El Muro: quince años después

Luis Rubio

1989 fue un momento de espectacular cambio. Sin embargo, como en tantas otras ocasiones previas, los líderes mundiales no tuvieron la visión para construir una nueva estructura política internacional. Aunque se hablaba de un nuevo orden, poco o nada se hizo para edificarlo. Muchas de las peores amenazas a la estabilidad y paz internacionales que hoy enfrenta la humanidad, surgieron precisamente de las fallas de entonces. Y las consecuencias no se limitan a las naciones más poderosas del orbe. La caída del Muro de Berlín cambió la dinámica internacional, pero también la lógica y modo de actuar de innumerables países. Ambos procesos se retroalimentan.

La caída del Muro de Berlín tuvo impactos muy diversos, la mayoría de ellos en dos ámbitos muy concretos y específicos: en el comportamiento individual de cada país y en la dinámica del concierto o, más propiamente, del desconcierto internacional. Libradas de la perversa lógica de las disputas Este-Oeste, muchos países alrededor del mundo, y no sólo en Europa, súbitamente se encontraron con que la lógica de su actuar había cambiado.

Algunos países, como Finlandia y Austria, se incorporaron a la Unión Europea, algo que parecería obvio, pero que resultaba imposible desde la lógica anterior. China, que ya comenzaba a mostrar su potencial, comenzó a aprovechar y hacer sentir su presencia en el nuevo espacio geopolítico que había quedado liberado. Naciones que habían sido sostenidas por los intereses de las superpotencias, desde Afganistán hasta Haití, entraron en franca y rápida descomposición. Cuba experimentó de manera inmediata el fin de los subsidios que le habían dado viabilidad económica y, luego de un periodo de incertidumbre e incredulidad, tuvo que reaccionar con intentos más o menos serios de inserción en la lógica del capitalismo mundial.

El caso de México no fue menos significativo. Justo en el momento de la caída del Muro comenzaron las negociaciones para firmar un tratado de libre comercio con Estados Unidos, esquema que, en el contexto de la guerra fría, hubiera sido aprobado por el congreso norteamericano sin mayor dilación. Para cuando el TLC se presentó ante el Congreso, cuatro años después, la dinámica estadounidense ya no era la de la guerra fría, sino la de una nación ensimismada y concentrada en temas de interés local. La disputa por la ratificación no fue menor y se constituyó en un nuevo paradigma del tipo de relaciones que, a partir de ese momento, Estados Unidos desarrollaría con el resto del mundo, al menos hasta el 11 de septiembre del 2001.

Pero no hay duda que el mayor impacto inmediato de la caída del Muro fue para las sociedades que había sufrido más del yugo soviético. En sus excepcionales Reflexiones sobre la Revolución en Europa, publicadas en 1990, Ralf Dahrendorf analiza el devenir de los países que habían sido secuestrados por la vieja URSS y los enormes desafíos que enfrentarían las nuevas-viejas naciones al construir su propio futuro. En la visión de Dahrendorf, el gran reto de las naciones del este de Europa que súbitamente habían recobrado su libertad, consistía en desarrollar instituciones fuertes, sociedades democráticas y sistemas de gobierno viables. Según Dahrendorf, el reto era muy simple: toma seis meses organizar una elección democrática, seis años organizar una economía viable y sesenta años darle forma a una sociedad civil pujante, organizada y equilibrada. Muchos otros países podríamos aprender de esa inteligentísima advertencia.

El fin de la guerra fría modificó el comportamiento y dinamismo de naciones y regiones enteras alrededor del mundo. Cada una de estas se ha adaptado como ha podido, arrojando resultados por demás diversos. En Europa del este, los países avanzaron a pasos acelerados, como ilustra el reciente ingreso de diez nuevos miembros a la Unión Europea. Los países bálticos, Polonia, Hungría, Eslovenia y la república Checa aprovecharon la primera oportunidad para transformarse, desarrollar sistemas democráticos, afianzar una sólida economía capitalista e incorporarse a instituciones que les dieran claridad de rumbo, certeza y seguridad. Otras, como la antigua Yugoslavia, se colapsaron, mientras el resto se rezagó y ahora intenta recuperar el terreno perdido.

Fuera de Europa el cambio ha sido menos inmediato, pero el impacto fue igualmente grande. A la descomposición de la URSS se debe en buena medida la oportunidad de democratización de regiones enteras, sobre todo en Asia y América Latina; el desarrollo de arreglos comerciales regionales y la globalización de los circuitos económicos y comerciales. No es que la caída de un muro provocara tantos cambios, como que los hizo factibles. Todo estaba listo para que, dada la oportunidad, éstos surgieran a tambor batiente.

Mas la caída del Muro no sólo provocó cambios al interior de diversas naciones, sino que transformó la arena de la política internacional en su totalidad; y ahí los resultados han sido menos halagüeños. No parece exagerado afirmar que muchas de las amenazas a la seguridad global que hoy enfrenta el mundo se remonten a la inacción, y hasta complacencia, que caracterizó a los noventa.

El fin de la presión de las superpotencias, de la necesidad de definirse en términos del conflicto Este-Oeste, llevó a un sinnúmero de naciones a actuar y tomar las riendas de su destino en sus propias manos. En la mayoría de los casos todo el impulso nacional se encaminó hacia la construcción de un futuro exitoso. Sin embargo, la liberación supuso también, para otros países (Pakistán e India, pero también Irán y Corea del Norte), el desarrollo autónomo de armamentos nucleares. Sadam Hussein aprovechó la coyuntura para invadir Kuwait y nunca se apegó a los términos de su capitulación tras la primera guerra del Golfo Pérsico. El abandono de Afganistán hizo posible el florecimiento del Talibán y de Al Qaeda. El rompimiento de la antigua Yugoslavia creó un caos que sólo fue atendido por las potencias occidentales cuando literalmente les resultó inevitable, lo que no ocurrió con el genocidio en Ruanda o ante la creciente inestabilidad en el Medio Oriente. Europa y Estados Unidos se replegaron hacia sus propios temas, cada uno por razones distintas, y ninguno reconoció lo que hoy resulta evidente: que la derrota de la Unión Soviética no garantizaba el triunfo de la democracia liberal.

Los ataques del 11 de septiembre cayeron como un balde de agua fría sobre la cruda que se había enconchado en Occidente luego de la caída del Muro de Berlín. Además de cambiar la dinámica de las relaciones internacionales, y de la exigencia de que cada nación se definiera en términos de su relación con Estados Unidos, los ataques exhibieron un punto de quiebre de enorme trascendencia entre las antiguas potencias aliadas. Mientras que 1945 había sido la fecha sacrosanta que había dado vida y razón de ser a la alianza atlántica, los referentes cambiaron luego del fin del viejo adversario. Dada la dinámica que cobró el devenir del mundo en los noventa, es evidente que la relevancia de aquella fecha perdió importancia tanto para los europeos como para los norteamericanos, a la vez que otras fechas se tornaron en los nuevos puntos de referencia, y éstos ya no eran compartidos en los dos lados del Atlántico.

Para los europeos, 1989 se convirtió en el nuevo punto de partida. Olvidándose de la segunda guerra mundial, los europeos se concentraron en asegurar una transición exitosa en Europa, utilizaron el dividendo de la paz a plenitud y se dedicaron a temas ambientales, de derechos humanos y a enarbolar causas que no podían ser más distantes de los viejos temas (como el de la seguridad) dominantes en el panorama por cuatro largas décadas. 1989 también fue un punto clave para Estados Unidos, toda vez que el fin de la Unión Soviética favoreció una era de introspección y complacencia que atenuó el distanciamiento que de hecho estaba teniendo lugar por debajo de las apariencias entre Estados Unidos y Europa. El 11 de septiembre del 2001 acabaría con esa era y se convertiría en el nuevo punto de referencia para los norteamericanos.

Lo que no se ha definido es cómo funcionará el sistema de seguridad internacional en esta nueva era. El antiguo balance del terror que caracterizó a la guerra fría se transformó en un sistema fundamentado en las reglas del derecho internacional. Los norteamericanos pretendieron avanzar hacia el desarme mundial como una forma de convertirse en los garantes del orden, en tanto que los europeos colocaron el énfasis en los mecanismos multilaterales para la prevención y solución de controversias (a través de la llamada soft power o influencia por medios no militares). Pero el nuevo desorden mundial ha hecho imposible la consolidación de ambos enfoques, mientras que los estados fracasados exportan su caos a través de redes criminales, una incesante migración, drogas y, ahora, el terrorismo. Las opciones hacia adelante no son particularmente atractivas.

Está por verse si la estrategia estadounidense para combatir al terrorismo logra su cometido. Pero lo que estos tres lustros sugieren es que ningún país podrá establecer un nuevo orden mundial de manera unilateral. Además, en la medida en que muchos de los principales retos a la estabilidad, seguridad y desarrollo del mundo dependen del fortalecimiento de naciones antes fracasadas, es necesario buscar soluciones que contribuyan a construir y no sólo a vencer.

Quizá la principal lección para el mundo es que los estadounidenses tienen que aprender que existen límites al uso de la fuerza militar y los europeos reconocer que, en ocasiones, no hay otra manera de resolver un conflicto. Pero lo más importante es encontrar formas de recrear el concepto del oeste, ese conjunto de valores liberales compartidos que orientó y animó toda una era de desarrollo del mundo en la segunda mitad del siglo XX y que siguen siendo la esencia del actuar en ambos lados del Atlántico. Mientras eso sucede, el resto del planeta tendrá que encontrar una manera de hacerse un espacio, progresar y aprender a resolver sus propios problemas de una manera constructiva. La guerra fría fue una gran excusa para hacer y para no hacer: la lógica misma de la confrontación creaba una dinámica de la que era difícil abstraerse. En ausencia de esa dinámica, lo que cuenta ahora es la responsabilidad de cada individuo y actor polític

Y la educación, ¿cuándo?

Luis Rubio

Pocos temas son tan fundamentales para el desarrollo de un país como la educación; sin embargo, pocos son tan ignorados. Por supuesto que los políticos hablan de la educación y le echan porras, mientras los legisladores destinan enormes montos de gasto (absurdamente inflados) para atender el problema, pero nadie actúa para transformar al sistema educativo y convertirlo en el corazón del desarrollo del país. Se hace gala del tema, pero sin comprender las verdaderas dimensiones y trascendencia del rezago que existe, como ilustró recientemente el estudio de la OCDE.

No se requiere ser un experto para advertir los fracasos del sistema educativo. Es cierto que algunos índices muestran avances, pero el panorama general arroja la visión de una película dramática. Una porción enorme de la población mexicana, equivalente a varias decenas de millones de personas, no cuenta ni con las habilidades más elementales que un sistema educativo debe aportar. La mayoría sabe sólo escribir su nombre, pues esa es una condición sine qua non para satisfacer diversos requisitos burocráticos, pero más allá de eso, un porcentaje abrumador y vergonzoso de los mexicanos es de analfabetas funcionales. Se trata de un fenómeno injustificable y, por lo tanto, un asunto impostergable en la agenda nacional.

El sistema educativo nacional, particularmente el público, aunque también parte del privado, está anclado en una era prehistórica. No es sólo que los recursos que finalmente le llegan a cada escuela en lo individual sean pocos o muchos, sino que toda la concepción educativa es ajena a la realidad nacional e internacional en que nos ha tocado vivir. La escuela prototípica no le aporta conocimientos útiles a los niños; al conocimiento se le concibe como un cuerpo de hechos que los estudiantes deben memorizar para luego repetir en los exámenes periódicos sin razonamiento alguno. No se hacen esfuerzos por desarrollar la creatividad o el raciocinio de los educandos. Una porción enorme de los egresados de ese sistema educativo carece de las habilidades o instrumentos verbales, matemáticos o, en general, de raciocinio, que les permita integrarse de una manera eficaz a los mercados de trabajo.

