prácticamente ninguno de estos temas depende del poder legislativo.

El segundo tema rector tendría que dirigirse a reconstituir toda la estructura del gobierno y del gabinete. Al día de hoy, no existe una coordinación de objetivos, cada secretaría actúa por su cuenta, los miembros del gabinete no se hacen responsables ni pagan un precio por sus errores y no se ejerce un liderazgo efectivo capaz de sumar a toda la población en aras de un futuro mejor. De hecho, la situación ha llegado a un punto tan caótico y extremo que los yerros se multiplican, los intereses particulares dominan las acciones gubernamentales y el gobierno no hace nada por hacer cumplir la ley. No hay grupo de interés alguno que no se haya percatado que la mejor manera de avanzar su causa es violando la ley: bloqueando carreteras, manifestándose en la vía pública, secuestrando funcionarios y, en general, poniendo en jaque a toda la población que es, a final de cuentas, la razón de ser del gobierno. Cuando uno observa cómo algunos gobernadores hacen cumplir la ley y velan por el derecho de las mayorías de moverse con entera libertad, resulta evidente que el problema no radica en la complejidad de los grupos involucrados, sino en la indisposición del gobierno federal para cumplir su cometido. Exactamente lo opuesto a lo prometido por el candidato Fox en tiempos de campaña.

Finalmente, el tercer tema rector digno de enarbolarse es el del liderazgo efectivo e inteligente. El presidente afirma que se encuentra en campaña permanente. Cualquiera que haya visto la televisión sabe bien cuán cierta es esa aseveración. Sin embargo, dicha campaña, y la popularidad con la que viene asociada, es tan vana como efímera; está diseñada para mantener una popularidad que sólo los reflectores que acompañan al presidente en sus giras pueden hacer posible. Tan pronto comiencen a disputarse esos reflectores (presumiblemente después de la próxima elección intermedia, como ocurrió en 1997), la popularidad comenzará a desvanecerse. Es tiempo de reconstruir el liderazgo con un sentido claro de propósito.

Indudablemente el país se encuentra paralizado, la economía no avanza mucho y los inversionistas comienzan a dudar del futuro del país. El último viaje del presidente Fox a Europa fue revelador para todos: el México atractivo del pasado se ha comenzado a evaporar frente al liderazgo político y económico de naciones como China, Brasil y el sudeste asiático. La postura del presidente en torno al conflicto bélico en Irak le ha dado nuevos bríos al gobierno, pero también esto será efímero si no se transforma en algo duradero. Sólo actuando en lo interno podrá el gobierno vencer la percepción generalizada de estancamiento y de un gobierno inmovilizado. Sólo el presidente puede romper ese círculo vicioso.

El país necesita de un líder fuerte, pero constitucionalmente limitado, que vuelva a encauzar el rumbo. El país se ha estancado en términos de competitividad, la debilidad fiscal del gobierno es patética y los factores que hicieron atractiva la inversión (como el TLC) se han comenzado a erosionar. El presidente podría emplear sus excepcionales dotes de liderazgo para reconstruir un consenso entre la población y, con la fuerza que ello generaría, negociar con el Senado.

A juzgar por los dos años pasados, es obvio que un esquema como éste es poco atractivo para el presidente Fox. El problema es que la alternativa tres años de más de lo mismo- sería costosísima para el presidente y devastadora para el país.

 

Los costos de votar y no votar

Luis Rubio

El sentido del voto mexicano en el Consejo de Seguridad de la ONU, que polarizó a la política nacional en los primeros meses de este año, fue conflictivo, complejo y costoso en todos sentidos. Si bien la decisión final coincidió con las encuestas y las presiones políticas internas, hay dos ángulos que bien vale la pena analizar y evaluar porque entrañan consecuencias potenciales de largo plazo. El primero tiene que ver con la manera de decidir del presidente, sobre todo los criterios que dominaron su proceso de (in)decisión, y el segundo con los costos potenciales para la relación bilateral con Estados Unidos.

Cualquier evaluación honesta y seria sobre el tema tiene que partir de la imperiosa necesidad de hacer explícita la inutilidad de discutir tres temas que, aunque aparentemente centrales al corazón del asunto, son en realidad irrelevantes. Primero, es tautológico discutir una vez más si México debió buscar su membresía en el Consejo de Seguridad, al igual que es absurdo cuestionar la importancia de la relación con EUA; segundo, es innecesario afirmar lo obvio: que la paz es preferible a la guerra y que deben hacerse todos los esfuerzos humanamente posibles para evitar un conflicto armado, así como resolver los conflictos de manera pacífica; y, tercero, no hay decisión que sea gratuita o que no entrañe costos y riesgos. Lo que hizo o dejó de hacer el gobierno entraña consecuencias y éstas tendrán que ser enfrentadas en el futuro.

Cuando Estados Unidos, Inglaterra y España llevaron al Consejo de Seguridad una segunda propuesta de resolución orientada a hacer posible el uso de la fuerza en cumplimiento con lo establecido en la resolución previa (1441), el gobierno mexicano se encontró ante el dilema de cómo responder. Ya para ese momento, el presidente Fox llevaba meses abogando abiertamente por una salida pacífica al conflicto en Irak, discurso que creó su propio momentum y, de hecho, limitó sus opciones de decisión. La manera de votar sobre una resolución de esta naturaleza entrañaba dos planos contrastantes y en buena medida contradictorios: por un lado la relación bilateral; por el otro, la moralidad de la guerra y la tradición pacifista del país. Al inscribir el debate en términos de principios absolutos de paz y guerra y la naturaleza sagrada de la vida, el presidente Fox se entrampó en un discurso del que, de haber querido, no podía salir sin pagar un costo político inmenso.

