Luis Rubio
Las encuestas se han convertido en uno de los instrumentos clave para todos los presidentes y políticos del mundo. Difícilmente existe hoy algún gobierno o gobernante que desdeñe las encuestas en su proceso cotidiano de toma de decisiones. En esta era de la ubicuidad de la información, ningún gobernante puede actuar sin tener datos que le permitan tomar el pulso de la población. Pero una cosa es pulsar el sentir de la población y otra muy distinta es dejarse arrollar por las encuestas.
Las encuestas juegan un papel central en el gobierno de una sociedad moderna. Su existencia es una de las mejores evidencias de que los gobernantes no pueden ignorar el sentir de la población y que toda labor pública para ser efectiva tiene que responder a la población misma. Es decir, se trata de una medida importante de la evolución democrática del mundo. Hasta hace unas cuantas décadas, los gobernantes navegaban a ciegas, confiando en que su juicio y manera de decidir corresponderían con el sentir de la población. El objetivo de entonces, como lo es ahora, era incrementar el apoyo de la sociedad a las tareas del gobierno y, en aquellos países en que hay reelección, a acrecentar la probabilidad de ganar los siguientes comicios. Detrás de todo esto se encuentra la noción de que el capital político de un gobernante crece en la medida en que actúa, en tanto que se desgasta si no se usa; es decir, el capital político no es algo estático del que se dispone en cualquier momento.
Aunque se trata de un mecanismo pasivo porque no hay interacción entre el gobernante y el ciudadano al momento de levantar una encuesta, la medición de la opinión pública representa un avance democrático en tanto que unos y otros conocen preferencias de la población y su percepción sobre el estado de cosas que guarda un país. Sin duda, los gobernantes podrán tener mejor idea del reto que enfrentan al tomar e instrumentar una decisión, pero también existe el riesgo de que el gobernante se deje llevar por el sentir popular y que, en lugar de instrumentar su programa de gobierno, capitule ante la opinión del público en un momento dado.
Aunque casi todos los gobiernos del mundo realizan encuestas de manera cotidiana, son muy pocos los que se dejan arrollar por los resultados que éstas arrojan. Las encuestas tienen la función de informar al tomador de decisiones, no de determinar la decisión. Para comenzar, la opinión pública es algo dinámico, que cambia con el tiempo: las opiniones se van forjando de acuerdo a las circunstancias y se modifican cuando un gobierno actúa. Aunque el gobierno puede saber, a través de una encuesta, lo que opina la mayoría de la población sobre un determinado tema, no hay manera de que pueda anticipar el comportamiento de la opinión en el futuro. Si se pudiera anticipar la opinión pública, no sería necesaria la existencia del gobernante, pues las decisiones fluirían de manera automática.
Este punto es crucial. La opinión pública en todo el mundo tiende a ser conservadora, no en un sentido ideológico, sino en un sentido práctico: independientemente de sus convicciones políticas o ideológicas, el cambio es algo a lo que se ve con desconfianza, pues no se puede estar seguro si se podrá lidiar con circunstancias nuevas y diferentes. En este sentido, es natural que la gente se resista a experimentar cambios en su manera de vivir, actuar o pensar. Una persona puede ser muy liberal o muy conservadora, puede desear un cambio o rechazarlo y, sin embargo, la propensión natural es aferrarse a lo conocido en vez de correr el riesgo de probar lo diferente, independientemente de que el cambio que resultare de una acción determinada pudiese ser bueno para esa misma persona.
Cuando un gobierno toma los resultados de una encuesta a valor facial y de manera automática y absoluta, no sólo pierde la oportunidad de llevar a cabo sus programas, sino que abdica su responsabilidad de gobernar. Una cosa es la información que se puede derivar de una encuesta (sobre todo los márgenes de maniobra con que cuenta el tomador de decisiones en temas muy álgidos) y otra muy distinta es el liderazgo que el gobernante puede ejercer para llevar a cabo un cambio de opiniones en la sociedad.
Dada la naturaleza conservadora de la población (de cualquiera en el mundo), la única manera de modificar sus percepciones y opiniones es ejerciendo un liderazgo eficaz. A través del liderazgo, el gobernante puede cambiar los términos de referencia de un determinado problema y puede explicar las virtudes y ventajas de explotar alguna oportunidad. Ese liderazgo puede convertirse en una fuente de transformación social, económica y política que, a su vez, se traduzca en apoyos más fuertes y profundos a la popularidad y gestión del gobernante. Es decir, en contra de lo que podría parecer, al correr riesgos, un gobernante puede acabar incrementando su popularidad. De lo contrario, ningún país avanzaría.