Es evidente que la educación, sobre todo la más básica, no debe concentrarse en la formación de personal para el aparato productivo; su principal objetivo debiera ser el desarrollo de seres humanos capaces e independientes, competentes para valerse por sí mismos en la vida. Y para ello no hay nada más importante que las habilidades que trae consigo el raciocinio (sobre todo a través de las matemáticas) y el lenguaje. La educación prototípica en el país no conduce en esa dirección; lo que es más, cualquier evaluación que parta del rasero de que se trata de formar seres capaces de valerse en la vida se encontrará con que lo único que logra aportar el sistema educativo actual –obviamente hablando en los grandes números- es personal poco compatible con la demanda del sector productivo. Es decir, no sólo no se contribuye a una formación humanista como con frecuencia se pretende, sino que tampoco se desarrolla una formación compatible con la demanda del mercado de trabajo.

Uno de los principales costos de la industria nacional es la capacitación inicial de su personal, que se concentra generalmente en temas elementales que debieron aprenderse en los años de formación básica. De esta forma, mientras que los empleados y obreros de otras naciones con las que compite el trabajador y el empresario mexicanos cuentan con niveles educativos muy superiores, los mexicanos empiezan con un enorme handicap. Si todo esto fuese producto de la ausencia de recursos, el problema podría atenderse; pero lo grave es que no es éste el inconveniente, sino la concepción, el enfoque y la instrumentación.

Al reconocer el problema, por lo menos en un sentido abstracto, nuestros dilectos representantes en la legislatura pasada optaron por la solución político burocrática: echarle una barbaridad de dinero inexistente a la educación, al margen de la necesaria definición del problema. En lugar de forzar al gobierno a elaborar un diagnóstico serio que permitiera comprender la naturaleza del reto, los diputados estudiaron los montos (respecto al PIB) que supuestamente aportan otras naciones a sus respectivos sistemas educativos y decretaron la urgencia de realizar un gasto semejante, sin reparar en que ese porcentaje incluye gasto público y privado. Suponer que el sector resolverá sus dificultades con la friolera de 8% del PIB es una fantasía. Además, ni siquiera se analizó cómo es que se integran esas cifras en otras naciones, es decir, si incluyen el gasto integral en el rubro o sólo el público. En otras palabras, se actuó muy a la mexicana: con la rapidez de alguien que no quiere enfrentar un problema pero que no tiene escrúpulos para manifestarse al respecto. Lo peor del caso es que lo único que se logró fue elevar las expectativas de que habrá más dinero para la educación, sin que exista siquiera una definición de la naturaleza del problema.

El asunto contrasta brutalmente con algunos de nuestros más feroces competidores en otras latitudes. Al inicio de los sesenta, por ejemplo, el gobierno coreano se abocó a analizar las fuerzas y debilidades de su país. El estudio reveló que la mayor fortaleza potencial de esa nación residía en su población, razón por la cual había que dedicar todos los esfuerzos posibles para conferirle los medios y el instrumental idóneos para poder convertir esa fortaleza potencial en una realidad. El resto, como dicen los reporteros, es historia.

Corea convirtió a la educación en el medio para transformar a la población, enriquecerla y darle oportunidades de desarrollo antes inimaginables. El éxito de Corea en materia de desarrollo económico, político y social habla por sí mismo. No menos importante es el hecho de que la mayoría de las naciones del sudeste asiático imitaran a Corea y su decisión de hacer de la educación el factor medular de su desarrollo. Su éxito en el terreno económico no ha sido producto de la casualidad. China aprendió e instrumentó la lección a cabalidad.

Cuando estalló la crisis financiera asiática en 1997, todas las naciones reconocieron en la educación su principal fortaleza. Eso quizá explique por qué en la actualidad una nueva ola de reformas educativas esté sobrecogiendo a la región. Nadie desea quedarse afuera. El recientemente retirado primer ministro malayo, Mohathir Mohamad, hizo de la educación su principal objetivo en los últimos años de su mandato; Tailandia ha dedicado ingentes recursos a la educación y el actual gobierno ha realizado tres cambios de ministro de esta cartera para tratar de encontrar el camino hacia una reforma efectiva de la enseñanza básica; el gobierno de Singapur, siempre proactivo y promotor, no parece ser capaz de presentar argumento alguno sin referirse a la “sociedad del conocimiento”. Por donde uno le busque, los asiáticos, que ya de por sí se encuentran entre las naciones con menor analfabetismo en el mundo, procuran convertir a la educación, una vez más, en su ventaja comparativa.

¿Y nosotros dónde estamos en todo esto? La urgencia de atacar la problemática educativa es vieja y con frecuencia reconocida por tirios y troyanos. Sin menoscabo de los esfuerzos serios y honestos que se han emprendido en la última década, es evidente que el problema rebasa las soluciones propuestas. Por más que se realicen esfuerzos, algunos de ellos por demás encomiables, sigue concibiéndose a la educación como en el pasado, por lo que no es razonable esperar que los resultados futuros sean distintos a los que hoy observamos. Sin ir muy lejos, una mera oteada al sector revela que innumerables profesores son funcionalmente analfabetas. ¿Qué se puede esperar de un proceso educativo con una concepción caduca y añeja, además de carecer de los recursos humanos idóneos para llevar a cabo su cometido? El problema es evidentemente estructural y requiere de una transformación cabal, no de meros ajustes en el margen.

Debe de empezarse por reconocer la naturaleza del mercado laboral. Quienes egresaban del sistema educativo hace cincuenta años competían con sus vecinos de colonia y, cuando más, de pueblo o ciudad. La abrumadora mayoría de los empleos disponibles se encontraban cerca del hogar del egresado, por lo que las oportunidades y la competencia por el empleo se reducían a personas con una formación más o menos similar. Es decir, el sistema educativo podía ser bueno o malo, pero todos los que egresaban contaban con una formación más o menos igual y competían por los mismos empleos. La productividad resultante podía ser baja o alta, pero eso no afectaba mucho al proceso educativo. Se trataba de un mundo extraordinariamente simple.

Quien egresa ahora del sistema educativo compite con el resto del mundo. Independientemente de su nacionalidad, las empresas se instalan en los lugares más recónditos: igual México que China, India o Brasil. El egresado mexicano no compite ya con sus pares de las colonias aledañas, sino con la aldea global en pleno. La calidad educativa se ha convertido en un criterio central en el proceso de decisión dentro de las empresas para la localización de sus plantas. Las empresas reconocen una relación directa entre la naturaleza y calidad de la educación con la productividad y la calidad de sus productos. Cuando una empresa decide instalar su planta en China o India, antes que en México, lo hace con plena conciencia de que las ventajas comparativas que ofrecen los sistemas educativos de aquellas naciones son superiores a las de México. Los gobiernos chino e hindú, para seguir en el mismo ejemplo, no pelean por la soberanía en lo abstracto, como hacen nuestros políticos, sino que transforman sus sistemas educativos para asegurar la integración exitosa de sus poblaciones en los mercados productivos y, con ello, fortalecer la soberanía. Su lógica es exactamente opuesta a la nuestra.

La educación tiene que formar seres humanos en forma integral, habilitándolos con la capacidad de razonar y decidir por sí mismos. Nuestro sistema educativo ni los capacita para la vida productiva ni les confiere herramientas para su desarrollo como personas. Es tiempo de iniciar una cruzada de verdad; el futuro depende de ello.

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Consecuencias económicas de la política

Luis Rubio

El espectáculo ofrecido por nuestros supuestos representantes a partir del pasado primero de septiembre y hasta el fin de este periodo de sesiones, puede quedar en el anecdotario de una transición inexplicablemente prolongada, compleja y ambigua o bien puede medirse en función de sus consecuencias directas. Si nos remitimos al anecdotario, quedarán registradas las caras burlonas de múltiples diputados, al parecer, inconscientes de las miradas del auditorio que los veía a través de la televisión. Sus estridencias evidenciaron las causas que los movían: retórica pura y el objetivo de echar relajo a costa del presidente. Pero si en lugar de quedarnos en el comentario de café evaluamos las consecuencias directas generadas por la inacción del poder legislativo, así como de su sistemática capacidad de bloqueo durante los últimos siete años, el balance se puede hacer en términos de tasa de crecimiento, niveles de ingreso per cápita y creación de empleo. Nunca en la historia moderna del país, quizá con la excepción de los setenta, se había registrado tal destrucción de valor potencial como en los últimos años. La toma de la tribuna por las huestes perredistas no hace sino decantar el problema. El desempeño político tiene consecuencias.

La transición política sabíamos que sería inexorablemente compleja, pero su duración debería ser motivo de extrema preocupación. Aunque las expectativas que se generaron de la alternancia de partidos en el poder ejecutivo fueron siempre excesivas, ningún agente económico realista ni actor político responsable albergaba la esperanza de que nuestros problemas políticos se resolverían de la noche a la mañana. Todos sabemos bien que, en el entorno de conflicto y disputas interminables como fue el previo a las elecciones de 1997 y las de 2000,  lo único que había sido resuelto era el mecanismo a través del cual se elegiría a nuestros gobernantes. El IFE y el Tribunal Electoral, en adición a la Suprema Corte de Justicia, se convirtieron en pilares de un proceso de cambio político que requería una transformación cabal y no meramente parcial, como  ocurrió. La fortuna es que dichas instituciones han tenido la capacidad para dirimir conflictos, al menos aquellos derivados del acceso al poder y, parcialmente, los relativos a su ejercicio.

El gran fracaso de la transición es que no ha habido los medios, la inteligencia, la capacidad de persuasión y la altura de miras en todo el aparato político para reconocer la existencia de un problema medular y actuar en consecuencia. Las instituciones son producto del quehacer humano y, en nuestro caso, ese quehacer ha sido magro o negativo. Y aunque innumerables grupos políticos, económicos y de presión gozan de criticar, demandar y exigir satisfactores particulares, el costo de la ausencia de nuevas estructuras políticas y, por lo tanto, de capacidad de acción en materia económica, lo paga el mexicano común y corriente, ése que no consigue empleo, aquél cuya productividad es bajísima y todos los que no logran satisfacer las necesidades de sus familias.

Tanto la acción como la inacción de los políticos tienen consecuencias. Si bien es lógico que tome tiempo articular mecanismos de interacción entre los poderes públicos, lo experimentado en México los últimos años es la expresión más vívida de un reino donde privan los intereses especiales, los defensores a ultranza de ideologías caducas e incompatibles con el mundo real y, sobre todo, el renacimiento de una mitología que clama por una conducción económica que  ha probado ser un manual para el empobrecimiento de cualquier país. Se trata de un fenómeno generalizado que atraviesa a los distintos partidos políticos. Y los riesgos de perseverar por ese camino son ominosos para todos, comenzando por los propios guardianes de las virtudes revolucionarias.

La conclusión casi generalizada de los comentarios y análisis emanados del espectáculo que nos han brindado los señores legisladores en las últimas semanas, es que el sistema político mexicano está atrapado y que no es probable que se encuentren salidas fáciles en el futuro mediato. Algunos culpan al presidente por su falta de iniciativa y capacidad de interlocución, pero la mayoría atribuye el problema a la inexistencia de condiciones para interactuar, así como a la indisposición de los legisladores y los líderes de sus partidos por considerar los costos del impasse en que hemos acabado. Algunos observadores y analistas se muestran escépticos de que los beneficiarios (o quienes creen que se benefician) de la parálisis política se muestren dispuestos a transformar al sistema político, cuando esto podría implicar sacrificios en términos de su poder o influencia. No es un asunto menor.