Desde esta perspectiva, el gobierno evidenció al menos cuatro características clave en su proceso de decisión. Primero, aunque el discurso hablaba de principios, la retórica del presidente en ningún momento siguió los lineamientos de la política exterior tradicional; más bien apelaba a valores morales y principios religiosos y no a la tradición de la política mexicana. En segundo lugar, el gobierno exhibió una fuerte propensión a incursionar en terrenos de la política internacional relativamente inéditos para México, como las negociaciones con la Liga Árabe, que por al menos durante dos décadas fueron considerados ajenos al interés central del país y, de hecho, potencialmente peligrosos para su desarrollo. En este mismo rubro destaca también la efímera propuesta presidencial de intermediar en el conflicto entre las dos Coreas, algo que no se había visto en el país desde los setenta. En tercer lugar, el gobierno refrendó su obsesión por las encuestas, a las que claramente no considera un insumo necesario para el proceso de toma de decisiones, sino un fin en sí mismo capaz de determinar el actuar presidencial. Finalmente, el gobierno siempre mostró disposición a minimizar la importancia de la relación con EUA, suponiendo que ésta es suficientemente madura como para poder separar los asuntos cotidianos como el comercio, la inversión y la frontera- de los políticos y éticos. Independientemente de la correcto o errado de los supuestos implícitos en esta manera de proceder, resulta evidente que los criterios de decisión del gobierno actual son sensiblemente distintos a los que distinguieron a los gobiernos pasados.

Pero el que el gobierno estime que sus criterios son congruentes con su visión y con sus preferencias y prioridades no implica que sean gratuitos o que no existan costos asociados a ellos. La presencia de México en el Consejo de Seguridad en la era de una sola superpotencia, sobre todo después de los ataques terroristas del once de septiembre, entraña un dilema permanente entre la relación bilateral y la agenda diplomática y política más amplia del país. En algunos momentos, como en el caso de Irak, esos dos asuntos chocan de manera frontal. El presidente Fox decidió ignorar la existencia del dilema y enfocó todas sus baterías en la dirección de la agenda multilateral, cobrando un fuerte protagonismo en el campo pacifista. Visto en retrospectiva, es evidente que el gobierno actuaba con seguridad respecto a las prioridades que decidió adoptar en esta materia; tanto así que, una vez pasado el momento crucial en que EUA decidió retirar el proyecto de resolución, diversos funcionarios se jactaron de que habrían votado en contra de esa resolución de haberse sometido a votación. Ahora será necesario pagar los costos de esa verborrea, que son más tangibles y menos anticipables que los beneficios.

Los beneficios son evidentes en términos de popularidad del presidente y, de existir habilidad para construir consensos internos, podrían manifestarse en acciones concretas en el frente legislativo, apalancando la popularidad ganada para lograr algo duradero para el país. Un buen paquete de reformas idóneas reduciría dramáticamente cualquier vulnerabilidad. De fallarse en este esfuerzo, los beneficios acabarían siendo pequeños y se desperdiciaría una oportunidad más de las muchas ignoradas en este sexenio.

Aunque todos los costos potenciales acaban por traducirse en impactos sobre la tasa de crecimiento de la economía, para fines analíticos es útil agruparlos en tres niveles. El primero tiene que ver con el gobierno y la sociedad norteamericana; el segundo con los mercados financieros; y el tercero con el desempeño de nuestra economía.

Por lo que toca al gobierno estadounidense, es improbable que haya decisiones específicas que contengan un sesgo de venganza o represalia. Más allá de los programas en marcha, no hay indicio de que el gobierno norteamericano busque afectar los flujos de inmigrantes, ni tampoco hay elementos para pensar que se hará más complejo el tránsito fronterizo o la emisión de visas para mexicanos que deseen visitar ese país. Los principales costos derivados de nuestro activismo diplomático tienen menos que ver con decisiones anti-mexicanas que con las actitudes que se van forjando en toda la sociedad norteamericana todos los días. Dado que la naturaleza instintiva de los estadounidenses es a cerrar filas de manera absoluta con su gobierno una vez que existe una situación bélica, es evidente que muchos de ellos concluirán que México es, al menos parcialmente, responsable del fracaso de la iniciativa diplomática de su gobierno y eso implicará que, en sus decisiones cotidianas, tomarán eso en cuenta. A diferencia de Francia, cuyas exportaciones son por demás visibles (quesos, vinos, automóviles), la mayoría de nuestras exportaciones son invisibles, toda vez que muchas de ellas son parte integral de automóviles norteamericanos o partes, materias primas o insumos para la construcción. Por lo anterior, es improbable que nuestras exportaciones se vean afectadas.

Sin embargo, es altamente probable que las consecuencias se sientan en otros ámbitos: en las decisiones que tomen los consejos de administración de empresas pequeñas y grandes al momento de decidir dónde invertir; en la actitud que adopten funcionarios diversos y, sobre todo, los legisladores, en caso de que se presentara una iniciativa relativa a México en temas como el financiero (el caso extremo sería el rescate del año 1995) y en la instrumentación de programas como el del llamado perímetro de seguridad que México confiaba se instalaría en el Suchiate, pero que bien podría acabar situado en el Bravo. Como muestran las interminables colas en los puntos de acceso terrestre a EUA estos días, decisiones como ésta bien podrían determinar la competitividad de una parte significativa de nuestros exportadores. En todo caso, el mayor de todos los costos es sin duda el relativo al forjamiento de actitudes que sólo el tiempo podrá corregir. Es en este contexto que resulta inexplicable el proceder gubernamental luego de que se desvaneció la necesidad de definirnos públicamente en favor o en contra de EUA: en vez de festinar el sentido del voto que no ocurrió, de haber mantenido su boca cerrada los miembros del gobierno, habría habido costos en términos de actitudes, pero éstos habrían sido mínimos. A menos de que logremos cambiar esas actitudes, los costos podrían acabar siendo enormes, aunque imperceptibles, pues se manifestarían en la falta de oportunidades e inversiones: la economía simplemente crecería menos de lo que podría haber logrado en otras circunstancias.

Por lo que toca a los mercados financieros, los costos serán elevados en el corto plazo, pero desaparecerán con el tiempo, toda vez que la vigencia de los asuntos en ese mundo es siempre corta. Algunos analistas y administradores de fondos mostrarán su enojo o frustración en la forma de reportes críticos de la economía o empresas mexicanas, pero todo pasará con rapidez. En este sentido, más allá de los efectos macroeconómicos que cause la guerra, la actividad económica en el país se va a beneficiar o sufrirá dependiendo de la manera en que tomen sus decisiones los empresarios y los inversionistas. En la medida en que cale la idea de que México (junto con Rusia en la mitología actual) fueron los causantes del fracaso diplomático, los costos serán elevados. Con suerte, la cruda será menos efusiva que la borrachera actual. Sea como fuere, si la acción bélica acaba siendo exitosa los costos serán pequeños y pasajeros, pues nada cierra las heridas tan rápido como el éxito, en cualquier empresa o actividad. El problema es que si la cosa avanza mal, más vale que tengamos los cinturones bien puestos.

