Disparándole al pie

Luis Rubio

¿Dónde es más caro el terreno agrícola, cerca de la carretera o lejos de ella? En una situación típica, el precio por metro de un terreno es mayor cuando está cerca de una vía pública importante y menos conforme se aleja de ella. Pero en el mundo de la migración ilegal no todo es como parece y la lógica convencional con frecuencia no aplica en estos casos. Aunque no hay duda que los norteamericanos son ignorantes o hipócritas en cuanto al tema migratorio, nuestro establishment político es, a todas luces, suicida. La arrogancia de nuestros políticos es tan grande que les impide usar ya no la inteligencia, sino incluso el sentido común.

Bajo los códigos de lo políticamente correcto, nuestros migrantes sufren y son vejados por las autoridades norteamericanas de todos niveles, se les niega acceso a servicios públicos y no cuentan con los derechos civiles más elementales como el de votar en nuestras elecciones. Todo eso es cierto, pero  me permito afirmar que no es ese el problema relevante. Dadas las circunstancias –es decir, la permanente incapacidad del gobierno para crear condiciones apropiadas que contribuyan al crecimiento de la economía y el empleo-, el hecho de que millones de mexicanos cuenten con oportunidades de empleo en Estados Unidos parece ser un regalo literalmente caído del cielo. Todavía más: a pesar de las condiciones inhóspitas para los migrantes (que con frecuencias son mucho peores del lado mexicano que del estadounidense), el sistema funciona razonablemente bien.

Por supuesto que hay muchos aspectos intolerables en todo este asunto, comenzando por los centenares de muertes que se acumulan año con año y que podrían evitarse. Pero si uno compara este número con el de mexicanos que cruzan la frontera y se instalan en el país vecino, el número probablemente no es muy superior, en términos porcentuales, a las víctimas de accidentes en su camino al trabajo en otras partes del país. Por otro lado, los millones de mexicanos que cruzan la frontera y llegan a su destino cuentan con fuentes de empleo, alimentan a sus allegados y sostienen a un enorme número de familias en el país. Sin duda sería mucho mejor que toda familia mexicana pudiera mantenerse unida y sus integrantes encontraran mejores oportunidades en México, pero para ello sería necesario llevar a cabo transformaciones profundas en nuestra estructura económica y fiscal, algo que infringe toda una serie de  tabúes mentales que obnubilan a nuestros políticos.

Irónicamente, en el caso de los migrantes son dos los tipos de tabúes que predominan: los que originan su emigración y, los todavía más estúpidos, los que quizá les acabe obligando a regresar si nuestros dilectos políticos tienen éxito en sus esfuerzos por hacerlos evidentes, notorios y, por lo tanto, políticamente intolerables en el país en que ahora trabajan.

Por el lado norteamericano, la migración ilegal funciona como un mercado perfecto. Por muchos policías, vigilantes (gubernamentales y privados), muros de protección y locutores ruidosos, los flujos migratorios siguen el patrón de la demanda laboral y no el de la protección fronteriza. Independientemente de las instrucciones precisas que pueda o no recibir la border patrol, el porcentaje de migrantes que devuelve a México, en comparación con el que se queda, es irrisorio. El número de personas que consigue cruzar la línea y permanecer allá, se explica más por la demanda en el mercado de trabajo que por los mecanismos de control existentes, los desiertos inhóspitos o los muros que dividen a los dos países.

En el estado de California, por ejemplo, el precio de la tierra asciende conforme aumenta la distancia respecto a las carreteras principales, pues eso hace menos costosa la contratación y administración de mano de obra ilegal. Igual que en cualquier otro trabajo, los inspectores dedicados a expatriar a migrantes ilegales observan lo que es fácil observar (los terrenos cercanos a las carreteras) y son menos curiosos con lo que pasa kilómetros adentro. El precio de la tierra es indicativo de la realidad del mercado laboral: lo que no se ve no existe y por lo tanto funciona.

El énfasis en “resolver” el tema migratorio que ha impulsado el gobierno del presidente Fox y que ahora se ha convertido en dogma de fe de todos nuestros políticos, amenaza con alterar el delicado equilibrio que existe en el mercado laboral: equilibrio entre la demanda de empleo y la oferta de mexicanos que quiere cruzar. Más al punto, no es obvio que exista un “problema” migratorio y mucho menos del lado mexicano: si nos descuidamos, los norteamericanos pueden decidir que la migración ilegal es un problema que debe combatirse, como ya parece estar ocurriendo, en no poca medida, por nuestra torpeza al haber puesto el tema en la arena política de aquel país sin haber meditado las consecuencias.

Por supuesto, en un mundo ideal no existirían barreras a la migración, como comienza a ocurrir en Europa (aunque no entre todos los países que integran la Unión Europea) y las barreras existentes serían las mínimas requeridas por razones formales: una visa, una autoridad migratoria que revisara la documentación y nada más. Pero, por razones múltiples, la posibilidad de acercarnos a ese ideal en esta relación bilateral resulta prácticamente nula. Se trata de naciones con niveles de desarrollo y riqueza muy distintos, donde uno de ellos (México) cuenta con una economía totalmente disfuncional que cada vez es menos capaz de atraer inversión productiva y no hace nada para siquiera aprovechar sus recursos naturales más evidentes. En adición a lo anterior, es evidente que, aun en las circunstancias más benignas, sería difícil hacer compatibles dos sociedades tan distintas (en historia, sistemas legales, etc.) cuando no existe la menor voluntad para avanzar por ese terreno. Así como los diputados le exigían al presidente que “acatara” su decisión en materia presupuestal, los políticos mexicanos parecen creer que tienen posibilidad de exigir algo semejante al gobierno norteamericano en materia migratoria.

Dadas las circunstancias, el sistema de migración laboral funciona tanto para los estadounidenses como para nosotros. Los norteamericanos podrán ser hipócritas al conscientemente ignorar la existencia del tema migratorio y de cerrar los ojos frente al número de ilegales que reside en su país, pero esa amnesia colectiva (y voluntaria) es precisamente lo que ha hecho posible que nuestros connacionales tengan las oportunidades que aquí, con toda alevosía y ventaja, les niegan. Dado que el mundo ideal (eliminar barreras a la migración) parece hoy inalcanzable, la pregunta es para qué arriesgar el statu quo que tanto nos beneficia (como ilustran las remesas y su enorme impacto).

México está poniendo en riesgo tanto las oportunidades para nuestros migrantes como para sus familiares en México. Son dos las estrategias ideadas por nuestros políticos para atentar contra una situación que es favorable para muchos de nuestros compatriotas. Por un lado está la propuesta de un “tratado migratorio”; por el otro el voto de los mexicanos en el extranjero. Ambas iniciativas (la última recientemente aprobada por el congreso) tienen su lógica, máxime si se les percibe como temas mexicanos. Sin embargo, en ambos casos, el tema trasciende lo mexicano, pues su impacto principal sería en territorio norteamericano. Desde esa perspectiva más amplia y compleja, ambos temas son deseables, pero absolutamente imposibles. En sentido contrario, seguir empujando en esos frentes puede traer por consecuencia una reacción descomunal que los haga irrelevantes.