Lo cierto es que no contamos con un arreglo político compatible con las necesidades y demandas de una población creciente, especialmente en cuanto a oportunidades de desarrollo y empleo. La parálisis legislativa y el secuestro de las instituciones (el poder legislativo en primer lugar) por parte de algunos grupos políticos, impide que fluya la inversión e impone costos tan altos al empresario mexicano (por ejemplo, en el caso del gas y la energía) que le obliga a pensar en alternativas de inversión en otros países, y, en consecuencia, cancela oportunidades de desarrollo para el país y la población en general.

La inacción política y legislativa, incluyendo la incapacidad del ejecutivo por desregular amplios sectores de la economía así como por llevar a buen puerto proyectos esenciales y urgentes de inversión, como el aeropuerto de Atenco, no son sino ejemplos del desperdicio y la incompetencia que enfrenta el mexicano en su actuar cotidiano. Lo anterior se puede decir también de muchas de las acciones que sí emprenden nuestros políticos, como el absurdo programa de los changarros (orientados a facilitar la economía informal en lugar de a desincentivarla) y otras tantas legislaciones no cuidadas o mal concebidas. El país atraviesa por una etapa de estancamiento que nada tiene que ver con el mundo exterior o con los mercados internacionales, sino con la propensión a impedir el desarrollo de nuestro nuevo sistema político. El problema es grave y los costos se endosan a la población en su conjunto.

Ahora que todo en la política mexicana tiene por referencia y destino el 2006, como si ahí fuera a concluir la historia del país, los costos de la inacción pueden acabar siendo intolerables. Los legisladores que tanto disfrutaron el pasado Informe y se congratularon de sus propias travesuras ante las cámaras de televisión, no mostraron la menor capacidad de reconocer que todo el sistema corre el riesgo de colapsarse. Cualquiera que observe las tendencias en la participación y afluencia de votantes a lo largo de los últimos diez años, puede percatarse que el abstencionismo crece de manera peligrosa. Es decir, ante la ausencia de mecanismos para exigir la rendición de cuentas, premiar o castigar a sus representantes –desconocidos para la mayoría de la población-, un número creciente de ciudadanos ha optado por no votar. Lo paradójico es que esto ocurra justo cuando el mexicano consiguió hacer efectivo su voto. Se trata de una luz ámbar tendiendo a rojo.

El punto de fondo es que la política tiene consecuencias económicas. Por poco más de una década, la economía había venido operando bajo dos premisas centrales. Una: a pesar de las diferencias políticas, en la política mexicana existía un consenso tácito en torno a un conjunto de vectores clave para el funcionamiento de la economía; por ejemplo, que un déficit fiscal es pernicioso (sobre todo dados los pasivos contingentes y no reconocidos que enfrenta el gobierno) y  que el TLC es intocable por el riesgo de abrir la caja de Pandora. La otra premisa que mantuvo a la economía funcionando y a la inversión fluyendo, con todas sus limitaciones, fue la expectativa de que los políticos avanzarían en la resolución de sus disputas y que, poco a poco, construirían las estructuras institucionales que permitiesen afianzar y garantizar la estabilidad política, creando con ello un entorno propicio para un crecimiento económico acelerado de largo plazo.

Es evidente que esas dos premisas no se han cumplido a cabalidad –lo cual explica la ausencia de nuevas inversiones en el país, así como la creciente propensión del empresariado mexicano por buscar diversificación hacia el exterior. Pero es importante diferenciar lo que ha funcionado de lo que no ha avanzado. En términos generales, la primera premisa se ha cumplido casi al pie de la letra. A pesar de los múltiples llamados a revivir el proteccionismo, multiplicar subsidios y promover otros mecanismos que favorecen sólo a intereses particulares a costa del resto de los productores y consumidores, la desviación respecto al esquema que existía cuando entró en operación el TLC, aunque creciente, ha sido relativamente menor. Por su parte, es evidente que no se puede decir lo mismo respecto a la institucionalización de sistema político.

Mucho más importante, a pesar de que no ha habido cambios significativos en política económica ni desviaciones respecto a la primera premisa, sí hay dos circunstancias, ambas ominosas, que ponen en entredicho todo el esquema fraguado al inicio de los noventa  y que amenaza, una vez más, la estabilidad económica. Lo primero, y con mucho lo más importante a la fecha, es que no se han llevado a cabo los cambios, las reformas y los programas que permitirían que la política de desarrollo adoptada hace tres lustros –y la única que, en sus líneas generales, nos podría sacar de la pobreza en un periodo razonable-, sea exitosa. En términos llanos, nuestros políticos han sido un fracaso en crear condiciones idóneas para hacer posible la recuperación de la economía (sobre todo en frentes como el de la energía, la infraestructura y la educación).

Pero lo crítico en este momento es que la validez de esas premisas se encuentre bajo ataque, no sólo porque ningún político prominente las defienda y trabaje en la construcción y consolidación de una economía moderna y competitiva, sino que los conceptos que le dan sustento son cada vez más disputados. Algún día, nuestros políticos tendrán que reconocer que sus acciones y su inacción tienen consecuencias. Ojalá que no sea demasiado tarde para la población a la que desgobiernan.

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Negados para la regulación

Luis Rubio

La contradicción es flagrante. Por un lado, el funcionamiento de una economía moderna y compleja requiere de entidades gubernamentales independientes que supervisen el funcionamiento de los mercados, aseguren la equidad en la aplicación de las normas y regulaciones, diriman diferencias y conflictos entre agentes económicos y, en una palabra, den continuidad a la operación económica cotidiana sin depender de los vaivenes políticos que afectan a cualquier país. No hay país desarrollado que no cuente con una estructura de entidades autónomas e independientes dedicadas a la regulación económica en estos términos. Pero, por otro lado, el panorama de regulación en el país es todo menos encomiable. Si bien existen numerosas instituciones y entidades dedicadas a la regulación de distintos sectores, prácticamente ninguna es independiente ni autónoma. Parecemos negados para ello. Pero hay algunos ejemplos que sugieren que esto no tiene porque ser así.

El problema es muy simple: la economía tiene que funcionar independientemente de si el gobierno es de izquierda o de derecha, si el presidente es bueno o malo. En un país grande, con una economía diversificada y compleja como la nuestra, tienen que existir mecanismos que permitan que los procesos económicos funcionen al margen del perfil ideológico o capacidades del gobierno en turno. Por supuesto, cada gobierno le imprime sus prioridades a la administración política y económica; pero para que una economía se desarrolle, se requiere de un blindaje que le permita al empresario e inversionista contar con un horizonte certidumbre de largo plazo. El empresario que quiere desarrollar un proyecto cuya maduración tiene un horizonte de años o lustros, requiere de certidumbre en las reglas del juego y de mecanismos independientes que permitan resolver conflictos de una manera predecible.

Mientras más compleja es la economía, más importante es la existencia de entidades independientes y autónomas dedicadas a la regulación. En ausencia de este tipo de entidades todo acaba dependiendo de la voluntad, competencia o preferencias de un presidente o secretario de Estado. En temas sensibles y por demás delicados (como la operación del sector financiero), la existencia de una entidad regulatoria profesional e independiente es vital; lo mismo puede decirse de los sectores que son políticamente sensibles, como el agua, la electricidad o la energía.

No cabe la menor duda de que cada gobierno le imprime su sello a la administración de la economía. Pero eso no implica que toda la economía deba sujetarse a los vaivenes que un cambio político entraña. Por ello, lo que típicamente ocurre en los países desarrollados es que las entidades reguladoras guardan una gran autonomía respecto a los cambios de gobierno. Aun cuando el director o presidente de una entidad de esta naturaleza pudiera cambiar, la estructura mantiene su independencia, a fin de que no se alteren sus funciones. Con el cambio de cabeza de una entidad, los criterios generales pueden modificarse, pero no así el funcionamiento o los criterios de aplicación de la norma.

Un ejemplo dice más que mil palabras: en Europa y Estados Unidos, la cabeza de las entidades responsables de temas clave como la competencia económica o los monopolios típicamente cambia con el relevo del gobierno (como ocurrió recientemente en la Unión Europea). Los gobiernos de izquierda tienden a ser muy severos en materia de monopolios (pensemos en el caso Microsoft), en tanto que los de derecha o pro empresariales son típicamente más permisivos en estas materias. Sin embargo, aunque el criterio político varíe, la operación de la entidad es absolutamente profesional y su personal no sólo cuenta con garantías de permanencia, sino sobre todo de independencia.

La pregunta es qué es lo que hace posible que una entidad sea independiente y autónoma. Si uno observa el funcionamiento de las entidades que hoy existen para regular las diversas actividades o sectores de la economía mexicana, el panorama es desalentador. La Comisión Nacional Bancaria demostró sus extraordinarias debilidades a lo largo del rescate del ahorro bancario en los noventa. Otro caso, aunque con rasgos distintos: la Comisión Reguladora de Energía, aunque dependiente del Secretario de Energía, es una entidad seria, pero en un sector donde la naturaleza de las dos empresas dominantes bloquea toda capacidad de regulación. Pensemos simplemente cómo la SENER ignoró la regulación que emitió en materia del gas natural. La Comisión Federal de Competencia, bien constituida y concebida, pasó buena parte de su primera década subordinada a las preferencias presidenciales y sólo en los últimos años desplegó una relativa independencia. La Comisión Nacional de Derechos Humanos, aunque en otra rama de la vida pública nacional, es un ejemplo perfecto de la intromisión política, remoción temprana de los consejeros, comenzando por su presidente, e infinita tolerancia a los malos manejos siempre y cuando se esté del lado correcto de la política. El caso más elocuente es quizá el de la Comisión Federal de Telecomunicaciones (COFETEL), donde ya ni siquiera existe la pretensión de autonomía e independencia respecto al ministerio o al factotum de las telecomunicaciones en el país, como ilustran sus resoluciones en materia de tarifas telefónicas.

El dilema es por demás claro. Nuestra historia, cultura y tradición tiene enormes atributos, pero no conduce fácilmente a la formación de personas y actitudes de independencia. El estilo autoritario y patrimonialista de nuestra cultura política tiende a generar relaciones de dependencia, más que lo contrario. El funcionamiento de las entidades dedicadas a la regulación económica depende más de la voluntad de quien los nombra que de la fortaleza intrínseca de la comisión o entidad. Todo esto sirvió bien al afianzamiento de un sistema político y de una economía que giraban en torno al presidente, pero son incompatibles con el desarrollo de una economía moderna. Peor, lo que es cierto para la economía es igualmente cierto para la política y la sociedad. Las desventuras en el nombramiento de los integrantes del nuevo consejo del IFE, son muestra fehaciente de la propensión de los políticos a persistir en las relaciones de dependencia, antes que en fortalecer la viabilidad de largo plazo del país.

A pesar de lo anterior, hay tres entidades que ilustran la posibilidad de crear fundamentos razonablemente sólidos para la construcción de entidades autónomas e independientes. La más obvia de éstas es sin duda la Suprema Corte de Justicia, entidad que ha logrado una credibilidad propia y que ha minimizado, aunque sin duda no eliminado, las presiones e intromisiones políticas. Aunque menos certera y atinada en los temas económicos, la Corte tiene bien ganado el respeto que (casi) toda la sociedad le tiene.