 

La cola del tigre

Luis Rubio

El zafarrancho que han creado algunos miembros del PRI en torno a la sanción que le impuso el IFE a ese partido constituye una buena síntesis del estado que guarda la política nacional. En lugar de romper con el pasado e iniciar la organización de un nuevo partido, capaz de ganar elecciones, los priístas se empeñan en retornar a un pasado que ya no volverá. De esta manera, el país vive la desafortunada combinación de un gobierno sin iniciativa, un proceso político paralizado y un partido experimentado que no tiene visión de futuro. ¿Habrá alguien capaz de darle sentido a este marasmo de indiferencia, impunidad y surrealismo?

La reacción de los priístas a la sanción impuesta por el IFE era enteramente anticipable, pero no por ello deja de ser vergonzosa. Ciertamente, de la información disponible, es razonable suponer que existen muchos vacíos en el origen y destino de los fondos que se han acabado de encuadrar bajo la denominación coloquial de Pemexgate. Los argumentos esgrimidos por los abogados del PRI indican que el partido ha optado por una batalla legal de corte medieval para defender el honor de su franquicia, la cual están en su derecho de emprender y llevar hasta sus últimas consecuencias. Sin embargo, es también razonable preguntar si esa es una estrategia idónea y, sobre todo, inteligente para su defensa.

De lo que no hay la menor duda es que tarde o temprano el país enfrentaría un conflicto político de esta naturaleza. Luego de décadas de gobiernos priístas, no siempre caracterizados por su pulcritud, era inevitable que el primer gobierno no priísta buscara y encontrara alguna evidencia de corrupción. Lo sorprendente para cualquier mexicano mínimamente avezado e informado es que no hubiera explotado un número infinito de acusaciones, procesos legales e imputaciones en contra del PRI y de sus funcionarios y próceres. La verdad es que, a pesar de la sensación de acoso que los priístas sintieron –muchas veces con razón- sobre todo a lo largo del primer año del gobierno de Fox, el comportamiento del gobierno en estas materias ha sido más bien limitado. Los hechos demuestran que han sobrado imputaciones retóricas, pero que ha habido muy poco activismo legal. Imposible saber si esto evidencia incompetencia por parte de las autoridades actuales, cuidado en esconder la corrupción por parte de los priístas que antes estaban a cargo o limpieza en sus procesos.

Lo que era anticipable es que tarde o temprano llegaríamos a algo como el Pemexgate. En este caso, la evidencia confirma que el dinero salió de la empresa paraestatal, que parte del dinero se desvió a cuentas personales de los líderes sindicales y que parte fue entregada a funcionarios del PRI en la época de la campaña. Lo que parecen disputar los priístas es la ausencia de evidencia de que los fondos transferidos en efectivo por funcionarios de la campaña hayan sido utilizados por el partido en el proceso electoral. Como argumento legal éste es sólido, toda vez que las facultades del IFE se reducen a los partidos y a las campañas. Si no existe evidencia de que el dinero haya sido efectivamente utilizado por el PRI en la campaña, la jurisdicción del IFE puede ser dudosa.

El IFE, por su parte, ha actuado estrictamente apegado a su mandato legal. Como el árbitro que es, su función es la de vigilar el comportamiento de los partidos, auditar el financiamiento y gasto de las campañas federales y sancionar a cualquier infractor. Independientemente del fallo que llegue a emitir el Tribunal Federal Electoral en torno a este asunto, su actuar en el caso Pemexgate se ha apegado a su mandato. Más allá de las facultades con que cuenta el instituto electoral, su estructura fue diseñada para hacer lo que los priístas consideran impropio y por lo cual debaten absurdos como el de iniciar juicios políticos contra sus integrantes. Los miembros del consejo del IFE son personas independientes que fueron propuestos por los partidos políticos. Esta combinación crea muchas de las tensiones actuales: su independencia les da la fortaleza legal y moral para arbitrar los procesos electorales y el origen de su nominación los ata, a unos más que a otros, a los partidos que los promovieron. Para nadie debería ser sorprendente la dinámica que ahí tiene lugar.

Pero esa dinámica también explica el buen funcionamiento y el prestigio de que goza la institución. En contra de lo que sostienen muchos airados priístas, la mayor parte de los mexicanos, incluyendo muchos que votan por el PRI, aprecia la existencia de una instancia capaz de ponerle un alto al partido que por décadas estuvo asociado a la corrupción e impunidad que se resumen en el caso del Pemexgate. Aunque los priístas puedan argumentar con legitimidad que no existe evidencia suficiente para justificar la sanción que les fue impuesta, es dudoso que puedan encontrar a muchos mexicanos que duden que la transferencia de fondos de una empresa paraestatal (supuestamente de todos los mexicanos) a un sindicato que nadie con un mínimo de sensatez puede calificar de pulcro y transparente, a cuentas personales de los líderes y a funcionarios del partido y de la campaña presidencial pasada, constituye flagrante corrupción. En este sentido, más allá de la legitimidad legal del argumento del PRI, vale preguntarse si los priístas están actuando con inteligencia política al disputar con tanta vehemencia y publicidad el fallo del IFE.

A final de cuentas, la razón de ser de un partido político es la de llegar al poder. Sin embargo, para los priístas este asunto parece ser uno de supervivencia. Como si el probar su inocencia en este tema fuera a garantizarles el retorno al poder, la recuperación de lo que estiman es suyo casi por derecho divino. Este empecinamiento sugiere exactamente lo contrario: muestra que el PRI ha sido incapaz de la más mínima introspección; que sus integrantes, ahora que prácticamente han eliminado a todos los llamados “tecnócratas”, siguen culpando de su derrota en el 2000 a los intentos que sus gobiernos recientes emprendieron en busca de la modernización del país y que temas como el de la impunidad y la corrupción, que el Pemexgate presenta con tanta nitidez, son irrelevantes para el electorado.

