A qué le tiras cuando sueñas mexicano…

Luis Rubio

Justo cuando parecía que las estrellas comenzaban a alinearse a favor del proyecto de reformas promovido por el Ejecutivo, los ayatolas del PAN, si no es que el gobierno en pleno, optaron por abrir una nueva caja de Pandora. Sin decir “agua va” o, en el peor de los casos, ajenos a la más elemental cortesía con sus aliados del PRI en el proyecto reformista, a quienes no se tomaron la molestia de informar, los líderes panistas en el congreso decidieron convocar a un juicio de procedencia en contra de un senador del PRI, presuntamente involucrado en el llamado Pemexgate, con el objeto de retirarle el fuero de que goza en su calidad de legislador y proceder penalmente contra él. Voceros del gobierno y del PAN han argumentado que la necesidad de avanzar las reformas  urgentes para el país no puede estar por encima de la impunidad. En términos éticos, el planteamiento es impecable, pero si la historia reciente sirve de guía, lo más probable es que el proceso judicial no prospere y, en cambio, que el proyecto de reformas quede varado, una vez más.

El gobierno del presidente Vicente Fox no acaba de decidirse entre las dos corrientes por las que ha oscilado en sus primeros tres años en la presidencia. Desde el principio, el gobierno se ha caracterizado por una confrontación abierta entre quienes consideran que es imperativo romper con el pasado, evidenciar la corrupción de entonces y lanzar una línea de acción gubernamental radicalmente distinta que no sólo marque una diferencia, sino construya un fundamento distinto para el futuro; y los que argumentan de manera sistemática que las elecciones del 2000 no le dieron al gobierno un mandato definitivo de cambio y que su única alternativa es negociar con el partido (o los partidos) que le pueden dar la certidumbre de avanzar su agenda de cambio. Aunque ambas corrientes coinciden en que el éxito del gobierno depende su capacidad para marcar las diferencias, la segunda se distingue por su pragmatismo: lo importante es cómo salir adelante. Para los primeros, este planteamiento es absurdo: cómo es posible, afirman, que se pretenda avanzar una agenda de cambio con quienes no quieren cambiar, es decir, con quienes crearon y se benefician del statu quo. Como se ve, las posturas éticas y pragmáticas de cada una son contrastantes.

Después de tres años de gobierno y varios cambios de gabinete, esta disputa sigue en el mismo lugar. Los pragmáticos del gobierno no han logrado impulsar su agenda y los moralistas han hecho mucho ruido, sin conseguir que al menos algún personaje del pasado pague por corrupción. Un poco por falta de astucia política y jurídica y otro tanto porque, a final de cuentas, existe un marco legal que confiere recursos a los inculpados (y que, aunque sin duda inadecuado, no deja de ser el punto de referencia para cualquier acción judicial), la agenda de cambio y lucha contra la impunidad sigue estancada, al igual que la agenda de reforma económica y, por qué no decirlo, al igual que el país en su totalidad. El gobierno del cambio se está convirtiendo en el gobierno del estancamiento y la parálisis.

El fenómeno que nos ha tocado vivir en estos años es digno de preocupación. Los votantes dieron su veredicto en julio pasado cuando, más que cualquier otra cosa, reprobaron al gobierno por su incompetencia. No es que los votantes hayan premiado al PRI o castigado al PAN (los números no justifican esas lecturas), sino que juzgaron al gobierno ya no como “el gobierno del cambio”, sino como el gobierno a secas. Como toda gestión, la del presidente Fox está siendo juzgada por su calidad  y el resultado es, a todas luces, evidente.

Pero antes de que otros partidos, los precandidatos y los enemigos del proyecto de reformas comiencen a salivar con los desatinos del gobierno actual, es fundamental comprender la precariedad de nuestra realidad. En la economía, ámbito que, es obvio, tiene el mayor impacto sobre el sentir popular, el estancamiento comienza a adquirir patrones de permanencia. Es decir, hay cada vez más señales que revelan una economía estancada, que carece de los medios más elementales para salir de su letargo. Aunque la economía mexicana se diferencie de las de sur del continente por el control que se ejerce sobre las variables macroeconómicas, resulta evidente que esto es una condición necesaria, pero no suficiente, para lograr una recuperación sistemática y duradera del crecimiento. El verdadero problema reside en que la economía mexicana ha dejado de ser competitiva frente al resto del mundo.

El indicador más apremiante de nuestra situación es la caída sistemática de la productividad en el país desde hace algunos años. Esta tendencia refleja problemas por todos conocidos como los relativos a la baja calidad e insuficiencia de la infraestructura, la inexistencia de mano de obra calificada y la falta de avance en el terreno tecnológico. Estos factores detienen el progreso de la economía e impiden que el país avance, genere riqueza y cree empleos. Una anécdota ilustra mejor lo anterior: hace unos días, el mayor empleador privado del país, una empresa llamada Delphi, en el sector de autopartes, amenazó con parar su expansión en el país si no se mejora sensiblemente la calidad de la infraestructura, sobre todo en la región fronteriza, y se modernizan y agilizan los procedimientos burocráticos para la exportación e importación. La pérdida de un cuarto de millón de empleos en la industria maquiladora es también sugerente. La decisión de muchos inversionistas (mexicanos y extranjeros) de no instalarse en el país ante la potencial escasez de fluido eléctrico, constituye otra pieza de un rompecabezas que pinta un futuro nada halagüeño para el desarrollo del país.

Cada uno de estos temas puede tener una explicación, pero el conjunto crea un panorama de incertidumbre que no sólo no sirve para resolver las dificultades que apremian, sino que además atenta contra la viabilidad misma de la economía. El problema no es uno de recursos, sino uno de esencia. Hace treinta años, el futuro económico de un país se determinaba a partir de decisiones internas, sin relación alguna con el resto del mundo. Hoy en día, el éxito de un país se mide por lo que hacen o dejan de hacer los demás. China, por ejemplo, gana terreno no porque pague salarios más bajos (aunque esto sea cierto en algunos sectores), sino porque ha modernizado su estructura productiva, creado una infraestructura moderna y competitiva y transformado su sistema educativo. El éxito chino es resultado de una estrategia consciente, no es producto de la casualidad. De la misma forma que nuestro rezago actual es resultado de la incompetencia del gobierno (presente y pasados) y de la negligencia de los legisladores. El estancamiento es producto de una combinación perversa de malas acciones e inacción.

Es a la luz de esta realidad viva y fundamental para la gente que debe evaluarse la súbita decisión de avanzar en el tema del Pemexgate. Por supuesto que el gobierno no puede condonar la impunidad o hacerse de la vista gorda frente a los procesos y tiempos judiciales, pero la política es, ante todo, el manejo de los tiempos. No hay nadie en el mundo político actual –tanto quienes apoyan como los que se oponen a las reformas-, que no reconozca que el actual periodo de sesiones podría ser la única ventana de oportunidad para avanzar la agenda de reformas antes de que se inicie de lleno el proceso preelectoral, primero con los relevos en once gubernaturas hasta el fin del sexenio y después con la lucha por la presidencia. Más aún, la coordinadora del PRI en la Cámara de Diputados se juega su futuro político en su alianza con el gobierno en materia de reformas, como mostró su excepcional discurso el pasado primero de septiembre.  Siendo así los tiempos políticos, la pregunta pertinente es por qué romper cualquier posibilidad de avanzar la ambiciosa agenda legislativa y destruir la única alianza que a la fecha ha logrado construir el gobierno en el poder legislativo, si lo mismo se podía avanzar en seis meses, luego del final del actual periodo legislativo.

Al igual que lo ocurrido en el inicio del affaire Pemexgate, el gobierno actúa sin claridad de rumbo, sin conciencia de los tiempos políticos y sin estrategia. En aquella ocasión, el proceso político se detonó luego de una filtración que no fue debidamente administrada e hizo público algo para lo que no existía, al menos en ese momento, el debido sustento jurídico. Hace un año, el gobierno se jugó su credibilidad en el enfrentamiento con los líderes petroleros, supuestamente responsables del Pemexgate, y entonces logró salir a flote más por las circunstancias que por su capacidad o habilidad política, legislativa o judicial. Podría ser razonable atribuir aquellas desavenencias al desconocimiento e inexperiencia. Sin embargo, cuando vuelve a incurrir en los mismos errores, ya no es posible sostener la misma afirmación; en esta ocasión resulta evidente que o bien el gobierno no tiene claridad de propósito o  el presidente no controla a su equipo, o ambas. El hecho incontrovertible es que el gobierno tiene una propensión ilimitada para disparase solo en el pie.

Más allá de los errores e inhabilidad gubernamental para aprender, el otro lado de esta comedia no es menos pírrico. Como era de esperarse, los priístas han reaccionado ante la afrenta panista con todo el aplomo de un partido que se siente seguro de su futuro. Lo que no es seguro es que la defensa a ultranza de un miembro “distinguido” del sindicato más corrupto y denostado por la población tenga sentido político. Además de vergonzosa, la estrategia priísta no es menos paradójica que la del PAN.

Si lo que estuviera de por medio fuese meramente la credibilidad o trascendencia del gobierno actual, el problema sería en buena medida digno del anecdotario político y nada más. Pero la realidad es que se trata de un asunto fundamental para el desarrollo del país y, más inmediatamente, para la sobrevivencia de millones de mexicanos que, a causa de la parálisis de los políticos, no encuentran empleo o posibilidades de mejoría. Su mejor alternativa acaba siendo la preferida por el gobierno actual, el empleo informal (que es, por cierto, ilegal), o la migración hacia el norte, por la que han optado muchos mexicanos. Triste país uno que depende de tantos  políticos incompetentes.

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País sin rumbo

Luis Rubio

Quizá no haya calamidad mayor para el país que la ausencia de un sentido de dirección. Si bien algunos componentes de la vida pública, como la economía, cuentan con estrategias que la orientan, existe un profundo desacuerdo sobre la bondad de esas estrategias e, incluso, sobre si éstas son las adecuadas. El discurso político está plagado de llamados a generar un consenso en torno al futuro; incluso, algunos legisladores van más allá, convocando a la construcción de instituciones que permitan arribar a tal consenso, como si eso fuese competencia de una élite privilegiada. El problema de México no reside en la ausencia de consensos, algo que, además de difícil, si no es que imposible de lograrse, tiende a representar los intereses de quienes elaboran sus términos y no los de la sociedad en su conjunto. En vez de consensos, los mexicanos deberíamos abocarnos a definir instituciones y reglas del juego que permitan a todos participar en la construcción del futuro, en lugar de seguir perdiendo el tiempo en utopías inalcanzables.

Pocos países en el mundo gozan de la existencia de un consenso respecto a las metas que la sociedad tiene que alcanzar en el curso de su devenir histórico. Es posible que algunas naciones étnicamente uniformes y/o con pocas disparidades socioeconómicas, como podrían ser Finlandia, Singapur o Noruega, sean capaces de articular grandes acuerdos nacionales que orientan tanto el actuar de sus gobiernos como de la sociedad en general. Pero para todo el resto del mundo, la noción misma de un consenso es absurda en parte, quizá, por indeseable pero, en cualquier caso, por imposible. Las sociedades exitosas no cuentan con grandes acuerdos societales que pretenden abarcarlo todo, sino con algo mucho más trascendental: con acuerdos sobre las reglas que habrán de guiar las decisiones y, de hecho, el modo de actuar tanto de los ciudadanos como de los gobernantes. Si queremos llegar a sentar las bases de un país sólido, funcional, democrático y rico, tendremos que avanzar en torno al desarrollo de un conjunto de reglas a las que toda la población se ciña y que el gobierno es responsable de hacer cumplir. Eso es lo que caracteriza a las naciones exitosas.