El caso de México no es distinto al del resto del mundo. Cuando un presidente se aferra a lo que le revelan las encuestas, como lo hace el presidente Fox, su popularidad se puede mantener más o menos constante, pero el riesgo de que la pierda se incrementa en el tiempo. El presidente lee las encuestas, hace lo que la mayoría de la gente quiere y confirma los prejuicios de la población, cerrándose así el círculo. El presidente acaba muy satisfecho y la población sostiene su opinión del presidente, pero ni uno ni otro hacen nada por mejorar al país. A la larga, esta manera de proceder tiene la consecuencia de erosionar la popularidad del presidente. Peor, su capital político se va erosionando, así sea de manera gradual, en tanto que sus decisiones no impactan en la vida de la población. Pero la función del presidente no es la de plasmar en el ejercicio de su autoridad lo que la población le dicta a través de las encuestas, sino tomar las decisiones que el país requiere dentro de un marco de liderazgo que aumente su popularidad aun sin ser vasallo de las encuestas.
Esta es la esencia de la función presidencial: liderar y llevar a cabo programas y decisiones que, a fuerza de ser impopulares en una primera instancia, acaben satisfaciendo necesidades básicas de la población. El presidente se puede congratular de haber cancelado el impopular proyecto de un nuevo aeropuerto para la ciudad de México o de su negociación con quienes bloqueaban carreteras, pero la popularidad ganada es efímera, en tanto que las consecuencias de sus acciones no lo son. La inacción puede generar popularidad en el momento, pero siempre acaba siendo más costosa que la acción.
La historia reciente del país es rica en estos temas. Si los gobiernos de las últimas dos décadas se hubieran aferrado a las encuestas, el país quizá habría desaparecido. Al inicio de la década de los ochenta el país tendía al despeñadero por la pésima administración de la economía y, para coronar el fracaso de un gobierno, por la errática y absurda (pero eso sí, popular) decisión de expropiar los bancos. De no haber sido por las reformas que siguieron, algunas sumamente exitosas, otras fallidas, el país se habría hundido y no gozaríamos de la estabilidad actual, ni de instituciones autónomas como el IFE y el TRIFE que hicieron posible el resultado electoral del 2000. Lo anterior no implica que todas las reformas hayan sido buenas o las más adecuadas y visionarias para el país, pero sí que era imperativo reformar la manera de administrar las finanzas públicas, sujetar a la competencia a los monopolios gubernamentales y modernizar a la planta industrial del país.
Todas esas reformas eran impopulares. Aunque en su mayoría no publicadas, las encuestas de la época, sobre todo en los noventa, mostraban una mayoría de los mexicanos opuesta a la privatización de empresas gubernamentales y al TLC, a la apertura de la economía y a la inversión extranjera. De haberse limitado aquellos gobiernos por las percepciones de la población, el país se habría quedado paralizado, sin capacidad de crecer y desarrollarse. Sin embargo, lo irónico e interesante es que cada una de esas decisiones gubernamentales se tradujo en una mayor popularidad para el presidente en turno. Algo semejante ha ocurrido con los segundos pisos del periférico en el Distrito Federal: aunque impopulares al inicio, una vez tomada la decisión, la población cambió su opinión y la popularidad del gobernante se elevó. Los años de crecimiento económico que vivimos en los noventa no fueron producto de la pasividad, ni del gobierno por encuesta, sino de acciones gubernamentales concretas.
No hay peor manera de desempeñarse para un gobernante que conducirse por la vía fácil de la indecisión, capitular ante las encuestas y pretender que los problemas se resolverán por sí solos. Si algo, la historia refleja lo contrario: aunque hay muchos gobernantes impopulares, los más impopulares son típicamente aquellos que tomaron decisiones sistemáticamente contrarias al sentido común y al sentir de la población (como los de la docena trágica) o aquellos que evadieron su responsabilidad y no hicieron mayor cosa por cambiar al país. La historia reciente demuestra que la población aprecia y reconoce a los presidentes que emprendieron programas o tomaron decisiones difíciles, pero a la vez sensatas y lógicas y, más importante, que sabe discriminar entre las decisiones acertadas y las que acabaron siendo trágicas. El riesgo para el presidente Fox es hacer de las encuestas su programa de gobierno y terminar su sexenio sin haber hecho diferencia alguna.
La opinión pública es efímera, pasajera y terriblemente riesgosa para un presidente. Lo único valioso de las encuestas es la información que proveen del momento específico, mas son una fotografía de ese instante y no una película con principio, desarrollo y fin. El presidente no debe limitarse a las encuestas ni en materia de proyectos, reformas o votos, porque eso augura el peor final para él, para su gobierno y para el país. Su responsabilidad es la de encabezar un gobierno que actúa y no uno que se paraliza ante un instrumento que, por valioso, no es idóneo más que como fuente de información. Muchas veces lo que hoy es impopular puede transformar al país para bien.