Los avances recientes del PRI en materia electoral son sin duda fuentes legítimas de orgullo para sus líderes. Sin embargo, cualquier evaluación honesta de lo ocurrido en el terreno electoral en el último año tendría que conceder que hay dos escenarios posibles: por una parte, es posible que los resultados reflejen un cambio de percepción de los votantes respecto al PRI; pero, por otro lado, también es posible que se trate de una mera evolución natural en las actitudes de los votantes sobre temas locales, independientemente de un partido en lo particular. La noción de que se puede extrapolar cualquier resultado electoral a nivel municipal o estatal al plano nacional es debatible. Pero lo que parece dudoso es que la opinión del mexicano promedio sobre el PRI haya cambiado en los últimos dos años, máxime cuando el PRI no ha cambiado mucho. La ironía de todo este asunto yace precisamente en este tema: el país y el electorado necesitan fuerte competencia partidista para obligar al gobierno en turno a esforzarse y a avanzar los intereses del país en su conjunto. Frente a eso, el PRI no ha hecho sino retraerse hacia sus orígenes, esconderse tras su ideología tradicional y suponer que el votante es incompetente e incapaz de discernir.

Nadie puede anticipar qué es lo que deparan las elecciones intermedias de julio próximo. Lo que es seguro es que las elecciones más recientes, comenzando por las del estado de México hace unos días, no mostraron a un PRI renovado, sino a un conjunto de malos gobernantes que fueron reprobados por los electores. Si hubiera habido reelección, esos gobernantes no se habrían reelecto; no habiéndola, un número suficiente de votantes cambiaron de partido y punto. Así es la competencia electoral y así es la democracia. Difícil construir un imponente edificio sobre cimientos por demás endebles como los priístas han intentado hacer en estos días.

Todo esto obliga a volver al tema de la sanción impuesta por el IFE. Los priístas han desdeñado el actuar del IFE sobre bases legales, despreciando la dinámica política que su disputa entraña. Su argumentación legal se reduce al tema de la evidencia, en tanto que su andanada política se concentra en la idea de que el IFE ha actuado con parcialidad, al tratar el asunto de Amigos de Fox de manera distinta. Los miembros del IFE han explicado con claridad la diferencia entre ambas dinámicas en términos del proceso legal que cada uno sigue en instancias ajenas al IFE. En términos estrictos, es claro que el IFE tiene razón en cuando argumenta que se trata de dos asuntos distintos, independientes uno del otro, aunque ambos con enormes implicaciones políticas. También es cierto, como argumentan los priístas, que el trato propinado a los involucrados en el caso que afecta al PRI ha sido severo y apegado a una lectura estricta de la ley, en tanto que el tenor del actuar de la PGR en el caso de Amigos de Fox ha sido por demás generoso y displicente. Todo esto sugiere que hay más de juarista en el gobierno de lo que muchos de sus integrantes quisieran aceptar.

Pero el punto de fondo es que el PRI, que aspira a recuperar el poder en el 2006, se ha comportado como la entidad arrogante e impune que siempre fue, con lo que corre el riesgo de alienar a más votantes en lugar de atraerlos. El problema que el PRI enfrenta no es el de la sanción impuesta por el IFE ni tampoco el monto de la multa imputada, sino la naturaleza de lo sancionado. Si bien en principio no existe diferencia moral o ética entre las violaciones al código electoral implícitas en los casos de Pemexgate y de Amigos de Fox, el caso del PRI refleja precisamente el tipo de impunidad que la mayoría de los votantes reprobó en el 2000. Acostumbrados a esa manera de actuar, los priístas no parecen ser capaces de reconocer la diferencia. Harían mejor si iniciaran una profunda reforma que les permitiera recuperar la credibilidad, algo que no tienen y que al IFE le sobra.

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Las encuestas y el liderazgo presidencial

Luis Rubio

Las encuestas se han convertido en uno de los instrumentos clave para todos los presidentes y políticos del mundo. Difícilmente existe hoy algún gobierno o gobernante que desdeñe las encuestas en su proceso cotidiano de toma de decisiones. En esta era de la ubicuidad de la información, ningún gobernante puede actuar sin tener datos que le permitan tomar el pulso de la población. Pero una cosa es pulsar el sentir de la población y otra muy distinta es dejarse arrollar por las encuestas.

Las encuestas juegan un papel central en el gobierno de una sociedad moderna. Su existencia es una de las mejores evidencias de que los gobernantes no pueden ignorar el sentir de la población y que toda labor pública para ser efectiva tiene que responder a la población misma. Es decir, se trata de una medida importante de la evolución democrática del mundo. Hasta hace unas cuantas décadas, los gobernantes navegaban a ciegas, confiando en que su juicio y manera de decidir corresponderían con el sentir de la población. El objetivo de entonces, como lo es ahora, era incrementar el apoyo de la sociedad a las tareas del gobierno y, en aquellos países en que hay reelección, a acrecentar la probabilidad de ganar los siguientes comicios. Detrás de todo esto se encuentra la noción de que el capital político de un gobernante crece en la medida en que actúa, en tanto que se desgasta si no se usa; es decir, el capital político no es algo estático del que se dispone en cualquier momento.

Aunque se trata de un mecanismo pasivo porque no hay interacción entre el gobernante y el ciudadano al momento de levantar una encuesta, la medición de la opinión pública representa un avance democrático en tanto que unos y otros conocen preferencias de la población y su percepción sobre el estado de cosas que guarda un país. Sin duda, los gobernantes podrán tener mejor idea del reto que enfrentan al tomar e instrumentar una decisión, pero también existe el riesgo de que el gobernante se deje llevar por el sentir popular y que, en lugar de instrumentar su programa de gobierno, capitule ante la opinión del público en un momento dado.

Aunque casi todos los gobiernos del mundo realizan encuestas de manera cotidiana, son muy pocos los que se dejan arrollar por los resultados que éstas arrojan. Las encuestas tienen la función de informar al tomador de decisiones, no de determinar la decisión. Para comenzar, la opinión pública es algo dinámico, que cambia con el tiempo: las opiniones se van forjando de acuerdo a las circunstancias y se modifican cuando un gobierno actúa. Aunque el gobierno puede saber, a través de una encuesta, lo que opina la mayoría de la población sobre un determinado tema, no hay manera de que pueda anticipar el comportamiento de la opinión en el futuro. Si se pudiera anticipar la opinión pública, no sería necesaria la existencia del gobernante, pues las decisiones fluirían de manera automática.