El  “tratado” migratorio suena atractivo a primera vista, pero no parece plausible con la realpolitik de los dos implicados. Los estadounidenses jamás van a firmar un tratado en esta materia con otro país y, suponiendo que esa realidad cambiara, nosotros no estamos dispuestos a satisfacer lo que ellos demandarían: controlar flujos de migrantes de terceros países, además de limitar el flujo de los nuestros. En todo lo que va de la administración Fox no se ha logrado más que alertar a todos los enemigos del tema migratorio en EU y su respuesta no se ha hecho esperar, como se puede apreciar no sólo en Arizona, sino en los noticieros nocturnos de todos los días. Por donde uno le busque, la solución al tema migratorio no vendrá de una negociación con los norteamericanos y menos de seguir haciéndole propaganda.

El tema del voto de los mexicanos en ese país es todavía más explosivo, aunque no resulte aún evidente en Estados Unidos. El Congreso ha aprobado el voto de mexicanos que ya tengan la credencial de elector, pero muchos quieren proseguir hacia el otorgamiento de derechos plenos a esos ciudadanos. Antes de hacerlo, valdría la pena analizar dos ángulos clave: la credencialización y las campañas. Al llevarse a cabo un censo integral de los mexicanos en ese país para proceder a su credencialización, se evidenciaría que los mexicanos en ese país no son los 3 ó 4 millones que comúnmente se acepta como la cifra correcta, sino varias veces superior. De la misma forma, una campaña política activa en su territorio no haría sino llamar la atención. Estas circunstancias crearían una nueva realidad política en ese país, que obligaría a sus políticos a responder de manera decidida. Es decir, se corre el riesgo de hacer público el enorme número de mexicanos residentes allá, todo por el prurito de nuestra ciega arrogancia. El afán de matar la gallina de los huevos de oro, por lo menos para aquellos mexicanos que los políticos siempre han ignorado aquí, es inverosímil.

En vez de abogar por los intereses de esos mexicanos de la boca hacia fuera, sería mucho mejor llevar a cabo cambios estructurales de fondo en México para crear empleos productivos y, con base en ellos, negociar apoyos financieros estadounidenses para arraigar a esos mexicanos en el país. Un plan de desarrollo bien concebido, que involucrara inversiones en infraestructura de gran envergadura a la par con la liberalización real de la economía mexicana, permitiría crear empleos de manera prodigiosa en el país. Y no cabe duda de que, bajo esas circunstancias, sería posible atraer apoyos billonarios de parte del gobierno estadounidense. La alternativa, muy arrogante, sería tener que aceptar de regreso a nuestros migrantes, sin oportunidades y sin apoyos.

www.cidac.org

¿Cómo gobernarnos?

Luis Rubio

Muestra palpable de la confusión que embarga nuestra realidad política es el desacuerdo imperante sobre las causas de la disfuncionalidad de nuestro sistema de gobierno. Las propuestas de solución son tan amplias y diversas que evidencian la perplejidad de actores y observadores de la política nacional, así como el relativismo en el que hemos caído. Lo que es claro es que nuestro sistema de gobierno es ineficaz y disfuncional; ese tiene que ser el punto de partida para la solución.

Hay toda clase de propuestas de solución para la problemática política actual. Lo paradójico es que no exista un consenso sobre la naturaleza del problema que enfrentamos. De esta manera, lo más frecuente es encontrar soluciones que definen el problema y no al revés.

La gama de propuestas de solución es extraordinaria y abarca un enorme espectro de posibilidades, algunas más aterrizadas que otras. A grandes rasgos, las propuestas fluctúan desde la adopción de un sistema semiparlamentario hasta el fortalecimiento del ejecutivo. En este rango, algunos quieren reformar la estructura del poder ejecutivo, otros quieren que éste comparta el poder. Otros más se orientan hacia la reorganización del poder legislativo, sin modificar al ejecutivo. Las propuestas más atractivas se centran en una reconcepción de los incentivos que motivan a los políticos y dan forma a las estructuras institucionales. Con todo, en la prisa por ofrecer soluciones creativas, poco se ha discutido sobre las peculiaridades y la naturaleza misma- del problema.

Algunas de las propuestas surgen por el afán de imitar sistemas políticos eficientes. Pero la imitación cobra muchas formas: unos quieren hacer tabla rasa de lo que existe e imponer un sistema totalmente nuevo que reemplace lo existente, en tanto que otros proponen llevar a cabo adaptaciones relativamente pequeñas que modifiquen la manera de funcionar de las instituciones y sus participantes.

La idea más popular, sobre todo entre quienes propugnan por un cambio radical, es la de adoptar alguna variante del sistema francés de gobierno. Como en otros países que en algún momento enfrentaron severos problemas de disfuncionalidad gubernamental, a Francia le llevó años de prueba y error construir el sistema semiparlamentario que hoy tiene. Ese sistema tiene características únicas, como la presencia de una presidencia fuerte y la figura ejecutiva de un primer ministro que es elegido por el congreso de manera independiente al presidente.

Desde que se construyó la llamada Quinta República, en Francia prácticamente siempre ha coincidido un presidente y un primer ministro del mismo partido, fórmula en la que el presidente ejerce vastos poderes y una clara primacía sobre el parlamento y su primer ministro. En las pocas ocasiones en que el gobierno ha estado en manos de un partido distinto al del presidente, como ocurrió bajo el gobierno de Mitterand y de Chirac (la llamada cohabitación), las tensiones fueron permanentes y los avances pequeños.

Independientemente de su aplicabilidad en México, la fortaleza del sistema francés, y su atractivo para quienes lo piensan como una alternativa, es doble: por un lado, permite separar al jefe de Estado del jefe de gobierno, aunque a la vez permite que, de facto, sea el mismo cuando ambos son del mismo partido. El atractivo para el sistema político mexicano es obvio, pues permite mantener las virtudes de un sistema con capacidad de decisión (como ocurrió en la época priísta), pero a la vez acotarlas a través de un legislativo que, efectivamente, puede demarcar al presidente y, en un momento dado, estar controlado por un partido distinto al de éste. Es decir, la gran virtud del sistema es que le confiere autoridad y flexibilidad al sistema de gobierno. Sobre todo, permite la existencia de mecanismos que impiden caer en una situación de crisis cuando un presidente no es idóneo para asumir sus responsabilidades o cuando, de cambiar las circunstancias, la población pierde confianza en su gobierno.

La otra razón por la cual el sistema francés es atractivo se explica por la combinación de un periodo fijo para la presidencia (y, por lo tanto, la certidumbre que de ello emana), con la flexibilidad de un sistema parlamentario cuya composición puede cambiar en cualquier momento y reflejar, así, la siempre cambiante correlación de fuerzas políticas en una sociedad. Es decir, mientras que el periodo presidencial tiene una duración predeterminada, el periodo legislativo depende de la capacidad y habilidad que detente el gobierno (en manos del primer ministro, miembro del parlamento) para sostener la coalición que le confiere su mandato. En teoría, un gobierno puede durar lo mismo unos días o semanas que el periodo íntegro del mandato legislativo. En un sistema electoral que no limita de modo alguno la creación de partidos políticos, la estabilidad del gobierno depende de la capacidad para mantener y nutrir a la coalición.

El actual sistema político francés fue producto de varios intentos de organización y, sobre todo, de la fallida Cuarta República, creada después de la Segunda guerra mundial. Se trató de la adaptación continua de las estructuras políticas hasta dar con un diseño electoral y político que empató con las necesidades y realidades particulares de Francia. En estas circunstancias, pretender imitar al sistema francés y suponer que se duplicarían los resultados sería tan absurdo como la imitación de cualquier otra forma de gobierno. Las realidades son distintas y distintas tienen que ser las soluciones.