La adopción de reglas del juego claras, específicas y asociadas a un mecanismo que las haga cumplir, no sólo resolvería nuestra permanente incapacidad para conferirle certidumbre a la ciudadanía, en cualquier ámbito de su actividad, respecto a sus derechos y obligaciones, sino que también crearía un sentido de dirección para el desarrollo del país. A México le urge un consenso no en torno al objetivo del desarrollo, algo imposible de alcanzarse, sino en torno a las reglas del juego que harían posible la consecución de tal objetivo. Es decir, se trata de la necesidad de un acuerdo en torno al punto de partida y no al de llegada; en otras palabras, de una reforma a las instituciones del país a fin de que sea posible que la población tome decisiones dentro de un marco en el que los medios y los procedimientos gozan de legitimidad, abriendo con ello oportunidades que ningún consenso puede siquiera pretender originar. Puesto en otros términos, el concepto, un tanto pomposo, de “reforma del Estado” debería consistir menos en la adopción de grandiosos objetivos y más en la definición de las reglas del juego para el funcionamiento de la sociedad, la economía y la política. El tema es los medios, no los objetivos.

Desafortunadamente, poco en el debate político actual se refiere al cómo del desarrollo. Los políticos y los partidos, siguiendo una larga tradición histórica, siguen pensando en términos del mundo ideal que les gustaría construir, en vez de abocarse a temas más prácticos y mundanos como los relativos a la forma en que éstos podrían ser alcanzados. Cada uno de los partidos políticos ofrece una visión de futuro. Se trata de planteamientos ambiciosos de lo que debería ser el país. Su visión anima el discurso de sus líderes, candidatos y representantes populares. Con frecuencia, esa visión suele estar en permanente contradicción con la del resto de los partidos y, mucho más grave, parte de la descalificación de las demás. El futuro no se plantea como un espacio en el que toda la ciudadanía tiene un lugar, sino uno en el que sólo sus huestes tienen cabida. Todos los demás están excluidos. Su visión acaba siendo una utopía privada.

En las naciones más exitosas y civilizadas, el discurso político, la ideología y la visión de cada partido contrasta fuertemente con la de los demás. Estas diferencias permiten a los partidos plantear sus posiciones, atraer votantes e imprimir su propio rumbo al desarrollo cuando se encuentran en el gobierno. Pero no niegan a las demás fuerzas políticas su derecho a abrazar una visión distinta. Más importante, todos los partidos, independientemente de su ideología o retórica, se someten a las reglas del juego que, implícita o explícitamente, se encuentran consagradas en el marco legal. De esta manera, aunque los Laboristas en el Reino Unido tienen una visión que contrasta con la de los Conservadores, ambos partidos aceptan la legitimidad del otro. Antes que Laboristas o Conservadores, son ciudadanos que viven sometidos a reglas (medios) que determinan el espacio y los límites de su actuar. Lo mismo ocurre en el resto del mundo civilizado: igual en España que en Alemania, Japón y Estados Unidos. La pregunta es cómo podríamos nosotros avanzar en esa dirección.

Si uno sigue los debates legislativos en torno a los temas espinosos de la agenda pública, lo que resalta es una lucha permanente entre visiones titánicas que, independientemente de su viabilidad o, más  importante, de si son deseables o no, tienden a ser igualmente excluyentes. Pero el problema no reside en los individuos que enarbolan causas políticas o partidistas. La conjunción de políticos compitiendo por el avance de su proyecto e interés puede ser el ingrediente necesario para hacer posible la conformación de reglas para la toma de decisiones. Es decir, reglas que incentivan a los gobernantes a actuar en favor de sus representados, que impiden el crecimiento de gobiernos tiránicos y que limitan el daño que sus decisiones le pueden causar a una nación. Un proceso de competencia política y conflicto entre políticos y partidos puede ser, de hecho, debe ser, el ingrediente para un gran acuerdo político sobre el marco de acción y decisión para el país.

Madison, el gran arquitecto de la democracia norteamericana, partió del principio de que los hombres, comenzando por los políticos, no son ángeles ni personas virtuosas y que por ello es necesario un gobierno. Si la virtud fuese la característica preponderante en la interacción humana, el gobierno sería innecesario. De esta manera, en lugar de esperar a que individuos excepcionales se dediquen a las labores públicas de manera intachable, Madison prefiere que se creen instituciones que obliguen a los individuos a comportarse de una manera tal que su mejor interés personal coincida con el del interés nacional. Madison, partía así del reconocimiento de que los hombres son egoístas por naturaleza y que la mejor manera de gobernar a una nación es alineando los intereses de esos individuos egoístas con el del conjunto del país.

El debate nacional lleva años perdido en la búsqueda de individuos virtuosos. Ciertamente nadie en la política mexicana supone que sus pares son virtuosos, pero la expectativa discursiva parece siempre abrigar la esperanza de que habrá un salvador. Por décadas, un presidente tras otro iniciaba su periodo prometiendo el Nirvana y, en la mayoría de los casos, dejaba al país en el ocaso. Terminada la era priísta, la atención y esperanza de la población se cifró en “el cambio”, una fórmula mediática que habría de resolver todos los problemas de un plumazo. Bastaba un voto útil para que todo cambiara.

Y todo cambió, excepto la realidad cotidiana de la población. El cambio político que comenzó hace tres años ha transformado la naturaleza de la política nacional, modificando los patrones de comportamiento de los partidos y políticos y, al mismo tiempo, regresado al país a la era de la incertidumbre sobre todo: desde el futuro de la economía hasta el cumplimiento de las leyes. Una y otra vez, ejecutivo y legislativo han chocado porque no existe un marco que les obligue a colaborar o, en todo caso, que empate los objetivos de unos y otros con los del país. Esto no implica que exista deshonestidad entre ellos, sino que su actuar no tiene por efecto el avanzar el desarrollo del país que es, a final de cuentas, su principal responsabilidad.

El país requiere, de hecho, exige, un consenso. Pero ese consenso no debe (ni puede) ser sobre los objetivos. El consenso debe ser sobre los medios que harían posible la construcción de ese futuro. Medios como las elecciones, que permiten decidir quién nos va a gobernar y cuyo resultado debería ser no sólo acatado por todos, sino respetado como la voluntad del país. Medios como las resoluciones judiciales, cuyo efecto debería ser exactamente el mismo. Las reglas que hacen funcionar a una sociedad tienen que ver con todo ello: con la elección de gobernantes y con la resolución de disputas; con la definición de la política económica y con las salvaguardas que deben gozar los ciudadanos para proteger sus derechos; con los derechos elementales y con la protección de las minorías; con la permanencia de las leyes y la existencia de mecanismos de protección contra la arbitrariedad política o burocrática. En suma, las reglas que hacen posible la convivencia en una sociedad y factible que la población, cualquiera que sea su ámbito de actividad, se dedique a construir en lugar de lidiar con una incertidumbre permanente, y con todo lo que ello implica.

Nuestro gran tema hoy no es el de acordar sobre el futuro, sino resolver sobre cómo vamos a llegar ahí. Los temas que el ejecutivo y los legisladores debieran estar atendiendo y negociando, son los relativos al diseño y construcción de las instituciones que harían posible la certidumbre y el desarrollo en el largo plazo. El marco institucional actual no cumple ese cometido. A tres años del inicio de esta nueva aventura política, es imperativo avanzar hacia adelante comenzando por ver el cómo, antes de intentar determinar el qué.

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El desconcierto del estancamiento

Luis Rubio

La paradoja del estancamiento que caracteriza al país es que éste lo invade todo: la economía, la política, el gobierno, el legislativo, pero sobre todo la mente de quienes tienen el poder y la responsabilidad de decidir hacia dónde dirigirnos. Ese estancamiento choca directamente con una realidad tangible: la solución a nuestros problemas es clara; la capacidad del sistema político mexicano de actuar en consecuencia no lo es. Los problemas y dilemas que enfrentamos son por demás evidentes y las acciones que son necesarias para resolverlos también. El verdadero problema es que nadie parece dispuesto a dar el paso: la combinación de intereses particulares, ceguera ideológica, indecisión, incompetencia y desidia han acabado por paralizar al país y le están negando oportunidades de desarrollo a toda la población.

El diagnóstico fácil es decir que la población está agobiada por los cambios y que lo único que quiere es el retorno a la normalidad. Este examen es no sólo falaz, sino que esconde el verdadero origen y centro neurálgico de la problemática que enfrentamos. Ciertamente, la población muestra desasosiego, enojo por la falta de oportunidades y cansancio por cambios que no parecen producir un horizonte de desarrollo razonable y asequible. Pero esa sensación de impotencia y hasta desesperación no es casual sino el resultado de la incompetencia de los gobernantes para resolver los problemas del país. La población no es quien experimenta fatiga respecto a las reformas que hacen falta; son los políticos quienes han optado por renunciar a su responsabilidad de actuar para que el país salga adelante.

Aunque las décadas de los setenta y ochenta son idealizadas por muchos políticos, en realidad representan un periodo en el cual se destruyó la estabilidad de la economía, se minó la salud del sistema financiero y se inauguró una era de virtual hiperinflación, con todos sus nefastos efectos sobre la estabilidad familiar y la tranquilidad de la población. El país no se encontraba en buenas condiciones cuando se iniciaron las reformas a la economía; más bien, las reformas fueron la respuesta de sucesivos gobiernos a la incapacidad de la economía para reencontrar su rumbo luego de la crisis de endeudamiento de 1976 y 1982. En este sentido, no hay a dónde regresar: nuestra única alternativa es actuar para eliminar, de una vez por todas, las causas que atrofian al sistema político y avanzar hacia la construcción de un basamento sostenible para el desarrollo de la economía en el largo plazo.

Los temas específicos de la agenda económica no están en disputa. Lo que se discute es la dirección de la economía y del país en general. Es decir, no hay acuerdo sobre el camino que debe seguir el país y eso explica por qué no es posible alcanzar acuerdos en los temas concretos, aunque éstos sean por demás evidentes. Para algunos partidos y políticos, la opción es retornar a los años cincuenta y sesenta, cuando todo parecía funcionar sin mayor conflicto; para otros, el modelo son los setenta, cuando la burocracia hizo de las suyas, sin control democrático o contrapeso alguno. Muchos otros sueñan con un desarrollo autónomo (whatever that means), en tanto que otros más idealizan un pasado ficticio.

Pero independientemente de las preferencias o los sueños (y pesadillas) particulares, ninguna persona con un mínimo de honestidad y sensatez puede dejar de reconocer que la agenda consiste en temas muy concretos y específicos: a) la capacidad del Estado mexicano, o sea, del ejecutivo y legislativo en conjunto, de tomar decisiones; b) la economía de mercado y cómo hacerla funcional; c) la relación con Estados Unidos; d) la seguridad pública, la legalidad y el Estado de derecho; e) la inevitable globalización; y f) las políticas que son necesarias para facilitar y acelerar el ajuste de la población, la economía y la sociedad en general a las nuevas realidades nacionales e internacionales. Uno puede agregar algún tema o darle un sesgo distinto a los arriba mencionados, pero nadie puede soslayar la imperiosa necesidad de enfrentar todos y cada uno de estos temas y que mientras más tardemos en hacerlo peor será la parálisis y mayores sus costos económicos y sociales.

La agenda nacional es explícita, pero no así nuestra capacidad para avanzarla. En ausencia de una capacidad de imposición, como la que existió con el presidencialismo de la era priísta, o de un consenso social en torno al camino que debe seguir el país, la gran pregunta es cómo podremos enfrentar al toro y salir adelante. El desempeño del poder legislativo a partir de 1997 ilustra bien el dilema político que tenemos enfrente: en lugar de verse a sí mismos como una fuente de liderazgo y desarrollo equilibrado del país, los legisladores (y sus partidos) se han deleitado al cobrar supuestas facturas por el maltrato que a nombre del ejecutivo recibieron en el pasado, impidiendo así que se consolide una nueva estructura institucional que no sólo sirva de peso y contrapeso respecto al ejecutivo, sino que también aliente el desarrollo del país. Mientras las exportaciones crecían, el costo de su desempeño parecía pequeño; ahora que el crecimiento de las exportaciones se ha detenido, el costo de la inacción de nuestros supuestos representantes es cada vez mayor. Lo peor de todo es que los legisladores muestran de forma ostensible que no representan a la población, sino a sus partidos, a sus corruptas ideologías y a intereses particulares que buscan su beneficio sin consideración por el desarrollo del país.