Este punto es crucial. La opinión pública en todo el mundo tiende a ser conservadora, no en un sentido ideológico, sino en un sentido práctico: independientemente de sus convicciones políticas o ideológicas, el cambio es algo a lo que se ve con desconfianza, pues no se puede estar seguro si se podrá lidiar con circunstancias nuevas y diferentes. En este sentido, es natural que la gente se resista a experimentar cambios en su manera de vivir, actuar o pensar. Una persona puede ser muy liberal o muy conservadora, puede desear un cambio o rechazarlo y, sin embargo, la propensión natural es aferrarse a lo conocido en vez de correr el riesgo de probar lo diferente, independientemente de que el cambio que resultare de una acción determinada pudiese ser bueno para esa misma persona.

Cuando un gobierno toma los resultados de una encuesta a valor facial y de manera automática y absoluta, no sólo pierde la oportunidad de llevar a cabo sus programas, sino que abdica su responsabilidad de gobernar. Una cosa es la información que se puede derivar de una encuesta (sobre todo los márgenes de maniobra con que cuenta el tomador de decisiones en temas muy álgidos) y otra muy distinta es el liderazgo que el gobernante puede ejercer para llevar a cabo un cambio de opiniones en la sociedad.

Dada la naturaleza conservadora de la población (de cualquiera en el mundo), la única manera de modificar sus percepciones y opiniones es ejerciendo un liderazgo eficaz. A través del liderazgo, el gobernante puede cambiar los términos de referencia de un determinado problema y puede explicar las virtudes y ventajas de explotar alguna oportunidad. Ese liderazgo puede convertirse en una fuente de transformación social, económica y política que, a su vez, se traduzca en apoyos más fuertes y profundos a la popularidad y gestión del gobernante. Es decir, en contra de lo que podría parecer, al correr riesgos, un gobernante puede acabar incrementando su popularidad. De lo contrario, ningún país avanzaría.

El caso de México no es distinto al del resto del mundo. Cuando un presidente se aferra a lo que le revelan las encuestas, como lo hace el presidente Fox, su popularidad se puede mantener más o menos constante, pero el riesgo de que la pierda se incrementa en el tiempo. El presidente lee las encuestas, hace lo que la mayoría de la gente quiere y confirma los prejuicios de la población, cerrándose así el círculo. El presidente acaba muy satisfecho y la población sostiene su opinión del presidente, pero ni uno ni otro hacen nada por mejorar al país. A la larga, esta manera de proceder tiene la consecuencia de erosionar la popularidad del presidente. Peor, su capital político se va erosionando, así sea de manera gradual, en tanto que sus decisiones no impactan en la vida de la población. Pero la función del presidente no es la de plasmar en el ejercicio de su autoridad lo que la población le dicta a través de las encuestas, sino tomar las decisiones que el país requiere dentro de un marco de liderazgo que aumente su popularidad aun sin ser vasallo de las encuestas.

Esta es la esencia de la función presidencial: liderar y llevar a cabo programas y decisiones que, a fuerza de ser impopulares en una primera instancia, acaben satisfaciendo necesidades básicas de la población. El presidente se puede congratular de haber cancelado el impopular proyecto de un nuevo aeropuerto para la ciudad de México o de su negociación con quienes bloqueaban carreteras, pero la popularidad ganada es efímera, en tanto que las consecuencias de sus acciones no lo son. La inacción puede generar popularidad en el momento, pero siempre acaba siendo más costosa que la acción.

La historia reciente del país es rica en estos temas. Si los gobiernos de las últimas dos décadas se hubieran aferrado a las encuestas, el país quizá habría desaparecido. Al inicio de la década de los ochenta el país tendía al despeñadero por la pésima administración de la economía y, para coronar el fracaso de un gobierno, por la errática y absurda (pero eso sí, popular) decisión de expropiar los bancos. De no haber sido por las reformas que siguieron, algunas sumamente exitosas, otras fallidas, el país se habría hundido y no gozaríamos de la estabilidad actual, ni de instituciones autónomas como el IFE y el TRIFE que hicieron posible el resultado electoral del 2000. Lo anterior no implica que todas las reformas hayan sido buenas o las más adecuadas y visionarias para el país, pero sí que era imperativo reformar la manera de administrar las finanzas públicas, sujetar a la competencia a los monopolios gubernamentales y modernizar a la planta industrial del país.

Todas esas reformas eran impopulares. Aunque en su mayoría no publicadas, las encuestas de la época, sobre todo en los noventa, mostraban una mayoría de los mexicanos opuesta a la privatización de empresas gubernamentales y al TLC, a la apertura de la economía y a la inversión extranjera. De haberse limitado aquellos gobiernos por las percepciones de la población, el país se habría quedado paralizado, sin capacidad de crecer y desarrollarse. Sin embargo, lo irónico e interesante es que cada una de esas decisiones gubernamentales se tradujo en una mayor popularidad para el presidente en turno. Algo semejante ha ocurrido con los segundos pisos del periférico en el Distrito Federal: aunque impopulares al inicio, una vez tomada la decisión, la población cambió su opinión y la popularidad del gobernante se elevó. Los años de crecimiento económico que vivimos en los noventa no fueron producto de la pasividad, ni del gobierno por encuesta, sino de acciones gubernamentales concretas.

No hay peor manera de desempeñarse para un gobernante que conducirse por la vía fácil de la indecisión, capitular ante las encuestas y pretender que los problemas se resolverán por sí solos. Si algo, la historia refleja lo contrario: aunque hay muchos gobernantes impopulares, los más impopulares son típicamente aquellos que tomaron decisiones sistemáticamente contrarias al sentido común y al sentir de la población (como los de la docena trágica) o aquellos que evadieron su responsabilidad y no hicieron mayor cosa por cambiar al país. La historia reciente demuestra que la población aprecia y reconoce a los presidentes que emprendieron programas o tomaron decisiones difíciles, pero a la vez sensatas y lógicas y, más importante, que sabe discriminar entre las decisiones acertadas y las que acabaron siendo trágicas. El riesgo para el presidente Fox es hacer de las encuestas su programa de gobierno y terminar su sexenio sin haber hecho diferencia alguna.

La opinión pública es efímera, pasajera y terriblemente riesgosa para un presidente. Lo único valioso de las encuestas es la información que proveen del momento específico, mas son una fotografía de ese instante y no una película con principio, desarrollo y fin. El presidente no debe limitarse a las encuestas ni en materia de proyectos, reformas o votos, porque eso augura el peor final para él, para su gobierno y para el país. Su responsabilidad es la de encabezar un gobierno que actúa y no uno que se paraliza ante un instrumento que, por valioso, no es idóneo más que como fuente de información. Muchas veces lo que hoy es impopular puede transformar al país para bien.