Derivada de la experiencia francesa, se han construido propuestas para México tan ambiciosas como la adopción de este sistema sin cambios o la adaptación de algunos componentes específicos. Entre estos últimos destaca la idea de un jefe de gabinete, que no sería otra cosa sino un primer ministro emanado del poder legislativo con una serie de funciones que hoy corresponden al presidente. Es interesante notar que la mayor parte de estas propuestas no prevé un cambio en el régimen de partidos, que en nuestro caso destaca por su extraordinaria rigidez y por constituir, de hecho, el factotum de poder en el sistema político mexicano actual, en franco contraste con la extraordinaria flexibilidad del francés, cuya riqueza reside en la virtual inexistencia de barreras a la creación de partidos.

Una reforma tan ambiciosa como supondría la adopción del sistema político francés que, por cierto, suena mucho a los repetidos (y fallidos) intentos por reproducir formas europeas o norteamericanas en el siglo XIX, enfrenta el mismo reto que otras medidas de reorganización política: la voluntad de los partidos. Por mucho que uno quiera endulzar los conceptos, es claro que la soberanía, por llamarle de alguna manera, del sistema político mexicano yace en los tres partidos políticos grandes. Mientras éstos no decidan qué están dispuestos a emprender como proyecto de reforma política, la discusión permanecerá en un plano meramente académico. Pero este factor también es indicativo de los límites de una reforma: como ilustró el voto sobre la reelección de diputados y senadores, el sistema político mexicano no goza de la flexibilidad partidista del francés y, por lo tanto, sus opciones de mejoría dependen de la magnanimidad de los partidos. Mucho más, pretender adoptar el sistema de gobierno francés sin acoger, de manera paralela, la flexibilidad y representatividad ciudadana que le confiere su sistema de partidos no sólo haría imposible el alcance de los objetivos trazados, sino que serviría para estrangular, otro poco más, a la tortuosa democracia mexicana.

En el fondo, el problema medular reside en la inexistencia de un acuerdo sobre la naturaleza del problema político en el país. Desde mi perspectiva, tres son los problemas centrales: a) un gobierno ineficaz e incapaz de organizarse y tomar decisiones; b) una total desconexión entre el poder ejecutivo y el legislativo; y c) una absoluta falta de representatividad del sistema político. Uno puede coincidir con esta definición del problema o diferir de ella, pero lo crucial es lograr un consenso sobre la naturaleza del mismo, pues de otra manera es imposible actuar en consecuencia.

Si uno acepta esta definición del problema, habría que actuar en cada uno de estos frentes. Por lo que toca al poder ejecutivo, el problema es de personas y de instituciones. El problema de personas sólo se resuelve con una nueva elección en tanto que el de instituciones requiere un diseño distinto al actual. La administración pública mexicana ha sufrido interminables cambios, muchos de ellos producto más de vísceras que de inteligencia: más por afán de fortalecer a una persona o debilitar a una institución (como ocurrió en este sexenio con Economía y SRE, por un lado, y con Gobernación, por el otro). La lógica debe residir en una efectiva rendición de cuentas, hoy impedida por leyes concebidas para el control político y no la eficacia administrativa.

La desconexión entre el poder ejecutivo y el legislativo se deriva de la ausencia de pesos y contrapesos presentes de manera simultánea. El poder legislativo ha probado su capacidad para impedir, pero no ha desarrollado una igual habilidad para cooperar y construir. La solución a este problema no radica en la creación de un sistema parlamentario, sino en la construcción de incentivos para la cooperación y la construcción de mayorías. La reelección de diputados y senadores contribuiría a este proceso, tanto como la adopción de mecanismos como la ley guillotina, que establece un periodo perentorio para la adopción o rechazo de una iniciativa enviada por el ejecutivo. Si lo que se quiere es pesos y contrapesos, hay que pensar en su desarrollo, no en una tabula rasa.

Por lo que toca a la representatividad del sistema político, el problema radica en los partidos políticos que gozan de un inmenso poder, mismo que ejercen a través de un poder legislativo que, por diseño, niega toda posibilidad de influencia o participación ciudadana, excepto en la retórica. Sugerente del problema es el hecho de que, a pesar del cambio de gobierno y, supuestamente, de sistema, poco ha cambiado el uso de la palabra democracia en la retórica política.

 

Paradigma vs realidad

Luis Rubio

Todo ha cambiado, dijo alguna vez Einstein, excepto el paradigma que seguimos teniendo en la cabeza. Nuestro paradigma, al que la mayoría de los mexicanos hacemos referencia para comprender el mundo, hace mucho que dejó de empatar la realidad cotidiana. La economía no funciona de acuerdo a los vectores que la mayoría tiene en mente y nuestras formas políticas no se apegan ni al paradigma democrático que unos idealizan ni al viejo sistema que otros añoran. Muchos se aferran a una noción idílica del mundo porque desaprueban, desconocen o temen la realidad; pero lo único que cuenta es justamente dicha realidad. Los mexicanos, comenzando por el gobierno, deberíamos hacer un gran esfuerzo por desarrollar un nuevo paradigma que haga posible romper con la inercia devastadora y fatalista que en el presente parece consumirnos.

El contraste entre el paradigma mental que llevamos dentro y la realidad es patente en casi todos los ámbitos. Respecto a la economía, por ejemplo, la mayor parte de la población, y no pocos economistas, sigue pensando en una fórmula simplista: aquélla en que la oferta tiene que empatar a la demanda en un espacio territorial relativamente pequeño. Por supuesto que existen exportaciones e importaciones en ese modelo, pero éstas son uno de los muchos componentes de la actividad productiva. El consumidor es ese señor o señora que va y compra enseres en la tienda, espacio donde se llevan a cabo todas las transacciones comerciales relevantes y donde comienza y termina la relación entre comprador y productor. El gobierno está ahí para asegurar que los productores funcionen y sean exitosos, para lo cual cuenta con un pequeño arsenal de instrumentos: gasto público para hacer crecer la demanda, subsidios para estimular la inversión en algunos ámbitos o apoyar a un fabricante cuando éste se atora y, por supuesto, mecanismos de regulación y protección para asegurar que no haya competidores desleales ni importaciones que amenacen la sobrevivencia de un productor y de los empleos por él generados.

Quizá exagero cuando describo la manera en que muchos conciben a la economía del país, pero basta observar las reacciones instintivas de políticos y empresarios, de sindicatos y de la población en general ante situaciones críticas para confirmar que lo típico de muchas propuestas, respuestas o demandas, según sea el caso, están más ligadas a nuestras prenociones que a la realidad económica de todos los días. Lo mismo ocurre en el ámbito político y en otros territorios de la vida social.

A diferencia de la economía, en la política coexisten dos paradigmas totalmente contradictorios tanto entre políticos como en la población en general. Para unos, México es una nación indistinguible de otras con una tradición democrática de siglos. Su visión es la de un mundo de competencia política constante, con elecciones competidas y un sistema de regulación política mediado por instituciones como el IFE, el Tribunal Electoral o las diversas instancias judiciales que, a pesar de sus problemas, funcionan y avanza día a día. La libertad de prensa es una realidad y los medios son el instrumento a través del cual se disemina la información; la población acude a dicha información para poder tomar decisiones responsables. Importa, bajo esta perspectiva, corregir las pequeñas deficiencias que persisten, sea a través de la reelección legislativa o por medio de la modernización de los sistemas de seguridad pública pero, piensan quienes conciben así a México, somos una democracia emergente que no puede más que consolidarse.

