Luis Rubio
El zafarrancho que han creado algunos miembros del PRI en torno a la sanción que le impuso el IFE a ese partido constituye una buena síntesis del estado que guarda la política nacional. En lugar de romper con el pasado e iniciar la organización de un nuevo partido, capaz de ganar elecciones, los priístas se empeñan en retornar a un pasado que ya no volverá. De esta manera, el país vive la desafortunada combinación de un gobierno sin iniciativa, un proceso político paralizado y un partido experimentado que no tiene visión de futuro. ¿Habrá alguien capaz de darle sentido a este marasmo de indiferencia, impunidad y surrealismo?
La reacción de los priístas a la sanción impuesta por el IFE era enteramente anticipable, pero no por ello deja de ser vergonzosa. Ciertamente, de la información disponible, es razonable suponer que existen muchos vacíos en el origen y destino de los fondos que se han acabado de encuadrar bajo la denominación coloquial de Pemexgate. Los argumentos esgrimidos por los abogados del PRI indican que el partido ha optado por una batalla legal de corte medieval para defender el honor de su franquicia, la cual están en su derecho de emprender y llevar hasta sus últimas consecuencias. Sin embargo, es también razonable preguntar si esa es una estrategia idónea y, sobre todo, inteligente para su defensa.
De lo que no hay la menor duda es que tarde o temprano el país enfrentaría un conflicto político de esta naturaleza. Luego de décadas de gobiernos priístas, no siempre caracterizados por su pulcritud, era inevitable que el primer gobierno no priísta buscara y encontrara alguna evidencia de corrupción. Lo sorprendente para cualquier mexicano mínimamente avezado e informado es que no hubiera explotado un número infinito de acusaciones, procesos legales e imputaciones en contra del PRI y de sus funcionarios y próceres. La verdad es que, a pesar de la sensación de acoso que los priístas sintieron –muchas veces con razón- sobre todo a lo largo del primer año del gobierno de Fox, el comportamiento del gobierno en estas materias ha sido más bien limitado. Los hechos demuestran que han sobrado imputaciones retóricas, pero que ha habido muy poco activismo legal. Imposible saber si esto evidencia incompetencia por parte de las autoridades actuales, cuidado en esconder la corrupción por parte de los priístas que antes estaban a cargo o limpieza en sus procesos.
Lo que era anticipable es que tarde o temprano llegaríamos a algo como el Pemexgate. En este caso, la evidencia confirma que el dinero salió de la empresa paraestatal, que parte del dinero se desvió a cuentas personales de los líderes sindicales y que parte fue entregada a funcionarios del PRI en la época de la campaña. Lo que parecen disputar los priístas es la ausencia de evidencia de que los fondos transferidos en efectivo por funcionarios de la campaña hayan sido utilizados por el partido en el proceso electoral. Como argumento legal éste es sólido, toda vez que las facultades del IFE se reducen a los partidos y a las campañas. Si no existe evidencia de que el dinero haya sido efectivamente utilizado por el PRI en la campaña, la jurisdicción del IFE puede ser dudosa.
El IFE, por su parte, ha actuado estrictamente apegado a su mandato legal. Como el árbitro que es, su función es la de vigilar el comportamiento de los partidos, auditar el financiamiento y gasto de las campañas federales y sancionar a cualquier infractor. Independientemente del fallo que llegue a emitir el Tribunal Federal Electoral en torno a este asunto, su actuar en el caso Pemexgate se ha apegado a su mandato. Más allá de las facultades con que cuenta el instituto electoral, su estructura fue diseñada para hacer lo que los priístas consideran impropio y por lo cual debaten absurdos como el de iniciar juicios políticos contra sus integrantes. Los miembros del consejo del IFE son personas independientes que fueron propuestos por los partidos políticos. Esta combinación crea muchas de las tensiones actuales: su independencia les da la fortaleza legal y moral para arbitrar los procesos electorales y el origen de su nominación los ata, a unos más que a otros, a los partidos que los promovieron. Para nadie debería ser sorprendente la dinámica que ahí tiene lugar.
Pero esa dinámica también explica el buen funcionamiento y el prestigio de que goza la institución. En contra de lo que sostienen muchos airados priístas, la mayor parte de los mexicanos, incluyendo muchos que votan por el PRI, aprecia la existencia de una instancia capaz de ponerle un alto al partido que por décadas estuvo asociado a la corrupción e impunidad que se resumen en el caso del Pemexgate. Aunque los priístas puedan argumentar con legitimidad que no existe evidencia suficiente para justificar la sanción que les fue impuesta, es dudoso que puedan encontrar a muchos mexicanos que duden que la transferencia de fondos de una empresa paraestatal (supuestamente de todos los mexicanos) a un sindicato que nadie con un mínimo de sensatez puede calificar de pulcro y transparente, a cuentas personales de los líderes y a funcionarios del partido y de la campaña presidencial pasada, constituye flagrante corrupción. En este sentido, más allá de la legitimidad legal del argumento del PRI, vale preguntarse si los priístas están actuando con inteligencia política al disputar con tanta vehemencia y publicidad el fallo del IFE.