 

Votar o no votar

Luis Rubio

Nadie en su sano juicio puede estar en favor de la guerra. Cuando uno plantea  en estos términos el dilema que el país enfrenta en la ONU, la respuesta es no sólo evidente, sino también predeterminada. Las guerras, sin embargo, han sido un componente inseparable de la historia de la humanidad: algunas se han pelado por principios, otras por ideología; algunas por la defensa de valores fundamentales, otras por supervivencia; pero casi todas ellas han sido producto de la lucha de potencias por avanzar sus intereses y hegemonía. Aunque la retórica en torno al conflicto con Irak ha sido abundante, la discusión precisa y substanciosa ha sido más bien magra. Los estadounidenses no han hecho una gran labor de convencimiento ni han explicado con claridad la naturaleza de sus motivaciones, lo cual ni le da ni le quita razón a su estrategia. Pero lo que sí han hecho es forzar al resto del mundo, y en particular a los otros catorce miembros del Consejo de Seguridad, a definirse frente a ellos. Para nosotros, como miembros de ese cuerpo colegiado, esta situación nos crea un problema práctico del que no hay salida fácil y en el que los costos de nuestra acción pueden acabar siendo onerosos en extremo, aunque quizá mucho más sutiles de lo aparente.

La guerra ha sido un instrumento del poder a lo largo de la historia. Los grandes imperios de cada era fueron también potencias militares. La historia del mundo es una de imperios triunfantes y fallidos, de guerras y luchas por la hegemonía, de conquistas y derrotas. La guerra puede ser éticamente deplorable, pero también es una constante histórica.

Diversos filósofos a lo largo del tiempo han intentado caracterizar a las guerras desde una dimensión ética. Algunos, como Michael Walzer y Michael Foucault, desarrollaron elaborados argumentos en ese sentido. Vietnam ofreció un terreno fértil para debates de esa naturaleza en tiempos recientes, pero  el tema no es nuevo. Para Bertrand Russell, el gran filósofo y pensador británico del siglo XX, por ejemplo, la primera guerra mundial fue producto del primitivismo de las potencias ávidas de conquista, en tanto que la segunda guerra mundial fue una contienda moralmente justificable por las injusticias y aberraciones políticas como el fascismo, que surgió precisamente después de la primera conflagración mundial. A pesar de la sensibilidad de esos planteamientos, el problema de las caracterizaciones éticas de los conflictos bélicos es que éstas generalmente se afirman o desmienten en el tiempo: la memoria histórica tiende a conformarse más por los resultados que por las causas de estas guerras.

El conflicto en torno a Irak es tan moral o inmoral como uno lo quiera ver. Si uno se atiene a los hechos concretos y objetivos, es evidente que Irak ha incumplido con las obligaciones que adquirió luego de que invadió Kuwait hace doce años y fue obligado a replegarse y rendirse ante la fuerza multinacional liderada por Estados Unidos. Como parte de los documentos de rendición que firmó, el gobierno iraquí se comprometió a permitir la intervención de inspectores de las Naciones Unidas y a destruir todos sus armamentos químicos, biológicos y nucleares. Desde entonces, los inspectores fueron y vinieron hasta que fueron expulsados en 1998, sin jamás haber podido constatar de manera fehaciente si Saddam Hussein había cumplido con lo acordado. Sólo como punto de comparación, el gobierno sudafricano de Nelson Madela se comprometió, en esos mismos años, a desmantelar el mismo tipo de armamentos desarrollado por sus predecesores y cumplió públicamente, al pie de la letra y sin la menor pretensión de ocultar nada. El contraste ha evidenciado a Hussein de manera particularmente lacerante. El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas ha aprobado diecisiete resoluciones condenando el incumplimiento del gobierno iraquí y no ha avanzado ni un ápice en el objetivo de eliminar su armamento ilegal. El Consejo de Seguridad tiene que determinar cómo obligar a Irak a cumplir esos compromisos.

El gobierno norteamericano lleva más de un año demandando que el Consejo de Seguridad apruebe una resolución “con dientes” para poner al gobierno de Hussein contra la pared. Aunque la argumentación estadounidense ha sido pobre, sus motivaciones son evidentes. Ante todo, hay un elemento que es difícil de comprender pero no por ello menos poderoso: los norteamericanos tienen miedo de ser atacados. Acostumbrados a librar batallas lejos de sus fronteras, los estadounidenses quedaron estupefactos con los ataques del once de septiembre de 2001. Desde su perspectiva, esos ataques les quitaron la ingenuidad y obligaron a repensar su manera de actuar. Más allá de las encuestas y de sus posturas específicas sobre Irak, una amplia mayoría de norteamericanos cree que es necesario y justificable emprender acciones preventivas que garanticen su seguridad. Uno puede coincidir con esas percepciones o reprobarlas, pero esa apreciación no cambia los hechos.

La evidencia presentada por el gobierno de EUA no ha logrado convencer a la comunidad internacional, en buena medida porque naciones clave, lideradas por Francia, no perciben necesidad alguna de alterar el orden existente en el Medio Oriente, tanto por los beneficios que derivan del statu quo, como por su preferencia por soluciones diplomáticas que, de hecho, se constituyan en contrapeso al crecimiento abrumador de una hiperpotencia mundial. Pero quizá la principal causa de que la argumentación norteamericana no haya calado reside en que ésta persigue varios objetivos simultáneos (que incluyen desde el desarme de Irak hasta el derrocamiento de Hussein, que goza de prestigio precisamente por desafiar a los estadounidenses, así como eliminar fuentes de apoyo real o potencial a Al Qaeda) pero, quizá más al punto, porque muchas naciones también se sienten amenazadas por el poderío estadounidense.

 

De lo que no hay duda es que el gobierno de EUA ha tomado la decisión de actuar frente a Irak. Aunque preferiría la legitimidad que una resolución de la ONU le conferiría a su decisión, es evidente que, con o sin ella, ese país va actuar. Esta circunstancia constituye una enorme fuente de presión sobre los miembros del Consejo de Seguridad, pues toda la estructura institucional del orden que surgió tras la segunda guerra mundial se vendría abajo si los norteamericanos actúan de manera unilateral. El costo para el sistema de las Naciones Unidas sería incalculable, razón por la cual naciones como Francia o Rusia, que hoy encabezan la andanada en contra de EUA en la ONU, bien podrían acabar votando en favor de una resolución que autorizara la acción militar. Así es esto de la diplomacia. Pero de ser así, México quedaría en una situación particularmente difícil.