Frente a esa visión paradigmática, existe otra perspectiva, totalmente opuesta y con el mismo arraigo en la realidad política nacional (y no sólo entre los políticos). Nuestra situación actual piensan los creyentes en este modelo– corre el riesgo de desbordarse; todo es un desorden y es imperativo recrear el viejo paradigma en el que el gobierno tenía la capacidad de establecer la agenda pública, liderar el proceso de desarrollo, encauzar las demandas de la población y asegurar que la economía prospere. Para quienes aceptan este paradigma, el viejo sistema priísta había perdido credibilidad y requería de legitimidad, razón por la cual se llevaron a cabo diversas reformas electorales y, con los procesos electorales competidos de que hoy gozamos, el problema ha desparecido. Por ello, lo imperativo es no exagerar: hay que recrear el viejo orden político dentro del marco de legitimidad hoy existente, pero reconociendo que la democracia no es apropiada para un pueblo como el mexicano, inculto y proclive a hacerse justicia por mano propia, como ilustra el recurso al linchamiento a nivel popular, ejemplo perfecto añaden– de la disfuncionalidad del poder judicial.

¿Excesivo? Tal vez. Pero cada quien debe preguntarse cuándo fue la última vez que llegó al borde de la incredulidad con el desorden que se ha vuelto una de las características medulares de la realidad política, económica y gubernamental del país. Independientemente de lo exagerado de estas descripciones, la mayoría de los mexicanos vivimos un momento preñado de irrealidad. Nuestra visión igual en lo económico que en lo político- sigue firmemente anclada en paradigmas que tal vez tuvieron relevancia y fueron compatibles con la realidad en algún momento en el pasado, pero ahora resultan inoperantes. Al menos a nivel hipotético, es posible afirmar que mientras no rompamos con esos paradigmas que ya no sirven como representación de la realidad, estaremos años luz de entender lo que existe e imposibilitados para construir nuevos marcos de referencia que nos permitan actuar y transformarnos para ser exitosos, tanto en la economía como en la democracia.

La realidad actual poco tiene que ver con los paradigmas aquí descritos. En lo que toca a la economía, vivimos en un mundo que poco, muy poco, se parece a las realidades de los cincuenta o sesenta que son, en muchos sentidos, el marco de referencia de la visión paradigmática prevaleciente. Para comenzar, ningún país se puede abstraer de un entorno global que lo mismo crea oportunidades inusitadas que limita muchas de nuestras formas tradicionales de producir. La tecnología ha transformado las comunicaciones y esto ha hecho posible la existencia de un mercado financiero global, lo que implica que, para ser exitosos, todos los países y empresas tienen que apegarse a un conjunto de reglas de transparencia y comportamiento que son la gasolina de la actividad económica en la actualidad.

Además, la globalización de la producción ha trastocado todos los arquetipos del pasado: por ejemplo, lo común hoy en día ya no es que se fabriquen productos completos (como coches, computadoras o radios) en una sola fábrica, sino que se produzcan millones de partes y componentes en los lugares más recónditos, para luego ser ensamblados como producto final. Este proceso reduce costos y eleva la calidad. De la misma manera, las utilidades que tienden a crecer ya no están asociadas a la fabricación de productos o a la actividad agrícola tradicional, sino más bien a los servicios asociados a estos procesos: la logística, la administración de marcas, servicios integrales de producción y transporte, etcétera. Ninguna economía se puede abstraer de lo que ocurre en el resto del mundo, pero igualmente cierto es el hecho de que sólo pueden ser exitosas aquellas que aceptan estas condiciones como la esencia de un nuevo paradigma.

Aunque afortunadamente existe un sinnúmero de empresas mexicanas que opera con el nuevo paradigma y han logrado crecer y desarrollarse de una manera prodigiosa en los últimos años, la realidad mexicana también es una de informalidad e incoherencia. La economía informal parecería ser algo parecido a la migración de mexicanos a Estados Unidos: una salida quizá no del todo atractiva, pero aceptable dada la ausencia de alternativas. Sin embargo, el otro lado de la moneda es que mientras crece la informalidad, también crece el incentivo a no resolver ninguno de los problemas estructurales que enfrenta el país desde la seguridad pública hasta la educación, el sistema de justicia y el rezago energético-, pues nada de eso beneficia directamente a quienes participan en ese sector de la economía. Es decir, el crecimiento de la economía informal tiende a afianzar todos nuestros vicios, a la vez que impide que éstos puedan ser corregidos: impide, en otras palabras, que se adopte un nuevo paradigma lo que, irónicamente, tiene el efecto de profundizar la desigualdad del ingreso, hacer permanente la pobreza e impedir que se logren tasas de crecimiento económico elevadas. Este es un asunto de enorme trascendencia.

Algo semejante ocurre en el ámbito político. El mexicano ya no es el sistema presidencialista y autoritario de la era de los treinta, pero tampoco es una democracia consolidada que avanza paso a paso sin el menor riesgo de fracasar. Es evidente que existe un enorme desorden, así como el riesgo creciente de un colapso político. Cada quien puede tener una visión distinta sobre qué es lo posible y deseable para la conformación de un sistema político moderno en el país, pero es indudable que nuestra realidad no es la de un país exitoso o una democracia infalible. Al igual que en la economía, lo imperativo es romper con los paradigmas obsoletos para avanzar hacia un sistema político moderno, capaz de dirimir las disputas sin violencia, dar cauce al desarrollo de sistemas y procesos de regulación y competencia que no sólo logren legitimidad, sino también eficacia.

El sistema político real, el actual, es disfuncional para la mayoría de la población, pero persiste por una razón muy simple: porque beneficia a toda clase de intereses corporativistas del pasado que no fueron arrasados por los cambios políticos y democráticos de los últimos lustros. Esos intereses corren enormes riesgos si cambiáramos el paradigma, pues chocan con el interés del resto de la población de crear un mundo, tanto político como económico, que le permita vivir, crecer, desarrollarse y producir en paz y en un entorno de certidumbre. Esos son los dos Méxicos que hoy se enfrentan: el que no acaba de morir y al que no dejan nacer.

 

Autonomía a PEMEX

Luis Rubio

En una era caracterizada por el conflicto y el encono, es encomiable que en un tema parezca haber consenso. Lo que no está claro es que el consenso en torno a la idea de concederle autonomía a la empresa petrolera paraestatal reconozca la enormidad del reto que semejante objetivo entraña. La pregunta clave es si se trata de hacer de PEMEX una empresa moderna, eficiente y competitiva que efectivamente se convierta en una fuente de crecimiento y desarrollo para el país o si, muy a la mexicana, se trata de otro mito más cocinado con saliva y sin la menor probabilidad de mejorar el desempeño de la empresa o de la economía del país.