El estancamiento que caracteriza al país no es un fenómeno económico inexplicable; más bien, es consecuencia directa de la incompetencia de nuestros políticos, quienes han preferido privilegiar a sindicatos y empresas específicas, cuando no a valores ideológicos irrelevantes, mientras la población padece desempleo, merma del ingreso familiar y desesperación. De seguir por este camino, el país va a entrar en otro más de sus procesos destructivos aunque, con suerte, esta vez sin el componente de crisis financiera. El punto de fondo es que nuestros gobernantes (en todas las instancias y niveles) están probando ser tan eficaces como los de la más pobre, corrupta y retrasada nación africana.

Algunos partidos asumen que el horizonte les resulta favorecedor, sobre todo a la luz del resultado de las elecciones recientes. Sin embargo, esos comicios complicaron el panorama político antes de aclararlo. En el PRI, por ejemplo, se vanaglorian del resultado de las elecciones: efectivamente, a juzgar por el número de curules con que contarán en la próxima legislatura, el voto popular les favoreció. Pero los priístas saben bien que su triunfo no fue arrollador y que no obtuvieron mandato alguno. Lo único claro de la elección reciente es que la población reprobó al presidente, porque, si uno analiza las cifras con detenimiento, aún el PRI, el partido que ganó más escaños en la próxima legislatura, experimentó un descenso en su porcentaje de votación, muy en línea con la tendencia que se observa desde hace más de una década. La población no refrendó a partido ni filosofía alguna, ni mucho menos la vuelta al pasado o la adopción de un modelo económico distinto que algunos de los legisladores más retrógrados sugieren. La escasa votación de quienes acudieron a las urnas no hizo sino preservar un statu quo inestable y disfuncional en el que lo único certero es que nada avanza.

El impasse parece ser la característica de los tiempos. Sin embargo, si el estancamiento, y su creciente agudización, no generan acción por parte de los políticos, la pregunta relevante es ¿qué o quién lo hará? La sociedad mexicana no se ha adaptado a la competencia que entraña la globalización, en tanto que los políticos no se han adaptado al fin del presidencialismo. Este entorno premia la divergencia además de penalizar la construcción de consensos, pero a la vez demanda liderazgo donde no lo hay y, peor, donde ya no lo puede haber, al menos en el sentido tradicional. Es decir, pervive la expectativa de que son no sólo posibles, sino necesarias soluciones al viejo estilo, o sea, las emanadas de un presidente impositivo y todopoderoso, cuando ya no existen los instrumentos para que eso sea posible. Y mientras estos desencuentros dominan el panorama nacional, la economía pierde competitividad y el potencial de salir adelante disminuye.

Una evaluación honesta del momento actual arroja un dato indiscutible: la solución a los dilemas nacionales no saldrá del ejecutivo. Tampoco del Senado, cuyo comportamiento y desempeño en los últimos años deja mucho que desear. Esto nos deja con un solo reducto institucional para la transformación del país: el nuevo congreso. No hay muchas razones para el optimismo, excepto el que pudiera desprenderse del enorme desprestigio de la legislatura saliente. Uno esperaría que ninguno de los nuevos diputados desea terminar como sus pares actuales. El problema es que, a pesar de la claridad de la agenda nacional, los nuevos diputados tienen ideas y diagnósticos propios, muy distantes de las necesidades y urgencias del país, así como de la economía o la población en general.

La urgencia reside en hacer funcional al gobierno mexicano, adoptar cabalmente la economía de mercado (con todo lo que eso implica), entendernos con Estados Unidos y crear mecanismos que hagan posible la adecuación de la población y de las empresas con la nueva realidad. Todo el resto es perder la brújula. El dramático contraste entre los países que han sido exitosos en sus estrategias de desarrollo y los que se han estancado, da cuenta de que, en materia de desarrollo, puede haber matices locales, pero la esencia reside en la ortodoxia. La pregunta es si los nuevos legisladores optarán por posponer, una vez más, el avance del país, o tomarán el toro por los cuernos para encabezar la transformación que hace falta. ¿Alguien quiere apostar?

 

Los bancos, el IPAB y la carabina de Ambrosio

Luis Rubio

Una mentira que se repite mil veces, decía Goebbels, el ministro Nazi de propaganda, acaba siendo percibida como una verdad cualquiera. Las mentiras del Fobaproa son literalmente infinitas, pero han tenido la virtud, en términos que el propio Goebbels habría aprobado, de reducir y simplificar un tema por demás complejo, costoso y lleno de aristas de todo tipo, a un escándalo en el que no hay más que cuatro villanos frente a un mundo de políticos virginales. Nadie puede tener ni la menor duda que el manejo de la crisis bancaria luego de la devaluación de 1994 fue desastroso, oneroso y pésimamente conducido. Pero nada de eso justifica adoptar una postura voluntarista que viola flagrantemente la ley y que corre el riesgo de convertirnos en una nación paria para cualquier futuro inversionista.

El tono escandaloso que ha adquirido el debate en torno al Fobaproa en las últimas semanas responde al hecho tangible de que éste resulta costosísimo en términos de pesos y centavos, pero también por su impacto en la sociedad mexicana. En el Fobaproa hay de todo: funcionarios honestos y corruptos; banqueros competentes y ladrones; acreditados vivales y deudores deseosos, pero incapaces de cumplir con sus obligaciones. Por sobre todas las cosas, en el Fobaproa hubo una incompetencia meridiana por parte del gobierno, que no tuvo la capacidad de crear un programa que alcanzara los únicos objetivos relevantes de manera simultánea: proteger el ahorro de la población, mantener el sistema de pagos funcionando y hacer posible la rápida recuperación de la cartera o, en su defecto, facilitar su venta a terceros.

El Fobaproa logró algo que pocas veces se reconoce y que no es menor: mantuvo intacto el ahorro de los mexicanos, a pesar de que muchos, quizá la mayoría, de los créditos bancarios (los activos con que se amparaban esos ahorros), dejaron de pagarse o de mantener su valor original. Aunque efectivo en ese objetivo, la forma en que el Fobaproa se instrumentó, creó incentivos terriblemente perversos, que llevaron a que una infinidad de participantes en el proceso abusaran del mismo. La verdadera historia del Fobaproa, esa que el escándalo de estos días pretende ignorar y, de hecho, esconder, incluye toda clase de tropelías por parte de banqueros, autoridades, acreditados y deudores (entre los que hay empresarios, amas de casa, políticos y demás). Si bien muchos de estos fueron enteramente honestos, muchos otros acabaron siendo unos vivales comunes y corrientes que se beneficiaron del río revuelto con cargo al resto de la población.

Lo único certero de todo el tema del Fobaproa es la enorme confusión, parte de ella intencional, que produjo un rescate del ahorro que, no por necesario e inevitable, fue eficiente, equitativo o debidamente organizado. Por ello vale la pena recordar algunos puntos sobresalientes del mismo.

Cuando se produce la devaluación a finales de 1994, la mayoría de los bancos se encontraba en una situación ya de por sí precaria. La privatización de los bancos al inicio de los noventa no había sido concebida como un instrumento para desarrollar un sistema bancario fuerte, bien capitalizado y capaz de darle aliento a la economía mexicana, sino como un medio para elevar el ingreso fiscal. Esa prioridad llevó a que muchos de los bancos fueran vendidos a precios exorbitantes, que los nuevos dueños no aportaran el capital necesario (y de hecho, que muchos se endeudaran para pagarlos) y, sobre todo, que se otorgara una infinidad de créditos a personas y empresas que no estaban en las mejores circunstancias y que, con cualquier cambio en las condiciones del entorno, acabarían en la morosidad o el incumplimiento con sus obligaciones financieras. Así, para cuando llega la devaluación, muchos bancos se encontraban subcapitalizados, mal administrados y saturados de créditos riesgosos, susceptibles de ser impagables a la menor provocación.

La crisis devaluatoria provocó un caos en el sistema bancario y muy pronto resultó evidente que muchos bancos se encontraban en una condición por demás delicada y el ahorro de la población, en consecuencia, en franco riesgo. El gobierno respondió a través del Fobaproa, entidad que había sido creada precisamente para garantizar el ahorro del público, y de la Comisión Nacional Bancaria, que era la entidad responsable de supervisar el funcionamiento de los bancos. La estrategia gubernamental, vista en retrospectiva, probó ser inadecuada. En lugar de diseñar una estrategia con una aplicación general para todos los bancos que se encontraban en problemas, tomó decisiones particulares para cada banco, lo que provocó que la crisis se extendiera, que algunos empresarios y banqueros dejaran de preocuparse por cumplir con sus responsabilidades como acreedores y acreditados, se dedicaran a obtener beneficios para ellos mismos en la mitad del vendaval y que, finalmente, el costo del rescate, acabara siendo enorme. Mucho más importante que lo anterior fue que el gobierno optara por comprar la cartera mala de los bancos en lugar de hacer lo necesario para asegurar que el sistema de pagos se mantuviera funcionando. Este punto acabó siendo crucial.

Todas las crisis bancarias que se han experimentado en el mundo acaban requiriendo subsidios gubernamentales. En este sentido, no había nada de nuevo o criticable en el hecho de que el gobierno empleara subsidios en ese momento. El problema es que utilizó esos recursos para sostener a los bancos a través de la compra de cartera, en lugar de dirigirlos a los deudores para que éstos se mantuvieran al corriente de sus pagos mensuales, es decir, del mismo orden que antes de la crisis, en tanto que el gobierno absorbía la diferencia en el costo de los intereses que se habían disparado. Esto provocó que los deudores no pudieran pagar, que los banqueros no pudieran cobrar (a pesar de los esfuerzos que realizaron, muchos de ellos poco amistosos, por decir lo menos) y que todo el sistema de pagos quedara en entredicho. Es decir, de haberse apoyado los deudores a través de un subsidio a la tasa de interés, el sistema de pagos se habría mantenido en forma y muchas de las instituciones bancarias habrían podido sobrevivir, con un costo fiscal seguramente mucho menor. Pero el país acabó con una enorme deuda y en el camino destruyó una “cultura de pago” que tenía décadas de funcionar, al premiarse el incumplimiento y la tranza, cuyas consecuencias tomarán décadas en corregirse y que explican, al menos en alguna medida, la falta de inversión de la actualidad.

Entre 1995 y 1996 Fobaproa se prestó al abuso: algunos deudores dejaron de pagar, a pesar de que contaban con los fondos para hacerlo, y algunos banqueros se apoderaron de bienes y propiedades que no eran suyos. Dado que el gobierno estaba absorbiendo todos los errores, fraudes, malos manejos y torpezas de los propios funcionarios públicos, de los banqueros y de los acreditados, las tropelías fueron enormes. Si uno analiza las cifras, los peores abusos, con mucho, son los de los bancos que fueron absorbidos por el gobierno y de los cuales nadie parece querer acordarse. Pero los datos lo dicen todo: el 75% de los fondos que se destinaron al rescate del ahorro acabaron en las instituciones que representaban el 24% del sistema bancario y que, coincidentemente, eran los bancos peor capitalizados.