La política exterior mexicana se encuentra en una tesitura extraordinariamente compleja no por su tradición histórica o preferencia por el multilateralismo y la solución pacífica de controversias, sino porque nuestra membresía en el Consejo de Seguridad nos coloca en la línea de fuego frente a EUA. En ese foro se dirimen asuntos de alta política internacional, en los cuales México no tiene gran experiencia y frente a los que siempre ha esgrimido una postura que reprueba el uso de la fuerza. La razón principal por la que México evitó por décadas pertenecer a ese exclusivo foro fue precisamente el evitar verse obligado a tomar posturas tajantes en asuntos que nunca fueron vitales para su interés nacional. La tradición mexicana en política exterior se fundamenta justamente en el interés de no ser arrollados por los intereses y conflictos de las grandes potencias del mundo. No es casual que la mayoría de los comentarios emitidos por las grandes personalidades de la política exterior mexicana critique el hecho de que nos encontremos ante una situación tan ominosa como la de tener que definirnos en temas que no son vitales para nuestra seguridad.

Para muchos, la postura mexicana de rechazo a la guerra tiene un fundamento ético y, por lo tanto, es superior a cualquiera otra. Esa perspectiva es sin duda respetable desde un punto de vista filosófico, pero evade la realidad. Contra lo que muchos afirman o suponen, los riesgos de un voto contrario a la postura norteamericana no se reflejarían en un súbito y poco plausible regreso de millones de mexicanos indocumentados que trabajan en aquel país, ni tampoco en la introducción de nuevos obstáculos a la inversión o al comercio exterior. El riesgo es más sutil y de largo plazo: de votar en contra, México dejaría de ser considerado parte del mundo occidental (algo que nadie pondría en duda si se tratara de naciones como Francia y Alemania), lo que entrañaría cambios potencialmente devastadores en la forma de decidir, en las actitudes de empresarios norteamericanos y de su gobierno, en temas relativos a México, tanto los de emergencia (como los financieros), pero también los fronterizos. El llamado “perímetro de seguridad” que decidieron construir luego de los ataques del 2001, es un buen ejemplo que ilustra nuestra vulnerabilidad, pues confiados a situarlo en el Suchiate, como México propuso, podría ahora estar en el Bravo. Eso a muchos les parecería lógico, pero las consecuencias serían brutales: con la creciente competencia que experimenta la industria mexicana ante los productos chinos, un cambio de apariencia tan modesto como el del perímetro de seguridad, implicaría que nuestra única ventaja comparativa real en la actualidad, la cercanía geográfica al mayor mercado del mundo, desaparecería para todo fin práctico. A partir de ese momento no habría diferencia alguna entre producir allá o acá, pero el efecto sobre la inversión, y por lo tanto sobre el crecimiento económico y el empleo, podría ser mayúsculo.

Uno voto no va a cambiar la historia, pero tiene consecuencias. En su extremo, la postura de México en la encrucijada actual podría condenarnos a la pobreza. Esto puede sonar melodramático, pero es terriblemente serio y debe ser analizado como tal. Cualquier cosa que decida hacer el gobierno entraña consecuencias internas y externas. El problema es que el gobierno ha sido tan poco precavido en este asunto que el margen de maniobra que se ha dejado es casi nulo.

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Educación ¿para qué?

Luis Rubio

Las sociedades crecen, se desarrollan y se enriquecen en la medida en que agregan valor a su producción. Con excepción de países que poseen recursos excepcionalmente cotizados en los mercados –como podrían ser algunos minerales o el petróleo-, el bienestar del resto de la humanidad depende de su capacidad para transformar las materias primas y del valor que añade a los servicios que produce. Mientras más valor se agregue, mayor será el papel jugado por la población en la producción de riqueza y mayores también los beneficios. Todo este circuito depende de la educación: mientras mayor sea el nivel educativo de una persona o de una población y mayor la calidad de esa educación, mayor será también el potencial de agregar valor. Nuestra educación es pobre en ambos rubros. El resultado no es producto de la casualidad.

Vista a la luz de sus resultados, la educación en el país ha sido concebida como un bien superfluo o, en el mejor de los casos, de poca relevancia. Aunque sin duda existen instituciones educativas de alta calidad en todos los niveles, la mayor parte de la población no tiene acceso a ellas. Mientras más se aleja uno de las principales ciudades del país, la calidad de la educación se deteriora; en algunos casos, la situación es patética. Las causas de esto son múltiples, pero la principal de ellas es sin duda de concepción y de estrategia, no de recursos. Los recursos que existen, pocos o muchos, se emplean mal.

No es un hallazgo afirmar que la calidad de la educación es mala. La historia es vieja y se ha repetido infinidad de veces en todos los medios y de todas las formas. La pregunta es por qué. En términos generales, tres parecen ser las explicaciones, ninguna de ellas excluyente de las otras. Por un lado, es evidente que por décadas la prioridad se colocó en el control político –de los maestros y de los niños- antes que en la educación. Lo importante era asegurar la estabilidad social –que nadie moviera las aguas- y no que se desarrollara una sociedad capaz, con gran potencial. Algunos observadores llegan al extremo de afirmar que el verdadero objetivo era mantener a la población sumida en la ignorancia, pues así sería más fácil su manipulación. Independientemente de la veracidad de esta hipótesis, lo cierto es que la calidad de la educación no era una prioridad. Una segunda explicación pone énfasis en la cobertura: lo importante, al menos en una primera instancia, era extender la cobertura de la educación, alcanzar el mayor número de niños y comunidades para poder comenzar a igualar las oportunidades en la vida, sin importar el origen socioeconómico o regional de la persona. Algo de verdad hay en esta afirmación, pero sólo explica una parte de una larga historia, pues la cobertura es prácticamente universal desde hace algunas décadas y la calidad sigue siendo ínfima.