La noción de darle autonomía a PEMEX goza de un amplio apoyo por razones evidentes, algunas más legítimas que otras. La razón evidente es que la inversión que la empresa requiere para poder mantener y ampliar la producción de crudo ha estado sensiblemente por debajo de lo necesario y esto se muestra en la caída sistemática de las reservas probadas, lo que, según los expertos, implica que el país cuenta con aproximadamente una década de producción a los niveles actuales. Puesto en otros términos, a menos que se eleve sensiblemente la inversión en exploración y explotación de petróleo (como aparentemente ya se está haciendo), el país corre el riesgo de enfrentar escasez y, en un momento dado, la necesidad de importar petróleo de otras latitudes. Para un país que, supuestamente, cuenta con inmensos recursos de petróleo y gas, esta situación es no sólo absurda, sino vergonzosa. Dada la situación y el riesgo, hay muy buenas razones para criticar la falta de inversión.

Pero la falta de inversión no es gratuita: es un resultado directo de dos circunstancias muy específicas, ambas características típicas de nuestra realidad política y económica. Por un lado se encuentra la empresa petrolera y su propensión a mal invertir sus recursos, razón por la cual en la década de los ochenta perdió de facto su autonomía financiera. Por el otro lado se encuentra un gobierno privado de recursos, un poder legislativo indispuesto a llevar a cabo una reforma fiscal y una sed interminable por elevar el gasto público, todo ello produciendo una combinación letal que lleva a que se empleen los recursos petroleros para fines distintos a los de mantener la producción petrolera (inversión y mantenimiento). Es decir, son los recursos petroleros los que han hecho posible que funcione el gobierno y se financie un gasto público, en ocasiones desbordado, todo ello a costa del desarrollo de la propia industria.

En este contexto, el ánimo de conferirle autonomía a la empresa responsable de la explotación, producción y distribución del petróleo suena absolutamente lógico. A final de cuentas, como cualquier empresa, de no invertir y reinvertir de manera constante, sus instalaciones se deterioran (como ilustran los accidentes recientes) y no se desarrollan nuevos campos, lo que representa una apuesta implícita a que los pozos actuales serán eternos. La necesidad de inversión es obvia y la escasez de recursos destinados a estos propósitos constituye un riesgo cada vez más elevado.

 

El tema sobre el manejo de los recursos financieros de la empresa tiene dos caras. En la mitología construida en los últimos años, que ha adquirido carácter de consenso político, la empresa petrolera ha sido explotada y abusada por fuerzas malignas surgidas esencialmente de la Secretaría de Hacienda que, en este tenor, no tiene mayor propósito que el de empobrecer, de hecho hambrear, a la paraestatal para dirigir los recursos a sus propios proyectos. La realidad es, por supuesto, más compleja. Por lo que toca a la Secretaría de Hacienda, los fondos que recauda de la empresa petrolera han servido para financiar el presupuesto federal y, sobre todo, los programas que crecientemente se deciden a nivel estatal, aunque en los últimos años los fondos destinados a inversión en PEMEX se han elevado en más de 300% cada año. En todo caso, en la realidad política actual, no se puede culpar a Hacienda de los destinos que se le den a recursos, sobre cuya disposición el congreso tiene hoy cada vez más autoridad.

Pero el tema de verdadero interés y digno de atención es la situación del propio PEMEX, pues allí reside la razón por la cual la empresa perdió su autonomía hace más de veinte años. PEMEX, todos lo sabemos, no es una empresa; se trata, parafraseando a Octavio Paz, de un ogro burocrático. La empresa petrolera es todo menos una empresa. Para comenzar, su administración tiene relativamente poca autoridad sobre el funcionamiento de la entidad. El verdadero dueño no es el pueblo de México o incluso el gobierno, sino el sindicato, cuyas prácticas determinan la forma en que opera la empresa. En la práctica, la administración y el sindicato negocian la forma como se va a administrar la empresa, para su propio beneficio. Es esta lógica la que llevó a que en los ochenta se decidiera transferir la autoridad de inversión al gobierno federal.

Cuando la empresa contaba con autoridad plena sobre su régimen de inversión (o sea, gozaba de autonomía financiera) y el país requería mayor inversión en exploración y explotación de petróleo, la empresa invertía en plantas petroquímicas. Como si se tratara del sueño de un ingeniero, los responsables de la empresa avanzaban sus propios proyectos, con frecuencia a costa de inversión básica. Su lógica, burocrática hasta la médula, era muy sencilla: el consejo de administración (es decir, el gobierno federal) no podría negarle a la empresa fondos para invertir en exploración y explotación de petróleo, pues eso habría entrañado la destrucción de la empresa en el largo plazo. Por ello, en lugar de preguntar, mejor actuaban, lo que con frecuencia implicaba (sobre todo en los setenta y tempranos ochenta) inversiones millonarias en proyectos sobre los cuales la empresa no gozaba de un monopolio constitucional, pero que eran atractivos por su potencial de visibilidad, corrupción o ambos.

PEMEX perdió su autonomía de gestión financiera por la combinación de dos factores: un apetito insaciable por el gasto público federal y el uso abusivo de los recursos derivados del petróleo por parte de la propia empresa. Es decir, dado el pésimo desempeño que mostraban las cuentas de gasto e inversión de PEMEX (una mezcla patética de corrupción e ineficiencia, ambas galopantes), el gobierno federal, que en los ochenta enfrentaba una fenomenal crisis financiera luego del libertinaje fiscal de los años setenta, optó por controlar el gasto y la inversión de la empresa. El resultado fue un menor desperdicio de los fondos petroleros, pero no un mejor desempeño de la empresa. Además, la decisión tuvo la consecuencia de distraer los recursos que eran necesarios para el desarrollo de la industria hacia proyectos, con frecuencia menos relevantes, de gasto público corriente.

México ha cambiado mucho en estos últimos veinte años y sería posible argumentar, aunque quizá con menor convicción de la que expresan quienes abogan por la autonomía de la empresa, que ya es tiempo de hacer un replanteamiento de todo el esquema. Nadie puede dudar sobre la impostergable necesidad de incrementar la inversión para el desarrollo de la industria. Lo que no es obvio es que la empresa y su administración se encuentren en mejores condiciones para garantizar un desempeño profesional de la empresa, o sea, que estos veinte años hayan servido para profesionalizar la administración, erradicar la corrupción y eliminar la ineficiencia. Sería digno de un cuento de hadas que, súbitamente, la fuente de corrupción más grande del país hubiera adoptado estándares suizos de administración, eficiencia y desempeño. Pero eso es exactamente lo que el poder legislativo pareciera creer al pretender concederle a la empresa, sin mayor procesamiento, autonomía en sus decisiones financieras.

El propósito, sin embargo, reclama especiales cuidados. Aunque todo indica que el plan es bastante simple (quitarle el control a Hacienda para trasferírselo a la empresa), las implicaciones son enormes. Antes de actuar, los políticos deberían meditar sobre al menos cuatro temas: a) cómo se va a manejar la deuda de la empresa; b) cómo se va a garantizar el abasto; c) qué se va a hacer con las utilidades que genere la empresa; y, lo más crítico, d) cómo se va a gobernar la empresa ahora que goce de autonomía. Cada una de estas preguntas entraña un mar de consecuencias.

El tema de la deuda es fundamental. A la fecha, a pesar de su ineficiencia, corrupción y desempeño, la empresa ha gozado de amplio acceso a los mercados financieros (y a tasas muy bajas) gracias a la garantía implícita del gobierno federal. Sin embargo, la autonomía supondría que la empresa haría suya la deuda y se haría responsable de su servicio. Esto cambiaría de súbito la lógica de su administración (y, sin duda, el costo de su financiamiento).