En el reino de la economía hay dos entidades que han probado independencia, continuidad y claridad de funciones: el Banco de México y la CONSAR (Comisión Nacional del Sistema de Ahorro para el Retiro), esta última creada para supervisar el funcionamiento de las Afores. El Banco de México tiene el diseño institucional autónomo y firme que le ha dado la credibilidad y funcionalidad de que goza. Curiosamente, el éxito de la CONSAR (quizá el supervisor más eficiente y eficaz con que cuenta el sistema financiero) se explica menos por su estructura de autonomía e independencia que por su regulación moderna, con dientes, y la claridad con que la SHCP ha elegido a sus presidentes. A la vez, su relativa autonomía de gestión está garantizada por la peculiar integración de su consejo. Lamentablemente, CONSAR es una excepción a la regla en el gobierno federal. La lección que arrojan estas entidades es la urgencia de desarrollar una carrera dentro del servicio civil para la regulación y fortalecer a las entidades reguladoras a través de órganos de gobierno fuertes e independientes, con autonomía presupuestal. En el caso de la regulación financiera y bancaria, se avanzaría mucho si se transfiriese el control de las entidades respectivas como órganos desconcentrados del Banco de México.

La independencia y autonomía son dos características esenciales de una economía moderna, junto con una protección jurídica adecuada para los funcionarios responsables. Sin ello, es imposible que prosperen las empresas, que funcionen los procesos políticos y se consolide una sociedad moderna. A primera vista, la independencia y autonomía parecen ser meros adjetivos, pero en realidad se trata de condiciones esenciales.  En contraste con la lógica política de antaño, el propósito de alentar el surgimiento de entidades independientes es precisamente para aislar las decisiones económicas de los ciclos políticos, a fin de asegurar un crecimiento sostenido de la economía. Ese es el punto de un Estado de derecho.

Muchos políticos rechazarán de entrada la premisa de la necesidad de autonomía e independencia en estos órganos del gobierno. Hijos del viejo sistema, esas personas piensan en términos de control y clientelismo. Su visión  es la de un país cerrado y protegido en el que el gobierno es la autoridad suprema. Un mundo como el de los sesenta, cuando las relaciones de subordinación eran claras y todo parecía funcionar sin problemas. Independientemente de la validez de esas concepciones (porque, a final de cuentas, ese mundo se vino abajo), vivimos una nueva era que funciona por equilibrios más que por imposición; por equidad en el ejercicio de las funciones gubernamentales (y regulatorias), más que a través de subsidios y protección; por una aplicación desinteresada de los reglamentos, más que por favoritismo. Es decir, al revés que en el pasado.

El verdadero dilema es si queremos seguir aferrados a un pasado que ya no puede ser, o si rompemos con la inercia y generamos las condiciones necesarias para que el país prospere. La preservación de las formas y costumbres del pasado en el ejercicio de la función pública no rendirán fruto alguno. El país debe optar entre el mundo idílico del pasado (que nunca existió) y la oportunidad de desarrollar un país moderno y pujante. Si es lo segundo, tendremos que cambiar más que unas cuantas legislaciones o relaciones de propiedad.

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Corrupción consuetudinaria

Luis Rubio

Todo en el país parece diseñado para que prospere la corrupción. La obra  pública -los aeropuertos, por ejemplo- se construye para favorecer posibles negocios chuecos, hasta en su diseño físico. Las reglas institucionales se definen de una manera tan ambigua, o tan discrecional, que siempre es posible interpretarlas de tal manera que permitan y faciliten la corrupción o, de igual manera, castigar sin misericordia una acción perfectamente lícita y adecuada cuando así conviene al político en turno. En pocas palabras, la corrupción no es producto de la casualidad, sino de un diseño implícito que la hace posible y perdurable. Si de verdad se quiere acabar con la corrupción, hay que modificar las reglas que la reproducen.

En el tema de la corrupción la pregunta relevante no es de carácter moral, sino práctico. Si uno parte del principio de que por igual hay gente honesta que deshonesta, la clave entonces no son las personas, sino el entorno y las instituciones que delimitan su conducta. Si no fuese así, tendríamos que aceptar que la moral de una persona determina el potencial de corrupción de una actividad o puesto público y caeríamos de inmediato en la indefinición que animaba a muchos priístas cuando decían “no me des; sólo ponme donde hay”. Es obvio que el tema no es de moralidad, sino de oportunidad. La pregunta es qué es lo que crea la oportunidad de la corrupción.

La corrupción florece bajo dos condiciones evidentes: la obscuridad y la discrecionalidad. Cuando no existe transparencia y claridad sobre los procesos y decisiones que tienen lugar en una determinada empresa o entidad, los funcionarios de la misma tienen amplias oportunidades para hacer de las suyas. Es decir, el que existan espacios de decisión que no están sujetos al escrutinio público se convierte en una oportunidad para que un funcionario deshonesto aproveche la circunstancia para su beneficio personal o el de terceros. Algo parecido ocurre cuando la legislación o regulaciones que norman el funcionamiento de una empresa pública o entidad gubernamental  otorga a sus funcionarios facultades discrecionales tan amplias que permiten cualquier interpretación al momento de tomar una decisión. De esta manera, cuando la autoridad cuenta con la facultad de aprobar o rechazar una petición, permiso o adquisición sin que medie un análisis y un procedimiento escrupuloso y sin tener que dar explicación alguna, entonces el potencial de incurrir en situaciones de corrupción es infinito. Además, ese potencial se multiplica cuando no existen sanciones por violar las regulaciones (incluida, por ejemplo, la falta de transparencia, así la ordene la ley).

El punto es que la corrupción no surge en un vacío. Más bien, son las reglas que gobiernan el proceso de toma de decisiones las que crean o impiden la existencia de oportunidades de corrupción. Si esto es tan obvio, entonces la manera de terminar con la corrupción es con reglas del juego (ya sea en el propio marco jurídico o en la forma de decidir) que obliguen a la transparencia tanto como a la reducción al mínimo indispensable de la discrecionalidad con que cuenta el tomador de decisiones. Además sería indispensable dar facultades a la población para que demande a quien no cumpla con esas reglas del juego. Es evidente que los niveles de discrecionalidad que son necesarios para el buen ejercicio de la función pública varían de una entidad a otra y de un tipo de decisión a otro. Esto también debe quedar contemplado en cualquier esfuerzo encaminado a eliminar la corrupción, pues de otra manera no se haría más que paralizar a la entidad o garantizar la corrupción en cualquier y todas las decisiones que ahí se tomen (como ocurre en la actualidad).

Quizá la pregunta pertinente es cómo se puede y debe incorporar la transparencia en los procesos de decisión de una manera tal que no se entorpezca la toma de decisiones, a la vez que se reduce el potencial de corrupción. Hay dos ejemplos que sugieren formas en que esto se podría instrumentar, ejemplos que también muestran la trascendencia de una decisión gubernamental comprometida con extinguir la corrupción. Ambos ejemplos tienen que ver con Pemex.

Pemex es una de las entidades nacionales que más participación y vinculación tiene en los mercados financieros, tanto nacionales como internacionales. Por años, la empresa ha emitido diversos tipos de bonos para financiar su operación cotidiana y, hace no mucho, la empresa anunció la posibilidad de emitir algún tipo de acciones que permitan a los inversionistas privados tener una participación en el financiamiento de riesgo de la empresa a través de un fideicomiso. Tanto los bonos como las acciones son mecanismos a los que empresas de la más diversa índole y nacionalidad recurren para financiar sus operaciones. Sin embargo, cuando Pemex emite un bono o una acción, no tiene que adecuarse a las reglas de transparencia que caracterizan a todas las demás empresas del mundo, dado que goza de una garantía –implícita o explícita- del gobierno federal.

Lo anterior podría sonar lógico, dado que se trata de una empresa propiedad del gobierno. Sin embargo, de estar el gobierno realmente comprometido con la transparencia y decidido a acabar con la corrupción atávica de la entidad, no tendría más que someterla a las mismas reglas aplicables a cualquier empresa en el mundo que acude a los mercados internacionales. Es decir, bastaría con que el gobierno retirara la garantía a las operaciones de la empresa. Acto seguido, los operadores de los mercados se verían obligados a exigir que Pemex se sometiera a los requerimientos de transparencia exigibles a cualquier otra empresa. A partir de ese momento, no habría funcionario de la entidad que estuviera dispuesto a correr el menor riesgo, so pena de ser demandado no sólo ante nuestro caprichudo y corrupto ministerio público, sino ante tribunales en cualquier lugar del mundo en que se encuentre domiciliado el inversionista afectado.

El segundo ejemplo sería mucho más revolucionario, pero no menos trascendente. Mucha de la corrupción en el país se deriva no sólo de la falta de transparencia, sino de la vasta discrecionalidad que caracteriza a la administración pública. En el caso de Pemex, la corrupción lo permea todo porque las reglas del juego (o su inexistencia) así lo permiten. A ello se debe  que las adquisiciones que realiza la empresa, por citar un ejemplo, sean una fuente inagotable de oportunidades de corrupción. Pero lo mismo es cierto en el caso del contrato colectivo de trabajo, diseñado para que todo en la empresa acabe beneficiando al sindicato, sobre todo a su liderazgo. Quizá valdría  la pena preguntarse por qué no se le da la oportunidad a los dueños de la empresa a revisar el contrato colectivo y, a través de una consulta pública, votar para que éste sea aprobado o rechazado. Aunque la retórica de los defensores del statu quo se fundamenta en la noción de que Pemex es del pueblo de México, todos sabemos que, en la práctica, la empresa es propiedad de su burocracia y sindicato. ¿Por qué no someter a consulta de los supuestos dueños, el pueblo de México, los términos del contrato colectivo de trabajo y otros contratos igualmente centrales al funcionamiento de la empresa?

La mejor, realmente la única, forma de acabar con la corrupción es haciendo pública la información sobre las decisiones que pueden hacerla posible. La ley de transparencia es un instrumento clave en este proceso, pero no es el único, ni siempre el más adecuado para lograr el objetivo. La razón de lo anterior es doble. Por un lado, la ley de transparencia ve en retrospectiva. Es decir, permite observar las decisiones que se tomaron con anterioridad. Desde luego, en la medida en que los funcionarios públicos saben que sus decisiones podrán ser revisadas en el futuro, su propensión a delinquir es infinitamente menor y eso tiene un valor en sí mismo.

Pero la otra razón por la que la ley de transparencia no es siempre el mejor vehículo para impedir la corrupción reside en que las reglas escritas y no escritas del juego en la administración pública mexicana con frecuencia hacen imposible que se actúe con probidad. Las reglas en la administración pública se diseñaron para hacer posible tanto la corrupción de los amigos, como la persecución judicial de los enemigos. Las leyes y reglamentos que norman la función pública son asfixiantes para un funcionario honesto, pues le impiden tomar decisiones racionales, a sabiendas de que todo puede ser mal interpretado en el futuro. En no pocas ocasiones, los funcionarios acaban tomando decisiones erradas, pero indisputables bajo la normatividad existente. El gobierno del presidente Fox ha hablado mucho sobre la corrupción, pero no ha cambiado nada de la normatividad que la hace posible.

La ley de transparencia es un instrumento valiosísimo para disminuir la corrupción, pero es imperativo ir más lejos. Es evidente que la normatividad, tanto legal como reglamentaria, que existe en la actualidad es inadecuada para el funcionamiento eficiente de un gobierno. Pero también es cierto que en el país existe un enorme número de “poderes reales”, o “fácticos” como les llaman algunos, que nada tienen que ver con las reglas que rigen al común de los ciudadanos. Por ejemplo, los sindicatos operan bajo un esquema de chantajes políticos que nunca pasa por la criba del poder judicial. Innumerables intereses expolian al erario a través del robo de gasolinas o de la economía informal. El contrabando no sería posible sin el contubernio de autoridades aduanales y policiacas. La obscuridad y la discrecionalidad hacen posible la corrupción en todos los recovecos de la realidad nacional.

No hay como la apertura y la transparencia para exhibir esas realidades. A diferencia de los procedimientos judiciales, que además de costosos son igualmente propensos a la corrupción, la apertura informativa cierra espacios a la corrupción de manera automática. Como ilustran los ejemplos citados, la apertura permitiría enfrentar hasta al mayor de los dinosaurios. Lo mismo se podría lograr de hacerse pública la información sobre aduanas y procesos judiciales. El país aspiraba a un cambio. Hay muchos lugares por donde se podría comenzar.