Finalmente, un tercer argumento afirma que no ha habido una presión muy grande por parte de los usuarios del servicio o por parte de los empleadores potenciales para elevar la calidad de la educación. Esta tercera explicación sin duda tiene algo de verdad. Para muchos padres que no tuvieron la oportunidad de asistir a la escuela, el simple hecho de que sus hijos contaran con ese privilegio era un logro en sí mismo. Para esas personas era difícil evaluar la calidad de la educación. Algo semejante ocurría por el lado de los empleadores: mientras vivimos en el contexto de una economía cerrada en la que lo fundamental no era agregar valor ni elevar la productividad sino vender cualquier cosa –independientemente de su calidad o precio-, el nivel educativo de los empleados resultaba irrelevante. De hecho, mientras tuvieran los conocimientos elementales que permitieran hacer funcionar una máquina, todo el resto era superfluo. El punto es que a nadie le importaba la calidad de la enseñanza.

Ahora que los productores nacionales tienen que competir con sus pares en el resto del mundo a través de las exportaciones y las importaciones, la (pésima) calidad de la educación resulta ser una lacra onerosísima. Ahora se hace patente el desdén que sucesivos gobiernos mostraron al tema educativo y la falta de visión y de proyecto para ir desarrollando las condiciones que permitieran a la sociedad mexicana ser exitosa y cada vez más rica. Las consecuencias de estas ausencias son tan visibles y palpables que se expresan en formas por demás diversas, pero igualmente obvias: en la falta del personal capacitado para una industria cada vez más demandante y capaz de pagar mejores salarios; en la pobreza y marginación de la población; en la persistente salida de migrantes que no pueden emplearse en el país; en las altas expectativas, pero bajas aspiraciones de buena parte de la población; en la búsqueda de oportunidades de enriquecimiento acelerado que con frecuencia se acompañan de un desprecio infinito hacia el trabajo; y, sobre todo, en el bajísimo valor agregado de la producción nacional. También se evidencia en la reticencia a publicar resultados de las evaluaciones de desempeño. La educación se ha convertido en un extraordinario cuello de botella que impide al país progresar, generar mayores empleos (mejor pagados) e incrementar el ingreso de la población. Difícil lograr un peor resultado.

El contraste con las naciones del sudeste asiático es particularmente lacerante. La mayoría de esos países, carentes de recursos naturales, apostaron a la educación desde hace décadas. Convencidas de que el crecimiento económico y la elevación de ingresos de la población depende esencialmente del valor agregado que logre su economía, naciones como Corea y Taiwán, Singapur y Japón, convirtieron a la educación en una de sus prioridades esenciales. Tiempo después, los resultados son elocuentes: todas y cada una de esas sociedades han multiplicado su producto per cápita de una manera espectacular. Así, mientras que el ingreso per cápita de los coreanos, por citar un ejemplo particularmente hiriente para nosotros, era de la mitad que el nuestro en 1960, hoy es casi cuatro veces mayor. En ambos casos, la educación hizo la diferencia. Irónicamente, la mayoría de esas naciones no tiene un gasto en educación muy distinto al nuestro: la diferencia reside en la claridad de rumbo y la existencia de un proyecto de desarrollo de largo plazo que disciplina o acota los intereses políticos de corto plazo.

En el tema educativo es interesante advertir que la calidad de la educación es un componente necesario, de hecho indispensable, para elevar el ingreso de la población, pero no es suficiente. En las últimas décadas se han evidenciado dos estrategias contrastantes de desarrollo económico que muestran este punto. Una de ellas fue puesta en marcha por las naciones del sudeste asiático, la que apostó por el valor agregado; y la otra, impulsada por las naciones otrora socialistas bajo la égida de la URSS, se cifró en la autarquía. Los resultados de ambas estrategias son dramáticos por contrastantes. Si bien tanto en los países socialistas como en los del sudeste asiático, la educación fue un componente central de su estrategia de desarrollo, la vinculación entre la educación y la economía fue muy distinta en cada caso. Las naciones del sudeste asiático se abocaron al desarrollo integral de sus economías y dieron prioridad a aquellas actividades que agregaban valor, lo que implicó invertir en la educación tecnológica de una manera preponderante. Quizá los mejores ejemplos de esto sean Hong Kong y Singapur, dos estados-nación que no cuentan con recurso natural alguno y, sin embargo, a fuerza de agregar valor (a través de maquiladoras, servicios diversos y comunicaciones, todos ellos operados por una población altamente educada) se convirtieron en dos de las naciones más ricas del mundo. No es casualidad que China haya copiado este mismo esquema para su propio desarrollo.

Aunque la URSS también destinó enormes recursos para el desarrollo de una capacidad tecnológica y la educación vinculada a ella, su prioridad fundamental fue siempre militar, al tiempo en que optó por la autarquía en materia económica. Esta dualidad trajo consecuencias perversas. Mientras que su capacidad militar era extraordinaria, su economía civil acabó siendo sumamente subdesarrollada. Peor, una de las consecuencias pasmosas del tipo de industrialización que adoptó la URSS, condujo a que muchas de las principales cadenas productivas redujeran valor a lo largo del proceso industrial. Es decir, al final del proceso, el acero producido, por citar un ejemplo, resultaba menos valioso que los insumos que se habían incorporado en el proceso de fabricación. Hubiera sido mucho más rentable para la economía soviética vender el hierro, el coque y la energía invertida que fabricar acero. El resultado de años de substitución de importaciones en nuestro país no fue muy distinto.

La pregunta es qué hacer ahora. Lo que es obvio es que tenemos una situación caótica en la educación, en la que los incentivos están orientados en dirección contraria a la que sería necesaria. La SEP antepone el objetivo de mantener la paz sindical al desarrollo de una educación de alta calidad, y los intereses del sindicato apuestan primero por el bienestar de sus líderes que por mejorar la enseñanza. Por si esto no fuera suficiente, las enormes distorsiones que sufre nuestra economía y sociedad llevan a que la población ni siquiera esté consciente del problema que padece y de las deficiencias que sus hijos tendrán cuando lleguen al mercado de trabajo.

Un buen indicador del problema de la educación en México es que del total de egresados de instituciones de educación superior, el número de personas que opta por carreras técnicas, particularmente ingenierías, es equivalente al que estudia ciencias sociales (ANUIES, 1998). En el primer caso, las oportunidades de empleo bien remunerado son muchas, mientras que en el segundo el mercado de trabajo es extraordinariamente estrecho. Alguna distorsión debe existir para que se presenten estos resultados. Por supuesto, no hay nada de malo en que cada quien estudie lo que más le atraiga; pero, como país, estas cifras revelan el enorme problema educativo, además de social y económico, que tenemos enfrente.

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