La ironía del debate de estos días es que los villanos de la película del Fobaproa son precisamente los bancos que estaban bien (o, al menos, mejor) capitalizados, que tenían al personal más experimentado para el manejo de los bancos mismos y del crédito y que, al sobrevivir, demostraron su experiencia y solidez. Eso por supuesto no los exime de cualquier fraude o error que pudiesen haber cometido, pero debería poner en perspectiva el problema que hoy enfrentamos. En el debate político actual y ante la opinión, los bancos que fueron intervenidos y después vendidos y que constituyen la abrumadora mayoría de la deuda del IPAB, entidad que substituyó al Fobaproa, quedaron limpios de deudas y obligaciones, mientras que los bancos que sobrevivieron y que le costaron al erario, en términos relativos, muchísimo menos, se han convertido en los causantes del conflicto y en el blanco de todos los ataques.

De acuerdo al  Artículo quinto de la Ley del IPAB, es su obligación reducir el costo fiscal del rescate de hace ocho años. Sin embargo, ninguna obligación puede justificar la violación de la ley. Es decir, la reducción del costo del rescate tiene que ceñirse estrictamente a lo que establece el marco legal. El  tema de fondo del Fobaproa no es el escándalo en que se pretenden convertir los pagarés que tienen en su balance las cuatro instituciones sobrevivientes, sino el riesgo de que, al tratar de reducir el costo del rescate, se viole la ley de una manera tal que haga dudar a cualquier inversionista futuro de realizar inversiones en el país.

En el fondo del tema del Fobaproa reside el pésimo manejo que se realizó, los errores que se apilaron, uno tras otro, en el proceso de toma decisiones inconexas y los abusos de los que nadie habla en la actualidad. Hay que recordar que el Fobaproa no fue más que el membrete tras el cual se apilaron los abusos de funcionarios incompetentes, de deudores que no pudieron o que decidieron no pagar y de bancos que aprovecharon la oportunidad para limpiar sus propios balances.

Lo que no es justificable es el linchamiento de los cuatro bancos sobrevivientes. Si hubo créditos que no debieron estar ahí, por supuesto que debe ser cobrados, pero siempre dentro del marco de la legalidad y no como resultado del voluntarismo ignorante e intransigente que caracteriza al entorno político actual. La conveniencia política del corto plazo es explicable, pero los costos del atropello que pretenden orquestar nuestros políticos podría acabar siendo mucho más costoso que el Fobaproa mismo. La ley del IPAB y sus resoluciones de los años pasados, ofrecen los mecanismos necesarios y adecuados para revisar las cuentas de los bancos, exigir la restitución que, de acuerdo a la ley, corresponda y acreditar los pagos que ya se han hecho en todos estos años. La alternativa es un linchamiento del que nadie saldrá bien librado.

www.cidac.org

Estancado y sin salida

Luis Rubio

Circula insistentemente la noción de que el país se encuentra estancado y que no tiene salidas, que los problemas son abrumadores, que la única solución es cambiar el modelo, abandonar las estrategias de desarrollo que se comenzaron a instrumentar a mediados de los ochenta y regresar a una política económica nacionalista. La realidad es que los problemas son bastante obvios para todo aquel que los quiera ver y que la única frontera real es nuestra indisposición a enfrentarlos. Es decir, los problemas no son técnicos ni estrictamente políticos, sino de organización y de disposición a enfrentar intereses creados en diversos ámbitos. En otras palabras, no sólo hay salidas, sino que están al alcance de nuestras posibilidades. La pregunta es si tendremos la capacidad de actuar en consecuencia.

Nuestro problema central reside en una transición económica inconclusa. A lo largo de las últimas dos décadas se adoptaron medidas de política económica que alteraron la estructura de la economía mexicana, pero no lo hicieron de una manera integral. Es decir, se emprendieron diversos cambios en la manera en que estaba organizada la economía del país, pero no se transformaron las formas de hacer las cosas ni los criterios con que se toman las decisiones. Por ejemplo, se introdujeron mecanismos de mercado a través de la liberalización de las importaciones, pero no se liberalizó la competencia interna en servicios (como banca y comunicaciones), ni se sujetaron a la competencia sectores clave y fundamentales para el desarrollo como la energía y el gas. Al mismo tiempo, se pretendió que las nuevas formas de organización económica (a través de mecanismos de mercado) podían funcionar con las mismas instituciones políticas, es decir, con un gobierno autoritario, una burocracia abusiva y despótica y, en general, sin Estado de derecho. En palabras de un observador extranjero, se adoptó el hardware de la economía de mercado (la liberalización de importaciones, la eliminación de controles de precios y la disminución del peso del gasto público en la economía en general), sin adoptar el software que la hiciera funcionar (Estado de derecho, un sistema judicial eficiente y efectivo, seguridad pública, derechos de propiedad y mecanismos efectivos para hacer cumplir los contratos).

Los problemas específicos que enfrenta la economía del país se derivan de lo anterior. Por algunos años, la economía creció gracias a dos circunstancias que ahora se han agotado: una fue el impulso que introdujo la inversión privada, nacional y extranjera, que fluyó de manera impresionante al inicio de los noventa, sobre todo ante la expectativa de que las nuevas medidas de política económica, las privatizaciones y el TLC norteamericano se traducirían en un ritmo de crecimiento elevado e imparable. La otra fue el impresionante dinamismo de la economía norteamericana que atrajo exportaciones mexicanas de una manera casi incontenible. Ahora ha quedado claro que las reformas de los tempranos noventa, aunque necesarias, fueron insuficientes para consolidar los cimientos de una economía capaz de crecer en el largo plazo. Completar las reformas que no se hicieron o se hicieron a medias, en lugar de intentar encontrar nuevas panaceas en donde no las hay, es un imperativo que no se puede postergar más.

En sentido contrario a lo que se da por hecho, la economía norteamericana ha estado creciendo de manera significativa en el último año y medio; sin embargo, su crecimiento se ha dado en sectores en los cuales México tiene pocas ventajas comparativas o hacia los que no se ha enfocado (como alta tecnología y la industria de defensa). Además, la mayor parte de su crecimiento está consumiendo capacidad instalada ya existente en ese país; tarde o temprano comenzará a atraer exportaciones mexicanas, siempre y cuando nuestra planta productiva sea capaz de adaptarse a las cambiantes condiciones de la economía mundial y de agregar valor de una manera competitiva.

No cabe la menor duda de que China nos ha quitado una parte importante del mercado de exportaciones, sobre todo aquél que depende estrictamente del costo de la mano de obra. Por una década, nosotros dominamos las exportaciones de bienes cuya competitividad dependía enteramente de salarios bajos, esencialmente porque no hicimos nada para que se pudiera agregar más valor a la producción mexicana. Para hacerlo era necesario elevar nuestra productividad y eso requeriría dos cosas: hacer competitiva al conjunto de la economía (no sólo la planta manufacturera, sino los servicios, la energía y el entorno institucional y político para que los mercados pudieran funcionar de manera integral) y transformar a la mano de obra mexicana mediante una revolución educativa de altos vuelos, misma que permitiera a los trabajadores mexicanos competir no por el costo de su mano de obra, sino por sus conocimientos y capacidad de producir más con menos recursos.

Hoy, nuestra única ventaja competitiva relevante se reduce a un factor geográfico: nuestra cercanía con el principal mercado del mundo. Nuestra capacidad de competir se ha reducido a aquellos bienes en que la oportunidad y el tiempo son vitales (como la moda en la industria del vestido y el calzado) o donde el tamaño o peso de los bienes hace incosteable su transporte desde Asia. Pudiendo competir en industrias de alto valor agregado (como el software, en el que un país como India es una potencia), competimos por salarios, o sea, por la pobreza de la mano de obra mexicana.

En lugar de concebir a las reformas del inicio de los noventa como el principio de un proceso de cambio, modernización y transformación del país, se les consideró como un fin en sí mismo. Esto explica por qué, una vez instrumentado el TLC, el país se estancó en materia de reformas: no se ha hecho nada en el ámbito de la educación, la tecnología, la energía o la infraestructura. O sea, se forzó a la industria manufacturera a competir sin los instrumentos para hacerlo de manera exitosa. Hoy en día estamos sufriendo las consecuencias de una estrategia de reforma insuficiente e incompleta. Lo que procede es acelerar el paso de reforma, no detenerlo y menos pretender que existen alternativas cuando en realidad no las hay.

La ironía de todo lo anterior es que, más allá de la cercanía con el mercado norteamericano, la única ventaja que no es natural y con la que el país sí cuenta en la actualidad es una que muchos empresarios y no pocos políticos atacan: la estabilidad financiera y fiscal. En contraste con innumerables países similares al nuestro, México goza de una estabilidad excepcional. Sin embargo, la discusión pública respecto a la economía sugiere que, luego años de crisis, hiperinflación y estancamiento en los setenta y ochenta, todavía no se aprende la lección de que un gasto público elevado y deficitario no sólo no resuelve los problemas, sino que es una de sus principales causas. De no contar con la estabilidad fiscal que hoy nos caracteriza, el PIB estaría cayendo, como ocurre en tantas otras latitudes del mundo: observemos a Venezuela, Argentina y Filipinas como muestra de lo obvio.

Sin el impulso al crecimiento proveniente de la economía norteamericana, el estancamiento que hoy padecemos sólo puede ser resuelto con medidas de política interna. Hay sectores de la economía que ofrecen un enorme potencial para el desarrollo y que, sin embargo, han sido abandonados e ignorados por un sistema político que se resiste a ver lo obvio. Por ejemplo, hablamos del petróleo y de la electricidad como sectores estratégicos, pero nos negamos a convertirlos en pilares del desarrollo. Siendo estratégicos, deberían crearse las condiciones para que ahí se concentren recursos e inversiones que, a su vez, saquen de su letargo a industrias como la siderúrgica y de la construcción, por hablar sólo de dos casos con enorme potencial de creación de empleos. Un buen marco regulatorio permitiría atraer inversión privada y elevar la productividad, todo ello dentro de un estricto control soberano. Quien no quiera ver esta obviedad está aceptando los mitos que mantienen bajo la pobreza a millones de mexicanos y/o protegiendo los intereses de sindicatos y políticos que se benefician del statu quo.

La falta de instituciones sólidas y confiables (como derechos de propiedad, mecanismos de resolución de disputas, seguridad para las personas y la propiedad y, en general, un Estado de derecho) crea dos vicios muy nuestros: uno es una dependencia excesiva en la persona del presidente; y el otro es la reticencia a invertir con un horizonte de largo plazo. El TLC se concibió, al menos en parte, como un mecanismo para atajar estas deficiencias; sin embargo la insistente discusión en torno a la idea de revisar, reabrir o renegociar el TLC no hace sino erosionar su fortaleza institucional: ¿quién en su sano juicio invertiría con un horizonte de largo plazo al amparo del TLC cuando todo mundo parece creer que los problemas del país se resuelven renegociándolo? La debilidad de nuestras instituciones es quizá el rasgo más preocupante y dominante del México actual.

Nuestros problemas no sólo tienen solución, sino que ésta se encuentra a nuestro alcance. Sin embargo, para atender la problemática que aqueja al país se requiere de disposición para enfrentar intereses profundamente arraigados que ponen freno al progreso de la nación. La corrupción, los intereses creados y la creencia generalizada en las soluciones burocráticas no hacen sino mermar el potencial de crecimiento de la economía y desarrollo del país. Es urgente una reforma política que permita que los poderes ejecutivo y legislativo tomen decisiones de una manera efectiva, es decir, dentro de un contexto de pesos y contrapesos. En la actualidad, el Congreso se rehúsa a actuar y el presidente carece de los instrumentos para negociar. Tenemos pesos, pero no contrapesos. Si queremos construir un país moderno, debemos adoptar el software de una economía moderna, cuyas características son evidentes a todas luces. De lo contrario, podemos seguir pretendiendo que el país está estancado por causas artificiales y que no existen soluciones razonables y asequibles.