El tema del abasto es central pues, presumiblemente, una empresa autónoma no tiene más objetivo que su propio desarrollo. Sin embargo, tratándose de un monopolio, el abasto es clave. Lo mismo se puede decir de las utilidades que genere la empresa, suponiendo que las va a generar: a qué se van a destinar, quién va a juzgar si fueron bajas o altas, qué proyectos u objetivos van a ser beneficiados (¿la seguridad social, los programas de pobreza, inversión en infraestructura?).

Pero el tema medular reside en la forma de gobierno de la empresa. En ausencia de un régimen de propiedad que garantice el interés de los dueños sobre el desempeño de su inversión, PEMEX requeriría un sistema de gobierno interno que asegurara el interés de su accionariado (presumiblemente el pueblo de México). Algunas preguntas específicas sugieren la complejidad del tema: quién es el dueño; cómo se asegura que la empresa no acabe siendo secuestrada por su burocracia y sindicato; quién decide, y cómo, qué proveedores son impolutos y cuales corruptos. Si de por sí la empresa es un mar de corrupción e ineficiencia, con una autonomía sin gobierno estos vicios  se multiplicarían.

La autonomía de PEMEX es un objetivo deseable. Pero más vale que los legisladores mediten bien sobre la forma que ésta adquiera antes de crear un verdadero caos del que, como es costumbre, nadie se haría responsable.

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El mundo al revés

Luis Rubio

Una nueva normalidad sobrecoge al país: la de la violencia contra la población y la de la irresponsabilidad de sus gobernantes. Lo que tendría que ser reprobado de entrada y sin miramientos se ha convertido en algo normal. Lo raro en nuestro entorno es la paz social, la negociación entre adversarios y la solución pacífica de conflictos; lo cotidiano son secuestros y asesinatos, discursos irresponsables, además de falaces, por parte del presidente y otros funcionarios, parálisis en la gestión pública y una ola de violencia que ha acabado por convertirse en una nueva realidad. Nos parece natural lo que debería verse como una aberración y utópico lo que debiera ser un derecho elemental de todo ciudadano. El mundo al revés.

Nuestra involuntaria capacidad de adaptación es tan asombrosa que hasta nos resulta difícil concebir un mundo normal. De hecho, es casi necesario que alguien venido de afuera nos obligue a despertar de la pesadilla cotidiana para reconocer que vivimos en la anormalidad. Habría que comenzar por describir un semblante de la normalidad para identificar las desviaciones. Peor, sólo observando el contraste entre ambas dimensiones es posible reconocer lo extremo de las reacciones que se han convertido en el pan de cada día y, quizá más relevante, las implicaciones políticas del nuevo estado de cosas.

Lo que en términos convencionales se llamaría una “vida normal”, tendría rasgos tan elementales como seguridad pública, tránsito normal de un lugar a otro, un sistema educativo que provee habilidades y conocimientos al educando, una economía en evolución (siguiendo el ciclo normal de crecimiento por años y pequeños exabruptos de vez en cuando), todo ello enmarcado por un gobierno que hace posible que el resto funcione de manera adecuada.

Si lo vemos en la forma de una familia común y corriente, los padres podrían salir de su casa e ir a su lugar de empleo o actividad en un tiempo razonable, los niños irían a la escuela a sabiendas de que habría exámenes y otras medidas relevantes de evaluación y la policía velaría por nuestra seguridad. Los padres no tendrían que estarse mordiendo las uñas el sábado en la noche por temor de que un hijo sea asaltado o secuestrado, los niños verían el futuro con un sentido de oportunidad y al trabajo como un reto. Los adultos de la familia irían a votar cada tres años, momento en el cual tendrían la oportunidad de premiar o castigar el desempeño gubernamental y contarían todo el tiempo con mecanismos para hacer valer sus derechos, reclamar el mal desempeño del gobierno y acceso a toda la información necesaria para hacer un juicio informado.

No se trata aquí de describir al gobierno suizo. Un gobierno como ése se concibe a sí mismo al servicio de la ciudadanía y sabe que puede ser removido en cualquier momento. Tampoco se requiere imaginar servicios de calidad suiza, donde las escuelas son, pues, del primer mundo; las carreteras cuentan con señalización y diversos mecanismos de asistencia y protección que aquí son un mero sueño; los aeropuertos funcionan y son suficientes para la demanda y la policía no ceja en hacer cumplir la ley, trátese de quien se trate. Tampoco se trata de demandar un poder judicial plenamente independiente, con probada capacidad de investigación, que se ve a sí mismo como autónomo y con capacidad de decidir por encima de intereses económicos, políticos o gubernamentales.

Se trata, simple y llanamente, de describir lo que cualquier ciudadano de un país “normal” debe ver como natural. Es decir, un entorno en el que el gobierno, por pobre que sea, está al servicio de la ciudadanía y asume la responsabilidad de mantener servicios públicos de primera calidad para asegurar, al menos, la integridad física y patrimonial de la población. Con todos sus problemas y limitaciones, comenzando por la naturaleza dura y, en buena medida, inaccesible del gobierno, los mexicanos mayores de cuarenta o cincuenta años seguramente recuerdan la época en la que se podía caminar en las calles, en que el tráfico, aun cuando pesado, no era impenetrable y en que los servicios públicos contribuían al crecimiento económico. El México de los sesenta no era perfecto, pero se caracterizaba al menos por un semblante de normalidad; si bien el sistema político no era autoritario (valdría la pena observar la naturaleza de esos gobiernos en Hungría, Argentina o Corea), de democrático nada tenía.

En el curso de los setenta, esa normalidad se vino al suelo. En los setenta se inauguraron las crisis financieras y los sucesivos gobiernos que las causaron culparon siempre a terceros de la debacle (los gringos, los empresarios, los vendepatrias, los sacadólares, etcétera). Las cacerías de brujas se desataron y su consecuencia fue la de inaugurar la lucha de clases como fenómeno político en el país. Las intenciones pudieron haber sido buenas, pero a la realidad eso no pareció importarle. Los ochenta fueron años de pagar las cuentas de la lujuria setentera con recesión e inflación. La oprobiosa combinación de “destrucción en los setenta” y “depresión de los ochenta” sembró las semillas de la criminalidad, el desmantelamiento del gobierno y la desaparición de todo vestigio de la anterior normalidad.

Los años de reforma fueron también intentos de restauración y, en esa mala mezcla, acabamos en las contradicciones que hoy son nuestra segunda naturaleza. Las reformas económicas se proponían construir los cimientos de una economía moderna y de una sociedad desarrollada. Desafortunadamente, las reformas vinieron acompañadas de un factor limitante que acabó por minarlas e impedir que muchas de ellas arribaran al destino prometido. Porque aunque yo estoy convencido de la honorabilidad de los objetivos planteados en la mayor parte de las reformas y privatizaciones, no cabe duda que había un objetivo adicional, aunque implícito (en adición, por supuesto, a todas las corruptelas que pudo haber habido), que trascendía los objetivos económicos, y ese objetivo se cifraba en salvar la permanencia del régimen priísta.