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Impunidad y legalidad

Luis Rubio

México inició su transición política sin que mediara mucho análisis, pensamiento o cálculo. Las circunstancias crearon el momentum y arrojaron un proceso complejo, sinuoso y, sobre todo, obscuro en cuanto a las características del puerto de arribo. A diferencia de naciones como España o Alemania, que gozaron de una definición precisa al momento de zarpar en su proceso de transición, además de tener la visión y la capacidad política para planear cada paso en el camino, en México se debate incluso cuándo comenzó la transición (que si en 1968, en 1988 o en el 2000) y nadie sabe qué características debería mostrar la sociedad mexicana cuando la transición haya concluido. Quizá no avanzaremos nada si antes no definimos un factor central de cualquier transición: el problema de cómo adoptar la legalidad y lidiar con la impunidad (y el pasado). Nuestra experiencia reciente no es nada encomiable.

Cada proceso de transición arroja lecciones interesantes. En muchos sentidos, la transición de la Alemania del Este a partir de 1989 es como ninguna otra, pues en realidad se trató de una adquisición o una absorción por parte de su vecino mayor. Mientras que los españoles, polacos, chilenos y otros pueblos que han experimentado un cambio radical de régimen tuvieron que rascarse con sus propias uñas, como dice el dicho, los alemanes del este se encontraron con que, de la noche a la mañana (y de acuerdo a un plan, a la alemana, tan detallado que no dejaba nada al azar) todo había sido predeterminado: la inversión y transferencia de riqueza que ha tenido lugar en lo que antes fue Alemania oriental, no tiene precedente en la historia (así hasta vale la pena dirían algunos), pero no sólo eso. Para cuando los alemanes orientales se levantaron luego de la borrachera de la caída del Muro, las instituciones de Alemania occidental habían tomado control de todo: el marco legal, el sistema bancario, la seguridad pública y, por supuesto, la infraestructura. Así, mientras que otras transiciones han sido organizadas y dirigidas por burócratas improvisados que no aprenden rápido, los alemanes llegaron con la mesa puesta.

A pesar del enorme privilegio, los resultados a tres lustros de ese dramático momento no son tan favorables como uno podría suponer. Muchos alemanes del este preferirían restaurar el viejo régimen: las encuestas sugieren que muy pocos consideran la transición exitosa y muchos más se sienten profundamente infelices. Parte de la explicación es generacional, pero los expertos concluyen con una evaluación que parece ser perfectamente aplicable a México: aun si se acierta en la organización de todos los ingredientes -tanto los económicos como los políticos- de la transición hacia una democracia liberal, y aun si se logra evitar brotes violentos (o algo peor), toma años, quizá una o hasta dos generaciones, sedimentar el cambio que entraña romper con un sistema autoritario o semi autoritario y con una economía fundamentada en decisiones burocráticas. Muy poca gente tiene los arrestos para ajustarse a los cambios, en especial quienes son o fueron responsables de administrar los procesos del viejo régimen o quienes tuvieron que aprender a sobrevivir en él. Hay incluso una interpretación bíblica sobre este punto: los cuarenta años que le tomó a los israelitas llegar de Egipto a la tierra prometida no fueron producto de la casualidad, sino de un diseño: para poder entrar a su nuevo entorno era necesario desprenderse de los hábitos mentales que se derivaban de la esclavitud.

El caso alemán es interesante porque demuestra que la economía no es el tema central o fundamental del proceso de transición, así sea clave. Quizá el punto medular de una transición tenga más que ver con la necesidad de llevar a cabo ajustes en la manera de ser, pensar y actuar de las personas, desde el ciudadano más modesto hasta el político, funcionario o empresario más encumbrado.

En esta línea de pensamiento, una de las cosas que la transición mexicana ha abandonado a su suerte y que quizá acabe siendo uno de los factores que impidan que ésta culmine con broche de oro, como ha ocurrido en otras latitudes, es el de la legalidad. Aunque la sociedad mexicana actual es sin duda más libre que la que le precedió, nada ha cambiado en términos de la precariedad de su existencia ni en la realidad de inseguridad jurídica que le caracteriza. Como ilustra la interminable serie de escándalos políticos, la transición ha sido muy buena para exhibir la corrupción, pero no para evitarla. No hay duda que la disponibilidad de información y la creciente transparencia de muchos procesos públicos contribuyen a inhibir el abuso y la corrupción, pero tampoco hay duda que la impunidad sigue a la orden del día.

La gran pregunta es cómo establecer el reino de la ley. Una revisión a nuestra realidad cotidiana ilustra la complejidad de semejante empresa. Para comenzar, siempre hay argumentos que justifican anteponer la razón política sobre la razón legal. En un país en el que la ley es la ley, nadie discute si es conveniente aplicarla o si esta debe usarse de manera diferenciada según sea el asunto en cuestión. En México, en cambio, este tipo de discusiones son el pan de todos los días y buena parte de ello lo explica la existencia de intereses poderosos que hacen todo lo posible por evitar que el país ingrese al mundo de legalidad y transparencia. Son intereses que viven y depredan de la inexistencia de un Estado de derecho en el país y que crean temas tabú y amenazan con inestabilidad para preservar sus cotos de caza.

La única manera de convertir a la ley en el corazón de los procesos políticos nacionales, la que ha funcionado en otros países que han seguido procesos de transición política exitosos, es marcando una línea de separación entre el pasado y el futuro. El gran problema de instaurar el reino de la ley es que quienes tienen deudas o cuentas pendientes con el pasado, no tienen incentivo alguno para adoptar la legalidad y, con ello, exponerse a que se les finquen responsabilidades por crímenes, delitos o faltas del pasado. Los países que han sido exitosos en romper con ese fardo de antaño son aquellos que pintaron una raya respecto al pasado, con el objeto de hacer posible la construcción de un futuro mejor.

Se trata, como se puede apreciar con toda claridad, de un dilema moral terriblemente difícil de encarar. Quien ha sufrido del abuso de las policías, los excesos de los sindicatos, los atropellos de la burocracia y la arrogancia del gobierno, ve con malos ojos que de un plumazo se exonere a todos aquellos que abusaron. Y eso que, en nuestro caso, fueron relativamente pocos los casos de abuso extremo (como tortura o muerte) semejantes a los ocurridos en Argentina y Chile. A final de cuentas, pintar una raya equivale a dejar en la impunidad a muchos posibles criminales, muchos de ellos intolerables en más de un sentido. Por otra parte, el argumento racional es igualmente obvio y no menos relevante: si no cerramos esos capítulos, nunca saldremos del círculo vicioso en el que nos encontramos. Algunos países se han quedado atorados en ese proceso, otros aceptaron este trade off, así fuera a la manera de un pacto con el diablo, porque ya estaban cansados de no ir a ningún lado. La alternativa era siempre peor.

En casi todos los países que aceptaron ese pacto con la impunidad se recurrió a otros medios para expiar culpas, resolver dilemas personales o, simplemente, lidiar con el pasado. En algunos, los menos, hubo acciones gubernamentales, sobre todo en la forma de comisiones de la verdad orientadas a transparentar el pasado y, con ello, tratar de dar sepultura a las atrocidades que se hubieran cometido. Pero en la mayoría han sido los novelistas e historiadores quienes hicieron suya la tarea de explicar el pasado, darle voz a los millones que sufrieron y, con ello, sentar las bases de un futuro diferente y más sólido. Mucha de la literatura e historia que ha surgido de Rusia y los países de Europa del centro y del este, así como del cono sur, comparte el mismo ánimo y sugiere lo que le hace falta a México.

No hay manera de pasar de la razón política a la razón legal, de la impunidad a la legalidad, sin delimitar la esfera del pasado y el futuro con claridad. Mientras eso no ocurra, el país seguirá pasmado y paralizado porque nadie quiere comprometerse con el futuro mientras no quede claro el pasado. Como se puede observar en la vida política nacional, ese pasado se sigue empleando en todos los niveles de gobierno y de la política como un medio para someter a intereses opuestos, controlar políticos y subyugar enemigos. Es ese y no otro el propósito, ya viejo pero no tan frecuente en el pasado, de judicializar a la política. Nada ha cambiado en ese reino y, mientras no cambie, el país no cambiará ni en lo económico ni en lo político.

Andrei Sakharov, el científico ruso que se convirtió en el líder espiritual de la disidencia en la era soviética, decía que un Estado que maltrata a sus propia población no puede ser confiable internamente o con sus vecinos. Para él, el totalitarismo soviético era el factor que creaba el entorno mundial de desconfianza característico de la guerra fría. Los mexicanos vivimos nuestra propia guerra fría interna y padecemos una pasmosa incapacidad de romper con ese pasado que nos atosiga. Urge el liderazgo y la visión que permita romper con ese fardo de una vez por todas.

Aviación

Aeroméxico y Mexicana llevan años de actuar como una sola empresa. Desde el punto de vista de sus dueños (esencialmente el gobierno y el IPAB), así como de cualquier inversionista potencial, lo obvio es fusionarlas para maximizar el precio de venta y sus rentas futuras. Fusionándolas se acaban las molestias que causa la competencia, se resuelve el problema de los altos costos laborales, las ineficiencias de las empresas y se puede ignorar el interés de los usuarios. Nadie puede acusar a las autoridades de Comunicaciones, los responsables por asegurar la competencia en la economía y los dueños, actuales y futuros, de la empresa de preocuparse por el desarrollo de la economía y el interés del consumidor. Sólo queda preguntar si no al consumidor, ¿a quién debe servir la economía?

 

La era de la responsabilidad

Luis Rubio

En ausencia de mecanismos naturales y automáticos para la construcción de acuerdos y consensos dentro de la sociedad mexicana, particularmente al interior de instituciones como el poder legislativo, la capacidad de desarrollo del país depende enteramente de la disposición de individuos a construir los andamios necesarios para salir adelante. En el pasado, la capacidad de imposición del presidente garantizó la toma de decisiones y, como bien sabemos, no todas las decisiones que emanaron de ese esquema acabaron siendo buenas. La democracia, cuando opera adecuadamente, tiene la virtud de promover la activa participación de las distintas fuerzas políticas y grupos de interés en el proceso de toma de decisiones. Pero para que ésta opere adecuadamente, deben existir mecanismos de contrapeso que impidan lo que hoy es la norma en la sociedad mexicana: el reino de los intereses particulares y la parálisis que de ahí emana. Es tiempo de que los legisladores asuman la responsabilidad histórica que les corresponde.

Pedir lo anterior, sin embargo, supone violar una constante de la realidad política de cualquier país: implica que quienes se benefician del statu quo acepten dejar de hacerlo. Lo anterior es, por principio, contradictorio. Por eso es común que no se avancen reformas que, aunque necesarias, no interesan o no benefician a quienes son responsables de aprobarlas (excepto cuando las circunstancias las hacen inexorables). En todos los países, las situaciones de crisis cambian los términos de la realidad. Así, por ejemplo, en 1995 se adoptaron cambios fiscales y al sistema de seguridad social que, en otro contexto político, hubiesen sido impensables. De la misma forma, el gobierno norteamericano actual logró que se aprobara un conjunto de legislaciones que rompían con una larga tradición liberal, situación que sólo pudo ser concebible en el contexto de los ataques terroristas del 2001. Lo que no es típico, pero tampoco excepcional, es que un partido o una coalición de ellos asuman como suyos los cambios que son necesarios no por el bien de la humanidad, sino por una visión de más largo plazo de su propio interés. Me explico.