 

Mitos y soluciones

Luis Rubio

¿Qué pasa cuando los mitos imponen su ley e impiden entender la naturaleza de un problema? Cuando una persona vive en otro planeta corre el riesgo de perder el piso y fracasar. Lo mismo le ocurre a una empresa que actúa a partir de la construcción de supuestos o premisas irreales que bien pueden constituirse en la antesala de la quiebra. Algo así le está pasando al país en diversas áreas clave para su desarrollo, pero sobre todo en una de las más urgentes, y quizá determinantes, para nuestro futuro económico: el eléctrico.

En el tema eléctrico, las posturas de muchos de nuestros políticos y legisladores reflejan nuestra más acendrada mitología política, no nuestras necesidades elementales. Algunos de esos mitos, sin duda, son disfraces diseñados para proteger intereses particulares. Sin embargo, se han extendido y arraigado tanto, que muchos de nuestros legisladores viven antes del mito que de una evaluación seria y sensata, además de responsable, de quienes supuestamente representan los intereses de la población. Reza el dicho que aunque muchos perros ladren, sólo el primero sabe por qué lo hace. Algo semejante pasa con los mitos. Una vez creados, éstos tienden a adquirir vida propia y luego nadie sabe por qué se prefiere el statu quo a una alternativa sensata. Los mitos cumplen con la función de proteger una realidad conocida, así sea la que peor sirve a las necesidades de la población.

En el caso de la reforma eléctrica, existen tres aspectos medulares que debieran analizarse al margen de las pasiones y que podrían constituirse en un paso adelante en la necesaria desmitificación del tema. Uno es el monto de la inversión requerida para que el abasto de electricidad siga el paso del crecimiento de la economía (o sea, que haya suficiente fluido eléctrico para satisfacer la demanda de una economía en crecimiento); un segundo factor es el costo del servicio (o sea, cuánto le cuesta al usuario final, trátese de un industrial o de una familia modesta); y, finalmente, la tercera cuestión se refiere a la cantidad de combustible necesario para generar electricidad (es decir, la disponibilidad de petróleo, combustóleo, gas, carbón o agua). Los tres temas están íntimamente relacionados y sólo una solución integral permitiría enfrentar exitosamente el problema. De nada sirve pretender bajar el costo de la electricidad si no hay combustible disponible para que sea posible llevar a cabo la inversión.

El tema de la electricidad se ha vuelto un asunto de capital importancia porque existe un abasto insuficiente o, al menos, la posibilidad de no contar con él en un futuro cercano. La escasez, o el riego de enfrentarla, obedece básicamente a cuatro factores: a) a que el gobierno cuenta con recursos limitados y ha decidido dedicar una mayor parte de ellos al gasto social, a la educación y a la salud antes que a la construcción de plantas generadoras de electricidad; b) a que aún satisfecho el abasto, la calidad de la infraestructura de distribución del fluido eléctrico los cables de alta tensión que todo mundo puede observar por las carreteras del país es mala, se deteriora con el tiempo y no se ha modernizado; c) a que el mecanismo empleado durante los últimos años para generar electricidad, sobre todo los famosos PIDIREGAS, implica un crecimiento cada vez más grande de pasivos contingentes para el gobierno federal, lo que podría elevar peligrosamente la deuda externa; y d) a que los requisitos para que una empresa privada invierta en la generación de electricidad son tan onerosos en términos legales y regulatorios, sobre todo porque lo que se genera y no consume el propio inversionista debe ser vendido a la CFE, que muy pocos están dispuestos a correr el riesgo de producir por su cuenta, salvo en el caso de tener garantías gubernamentales, lo que nos regresa al problema de la acumulación de deudas.

En suma, el país enfrenta tanto una potencial crisis eléctrica como la pérdida de oportunidades de inversión que bien podrían traducirse en mayores tasas de crecimiento. El potencial de crisis se origina en dos factores: por una parte, a pesar de que ha habido mucha inversión (la mayoría privada) en generación eléctrica, ésta sólo mantiene la producción de fluido eléctrico en los niveles existentes, es decir, sin margen de crecimiento en caso de necesidad. No se invierte más porque para los inversionistas es muy cómodo realizar proyectos con una garantía total del gobierno federal y éste, lógicamente, no se compromete a más proyectos de los estrictamente requeridos. Por otro lado, hay una creciente incertidumbre entre los potenciales inversionistas debido a la resolución de la Suprema Corte de Justicia que, bajo ciertas interpretaciones, pone en entredicho la participación de empresas privadas en la generación de electricidad.

Al mismo tiempo, el país ha perdido enormes oportunidades de generar mayores tasas de crecimiento, en parte porque no ha permitido más inversiones en el campo eléctrico, las que fácilmente podrían traducirse en nuevas fuentes de demanda y, por lo tanto, en crecimiento económico. Pero el país también ha perdido oportunidades de inversión porque no ha podido garantizar abasto suficiente para proyectos de inversión en otros sectores, como el del acero. Nos quejamos mucho de la falta de crecimiento, pero también hemos hecho todo lo posible por impedir que existan oportunidades de inversión que lo haga posible.

Las diversas iniciativas de ley presentadas en el poder legislativo (más de veinte en el último recuento) buscan instaurar un nuevo régimen para la inversión y operación del servicio eléctrico. Algunas de esas iniciativas, las más ambiciosas, permitirían la inversión privada en la generación y distribución de electricidad con la subsecuente creación de mercados para la operación del sistema, todo esto orientado a elevar la calidad de la infraestructura y favorecer un régimen de competencia que derivara en un menor costo para el usuario final. Otras, las menos ambiciosas (y, de hecho, las más reaccionarias), buscan cerrar los pocos resquicios de apertura que existen y otorgar todavía más beneficios, prerrogativas y privilegios a las burocracias y sindicatos que en la actualidad operan el sistema. La mayoría de las propuestas de reforma eléctrica se encuentran en algún intermedio, pero casi todas ellas aceptan el costoso mito de la necesidad de mantener un control estatal en el sector eléctrico, lo que, dada la escasez de capital en el país, es equivalente a matar el potencial de crecimiento de la inversión y de la economía. Muchas de las iniciativas, no hacen sino preservar una mitología dañina para el país.

La oposición a la creación de un régimen competitivo para el sector eléctrico tiene distintas motivaciones: primero, la ideología revolucionaria que rechaza de entrada el concepto mismo de inversión privada en el sector. Para quienes así piensan, cualquier cambio en el statu quo entraña una traición a la ideología de la Revolución Mexicana y, por lo tanto, constituye un sacrilegio. Aunque esta postura, como todas, es por demás respetable, también es cierto que confirma el viejo dicho ya citado de los perros que ladran sin saber por qué. Los opositores por convicción y fe ciega se niegan a comprender los cambios mundiales de las últimas décadas, ignoran los cambios tecnológicos y rechazan la necesidad de adaptarse a un mundo cambiante para poder salir adelante.

El segundo grupo de opositores tiene motivaciones más precisas pero también más mezquinas, pues pugnan por preservar intereses particulares (sobre todo partidistas y sindicales). Este grupo emplea argumentos de orden filosófico semejantes a los del primero, pero en el fondo saben bien que lo que está de por medio son intereses específicos y no batallas ideológicas en abstracto.

Finalmente, el tercer grupo de opositores a la reforma eléctrica es quizá el único ignorado por el gobierno: el de muchísimos mexicanos que, como efecto indirecto de la privatización de Telmex hace una década, asocian liberalización o privatización con tarifas más elevadas. En el caso del servicio telefónico, muchas familias acabaron por pagar tarifas mucho más altas que las existentes cuando el sector estaba en manos del gobierno. Por ello rechazan de entrada cualquier noción de cambio en el régimen del sector. Es a este grupo al que el gobierno tendría que garantizar una apertura con tarifas más bajas o, de lo contrario, sus intentos de reforma acabarán por naufragar.

Lo que tanto el gobierno como la oposición han ignorado en esta interminable e inconclusa disputa por el sector eléctrico, es que la clave del éxito de cualquier proyecto de apertura no reside en la inversión misma, sino en las regulaciones que sirvan para organizar y garantizar el abasto, distribución y costo del servicio. Independientemente del régimen de propiedad, el marco regulatorio es decisivo para la calidad y disponibilidad del fluido eléctrico; un marco regulatorio inadecuado en un esquema de propiedad estatal acaba generando, como ahora lo vemos, un sistema propenso a los cortes de energía, cambios en el voltaje y propensión a la escasez. Muchos legisladores legítimamente cuestionan la viabilidad de un proyecto de apertura, sobre todo a la luz de los problemas que enfrentaron sistemas como el del estado norteamericano de California o el brasileño. En ambas instancias, errores de regulación provocaron una crisis de abasto en años recientes.

El énfasis en el debate y el proyecto debería centrarse no en quién invierte, genera o distribuye, sino en las regulaciones que hagan funcional al sistema. El problema enfrentado por Brasil y California nada tuvo que ver con la fuente del capital (mixto y privado, respectivamente), sino con las pésimas regulaciones que llevaron a que no se invirtiera en capacidad de generación con oportunidad. La discusión actual ni siquiera ha comenzado a tocar estos temas elementales, no obstante tratarse de los cruciales.

Es evidente que el riesgo de crear un esquema tan ineficiente como el actual existe, con la consecuente imposición de elevadísimas tarifas e incapacidad de generar electricidad en cantidades suficientes y con la calidad que un país moderno requiere. Es aquí donde deberían concentrarse los esfuerzos de reforma.

 

La izquierda mexicana: ¿hacia dónde?

Luis Rubio

Quizá ningún sector de la sociedad en el mundo haya cambiado tanto en las últimas décadas como los partidos de izquierda. Durante la mayor parte del siglo XX, la izquierda mostró un rasgo prototípico: la imposición dogmática e inflexible de los partidos comunistas que, siguiendo la línea establecida en Moscú, se aferraban a un estalinismo feroz, con lo que alienaban a buena parte de la sociedad sin jamás poder ofrecer soluciones concretas a los problemas reales. Aunque la izquierda en México también ha cambiado, y mucho, no hay evidencia contundente de que tenga capacidad de ganar una elección presidencial y, al mismo tiempo, resolver los problemas nacionales, como sí lo han logrado las izquierdas modernas como la chilena y la británica.

La evolución de los partidos de izquierda en Europa ha sido nada menos que espectacular. Por décadas, los mitos y los dogmas ideológicos dominaron el panorama de los partidos comunistas, haciéndolos indigeribles para prácticamente todos los electorados del viejo continente. Entre los mitos y su alineación incondicional a Moscú, los partidos comunistas fueron incapaces de ofrecer una alternativa electoral viable en la región. Ese lugar en el lado izquierdo del espectro ideológico, fue ocupado por los partidos social demócratas que, a lo largo de los años, sobre todo después de la segunda guerra mundial, fueron capaces de proponer una alternativa pragmática al electorado frente a la oferta de los partidos de centro derecha, sobre todo los demócrata cristianos.

La evolución política de los países europeos a lo largo de las últimas cinco décadas revela tanto las virtudes como las limitaciones de la izquierda tradicional. Mientras que la derecha apostaba por el desarrollo industrial liderado por grandes consorcios privados cercanos al gobierno (como ilustran brutalmente tanto Francia como Alemania), la izquierda ofrecía soluciones siempre grandiosas sustentadas en la propiedad estatal de los medios de producción. Quizá ningún país ejemplifica mejor las implicaciones de esta dicotomía como Inglaterra: cuando ganaba la izquierda, diversas empresas o sectores clave de la economía eran nacionalizados; cuando la derecha estaba al frente, comenzaban las privatizaciones. Luego de varias décadas de ires y venires, la población acabó saturada de tanto bandazo, lo que abrió la puerta para la gran revolución política de los ochenta, en la forma de la llamada dama de hierro, Margaret Thatcher.

