Luis Rubio
Las sociedades crecen, se desarrollan y se enriquecen en la medida en que agregan valor a su producción. Con excepción de países que poseen recursos excepcionalmente cotizados en los mercados –como podrían ser algunos minerales o el petróleo-, el bienestar del resto de la humanidad depende de su capacidad para transformar las materias primas y del valor que añade a los servicios que produce. Mientras más valor se agregue, mayor será el papel jugado por la población en la producción de riqueza y mayores también los beneficios. Todo este circuito depende de la educación: mientras mayor sea el nivel educativo de una persona o de una población y mayor la calidad de esa educación, mayor será también el potencial de agregar valor. Nuestra educación es pobre en ambos rubros. El resultado no es producto de la casualidad.
Vista a la luz de sus resultados, la educación en el país ha sido concebida como un bien superfluo o, en el mejor de los casos, de poca relevancia. Aunque sin duda existen instituciones educativas de alta calidad en todos los niveles, la mayor parte de la población no tiene acceso a ellas. Mientras más se aleja uno de las principales ciudades del país, la calidad de la educación se deteriora; en algunos casos, la situación es patética. Las causas de esto son múltiples, pero la principal de ellas es sin duda de concepción y de estrategia, no de recursos. Los recursos que existen, pocos o muchos, se emplean mal.
No es un hallazgo afirmar que la calidad de la educación es mala. La historia es vieja y se ha repetido infinidad de veces en todos los medios y de todas las formas. La pregunta es por qué. En términos generales, tres parecen ser las explicaciones, ninguna de ellas excluyente de las otras. Por un lado, es evidente que por décadas la prioridad se colocó en el control político –de los maestros y de los niños- antes que en la educación. Lo importante era asegurar la estabilidad social –que nadie moviera las aguas- y no que se desarrollara una sociedad capaz, con gran potencial. Algunos observadores llegan al extremo de afirmar que el verdadero objetivo era mantener a la población sumida en la ignorancia, pues así sería más fácil su manipulación. Independientemente de la veracidad de esta hipótesis, lo cierto es que la calidad de la educación no era una prioridad. Una segunda explicación pone énfasis en la cobertura: lo importante, al menos en una primera instancia, era extender la cobertura de la educación, alcanzar el mayor número de niños y comunidades para poder comenzar a igualar las oportunidades en la vida, sin importar el origen socioeconómico o regional de la persona. Algo de verdad hay en esta afirmación, pero sólo explica una parte de una larga historia, pues la cobertura es prácticamente universal desde hace algunas décadas y la calidad sigue siendo ínfima.
Finalmente, un tercer argumento afirma que no ha habido una presión muy grande por parte de los usuarios del servicio o por parte de los empleadores potenciales para elevar la calidad de la educación. Esta tercera explicación sin duda tiene algo de verdad. Para muchos padres que no tuvieron la oportunidad de asistir a la escuela, el simple hecho de que sus hijos contaran con ese privilegio era un logro en sí mismo. Para esas personas era difícil evaluar la calidad de la educación. Algo semejante ocurría por el lado de los empleadores: mientras vivimos en el contexto de una economía cerrada en la que lo fundamental no era agregar valor ni elevar la productividad sino vender cualquier cosa –independientemente de su calidad o precio-, el nivel educativo de los empleados resultaba irrelevante. De hecho, mientras tuvieran los conocimientos elementales que permitieran hacer funcionar una máquina, todo el resto era superfluo. El punto es que a nadie le importaba la calidad de la enseñanza.
Ahora que los productores nacionales tienen que competir con sus pares en el resto del mundo a través de las exportaciones y las importaciones, la (pésima) calidad de la educación resulta ser una lacra onerosísima. Ahora se hace patente el desdén que sucesivos gobiernos mostraron al tema educativo y la falta de visión y de proyecto para ir desarrollando las condiciones que permitieran a la sociedad mexicana ser exitosa y cada vez más rica. Las consecuencias de estas ausencias son tan visibles y palpables que se expresan en formas por demás diversas, pero igualmente obvias: en la falta del personal capacitado para una industria cada vez más demandante y capaz de pagar mejores salarios; en la pobreza y marginación de la población; en la persistente salida de migrantes que no pueden emplearse en el país; en las altas expectativas, pero bajas aspiraciones de buena parte de la población; en la búsqueda de oportunidades de enriquecimiento acelerado que con frecuencia se acompañan de un desprecio infinito hacia el trabajo; y, sobre todo, en el bajísimo valor agregado de la producción nacional. También se evidencia en la reticencia a publicar resultados de las evaluaciones de desempeño. La educación se ha convertido en un extraordinario cuello de botella que impide al país progresar, generar mayores empleos (mejor pagados) e incrementar el ingreso de la población. Difícil lograr un peor resultado.