Si partimos del principio de que un legislador o su partido van a impulsar los cambios convenientes a su propio interés, la pregunta es cuál de sus intereses concebirá como prioritario. En su expresión más elemental, más primitiva, la definición de interés se reduce a la defensa o avance de cuestiones muy particulares, como pueden ser las un sindicato (como ilustran los casos del IMSS y el de los electricistas). Pero también es posible articular la definición del interés de una manera distinta: un partido, por ejemplo, puede llegar a la conclusión de que su capacidad de ganar la próxima elección es mínima de no avanzar ciertos cambios fundamentales. En esta perspectiva, resulta de su interés el procurar esos cambios, así afecten a algunos de sus grupos cercanos. Esa fue, precisamente, la lógica de las reformas de los ochenta y noventa: afectaron intereses inmediatos, en aras de grandes beneficios más adelante. Redefinidos de esta forma, los intereses políticos y partidistas adquieren una dimensión distinta. La diferencia la hace la calidad del liderazgo que conduce el quehacer de un grupo político y legislativo.

En el país hemos llegado al punto en que, fuera de una mega crisis producto de la violencia política o de una nueva conflagración financiera y fiscal, lo único que podría conducir hacia la adopción de un conjunto de reformas mínimas sería el interés de un partido por impulsarlas. Pero, en virtud de la lógica antes descrita, esto sólo puede ocurrir de existir una gran claridad de visión (que permita discriminar entre intereses limitados de corto plazo, pero perniciosos para el interés del partido en el largo plazo, y los de largo plazo, así afecten a grupos particulares) y/o una capacidad efectiva de liderazgo que permita empujar esa visión. El caso del Partido Laborista inglés bajo el liderazgo de Tony Blair es paradigmático: bajo su batuta, el partido adoptó una visión que, por décadas, había sido anatema para sus correligionarios, pero fue esa visión la que les permitió recuperar el voto ciudadano.

Hay tres factores clave que confluyen con la indisposición a actuar mostrada por nuestros políticos en los últimos años. Primero que nada está el hecho de que el país está paralizado no por una plaga de cucarachas ni a causa de una catástrofe natural, sino por la falta de visión y acción por parte de gobiernos y legisladores que pensaron menos en cómo darle cauce a la transición política que en seguir a pie juntillas el famoso dicho de a río revuelto ganancia de pescadores. Segundo, y paradójico, la agenda que el país tiene que resolver no es una particularmente disputada. Aunque existen diferencias, en ocasiones profundas, sobre cómo resolver un tema particular, el contenido de lo que debería ser la agenda legislativa, política y gubernamental goza de un amplio consenso. Finalmente, la inacción tiene consecuencias, tanto económicas como políticas. La lenta recuperación económica, y sus consecuencias en términos de empleo y generación de oportunidades, ha golpeado a una gran parte de la población. Además, irónicamente, ha gestado condiciones propicias para movimientos políticos radicales. Justo, sin duda, lo que la mayoría de los legisladores buscaba.

La agenda en la que concuerda la mayor parte de los legisladores y partidos del país incluye temas obvios como una reforma institucional que restablezca la capacidad de tomar decisiones en las nuevas circunstancias; la creación de condiciones necesarias para que la economía pueda florecer; la garantía de seguridad pública y un Estado de derecho; la incorporación exitosa de la población a la globalización; y la relación con Estados Unidos. Pocos mexicanos estarían en desacuerdo con esta agenda, aunque algunos, los menos pero con poder, objetan puntos específicos, sobre todo en materia de reformas en el entorno económico. En otros casos (la relación con Estados Unidos, por ejemplo) existe un virtual consenso sobre lo deseable, independientemente de que lo deseable sea imposible en este momento. Pero, a pesar de las diferencias, estamos hablando de matices en una agenda que goza de amplio apoyo entre todos los partidos y grupos políticos.

Pero la existencia de un virtual consenso sobre lo que hay que hacer no se ha traducido en acción. Los partidos y legisladores se han empecinado en mantener su posición, alientan a sus facciones más duras y sacrifican en el camino la viabilidad económica y política del país. En lugar de amplitud de visión, lo que ha caracterizado al congreso es lo mezquino y modesto de su actuar. No ha habido posturas visionarias o liderazgos alternativos que impulsen soluciones a las diversas problemáticas que enfrenta el país. Aunque jamás lo aceptarían, los miembros del Congreso y del Senado han demostrado, como parece ocurrirle a la mayor parte de la población, que no saben funcionar sin la presencia de un líder fuerte que los obligue a actuar. Aunque muerto desde la elección del 2000, el presidencialismo sigue vivo en la conciencia de la población y, ciertamente, de los políticos mexicanos.

Mientras todo esto pasa, la economía del país sufre los estragos de la incongruencia: mientras que en el curso de los últimos veinte años se adoptaron medidas en materia económica que fueron transformando las formas y lógicas de funcionamiento de la economía mexicana, no se llevaron a cabo los cambios que debían acompañar a esas reformas para que éstas fueran viables para la mayoría de las empresas y personas. Esta incongruencia, que borda en lo criminal, pinta de cuerpo entero a nuestro sistema de gobierno. Por ejemplo, se eliminaron fuentes de protección y subsidio para la planta productiva, algo que era necesario para generar mayor competitividad en la economía mexicana, pero no se crearon las condiciones para que esa competitividad fuese posible. Es decir, al oponerse los legisladores a generar fuentes de energía más barata, por citar el caso más evidente, condenaron a buena parte de la planta industrial a competir en una situación de desventaja. En esto de la competitividad no hay secretos: es la incongruencia y falta de seriedad en el actuar gubernamental (gobierno-legislativo) lo que produce el estancamiento actual.

Nuestra situación actual es paradójica. Por un lado, el alcance de miras difícilmente podría ser más corto. Por la otra, los problemas cotidianos consumen a los empresarios, impidiendo que se desarrolle una economía pujante que, se supone, todos los políticos y partidos pretenden promover. En lugar de acción, lo que el mexicano recibe son buenos deseos. Pero el país requiere decisiones, no plegarias. Sin embargo, lo único que parecen recibir por parte de los políticos no es más que es eso, plegarias. Cada que cierran los ojos ante la inminencia de una catástrofe energética emiten una oración, una petición a quien sabe quién, para que el país no se hunda como producto de su inacción. Lo mismo ocurre cuando suponen, esperan o confían que nada pase al mantenerse irresuelta la situación fiscal o las pensiones no financiadas del sector paraestatal o la falta de competencia en la economía mexicana. La economía mexicana demanda oxígeno y los políticos se duermen en sus laureles. Esa no es manera de conducir a un país, velar por su soberanía o pretender que están haciendo su chamba. La ausencia de visión amenaza con dejar a más de uno tirado en la lona.

Vuelvo al inicio: lo que urge es que los partidos desarrollen una capacidad por definir y diferenciar sus intereses de corto y de largo plazo. En la medida en que un partido se convierte en la oficina de protección de intereses particulares, deja de tener sentido su existencia, además de que condena al país a vivir siempre bajo la férula de ese interés particular, sea éste el de un sindicato, una empresa o una trampa ideológica. Por otro lado, en la medida en que un partido acepta costos de corto plazo en aras de avanzar sus objetivos fundamentales de largo plazo, existe la esperanza de que haga suya la agenda de modernización y transformación del país. El Congreso actual es evidencia pura de quién y qué decide por los partidos.

 

Debatir la soberanía

Luis Rubio

La soberanía es el fundamento que sostiene el concepto de nación. Se trata de un concepto relativamente nuevo, producto del fin de la era feudal, que llevó, poco a poco, a la conformación del Estado-nación y, con ello, a las definiciones políticas y jurídicas que le dan contenido. Desde Juan Bodino, el concepto de soberanía adquirió una definición esencialmente territorial y así operó por siglos. Sin embargo, en la medida en que los avances en las comunicaciones comenzaron a transformar la manera de vivir, producir y comerciar de la sociedad, la concepción original de soberanía ha experimentado una erosión  significativa. El problema es idéntico para todos los países, pero cada uno ha lidiado con sus consecuencias de maneras distintas. Es tiempo de comenzar a discutirlas también en México.

La tecnología y la realidad económica han cambiado lo que por siglos fue una constante indisputada. Un país se definía precisamente por el control que su gobierno ejercía sobre su territorio, litorales, espacio aéreo y recursos naturales. Todo lo que se encontraba comprendido en ese marco geográfico era parte integral de su soberanía. A partir de este principio se construyó el conjunto de instituciones internacionales que dieron forma no sólo a las relaciones diplomáticas entre países, sino también a las instituciones encargadas de la interacción cotidiana entre unas y otras, incluyendo a la Unión Postal Universal, la Asociación Internacional de Transporte Aéreo, la Unión Internacional de Telecomunicaciones, etcétera. Cada una de estas entidades, protocolos e instituciones partió del principio de que cada nación ejerce control sobre un territorio determinado en un sentido geográfico.

Dos cosas comenzaron a erosionar esa concepción de soberanía. El primer cambio fue producto de la tecnología: la definición tradicional de soberanía comenzó a transformarse a raíz de las innumerables actividades cotidianas que no encajaban ya con la idea original de soberanía. Por ejemplo, los avances en las comunicaciones permitieron que un banco domiciliado en Londres ofreciera sus servicios en Argentina sin que ninguno de sus funcionarios caminara un metro. Para una autoridad financiera que reclama un control absoluto sobre las operaciones bancarias en su territorio, este hecho representaba una afronta directa tanto a su autoridad como a su capacidad de mantener un control de cambios efectivo, administrar la política monetaria y supervisar la operación de las instituciones bancarias.

El crecimiento del comercio agudizó la erosión que ya de por sí experimentaban las diversas autoridades gubernamentales y, por lo tanto, la concepción tradicional de soberanía. Por décadas, el crecimiento de una economía dependía casi íntegramente de las medidas instrumentadas por cada gobierno. El éxito de los gobiernos mexicanos de la era de la posguerra ilustra con claridad este punto: en la medida en que hubo consistencia en la política económica, certidumbre política e inversión en infraestructura, la economía del país experimentó décadas de crecimiento económico sostenido. Independientemente de la distorsión que sufrió esa forma de administración económica a partir de 1970, la economía mexicana había llegado a sus límites de crecimiento dentro del territorio nacional. Para poder seguir siendo exitosa y mantener una tasa de crecimiento elevada, la economía mexicana requería de mayores economías de escala, algo que sólo el comercio internacional le podía ofrecer. La incorporación del país en los circuitos internacionales de comercio y de inversión trajo consigo cambios sustantivos en el marco de responsabilidad y autoridad del gobierno mexicano. Los tratados de libre comercio, por ejemplo, entrañan una abdicación voluntaria de facultades a fin de lograr un bien más elevado, en este caso el bienestar a través del comercio y la inversión. Es decir, tanto la tecnología como el crecimiento del comercio alteraron la definición tradicional de soberanía.

Pero la erosión más aguda de este concepto se dio en otro ámbito: el de las expectativas. La penetración de ideas, imágenes y percepciones sobre el mundo exterior generó un cambio radical en las expectativas de la población de todos los países del mundo. A través de la televisión, la radio y el cine, además de Internet, un nigeriano tiene una idea bastante clara de cómo vive un inglés, un japonés o un americano. Los mexicanos que viven en el exterior transmiten imágenes sobre su manera de vivir, los bienes a los que tienen acceso y las oportunidades o problemas que perciben a su derredor. El propio fenómeno migratorio habla por sí mismo. Todo ello se traduce en expectativas que han desgastado de manera dramática la capacidad de control que tradicionalmente ejercían los gobiernos sobre su población y territorio. Es decir, la expectativa de una vida igual a la que se aprecia en otro lugar se ha convertido en un móvil incontenible en un país tras otro alrededor del mundo.