La llegada de Margaret Thatcher al gobierno de la Gran Bretaña forzó a la izquierda a impulsar un proceso de transformación total de sus concepciones e ideas más elementales. Todo comenzó a replantearse: desde la propiedad gubernamental de los medios de producción hasta la dictadura del proletariado. Ya para entonces, sobre todo en Italia y España, los partidos comunistas habían comenzado una etapa de modernización que concluyó con la formación de los llamados partidos eurocomunistas, acepción que denotaba un distanciamiento de la línea estalinista de las décadas previas. Los eurocomunistas españoles no sólo habían abandonado los viejos dogmas, sino que entraron en realizaron pactos pragmáticos con el resto de los partidos en aras de que el país saliera airoso del letargo franquista. A partir de entonces, la izquierda comenzó a dividirse y diferenciarse en dos grandes corrientes, mismas que hoy se han consolidado cabalmente.

Lo que une a la izquierda a lo largo y ancho del mundo es la lucha contra el privilegio. Independientemente de los alcances o propósitos de su estructura partidista o concepción ideológica, virtualmente todos los partidos de izquierda comparten el objetivo de promover nociones fundamentales de igualdad, lo que choca con privilegios heredados y tradicionales. Sin embargo, en las últimas décadas ha surgido una nueva izquierda que, si bien comparte el objetivo histórico de luchar por la igualdad y contra el privilegio, propone soluciones muy distintas para el desarrollo, sobre porque considera al empresario y, en general, a los mercados, como fundamentales para asegurar un desarrollo integral y acelerado de la economía y la sociedad.

Mientras que la lucha por la igualdad une a las izquierdas, la visión sobre cómo afrontar el futuro tiende a diferenciarlas y dividirlas. La izquierda tradicional tiende a ser estatista (e incluso estadólatra) y prefiere soluciones que favorecen la existencia de monopolios (gubernamentales) y, sobre todo, el ejercicio de un fuerte control sobre los procesos económicos y grupos de la sociedad. Aunque no hay nada que sea inherentemente contradictorio entre la izquierda y la democracia, tampoco hay duda que muchas de las soluciones que son favoritas de esa vieja izquierda constriñen el espacio de acción democrático precisamente porque, al fortalecer al gobierno y ampliar su margen de acción, limitan el desarrollo individual y los mecanismos de rendición de cuentas que yacen en el corazón de todo régimen democrático. Aunque a muchos les pudiera parecer dogmático, la democracia y la economía de mercado son una y la misma cosa: en la medida en que se restringe el funcionamiento de la segunda, se limita la viabilidad de la primera.

En franco contraste con la izquierda tradicional, los nuevos partidos de izquierda, como el Laborista inglés y el Socialista chileno, han dado un viraje trascendental. Si bien propugnan por el avance hacia una sociedad igualitaria, los medios que proponen para alcanzarla son radicalmente distintos a los de la izquierda tradicional. En lugar de abogar por la nacionalización de los bienes de producción, buscan alentar el funcionamiento de los mercados, elevar los niveles de productividad, liberalizar la operación de la economía y apostar por la iniciativa de los individuos como fundamento para el éxito del desarrollo económico. En lugar de sustentar la lucha contra la pobreza y por la igualdad en criterios burocráticos (a través de empresas paraestatales a las que consideran ineficientes e inadecuadas para resolver los problemas del país), la fundamentan en el conjunto de decisiones que miles o millones de individuos toman de manera cotidiana. Se trata de dos formas radicalmente distintas de ver al mundo y de apostar por el futuro.

Muchas de las políticas de esta nueva izquierda parecen indistinguibles de las políticas liberales que han instrumentado diversos gobiernos de centro o de derecha en el mundo. Sin embargo, la diferencia estriba en los objetivos. Mientras que las políticas liberales procuran niveles más elevados de productividad como medio para acelerar el crecimiento económico, para citar un ejemplo específico, la nueva izquierda propone ir mucho más adelante: concibe al crecimiento como un mero instrumento para alcanzar una sociedad igualitaria. Es decir, lo que diferencia a los partidos liberales de los de la izquierda sigue siendo la búsqueda de la igualdad, mientras que lo que distingue a la vieja de la nueva izquierda es su visión sobre el futuro y los instrumentos que está dispuesta a emplear para alcanzarlo.

Con la llegada de Felipe González al gobierno español, comenzó la transformación de la izquierda, que fue seguida por Tony Blair en Inglaterra y Ricardo Lagos en Chile. Más recientemente, el nuevo gobierno de Lula en Brasil constituye una verdadera revelación, al menos en potencia, que muy pocos esperaban pero que seguramente habrá de transformar a la izquierda latinoamericana en su conjunto. Lula no sólo ganó el gobierno, sino que lo hizo con una propuesta que rompe con los cánones tradicionales de la izquierda brasileña y continental. Quizá con la sola excepción de Chile, donde la izquierda ha probado ser mucho más avanzada y atrevida que cualquier partido de centro o de derecha, Lula ha inaugurado una nueva era en la lucha contra el privilegio, el tema tradicional del discurso de la izquierda.

Pero la verdadera innovación que Lula ha traído consigo reside en otro lugar: en el hecho de que está privilegiando el uso de mecanismos de mercado como medio para acelerar el desarrollo económico y avanzar el bienestar de los segmentos más pobres de la sociedad. En lugar de recurrir a las políticas tradicionales de las izquierdas continentales, todas ellas gastadas y erosionadas por inútiles, Lula fortalece el control financiero por parte de la hacienda federal, profundiza la independencia del banco central y procurar mecanismos que aceleren la desregulación de la economía y erosionen los privilegios de que gozan algunos sectores e intereses (a costa del desarrollo general de la sociedad). Con ello, Lula no sólo acepta que existen restricciones fiscales y de otra naturaleza (algo impensable para las izquierdas latinoamericanas de los setenta y ochenta), sino que ha decidido convertir esas restricciones en medios generadores de confianza para hacer posible el desarrollo.

La pregunta es qué pasará con la izquierda mexicana. Buena parte de los miembros del PRD, pero también del PRI, cuna de los muchos hoy perredistas, sostiene una visión del desarrollo firmemente anclada en los supuestos que estuvieron en boga en los setenta y que acabaron siendo onerosísimos para el país. Algunos perredistas, sobre todo de las generaciones más recientes, reconocen la inviabilidad de ese modelo y comparten la idea de que es necesario revisar mitos, observar el desenvolvimiento de otras naciones y, sobre todo, desarrollar una concepción acorde con las realidades del mundo globalizado de hoy. Pero no es evidente que exista el reconocimiento cabal de las restricciones fiscales, lo imperioso de emprender profundas reformas estructurales, la realidad de la globalización y la fragilidad del entorno internacional que hoy nos caracteriza.

El espectacular salto histórico que dio España a lo largo de los ochenta y noventa no fue producto de la casualidad sino de una nueva concepción del desarrollo, liderada enteramente por la izquierda. Algo semejante podría ocurrir en Brasil en los próximos años. La pregunta es si habrá algún promotor de una visión sensata y racional como ésta en nuestro país. Si así fuera, ese partido bien podría ganar las próximas elecciones presidenciales y abrir la puerta al desarrollo que ha venido postergándose a lo largo de tantas décadas de penoso retroceso e improductividad. ¿Volverá ese partido a lo mismo de siempre?

 

Autoengaño

Luis Rubio

Lo conveniente y, según parece, políticamente correcto, es no querer ver la realidad. Esto que es cierto en innumerables facetas de la vida nacional, lo es también en el terreno demográfico. Desde hace años, las autoridades se han dedicado, con toda conciencia y alevosía, a ignorar la realidad más elemental: que las tasas de crecimiento poblacional son mucho más elevadas de las reconocidas y festejadas. El hecho de que innumerables mexicanos pasen inadvertidos en el censo, hace que las tasas de crecimiento poblacional disminuyan drásticamente. Las consecuencias de esta mentira sistemática son enormes, pues vician cualquier discusión sobre temas como el educativo, el de la pobreza y el empleo, el de la relación con Estados Unidos y del voto de los mexicanos en el extranjero. Lo peor de todo es que permite que nos sigamos haciendo tontos sobre nuestros problemas más fundamentales.

El número de mexicanos residentes en EUA crece como la espuma. Virtualmente no hay recoveco alguno de aquella nación en que no se encuentren comunidades de mexicanos, la abrumadora mayoría de ellos residentes ilegales, al menos de origen. Todos ellos emprendieron un verdadero vía crucis para llegar allá, arriesgaron su vida en el cruce y, finalmente, lograron iniciar una nueva etapa de trabajo productivo. El tránsito del terruño a su nuevo lugar de residencia y empleo, demuestra que innumerables mexicanos son por demás capaces y dispuestos a desarrollarse, pero en México acaban siendo presos de todas las limitaciones políticas y burocráticas que nuestro sistema les impone.

El gobierno mexicano no sólo ignora el problema, sobre todo aquello que obliga a la emigración de nuestros connacionales, sino que los excluye hasta de las estadísticas demográficas. Gracias a los 3, 6, 10 o 15 millones de mexicanos que hoy residen en EUA (escoja el número de su preferencia),  la población total en el país, de acuerdo al censo, se ha mantenido más o menos constante a lo largo de la última década. El mínimo crecimiento que según las estadísticas oficiales experimentamos  nos hace parecer como una sociedad desarrollada, como algunas de las europeas, donde los nacimientos apenas reponen los decesos. De esta manera desaparece la pobreza y las circunstancias que conducen a la expulsión de cientos de miles de mexicanos; todo se reduce a un ingreso, enorme y creciente, de divisas. Se trata, todos lo sabemos, de una mera quimera, de un vil autoengaño.

Al ignorar que los mexicanos residentes en el exterior nacieron en el país, la tasa de crecimiento resulta ser mínima, lo que obstruye el diseño de políticas públicas adecuadas para atender a un número de habitantes mayor, disminuye la presión sobre la ingente necesidad de reformar la educación pública y permite creer a nuestros gobernantes y legisladores que los problemas nacionales son resolubles sin sacrificio alguno. Como la presión demográfica parece ser menor, no urgen  las reformas en materia fiscal o eléctrica, de salud o educación. Los problemas se resuelven solos.

Los mexicanos que emigran son ignorados por el aparato político burocrático nacional, que se acuerda de ellos sólo cuando las divisas que envían súbitamente alteran algunas estadísticas clave, cuando ocurre una muerte en un cruce fronterizo o cuando se aprecia que un porcentaje nada despreciable de ellos engruesa los contingentes militares norteamericanos en Irak. La visión y el cálculo de esos mexicanos generalmente es desdeñada. Para un inmigrante mexicano, el ejército estadounidense es uno de los medios de movilidad social más efectivos que existen: no sólo aprenden oficios y desarrollan habilidades en el curso de su estancia en los servicios militares, sino que una vez liberados adquieren beneficios múltiples como créditos para instalar negocios, becas para ir a la universidad y servicios médicos de por vida. En cierta forma, luego de haber corrido riesgos enormes para cruzar de México a EUA, donde cerca de un millar muere al año, el riesgo de perecer en combate acaba siendo infinitamente menor. Desde su perspectiva, el ejército norteamericano acaba siendo un vehículo que les permite adquirir todo el capital educativo, de salud y de habilidades múltiples que nuestros servicios educativos y de salud siempre les negaron.

Las comunidades mexicanas en EUA crecen de manera constante y sistemática. Nuestros políticos han ignorado esa realidad o, en el mejor de los casos, la han intentado utilizar para sus propios fines, como ilustran las campañas que realizan candidatos mexicanos en ese país.  Al comenzar de este sexenio hubo un esfuerzo, cabe añadir que efímero, por ayudarles a organizarse sin pretender con ello beneficiar a algún partido o político en lo particular, sino avanzar sus intereses en sus lugares de residencia. Fuera de eso, los mexicanos en el extranjero son percibidos como una bendición oculta, pues hacen posible que los políticos mantengan el statu quo.