Las reformas y los reformadores podían avanzar sus proyectos siempre y cuando no se alterara el statu quo en términos políticos. Esto implicaba, por ejemplo, que no se podían generar entidades de regulación autónoma, factor indispensable para una economía moderna donde la certidumbre y la no politización de la vida económica son clave. Al mismo tiempo, aquellos gobiernos optaron, con toda alevosía y ventaja, por no constituir mecanismos de pesos y contrapesos, necesarios en cualquier sociedad moderna, con el objeto de no limitar las facultades efectivas del presidente ni dar la impresión de que el gobierno se preparaba para una transición democrática eventual.

El punto de todo esto es que el país pasó de una situación de normalidad, en su sentido más convencional, a una nueva realidad de violencia, criminalidad e irresponsabilidad gubernamental esencialmente porque nadie previó o creó mecanismos de protección para lidiar con las consecuencias políticas y sociales de largo plazo de las crisis económicas y de las reformas estructurales. Es obvio que no se trabajó en esa dirección porque ello hubiera implicado una redefinición política a la que ningún gobierno de antaño estuvo ni remotamente dispuesto. El gobierno actual ha exacerbado el problema porque nunca entendió la problemática del país que recibía ni tuvo la capacidad, ni la humildad, para trascender sus prejuicios en aras de aprovechar la excepcional oportunidad que creó la elección del 2000.

La realidad actual, todos la conocemos, es detestable. La violencia del narcotráfico se ha tornado en algo cotidiano, al grado en que lo mejor que nuestras autoridades nos pueden dispensar como explicación (porque pedir acción constituye una exageración) es que “el Chapo es muy inteligente”. Por su parte, el presidente municipal de ciudad Juárez nos dice que “en todo el mundo hay asesinatos, por lo que no hay que preocuparse”. Por si lo anterior no fuera suficiente, el presidente nos recrimina que no dejemos de “refritear” los asesinatos de dos niñas en aquella localidad fronteriza. Ahora resulta que la incompetencia gubernamental es culpa de los ciudadanos. Hasta Díaz Ordaz, ese presidente tan vapuleado por sus formas duras, se habría sonrojado ante el despotismo de nuestros gobernantes actuales.

A menos que aceptemos el colapso total de la mexicana como sociedad organizada (al estilo de Somalia), no cabe la menor duda de que México está llegando al límite por lo que toca a la violencia, criminalidad e incompetencia gubernamental. Max Weber, el sociólogo alemán que afirmaba que el Estado es aquel que cuenta con el monopolio de la violencia, estaría a un tris de afirmar que los narcotraficantes, secuestradores y criminales comunes y corrientes son ya el Estado mexicano. A eso hemos llegado.

Lo paradójico de la sociedad mexicana es que si bien critica las fallas de la transición en su dimensión política, ha sido tan tolerante del deterioro social y criminal que ya percibe a esa realidad como normal. Es necesario reconocer que parte del problema de la parálisis de todos los gobiernos del país en el tema de la criminalidad reside en el hecho de que existe una diferencia no sólo conceptual y legal, sino práctica entre el llamado fuero común (responsabilidad de cada estado y municipio) y el fuero federal (responsabilidad del gobierno federal) y ambos chocan a diario. Luego de quince años de un crecimiento sistemático y sin parangón en la criminalidad, como que ya es hora de que alguien plantee la necesidad de modificar o eliminar esa diferencia por improcedente. Otra enorme falla del gobierno del cambio que acabó por empeorar el entorno en lugar de transformarlo.

La tolerancia que se ha convertido en normalidad tiene consecuencias políticas. La normalidad al revés le confiere enorme latitud al gobernante, pues éste ya ni siquiera se siente responsable del acontecer cotidiano ni encuentra razón alguna para responder ante el reclamo popular. Lo mismo se puede decir de los precandidatos a la presidencia que viven en un mundo caracterizado por la frivolidad y el desprecio de la realidad ciudadana. Como todo es al revés, no hay necesidad de resolver problema alguno. Todo está bien y lo poco que no, se resuelve con sólo elegir a tal o cual individuo. En este año electoral, la ciudadanía debería exigir más, mucho más.

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El TLC y la desigualdad social

Luis Rubio

Mucho se discute acerca del evidente problema de la desigualdad social. Tratándose de un problema ancestral que no ha sido atacado de manera definitiva, es irónico que muchos señalen al tratado de libre comercio de la región norteamericana como su causa. El TLC constituye un instrumento que puede servir para apalancar el desarrollo del país, pero no es, nunca fue concebido para ser, una estrategia integral de desarrollo. Es posible que al país le falte justamente eso: una estrategia integral de desarrollo que se apuntale en los dos instrumentos clave más exitosos de los últimos tiempos –Oportunidades y el TLC- pero que vaya mucho más allá: que se proponga no sólo crear oportunidades, sino sesgar todas las políticas públicas a fin de avanzar decididamente hacia un desarrollo general que incluya a toda la población. El reporte de la Comisión Independiente sobre el Futuro de Norteamérica ofrece una perspectiva útil en esa dirección.

Vayamos por partes. La desigualdad es un hecho ostensible. Basta con observar el panorama nacional para identificar vastos contrastes de pobreza y riqueza, acceso y aislamiento. Aunque sin duda se trata de un problema ancestral, eso no lo justifica ni excusa su persistencia. De hecho, su existencia es el testimonio más convincente sobre los insuficientes, y muchas veces infructuosos, esfuerzos por impulsar el desarrollo del país, incluso de aquellos que fructificaron en tasas de crecimiento elevadas por largos periodos.

Lo peor de todo es que la brecha de la desigualdad se está ampliando. Por décadas, quizá siglos, esa brecha era persistente, pero no necesariamente se agudizaba. La pobreza convivía con la riqueza de una manera que siempre debió ser intolerable, pero no por ello era menos real. Pero esa brecha se ha agudizado no por el TLC, sino por los cambios estructurales que viene sufriendo la economía del mundo, incluida por supuesto la nuestra. En la medida en que se eliminan barreras al comercio y a la provisión de servicios (en parte por cambios en las regulaciones, pero sobre todo por el avance de la tecnología), la competencia en la producción de bienes tradicionales se torna inmisericorde.

La desigualdad se ha agudizado precisamente porque lo que se ha vuelto más rentable en esta nueva era del desarrollo económico es aquello vinculado ya no con el uso de la fuerza muscular, sino con la capacidad cerebral. Si un chino, un haitiano o un mexicano pueden llevar a cabo exactamente el mismo proceso industrial pero a diferentes costos, es porque la capacidad de competir en ese nivel se reduce a dos factores: la productividad y el salario. La productividad depende de la tecnología que se emplee y del valor agregado que le imprima cada empresa y trabajador. Si para fines de ejemplo suponemos que la tecnología empleada es la misma, el salario va a determinar quién se queda en el mercado y quién es desplazado.

Si llevamos este argumento un paso más adelante, hacia los servicios, las diferencias se tornan mucho más patentes, abriendo un sinfín de oportunidades. El esfuerzo que ha emprendido India por insertarse en la globalización a través de servicios más que de procesos industriales es particularmente relevante. En los servicios de valor agregado (aquellos que requieren de la creatividad y capacidad cerebral del trabajador más que de su mano de obra), lo que cuenta no es la capacidad de la persona para coser mil botones por minuto o jalar una palanca de determinada manera cada cierto tiempo, sino su habilidad para resolver problemas, incorporar nuevas ideas. En su versión más primitiva, como pueden ser los centros de atención telefónica que han hecho famosa a la ciudad de Bangalore, las personas tienen que atacar problemas relativamente simples, como preguntas sobre cuentas bancarias o formas de resolver un problema en la operación de una computadora o un sistema de sonido. En la medida en que se avanza en la escala de la complejidad, esos servicios involucran la preparación de declaraciones fiscales, lectura de análisis clínicos o radiográficos, diseño y desarrollo de software, etc.