El contraste con las naciones del sudeste asiático es particularmente lacerante. La mayoría de esos países, carentes de recursos naturales, apostaron a la educación desde hace décadas. Convencidas de que el crecimiento económico y la elevación de ingresos de la población depende esencialmente del valor agregado que logre su economía, naciones como Corea y Taiwán, Singapur y Japón, convirtieron a la educación en una de sus prioridades esenciales. Tiempo después, los resultados son elocuentes: todas y cada una de esas sociedades han multiplicado su producto per cápita de una manera espectacular. Así, mientras que el ingreso per cápita de los coreanos, por citar un ejemplo particularmente hiriente para nosotros, era de la mitad que el nuestro en 1960, hoy es casi cuatro veces mayor. En ambos casos, la educación hizo la diferencia. Irónicamente, la mayoría de esas naciones no tiene un gasto en educación muy distinto al nuestro: la diferencia reside en la claridad de rumbo y la existencia de un proyecto de desarrollo de largo plazo que disciplina o acota los intereses políticos de corto plazo.
En el tema educativo es interesante advertir que la calidad de la educación es un componente necesario, de hecho indispensable, para elevar el ingreso de la población, pero no es suficiente. En las últimas décadas se han evidenciado dos estrategias contrastantes de desarrollo económico que muestran este punto. Una de ellas fue puesta en marcha por las naciones del sudeste asiático, la que apostó por el valor agregado; y la otra, impulsada por las naciones otrora socialistas bajo la égida de la URSS, se cifró en la autarquía. Los resultados de ambas estrategias son dramáticos por contrastantes. Si bien tanto en los países socialistas como en los del sudeste asiático, la educación fue un componente central de su estrategia de desarrollo, la vinculación entre la educación y la economía fue muy distinta en cada caso. Las naciones del sudeste asiático se abocaron al desarrollo integral de sus economías y dieron prioridad a aquellas actividades que agregaban valor, lo que implicó invertir en la educación tecnológica de una manera preponderante. Quizá los mejores ejemplos de esto sean Hong Kong y Singapur, dos estados-nación que no cuentan con recurso natural alguno y, sin embargo, a fuerza de agregar valor (a través de maquiladoras, servicios diversos y comunicaciones, todos ellos operados por una población altamente educada) se convirtieron en dos de las naciones más ricas del mundo. No es casualidad que China haya copiado este mismo esquema para su propio desarrollo.
Aunque la URSS también destinó enormes recursos para el desarrollo de una capacidad tecnológica y la educación vinculada a ella, su prioridad fundamental fue siempre militar, al tiempo en que optó por la autarquía en materia económica. Esta dualidad trajo consecuencias perversas. Mientras que su capacidad militar era extraordinaria, su economía civil acabó siendo sumamente subdesarrollada. Peor, una de las consecuencias pasmosas del tipo de industrialización que adoptó la URSS, condujo a que muchas de las principales cadenas productivas redujeran valor a lo largo del proceso industrial. Es decir, al final del proceso, el acero producido, por citar un ejemplo, resultaba menos valioso que los insumos que se habían incorporado en el proceso de fabricación. Hubiera sido mucho más rentable para la economía soviética vender el hierro, el coque y la energía invertida que fabricar acero. El resultado de años de substitución de importaciones en nuestro país no fue muy distinto.
La pregunta es qué hacer ahora. Lo que es obvio es que tenemos una situación caótica en la educación, en la que los incentivos están orientados en dirección contraria a la que sería necesaria. La SEP antepone el objetivo de mantener la paz sindical al desarrollo de una educación de alta calidad, y los intereses del sindicato apuestan primero por el bienestar de sus líderes que por mejorar la enseñanza. Por si esto no fuera suficiente, las enormes distorsiones que sufre nuestra economía y sociedad llevan a que la población ni siquiera esté consciente del problema que padece y de las deficiencias que sus hijos tendrán cuando lleguen al mercado de trabajo.
Un buen indicador del problema de la educación en México es que del total de egresados de instituciones de educación superior, el número de personas que opta por carreras técnicas, particularmente ingenierías, es equivalente al que estudia ciencias sociales (ANUIES, 1998). En el primer caso, las oportunidades de empleo bien remunerado son muchas, mientras que en el segundo el mercado de trabajo es extraordinariamente estrecho. Alguna distorsión debe existir para que se presenten estos resultados. Por supuesto, no hay nada de malo en que cada quien estudie lo que más le atraiga; pero, como país, estas cifras revelan el enorme problema educativo, además de social y económico, que tenemos enfrente.