La realidad es que los mexicanos tenemos que decidir qué vamos a hacer al respecto. Los temas en la mesa son muy claros y muy específicos: los derechos de los migrantes y mexicanos residentes en el extranjero, la relación entre México (y el gobierno) con esos mexicanos y las implicaciones de estos dos temas para la relación bilateral. Asuntos espinosos, sin duda, que por sus dimensiones y números involucrados, acabarán siendo un tema de disputa en la política nacional.

Existen presiones tanto internas como externas alrededor del voto de esos mexicanos en elecciones nacionales; al mismo tiempo, es recurrente el tema sobre la presión que los mexicanos inmigrantes pueden ejercer al interior del sistema político norteamericano en favor del gobierno mexicano. Se trata de asuntos delicados que crecen día a día y que no desaparecerán por el mero hecho de que aquí no nos pongamos de acuerdo al respecto. Lo que es seguro es que, como en tantos otros temas, el asunto no tardará en ganar preeminencia.

Uno de los temas sobre el que hay acuerdo casi consensual dentro de México es el de los derechos elementales de los migrantes y residentes mexicanos en EUA. Existe casi unanimidad sobre la necesidad de garantizar a los inmigrantes condiciones básicas seguridad y protección contra la violencia (aunque no deja de ser peculiar que ese consenso no se extienda a la ausencia de esos derechos dentro del país y que hacen inevitable la migración, pero ese es otro asunto). A pesar de múltiples avances en el terreno de los derechos de los emigrantes, incluso en materia de negociaciones bilaterales, es evidente que hay un gran trecho que recorrer. Por ejemplo, en la primera reunión entre los presidentes Fox y Bush se acordó emplear el término indocumentados, en lugar de ilegales, para referirse a esos mexicanos, algo sin precedente en la cultura legal y legalista norteamericana. El siguiente paso sería avanzar en materia migratoria de una manera más amplia, algo para lo cual las circunstancias internas de EUA no son propicias y las veleidades de nuestra política exterior hacen imposible.

Pero la realidad avanza más que mil negociaciones y discursos de políticos. Por más que se critique a las autoridades policiacas norteamericanas, millones de mexicanos han cruzado la línea fronteriza sin documentos y se han establecido en ese país, donde residen y trabajan de manera normal, así sea con las incertidumbres propias de su situación migratoria irregular. Todos los que han podido, obtienen permisos de trabajo y residencia legal, mientras que un número cada vez mayor se ha naturalizado ciudadano de aquel país. Otros, una cantidad que crece a la velocidad del sonido, reclaman sus derechos políticos en México (el voto en primerísimo lugar).

El tema del voto es por demás complejo. Concederle este derecho político a quien salió por la incompetencia de nuestros gobiernos parecería ser de elemental justicia; sin embargo, un votante que no reside en México (ni paga impuestos en el país) podría afectar el resultado de una elección cerrada, sin que ello tuviera consecuencias, buenas o malas, para él mismo. El tema es igualmente delicado desde la perspectiva norteamericana: lo último que quiere el gobierno estadounidense es que su territorio se convierta en una zona de disputas político electorales de otro país. El tema es candente y nada fácil. De votar en elecciones nacionales, los mexicanos en EUA se convertirían en una fuerza política enorme, que exigiría atención a sus reclamos y necesidades, lo mismo que a los de sus familiares todavía residentes en el país. La presión para llevar a cabo reformas internas sería enorme. Tal vez ése es el incentivo que nos hace falta.

Más allá del voto se encuentra la relación bilateral. Si México no tuviera una frontera geográfica con la economía más grande del mundo, las presiones demográficas nos hubieran obligado a actuar desde hace mucho. Si estas presiones se han disipado no es porque hayan desaparecido (o porque el gobierno haya decidido, en toda su sapiencia, ignorarlas), sino porque se optó por desconocerlas. Pero los mexicanos  ignorados por las estadísticas existen y se han convertido en un contingente tan enorme que comenzará a presionar sobre la vida política nacional, con voto o sin él. Esto entraña consecuencias brutales para las políticas públicas al interior del país, pero también para la relación bilateral. Sólo para ilustrar, las pretensiones de independencia en materia de política exterior, que se acusaron con el tema del voto en el Consejo de Seguridad de la ONU, se tornan un tanto pírricas cuando se considera que quizá hasta una sexta parte de la población se encuentra en territorio norteamericano, una cifra que crece todos los días, y de cuyo ingreso depende una porción enorme y creciente de la población residente en el país. Quizá sea tiempo de buscar el acomodo que esta realidad exige en el terreno de la política exterior.

Además de dejar de ignorar obviedades como la demográfica, es imperativo dejar de engañarnos. La población mexicana que reside en EUA crece y comienza a demandar que se hagan efectivos sus derechos; seguramente no tardará mucho tiempo en imponerse. Lo menos que podemos hacer es dejar de ignorar lo elemental y comenzar a debatir las consecuencias de esta realidad.

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México en la nueva realidad internacional

Luis Rubio

El mundo en que vivimos se ha transformado de una manera radical en los últimos años.  En sólo una década, transitamos de la Guerra Fría a un mundo casi unipolar.  Ese cambio fue dramático por sí mismo, pero nada comparado con lo que ocurrió después de los ataques del once de septiembre del 2001.  Las tendencias que venían cobrando forma desde finales de la década de los ochenta encontraron, súbitamente, un cauce que las llevó a manifestarse y consolidarse con el conflicto en Irak.  Indiscutiblemente, Estados Unidos se ha convertido no sólo en la potencia más grande del mundo, sino también en una dispuesta a actuar para imponer su visión del mundo.  El tema relevante para nosotros es si tenemos una comprensión cabal de lo que esto significa y si estamos dispuestos o seremos capaces de vivir con ello.

Hay tres formas de enfocar la nueva realidad norteamericana. Una es analizar el comportamiento del gobierno estadounidense en el contexto internacional actual. Es decir, la manera como se relaciona con sus viejos socios europeos en el marco de la Alianza Atlántica que cobró forma a partir de la Segunda Guerra Mundial, su compleja interacción con las instituciones multilaterales, sobre todo las Naciones Unidas, y, particularmente, su disposición a actuar de manera unilateral y al margen del resto de las naciones.  Para cualquier persona formada bajo la concepción de un mundo de equilibrios entre naciones soberanas que comenzó con la llamada Paz de Westfalia en el siglo XVII, la existencia de una potencia única y dispuesta a actuar de manera unilateral y agresiva constituye un rompimiento con la esencia de la estabilidad y la paz en el mundo. Para quienes adoptan esta óptica, EUA es el origen del problema actual, lo que les lleva a reprobar su manera de comportarse.

Una segunda manera de enfocar esta nueva realidad internacional consiste en analizar las fuerzas que, dentro la sociedad y el gobierno norteamericanos, han venido forjando las políticas y estrategias que animan la política exterior de nuestro vecino. Esta perspectiva analítica obliga a explicar la ideología, el pensamiento y vinculaciones que existen entre las personas e instituciones que han desarrollado planes y programas distintivos de la política exterior estadounidense. Un papel prominente en este esquema lo tienen intelectuales y funcionarios que se han dado por llamar “neoconservadores”, quienes han tenido una influencia desproporcionada en la conformación de las ideas y estrategias del actual gobierno. Mucho del desprecio mostrado por la administración Bush hacia las instituciones multilaterales –en temas tan diversos como la ecología, la justicia internacional, el control de armamentos y el sistema de resolución de disputas de la ONU- surge de los planteamientos hechos por estos intelectuales y funcionarios. Un análisis de la realidad internacional a partir de esta perspectiva, que obviamente es necesario y pertinente, también arrojaría una calificación reprobatoria en términos del mundo de equilibrios multilaterales que México, por razones obvias, siempre ha favorecido.

Una primera conclusión de las perspectivas descritas es que EUA está alterando el funcionamiento de estructuras e instituciones que por décadas mantuvieron un entorno de relativa estabilidad y paz en el contexto internacional. Su actuar ha transformado viejas nociones de comportamiento e interacción entre naciones y, con gran arrogancia, ha roto esquemas y destruido concepciones que muchos consideraban intocables. La pregunta es qué implica esto para nosotros.

Más allá de cualquier crítica a las nuevas tendencias norteamericanas, es prioritario entender la dinámica de sus acciones a  partir de la enorme importancia e influencia que tiene esa nación para nosotros. Sólo así podremos adecuarnos a la nueva realidad. Es decir, más allá de preferencias individuales o nacionales, una tercera manera de enfocar la nueva realidad consiste en evaluar el impacto de la existencia del mundo unipolar sobre México, en especial a la luz de nuestra geografía. Es crucial para México y los mexicanos comprender la realidad en que vivimos y evaluar las difíciles opciones que tenemos para enfrentarlo.

La vecindad con EUA constituye, como tantas veces han expresado políticos y filósofos a lo largo de nuestra historia, una maldición y una oportunidad. Maldición por la enorme asimetría de poder, pero también por las diferencias de actitudes y habilidades. Cuando cualquier mexicano visita la zona fronteriza, se enfrenta a las comparaciones que los propios residentes hacen sobre la calidad de las carreteras en uno y  otro lado de la línea fronteriza. En tono de broma se afirma que los norteamericanos se quedaron con la mejor parte de nuestro territorio después de la pérdida que sufrimos en el siglo XIX. Este viejo chiste ilustra las diferencias, pero también la amargura que los mexicanos sienten por nuestra incapacidad para organizarnos, llegar a acuerdos y hacer realidad el enorme potencial del país.  En lugar de ver este potencial, muchos prefieren ver la vecindad como una maldición. Las oportunidades inherentes a la relación con EUA han comenzado a ser explotadas de manera consistente a partir del lanzamiento del TLC en 1994, pero subsisten aún innumerables obstáculos para una eficiente y productiva integración económica.  Parte de estos obstáculos se explica por los intereses que impiden la eliminación de barreras (es el caso de los transportistas del lado norteamericano), pero tiene mucho más que ver con las vicisitudes de nuestro propio proceso de cambio político, la ausencia de liderazgo y la falta de un consenso interno respecto a la relación con EUA. La indiferencia se traduce en inacción y la inacción en el retorno de intereses particulares que se benefician del statu quo.

Pero el TLC, con sus oportunidades y limitaciones, representa sólo la mitad de la historia.  La integración económica es un proceso que avanza a pesar de los obstáculos y los impedimentos.  Al igual que la migración de mexicanos hacia EUA avanza independientemente del hecho de ser ilegal, la integración económica progresa porque tiene una dinámica propia que beneficia a ambas partes. Ciertamente, la integración podría ser más eficiente y menos costosa, pero ocurre de todas maneras.

La otra parte de la relación ente las dos naciones es la  política y diplomática y es clave tanto para eliminar obstáculos como para avanzar en el desarrollo de oportunidades. Esa vertiente de la relación está paralizada menos por la existencia de obstáculos en EUA, que obviamente los hay, que porque no hay disposición del lado mexicano para comprender la dimensión del cambio al interior de ese país y derivar las monumentales implicaciones de este hecho para México. La paradójica realidad es que mientras se mantenga frenada la relación política, no sólo se están perdiendo oportunidades, sino que se están afianzando intereses que, de manera consciente o no, impiden que el país se modernice y salga adelante.