Para un gobierno que en el pasado mantuvo un estrecho control sobre el funcionamiento de su economía y las actividades de su población, estos cambios se traducen en una extraordinaria presión para realizar ajustes. Muchos gobiernos han reconocido que la necesidad de elevar los niveles de vida de su población trasciende muchas otras consideraciones, razón por la cual han negociado tratados de diverso orden, todos ellos encaminados a hacer posible la consecución de objetivos de desarrollo económico y social con una mayor celeridad.

Un caso emblemático es el de la Unión Europea, consorcio que ha sumado a veinticinco naciones en un proyecto que no sólo elimina facultades de administración económica y comercial de los gobiernos nacionales, sino que pretende en la actualidad avanzar hacia la integración de actividades y funciones adicionales, como la política exterior e incluso la de defensa, que son la esencia última de la soberanía. Lo interesante del caso europeo es que las naciones no sólo han aceptado ceder facultades, sino que lo han hecho con claridad de que el objetivo último, el bienestar de su población, constituye una definición de soberanía mucho más trascendente en esta era de la historia. De no ser así, sería imposible explicar la importancia que tiene para una nación como Turquía, país celoso de su soberanía y lugar en la historia, el ser aceptada a la Unión Europea: los beneficios esperados son tan superiores a su situación actual, que todo el país está volcado en esa dirección.

La historia de España, una nación en muchos sentidos cercana a México, es ilustrativa de los beneficios que pueden derivarse de una concepción menos ortodoxa del término. Hasta la muerte de Franco, la frase que se escuchaba en España era “Europa termina en los Pirineos”, expresión que resumía el celo con  que el gobierno concebía su función y la importancia que le asignaba al control de su territorio y población. Para cuando muere el dictador, nueve naciones vecinas ya habían constituido lo que entonces se llamaba la Comunidad Económica Europea, que se había convertido en el factor de crecimiento económico más importante de la región. Para la nueva España democrática esa Europa constituía un imán que atraía con gran fuerza a su gobierno y población. La promesa de elevar los niveles de ingreso con celeridad era atractiva, pero también lo fue la idea de modernizar al país, traer nuevas ideas, atraer inversión y, por supuesto, los fondos estructurales que la Comunidad le aportó por más de veinte años y que, bien administrados, se tradujeron en la transformación integral de la infraestructura del país.

Pero, en el contexto de la historia franquista, la decisión española de procurar una integración con la Comunidad Europea no fue menor. El gobierno español, así fuera democrático, tuvo que aceptar la severa restricción de facultades que, desde tiempos ancestrales, habían sido consideradas esenciales para funcionar. Más que un cálculo pragmático asociado con la cesión tal o cual facultad, el gobierno español, como el resto de los miembros de la Comunidad, tuvo que transformar su visión del mundo. De hecho, todo el país tuvo que transformar su filosofía hasta en lo más esencial. El gobierno no sólo abandonó funciones tradicionales, sino que adoptó una perspectiva de desarrollo dentro de un conjunto más amplio de naciones, subordinando muchas de sus atribuciones a esa unidad superior. A partir de ese momento, los españoles comenzaron a percibirse como europeos y ya no sólo como españoles, algo semejante a lo que recientemente ocurrió con el primer contingente de países de la antigua órbita soviética que se integró a la Unión.

Para los españoles y otros europeos, la cesión voluntaria de sus facultades soberanas constituye un hito en la historia de la humanidad. Por siglos, todas las naciones habían procurado afianzar y fortalecer su soberanía, erigiendo  barreras, desarrollando nuevos mecanismos de control y otros medios para afianzar sus posesiones territoriales. La soberanía se medía como capacidad de control sobre un espacio y población determinados. Esa ecuación ha sido invertida. Ahora las naciones aceptan, deliberadamente, la pérdida de ese control a cambio de un mayor crecimiento económico y un mayor bienestar de su población. Si uno ve alrededor, prácticamente no hay nación democrática, o que aspira a serlo, que no haya evolucionado en esta dirección.

La palabra clave en todo esto es “voluntario”. La soberanía no se afecta cuando una nación decide, voluntariamente, replantear la definición del término. Lo hace precisamente para afianzar su soberanía, definida ésta en términos de riqueza y bienestar. Es necesario que en México comencemos a debatir estos temas. El deterioro económico en el país no es resultado de la mala suerte, sino de la falta de definición y acción en temas centrales para el desarrollo, muchos de los cuales, como los energéticos, pero no sólo esos, supondría replantearnos el concepto de soberanía en su acepción tradicional. Es tiempo de pensar si la soberanía se define en función del control de recursos y si la política exterior se debe limitar a su rol tradicional. Sin definiciones de esta naturaleza, el país va a enfrentar problemas más serios que el de su soberanía.

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…malo por conocido…

Luis Rubio

Al final, la sociedad norteamericana se manifestó de una manera distinta a la que parecía preferir buena parte del resto del mundo. Muchas son las hipótesis que se han vertido sobre el porqué del resultado de la elección, pero el hecho tangible es que el presidente Bush fue reelecto por una mayoría indisputable. Los valores, preocupaciones y criterios que animaban a los críticos en el resto del mundo probaron no ser los temas prioritarios para los estadounidenses. Quizá la pregunta relevante sea qué nos dice esto tanto de Estados Unidos  como del resto del mundo en la actualidad.

Si por el mundo fuera, John Kerry habría ganado las elecciones estadounidenses del martes pasado. Pero a pesar de lo cerrado de las encuestas, todo indica que los electores que hicieron la diferencia aplicaron el viejo dicho de que “más vale malo por conocido que bueno por conocer”, lo que le dio una mayoría absoluta al presidente. Para el resto del mundo, Kerry representaba la vuelta a la racionalidad, una oportunidad para que los estadounidenses se reivindicaran luego de su unilateralismo reciente y, sobre todo, para que reencontraran el camino de las instituciones internacionales que ellos mismos propiciaron luego de la segunda guerra mundial. En ese sentido, la perspectiva de buena parte de la opinión mundial se reducía a un punto muy simple: el malo ha sido Bush y, de reelegirse, es a los norteamericanos a los que habrá que culpar.

Independientemente de la validez de esa disyuntiva, no hay duda de que la opinión mundial, por llamarle de alguna manera, no ha tenido capacidad de comprender los cambios que ha experimentado la sociedad norteamericana a lo largo de las últimas dos décadas, así como a partir de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. Aunque los resultados electorales muestran a una sociedad profundamente dividida, es la derecha conservadora la que ha venido avanzando su presencia e influencia política, la que cuenta con instituciones y mecanismos cada vez  más aceitados y efectivos para hacer valer sus preferencias. El país tiene una larga historia de religiosidad (no hay que olvidar que sus primeros colonizadores eran minorías religiosas perseguidas en Europa), tendencia que en las décadas recientes ha resurgido junto con  un crecimiento en la importancia demográfica y, por lo tanto, política de la derecha cristiana. Esa población que ha ido dominando la toma de decisiones en materia de nominaciones judiciales y política social ahora,  con el presidente Bush, ha tenido una marcada influencia en la conformación de la  política exterior.

En contraste, la parte liberal de la sociedad norteamericana, la sociedad moderna, tolerante, que festeja la diversidad y la libertad y que en esta elección representaba John Kerry, ha tendido a perder influencia y a ignorar el enorme reto que la derecha le representa. El punto de referencia de lo que son los estadounidenses para la mayoría el resto del mundo (la que entra de manera legal a EUA) que tiende a formar vínculos y nociones de cómo es ese país, son típicamente aquellas élites modernas, liberales, cercanas al mundo europeo y que, en general, se ubican geográficamente en el noreste y la costa oeste de ese país. Pero esa no es la mayoría del pueblo americano, que fue la que ganó en esta ocasión y que, quizá más importante, promete dominar el congreso por décadas. Si bien Bill Clinton había logrado replantear, con gran éxito, la dinámica de los demócratas en los noventa gracias a que hizo suya la agenda de reforma económica y globalización, el partido retorna a su retórica proteccionista y aislacionista, restándole apoyos en esta elección. En adición a ello, Kerry fue incapaz de animar a los votantes no comprometidos: la mayor parte de sus votantes lo apoyaron porque querían cualquier alternativa a Bush y no porque vieran en él a un líder atractivo.

Desde esta perspectiva, aunque en México parezca extraño, la elección de la semana pasada, en la terminología norteamericana, se puede definir como una contienda entre las élites y los populistas, donde Kerry fue el representante del orden establecido y de los interesados en que no cambie el statu quo (tema que incluye el desafío de la seguridad social y las pensiones y la competitividad de la economía), en tanto que Bush representaba a una población con menores ingresos que apuesta a que los recortes de impuestos para los ricos eventualmente se traducirán en abundancia y empleos. En adición a lo anterior, hay un fuerte componente religioso en la base de apoyo de George Bush que, como argumenta Thomas Frank en su interesante libro What’s the Matter with Kansas?: How Conservatives Won the Heart of America, le lleva a privilegiar sus convicciones religiosas en temas como el aborto, por encima de su empleo o su interés económico.

Lo que el mundo parecía esperar del martes pasado era una abrumadora derrota  del presidente Bush. Pero, dado que esto no ocurrió, es crucial entender la dinámica que triunfó para anticipar hacia dónde se moverá ese país en los próximos años. Para comenzar, en el mundo se ha tendido a minimizar el impacto que tuvieron los ataques terroristas en la sociedad norteamericana. No podemos olvidar que EUA es una potencia activa y con presencia militar alrededor del mundo que no sólo había sido inmune a ataques del exterior a lo largo de prácticamente toda su historia, sino que para los norteamericanos y para millones de emigrantes reales y potenciales constituía un lugar de refugio en el que se respetarían sus derechos y se les abriría una oportunidad descomunal de progresar y prosperar. Ese mundo de fantasía se vino abajo de la noche a la mañana hace tres años. La respuesta de Bush  pudo ser la adecuada o no, pero respondía a un ambicioso diseño que evidentemente no rindió los frutos esperados. Ahora, a diferencia de hace cuatro años, el presidente Bush goza de una legitimidad innegable, virtualmente sin contrapeso legislativo. La pregunta es en qué y cómo  la empleará.

Primero, está la lógica del poder. Para los mexicanos, acostumbrados y deseosos de estar al margen de las grandes disputas político militares que nos rodean, con frecuencia nos es difícil comprender la lógica de una superpotencia, máxime cuando muchas de sus decisiones se fundamentan en creencias y percepciones más que en la lógica y en el análisis. Esa lógica de poder, que otras naciones con iguales aspiraciones, aunque distintas realidades (como India o Brasil), comprenden a cabalidad, es difícil de entender para los mexicanos. Pero el hecho de  que los estadounidenses tengan enemigos poderosos hace de su lógica una de alcance y proyección mundial y es en esa línea sobre la cuál actuarán.

En segundo término, todos los países del mundo quieren no sólo tener relaciones con Estados Unidos, sino desarrollar relaciones privilegiadas con ellos. Sin embargo, desde la perspectiva de la superpotencia, igual con un republicano o un demócrata en la presidencia, no hay países favoritos o privilegiados, más allá de un puñado de naciones que, por diversas razones, gozan de simpatía o interés particular. Basta observar la extraordinaria pirotecnia que realizó Tony Blair en los últimos años con la finalidad de  mantener una relación “especial”, para comprender lo excepcional del tema. Es en este contexto que  debemos pensar nuestra relación con nuestros vecinos.