A final de cuentas, la razón de ser de un partido político es la de llegar al poder. Sin embargo, para los priístas este asunto parece ser uno de supervivencia. Como si el probar su inocencia en este tema fuera a garantizarles el retorno al poder, la recuperación de lo que estiman es suyo casi por derecho divino. Este empecinamiento sugiere exactamente lo contrario: muestra que el PRI ha sido incapaz de la más mínima introspección; que sus integrantes, ahora que prácticamente han eliminado a todos los llamados “tecnócratas”, siguen culpando de su derrota en el 2000 a los intentos que sus gobiernos recientes emprendieron en busca de la modernización del país y que temas como el de la impunidad y la corrupción, que el Pemexgate presenta con tanta nitidez, son irrelevantes para el electorado.
Los avances recientes del PRI en materia electoral son sin duda fuentes legítimas de orgullo para sus líderes. Sin embargo, cualquier evaluación honesta de lo ocurrido en el terreno electoral en el último año tendría que conceder que hay dos escenarios posibles: por una parte, es posible que los resultados reflejen un cambio de percepción de los votantes respecto al PRI; pero, por otro lado, también es posible que se trate de una mera evolución natural en las actitudes de los votantes sobre temas locales, independientemente de un partido en lo particular. La noción de que se puede extrapolar cualquier resultado electoral a nivel municipal o estatal al plano nacional es debatible. Pero lo que parece dudoso es que la opinión del mexicano promedio sobre el PRI haya cambiado en los últimos dos años, máxime cuando el PRI no ha cambiado mucho. La ironía de todo este asunto yace precisamente en este tema: el país y el electorado necesitan fuerte competencia partidista para obligar al gobierno en turno a esforzarse y a avanzar los intereses del país en su conjunto. Frente a eso, el PRI no ha hecho sino retraerse hacia sus orígenes, esconderse tras su ideología tradicional y suponer que el votante es incompetente e incapaz de discernir.
Nadie puede anticipar qué es lo que deparan las elecciones intermedias de julio próximo. Lo que es seguro es que las elecciones más recientes, comenzando por las del estado de México hace unos días, no mostraron a un PRI renovado, sino a un conjunto de malos gobernantes que fueron reprobados por los electores. Si hubiera habido reelección, esos gobernantes no se habrían reelecto; no habiéndola, un número suficiente de votantes cambiaron de partido y punto. Así es la competencia electoral y así es la democracia. Difícil construir un imponente edificio sobre cimientos por demás endebles como los priístas han intentado hacer en estos días.
Todo esto obliga a volver al tema de la sanción impuesta por el IFE. Los priístas han desdeñado el actuar del IFE sobre bases legales, despreciando la dinámica política que su disputa entraña. Su argumentación legal se reduce al tema de la evidencia, en tanto que su andanada política se concentra en la idea de que el IFE ha actuado con parcialidad, al tratar el asunto de Amigos de Fox de manera distinta. Los miembros del IFE han explicado con claridad la diferencia entre ambas dinámicas en términos del proceso legal que cada uno sigue en instancias ajenas al IFE. En términos estrictos, es claro que el IFE tiene razón en cuando argumenta que se trata de dos asuntos distintos, independientes uno del otro, aunque ambos con enormes implicaciones políticas. También es cierto, como argumentan los priístas, que el trato propinado a los involucrados en el caso que afecta al PRI ha sido severo y apegado a una lectura estricta de la ley, en tanto que el tenor del actuar de la PGR en el caso de Amigos de Fox ha sido por demás generoso y displicente. Todo esto sugiere que hay más de juarista en el gobierno de lo que muchos de sus integrantes quisieran aceptar.
Pero el punto de fondo es que el PRI, que aspira a recuperar el poder en el 2006, se ha comportado como la entidad arrogante e impune que siempre fue, con lo que corre el riesgo de alienar a más votantes en lugar de atraerlos. El problema que el PRI enfrenta no es el de la sanción impuesta por el IFE ni tampoco el monto de la multa imputada, sino la naturaleza de lo sancionado. Si bien en principio no existe diferencia moral o ética entre las violaciones al código electoral implícitas en los casos de Pemexgate y de Amigos de Fox, el caso del PRI refleja precisamente el tipo de impunidad que la mayoría de los votantes reprobó en el 2000. Acostumbrados a esa manera de actuar, los priístas no parecen ser capaces de reconocer la diferencia. Harían mejor si iniciaran una profunda reforma que les permitiera recuperar la credibilidad, algo que no tienen y que al IFE le sobra.