El problema se complica porque ambas naciones parecen evolucionar en direcciones opuestas. Aunque la relación económica y entre las dos sociedades transcurre con normalidad, las percepciones políticas y actitudes gubernamentales de cada una se mueven en sentido contrario. Aún así, ambos gobiernos saben que es imperativo resolver problemas de interés mutuo, pero no se vislumbra la convergencia. Mientras que los norteamericanos han asumido que tienen que actuar de manera más decidida en el mundo, el gobierno mexicano se desempeña como si nada hubiera cambiado y, peor, como si sus intereses fundamentales se encontraran en otras latitudes, comenzando por Brasil. La triste realidad es que, sin ir a extremos, quizá experimentemos ahora el principio de una etapa mucho menos benigna de lo aparente.

Durante la Guerra Fría, algunos estudiosos de la política internacional en el mundo acuñaron el término “finlandización” para explicar la peculiar relación entre Finlandia y la Unión Soviética. Ese concepto se refería a la situación geopolítica de Finlandia que, aunque independiente como nación desde finales de la guerra en 1945, sufría severas limitaciones de facto en términos tanto militares como de política exterior, impuestas por su vecindad con la URSS. Se trataba de una nación independiente que, sin embargo, no podía ignorar las consecuencias de su cercanía física con una superpotencia. No es casualidad que Finlandia (como Austria) solicitara su acceso a la Unión Europea literalmente en el momento en que la URSS desapareció. El punto es que no es inconcebible que alguna forma tenue de finlandización sea el desagradable futuro que nos depara la relación con la única potencia mundial en esta era. La finlandización de tiempos de la Guerra Fría ciertamente no es equiparable con el México de hoy, primero porque EUA no tiene un sistema político autoritario como el que caracterizó a la URSS y segundo porque nuestro vecino, a pesar de su enorme poder e independientemente del juicio sobre su actuar, es una potencia esencialmente benigna. Pero estas circunstancias no reducen el hecho de que nuestra realidad geopolítica impone condiciones con las que tenemos que aprender a vivir.

El panorama de nuestra política exterior es tan difícil como lo queramos hacer.  Nuestra tradición ha buscado equilibrar la inexorable realidad geopolítica a través de un amplio despliegue diplomático en los organismos multilaterales y, más recientemente, por medio de tratados de libre comercio con diversas naciones latinoamericanas, la Unión Europea y Asia.  Ese esquema de diversidad sirvió para disimular una brutal realidad geográfica, pero no la ha cambiado. Ahora que la asimetría política del mundo con EUA se ha ensanchado todavía más, nuestros márgenes reales de libertad se están comprimiendo.  El gran tema para nuestra política exterior reside en desarrollar la habilidad necesaria para comprender a cabalidad la nueva realidad geopolítica, pero sobre todo para extraer los beneficios que de ella podrían derivarse. Hay que aprender a vivir con ella, lo que promete ser lo más difícil, pero también a derivar beneficios, algo para lo que con frecuencia parecemos incapaces y negados.

 

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Observaciones de una democracia autoritaria

Luis Rubio

A nadie debería sorprender el pobre resultado de la elección pasada: la democracia mexicana está fallando. Los comicios demostraron que tenemos un sistema electoral impecable en lo mecánico, pero que en su concepción no es más que un vestigio del viejo sistema autoritario. Antes todo giraba alrededor de la presidencia, ahora en torno a los partidos políticos. Éstos definen la agenda, deciden sobre el destino de los dineros públicos e impiden tanto la participación de la sociedad en las decisiones clave del país como el desarrollo de una ciudadanía moderna, propia de una democracia que se respete. Las elecciones evidenciaron la necesidad urgente de una reforma electoral y una reforma institucional de los órganos de gobierno, donde se preserve lo excepcional, como el IFE y el TRIFE, pero se acabe, de una vez por todas, con los vicios e incentivos perversos que se interconstruyeron en la ley electoral actual.

Desde hace semanas, los políticos mostraron preocupación por el potencial abstencionismo en las elecciones intermedias. En lugar de meditar sobre las causas de ese abstencionismo, prefirieron promover el voto. La mera idea de promover el voto es producto de un sistema autoritario. En ninguna democracia verdadera y que se respete se promueve el voto. El voto lo promueven las propuestas de los candidatos, las posturas ideológicas de los partidos, las acciones de los gobernantes y los debates entre quienes aspiran a alcanzar un puesto público. La pregunta importante es por qué no hacen nada de esto los partidos y los candidatos. Es muy probable que la respuesta a esa pregunta explique el abstencionismo más rápidamente que cualquier estrategia de promoción del voto.

Antes de preguntarnos por qué se abstuvieron casi el 60% de los sufragantes, sería mejor preguntar por qué habrían de salir a votar. Las campañas fueron largas y costosas, pero no hubo una sola propuesta relevante. Si uno observó con objetividad al panorama político y electoral, era obvio que existían muy pocas razones para perder el tiempo en una casilla, marcar la boleta y depositarla en la urna. Veamos.

Primero, qué razón de peso puede motivar a un elector cuando sabe de antemano quiénes encabezarán las bancadas de cada partido y, en muchos casos, quiénes serán los presidentes de las principales comisiones del Congreso. En otras palabras, las personas más influyentes en el Congreso no pasan por la decisión del elector más que de ladito. Nuestro peculiar sistema híbrido de representación directa y proporcional (los llamados plurinominales), le roba al ciudadano el derecho de decidir quiénes serán sus representantes, sobre todo porque hay representantes de primera y de segunda y los de primera son elegidos por los partidos.

Segundo, el costo de las elecciones enoja al elector. Los dineros públicos no sólo financian la organización y operación de las elecciones (el indicador de nuestro verdadero avance democrático), sino a todos los partidos políticos, incluso a aquéllos que constituyen flagrantes negocios. Como alguna vez me dijera un político, no hay negocio más rentable que crear un partido político. Lo peor de todo es que este sistema de financiamiento es tan perverso que no sólo tiene un costo altísimo para el contribuyente, sino que resulta con frecuencia insuficiente para la conducción de las campañas de los candidatos. Con esto, hemos adquirido los peores vicios de todos los sistemas electorales: los enormes costos de las elecciones; la ausencia de responsabilidad y rendición de cuentas (porque los fondos, al ser públicos, no son de nadie); la inmunidad de los partidos y supuestos representantes (porque no le deben cuentas más que a su partido); y una permanente propensión a procurar fondos de manera ilegal por parte de personas y empresas, con la consecuente deuda a los intereses que éstos representan. El objetivo de impedir la corrupción por la vía del financiamiento público, acabó por crear un sistema terriblemente costoso y potencialmente corrupto.

Tercero, no había motivación para votar en esta elección porque el Senado permanecía intacto y el resultado de los comicios no hacía una gran diferencia. En un periodo de tres años, todo puede cambiar, como ocurrió entre 1988 y 1991 (en que el PRI pasó de casi perder a ganar la totalidad de los distritos de representación directa). Sin embargo, la permanencia del total de los senadores por seis años da a la elección intermedia un papel irrelevante. En esta ocasión es claro que la población quería mantener el statu quo, pero qué si la población está encantada con el gobierno o, al contrario, totalmente decepcionada. No hay manera que las elecciones federales intermedias le permitan expresar ese sentir y hacer algo al respecto. Parece una necesidad, por tanto, volver al sistema rotativo en el Senado que, de manera efímera y en otro contexto político, existió hace una década. Sólo de esa forma el electorado sentirá que, a pesar de todo, posee alguna capacidad de modificar el equilibrio político.

Cuarto, no se perciben muchas razones para ir a votar cuando los partidos y sus candidatos no se acercan a la población, no discuten sus problemas o garantizan que trabajarán para resolverlos. En un sistema democrático, el representante trabaja para y de frente a la ciudadanía, la escucha y avanza sus intereses. En el pasado, los candidatos priístas a un puesto público, siempre ligados con la administración saliente, entregaban beneficios de antemano: una lechería, una calle, acceso al servicio eléctrico. Todo se hacía para que los tiempos de acción de la autoridad favorecieran la campaña del sucesor. La población reconocía el cinismo, pero también la realidad del sistema y se dedicaba a exigir beneficios en el momento electoral. No era un sistema representativo, aunque al menos existían algunos beneficios tangibles. En el actual contexto de competencia, los candidatos a diputado no cuentan más que marginalmente con esa prerrogativa y la población no se beneficia ni del cinismo del partido único ni del acceso al supuesto representante, que debería ser la característica de una democracia.

Quinto, depositar el voto en la urna no se traduce en un mayor desarrollo económico, la consolidación de los derechos políticos o el avance de sus oportunidades de desarrollo personal y familiar. Entonces, para qué votar. La peculiar democracia que hemos construido ha sido secuestrada por las burocracias partidistas y ha creado un poder legislativo enquistado, distante y desinteresado en los ciudadanos. Para comenzar, una tercera parte de los diputados (los plurinominales) no son sujetos del escrutinio popular pero sí son los más influyentes. Además, los diputados no vuelven a ver a sus votantes nunca más, lo que los hace indiferentes ante el electorado y sus intereses. De esta manera, en lugar de representar al elector, se representan a sí mismos o a su partido. Valiente democracia.

Estamos ante un poder legislativo que no representa a la población, ni tiene interés en comprender sus prioridades, está más bien enfocado en sus propias agendas y lo último que quiere es preocuparse por los temas de fondo de la ciudadanía o del país. Esta peculiar circunstancia crea toda clase de vicios, comenzando por los más obvios: no se resuelven los problemas ni se debaten en público las alternativas. En lugar de discutir los problemas de la educación en el país (que, todos lo sabemos, es patética), los legisladores optan por el camino fácil e irresponsable: resuelven destinar ocho por ciento del PIB en educación, sin jamás preocuparse por cosas triviales como la forma en que se va a financiar ese valiente objetivo o cómo se gastará ese presupuesto. Lo mismo ocurre con otros temas vitales para el desarrollo del país, como el de la generación eléctrica, la salud de las finanzas públicas, etc.

En suma, no es difícil dilucidar las causas de la apatía ciudadana. Las elecciones del 2000 cambiaron al país para siempre, abriendo oportunidades únicas para su desarrollo. Pero esas oportunidades existirán sólo si se construyen las instancias institucionales que encaucen los procesos de decisión, den cabida a la participación de la ciudadanía, desarrollen y consoliden el Estado de derecho y fuercen a los legisladores a responder y rendir cuentas ante los ciudadanos. Todos y cada uno de estos temas deben ser parte de la urgente agenda de reforma institucional requerida por el país y sin la cual persistiremos en los atavismos de un viejo sistema, pero sin la capacidad de ejecución que lo caracterizaba.

El sistema electoral que tenemos es un producto de nuestra historia. Surgió a partir de los arreglos y compromisos que fueron posibles a mediados de los noventa, luego de dos décadas de una gradual apertura política y electoral. Su principal atributo es que ha permitido la organización y realización de comicios impecables, no disputados y plenamente legítimos. En esto, la combinación del Instituto Federal Electoral y del Tribunal Electoral ha resultado formidable y un verdadero logro para el desarrollo del país. Pero junto con estos excepcionales alcances se diseñó un sistema electoral que privilegia a los tres partidos grandes, distancia a éstos de la ciudadanía, fomenta la parálisis legislativa e impide que el país avance hacia el desarrollo político y económico.

Las elecciones del domingo pasado son un ejemplo fehaciente de las contradicciones y costos que le imprimen a la sociedad mexicana los instintos antidemocráticos de nuestros partidos y políticos. Hay que interpretar los resultados de las elecciones recientes como una llamada de atención: el país no está funcionando y se requieren acciones concretas y efectivas para salir adelante. Estamos en la mitad del río: abandonamos la ribera del viejo sistema priísta pero nos negamos a avanzar hacia la democracia; en el camino, estamos experimentando todos los avatares de un río que, en momentos, puede ponerse por demás bronco. Por eso hay que trabajar con el resultado que arrojó la elección que, de hecho, ha creado una oportunidad excepcional. Esperemos que esos políticos, aunque distantes del electorado, sepan aprovecharla.