El presidente Fox tuvo razón al convertir el tema de seguridad en un eje clave de la relación bilateral. Aunque su preferencia había sido la de lograr un acuerdo migratorio, la realidad de los últimos años es que el factor diferenciador en el mundo de hoy para nuestros vecinos es la seguridad y eso quedó reforzado esta semana con el resultado de la elección. Desde esta perspectiva, nuestro único activo relevante frente a ellos es la frontera que tenemos en común. El gobierno del presidente Fox ha actuado proactivamente para evitar que se organice un atentado terrorista contra Estados Unidos a través de nuestro territorio, lo que le ha ganado un acceso privilegiado. La pregunta ahora es cómo convertir ese primer paso en un factor de avance sustantivo en otros temas, incluido el migratorio,  con el segundo gobierno del presidente Bush.

El primer periodo del presidente Bush arroja muchas lecciones sobre lo que es posible y lo que no lo es. Para comenzar, quizá el mayor error en la política bilateral del presidente Fox fue el de anunciar su objetivo de lograr un pacto migratorio -que, en todo caso, sigue sin ser enteramente definido- antes de contar con la anuencia de aquel gobierno y con una certidumbre cabal de que sería posible alcanzarlo en el legislativo. Al hacer el anuncio, el presidente se quedó sin fichas para negociar y quedó con la espalda contra la pared. Lo primero que procedería ahora sería recalibrar la situación y analizar las opciones. Todo sugiere que los estadounidenses reconocen que tienen un gran problema (millones de residentes ilegales en un país que se precia de la legalidad), pero que no pueden, ni están dispuestos, a otorgar una amnistía generalizada, ni mucho menos a liberalizar los flujos migratorios para nuevos mexicanos.

Aunque con frecuencia se menciona a Europa como el ejemplo a seguir en materia migratoria, la realidad es que los europeos sólo liberalizaron el flujo de personas  en 1992, cuarenta años después de que se sentaran los pininos de lo que hoy se conoce como la Unión Europea. Quizá fuera mejor idea observar la manera en que ellos han lidiado con sus recientes integrantes del este (posponiendo la libertad migratoria por al menos un lustro) y, sobre todo, con Turquía que es mucho más cercano y comparable a México en términos de ingreso per capita. Luego de años de no decidir nada respecto a Turquía, los europeos, hace unas cuantas semanas, finalmente accedieron a la posibilidad de iniciar negociaciones para su integración. Sin embargo, aún antes de comenzar a platicar, los europeos ya establecieron dos premisas: una, que su incorporación no ocurrirá pronto y, dos, que pasarán décadas antes de que se liberalice la migración.

Capaz que sería mejor proponer esquemas menos ambiciosos, pero  más trascendentes, que establezcan un camino certero hacia el futuro, en lugar de, implícitamente, seguir fortaleciendo el muro que nos separa.

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Momento preocupante

Luis Rubio

Si no fuera porque lo militar no es lo nuestro, cualquiera podría afirmar sin ambages que se escuchan tambores de guerra por todas partes. La disputa política, a la que se le han ido añadiendo componentes ideológicos para darle estructura y diferenciación, gana inusitadamente cada día más terreno y pone, con ello, en entredicho no sólo políticas públicas específicas (comenzando por la económica) sino incluso logros trascendentales de los últimos treinta años en los terrenos político y electoral. Los límites de lo político comienzan a resquebrajarse con amenazas de violencia poco veladas en caso de no darse un determinado resultado y, en algunos casos, la violencia se desborda en defensa de individuos, candidatos, intereses o fuerzas políticas. La fragilidad de nuestras instituciones es tan aguda que no parecen tener la capacidad de contener las pruebas que se le presentan de manera casi cotidiana. En medio de todo este caos, la única pregunta relevante es cómo darle a la ciudadanía, particularmente a aquella que se siente temerosa del futuro y desamparada en el presente, una razón para jugar bajo las reglas actuales y comprometerse con ellas. Todo el resto es una pérdida de tiempo.

Disputar el poder está en la naturaleza de la política y todas las sociedades asignan un espacio institucional y mediático a la lucha por el gobierno. Nada más común y corriente en la actividad humana. Lo que no es natural ni común y corriente, sino más bien un signo preocupante de subdesarrollo, es que todo en una sociedad se encuentre en entredicho en ese proceso de disputa por el poder. Es decir, mientras que es normal que diferentes personas y partidos busquen el control del gobierno, no es igualmente lógico que un nuevo gobierno llegue a barrer con todo lo existente. Las sociedades institucionalizadas cuentan con estancos separados que impiden a un gobernante recién llegado destruir lo previamente existente.

Aunque a lo largo de los últimos quince años en México se fueron construyendo algunos mecanismos institucionales para darle continuidad y permanencia a la sociedad mexicana, la mayoría sigue siendo relativamente endeble y ciertamente vulnerable ante un embate de frente. El ejemplo del IFE es por demás ilustrativo. La institución, baluarte de la transformación que en materia electoral se consiguió tras años de luchas intestinas, ha sido objeto de ataques sin cuartel; desde su recomposición hace poco más de un año, los partidos se han dedicado a crear un ambiente de escepticismo sobre su Consejo General y varios albergan la esperanza de que disminuya su marco de acción. Pero lo peor de todo no es lo que se procesa por la vía institucional (se pretenden cambios legislativos), pues ese sería el marco apropiado para realizar cualquier cambio a las facultades de la institución, sino el riesgo que se está corriendo de dejar fuera de todo marco de participación institucional a vastos sectores de la población.

El caso del desafuero del jefe de del gobierno del Distrito Federal es mucho más grande de lo aparente. Independientemente de si hubo un desacato y, por lo tanto, un delito, hecho que debe ser determinado por un juez, las consecuencias potenciales de que un candidato, sin duda formidable, no encuentre lugar en las boletas electorales en 2006, pueden ser enormes. Luego de casi tres décadas de iniciada la institucionalización de la izquierda (a partir de la reforma política de 1978), el riesgo de que ésta abandone los cauces institucionales es persistente: lo vimos en 1988, cuando la marabunta pretendía empujar a Cuauhtémoc Cárdenas a optar por la vía del conflicto y lo volvimos a observar después con el levantamiento zapatista, cuando floreció de nuevo el espíritu revolucionario en este segmento de la población. Ninguno de esos momentos condujo a un rompimiento, pero una exclusión caprichosa, así sea legal, de un candidato que tirios y troyanos estiman capaz de ganar la presidencia, abriría un nuevo y peligrosísimo frente a las instituciones responsables de administrar la lucha por el poder.

México no es la primera sociedad que sortea una situación como la actual. Lo relevante no es la disputa por el poder o las dificultades económicas que no permiten satisfacer las aspiraciones o necesidades de la población, pues en eso no somos nada excepcionales, sino en cómo rompemos el entuerto y salimos adelante. De todas las sociedades que han enfrentado situaciones similares, algunas acabaron cediendo a una espiral destructiva que resultó incontenible. Un ejemplo de ello es Venezuela en estos últimos años, por no hablar de la Italia fascista o la Rusia comunista. Pero otras más aprovecharon las circunstancias para redefinirse y construir una plataforma saludable para su desarrollo económico y político. Sudáfrica ha mostrado en la última década una gran capacidad para gobernarse y darle sentido de dirección a su desarrollo. Otro tanto se puede decir de Chile, que ahora mismo, con extrema prudencia, se encuentra dando el salto institucional para romper definitivamente con los remanentes de la dictadura aún presentes en su estructura legal. Lo cierto es que no hay salidas únicas ni tenemos por qué acabar en un callejón sin salida, por más que haya muchos empeñados en lograrlo.

Lo que comparten aquellas sociedades que acabaron mal es la doble situación de un conflicto intestino, típicamente producto de la incapacidad de su sistema de gobierno de resolver problemas elementales (desde la provisión de servicios básicos o empleos), y la ausencia de un compromiso social con las reglas que norman las disputas políticas y el acceso al poder. Todas las sociedades tienen conflictos internos, pero son de envidiar aquellas que cuentan con los mecanismos institucionales para resolverlos sin necesidad de recurrir a medios violentos. Con la salvedad de algún individuo loco o enfermo, no es concebible británico, alemán o estadounidense al que se le ocurriría golpear el vehículo del presidente como forma de avanzar o proteger sus intereses personales o grupales, entre otras porque sería sometido de inmediato por la autoridad y procesado por la policía sin misericordia alguna. En esas sociedades la población cuenta con medios institucionales para la solución de conflictos y para la atención de sus necesidades.

En México parecemos empeñados en probar los límites de las instituciones. Ya de por sí frágiles, y en muchos sentidos inadecuadas y ciertamente insuficientes, nuestras instituciones no fueron diseñadas para lidiar con sindicatos abusivos, masas enojadas que son manipuladas y manipulables y políticos decididos a cualquier cosa con tal de salirse con la suya. Las instituciones son vistas como instrumentos para avanzar una causa particular y sirven mientras el interesado logra su cometido. Todos tenemos recuerdos gratos de la noche del 2 de julio de 2000, pero valdría la pena hacer el ejercicio de meditar sobre qué hubiera ocurrido de haber triunfado el PRI por un pelito: ¿se habría resignado Fox como lo hizo Cárdenas en 1988? La pregunta no es en forma alguna ociosa: las semanas previas a las elecciones indicaban una creciente militancia y falta de respeto de muchos panistas al proceso electoral. Aunque sus dudas ciertamente no eran injustificadas a la luz de la historia, el tema sirve para ilustrar que el respeto y credibilidad de nuestras instituciones, incluso algunas de las más sólidas y confiables, como las electorales, son percibidas por muchos como válidas sólo en la medida en que satisfacen ciertos intereses particulares de los actores clave del momento.

Volviendo al británico, alemán o estadounidense, la virtud de sus instituciones, y la razón por la que aquéllas gozan de una credibilidad universal y de un compromiso de la población en su funcionamiento, es que son juzgadas como imparciales e independientes de los procesos políticos. Aunque un procurador, que es nombrado por el ejecutivo en prácticamente todo el mundo, pudiera adoptar una línea partidista, el sistema judicial en esos países, al igual que las policías, guardan una franca independencia de los intereses políticos y partidistas (y un profesionalismo por encima de todo), lo que les confiere su amplia confiabilidad. Ningún juez en esos países aceptaría el tipo de pruebas mediáticas que en México se han vuelto no sólo el pan nuestro de cada día, sino un motivo de verdadera vergüenza. Hasta en un país tan desordenado y en muchos sentidos caótico como Italia, la población, que desprecia a los políticos quizá con la misma intensidad en que los mexicanos desprecian a los suyos, guarda un profundo respeto por el poder judicial, que se ha convertido en el ancla de su estabilidad política. Para prueba un botón: en todos esos países la policía es una fuerza apreciada por la población como respetable y responsable y es llamada en el instante en que hay cualquier incidente, desde un accidente automovilístico hasta una riña, porque se confía en que actuará de una manera seria y profesional, en el mejor interés de la ciudadanía. Mejor ni hablemos de las policías en México.

El momento que vivimos es por demás delicado. La lucha por el poder amenaza con arrasar con todo vestigio de sociedad moderna y civilizada que, con muchas penurias, ha ido construyéndose en las últimas décadas. El riesgo esencial reside en que, en su afán por llegar al poder a cualquier precio, las fuerzas políticas opten por romper con los pocos (y frágiles) estancos institucionales con que contamos en la actualidad. No hay razón alguna para esperar o desear que esa lucha política desaparezca; al contrario: su existencia es prueba de la vitalidad de la sociedad mexicana. Lo que es preocupante es la falta de compromiso hacia las reglas del juego en muchos de los contendientes, pero también en una importante porción de la población. En tanto la población no se sienta parte de la sociedad organizada y no perciba que las instituciones le sirven y por lo tanto son dignas de respeto, el devenir del país seguirá pendiendo de un hilo. El problema no es la lucha por el poder, sino la fragilidad de nuestras instituciones. Lo urgente es reformarlas para evitar el caos que su ausencia haría posible.