En la era del conocimiento, la desigualdad se profundiza porque lo que cuenta son las capacidades intrínsecas de las personas, las cuales dependen en buena medida de dos fuentes: las que cada quien desarrolla en su casa y ambiente de  nacimiento y las que le provee el sistema educativo y de salud. Algunas de esas diferencias son en cierta forma inevitables: un niño urbano y uno rural pueden nacer con los mismos atributos y en familias idénticas, pero el medio urbano constituye una fuente de estímulo mucho más poderosa que el rural. Pero otras diferencias son producto no del medio, sino de las políticas públicas: el conocimiento, la salud y el desarrollo de habilidades son factores que se desprenden directamente del sistema escolar y hospitalario (y de salud en general). El hecho de que las brechas se estén ampliando es un testimonio brutal de que ni uno ni el otro están funcionando en el país. En India, país infinitamente más complejo que el nuestro, ha habido avances notables en el sistema educativo y ese es el factor que explica su éxito, así sea todavía pequeño para un país tan enorme.

En todo esto, ¿qué tiene que ver el TLC con la desigualdad? La respuesta directa y exacta es que el TLC no tiene nada que ver. En su esencia, el TLC fue concebido como un instrumento para facilitar los flujos de inversión extranjera y eliminar barreras al comercio entre los tres países de Norteamérica. Si uno observa la forma en que ha crecido la inversión extranjera y el comercio, es evidente que esos objetivos se han logrado con creces. Pero así como son innegables los beneficios del TLC, una buena parte de la población no se siente satisfecha con su situación particular. La verdad, simple y llana, es que el TLC es un mero instrumento de política pública y no constituye una estrategia de desarrollo; aunque ha logrado sus objetivos de manera espectacular y sobrada, al país le sigue haciendo falta una estrategia integral de desarrollo. No hay vuelta de hoja.

Los números le dan la razón a la población que se siente insatisfecha. Según las Cuentas Nacionales que produce el INEGI, mientras que la región norte del país creció en un 53% entre 1994 y 2004, la región sur creció en sólo 16% y la del centro en 22%. Estas cifras nos dicen al menos tres cosas: primero, que los beneficios del crecimiento (y del TLC) se han distribuido de una manera muy desigual; segundo, dado que el TLC es de aplicación general en todo el territorio, resulta evidente que existen enormes problemas en el sur del país y que éstos le han salido carísimos a toda la población que ahí reside; y tercero, que hay muchas oportunidades, pero que no hemos sido capaces de aprovecharlas. La mejor evidencia de lo anterior es que una infinidad de personas y empresas han logrado un enorme éxito en el norte del país. ¿Qué no podría lograrse de haber mejores condiciones para que toda la población del país tuviera acceso?

Aunque se pueden identificar muchas diferencias entre el sur y el norte del país, una por demás significativa es la de la infraestructura. No cabe la menor duda de que el sur del país está mucho más desconectado del resto del mundo que el norte. Si bien nuestra infraestructura de por sí deja mucho que desear, las diferencias regionales son enormes. Y esas diferencias entrañan graves consecuencias para el desarrollo de la población en cada localidad. La falta de infraestructura favorece la existencia de cacicazgos y les confiere un enorme poder a los gobiernos local y estatal, a la vez que el aislamiento relativo crea inmensas oportunidades para la corrupción. No menos importante, esas carencias se traducen en gobernadores abusivos, inseguridad pública y, sobre todo, una impotencia ciudadana para forzar cambios a su realidad social y económica. El punto es que las diferencias en infraestructura favorecen (de hecho, promueven) el rezago en que vive una buena parte del país.

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En días pasados se publicó el reporte final de la Comisión Independiente sobre el futuro de Norteamérica (http://www.cfr.org/publication.php?id=8102). La Comisión integró a un conjunto de estudiosos de la región, a expertos en comercio e inversión, a ex funcionarios públicos, políticos y académicos de los tres países. El objetivo de la comisión era producir un reporte que propusiera una ruta a seguir en la relación entre los tres países. En lo que toca a México, el punto de partida fue el reconocimiento tanto en Canadá como en Estados Unidos de que el país no está creciendo al ritmo necesario y no está atacando exitosamente el problema de pobreza para que, en un plazo razonable (por ejemplo, dos décadas), el producto per cápita de los mexicanos comience a acercarse al de sus dos socios comerciales.

Si bien el debate dentro de la comisión incluyó un sinnúmero de temas, grandes y pequeños, que aquejan a alguno de los tres países en asuntos tan diversos como el comercio y la inversión, la educación y la tasa de crecimiento económico, el funcionamiento de las fronteras y la seguridad integral de la región, las preocupaciones centrales eran las de asegurar que la relación entre los tres países sirviera de palanca para avanzar hacia la prosperidad en un entorno de seguridad física. Desde luego, cada miembro de la comisión llegó con preocupaciones distintas. Las preocupaciones de los canadienses no son iguales a las nuestras y ninguna de éstas es absolutamente convergente con las de los estadounidenses. Pero lo interesante del proceso fue que se pudo ir construyendo una propuesta satisfactoria para todos los integrantes y, al mismo tiempo, clara y convincente como visión para el futuro.

En su esencia, la visión de futuro que presenta la comisión entraña la necesidad de que los mexicanos nos definamos. Aunque en la práctica la abrumadora mayoría de los mexicanos ha optado por mirar hacia el norte, las élites intelectual y política han estado claramente indispuestas a definirse. La visión que la comisión ofrece es una de transformación integral de México, incluyendo la posibilidad de enormes fondos destinados a la inversión en infraestructura, siempre y cuando nosotros articulemos una estrategia de desarrollo inteligente y adecuada para emplear bien esos recursos y convertirlos en el factor transformador que nos ha hecho tanta falta.

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Recuerdos encontrados del populismo

Luis Rubio

El populismo desata pasiones. Pero todas esas pasiones provienen de recuerdos encontrados sobre su naturaleza, dinámica y resultados. A unos, el populismo les recuerda años de gloria: tasas elevadas de crecimiento, tipo de cambio barato, acceso a bienes de consumo del primer mundo y oportunidades de desarrollo personal (viajes, importaciones, coche nuevo, etc.). Para otros, esas imágenes son un mero espejismo: lo que ven y evocan no son los años de lujuria, sino el pago de los platos rotos durante los años siguientes, es decir, el ajuste fiscal, la devaluación, la crisis económica, la caída en el poder adquisitivo. A decir verdad, el populismo representa ambas vertientes: los años de bondad y los años de pagar los platos rotos. Lo peculiar es lo selectivo de nuestra memoria; lo que nada tiene de peculiar son las derivaciones políticas de esos recuerdos.

Es fácil entender el choque de perspectivas. Como reza el dicho, cada quien habla como le fue en la feria. Igual con el populismo. El populismo tiene dos caras que polarizan la memoria y ésta a la sociedad. Los dos rostros son igualmente reales, pero con un cúmulo de historias personales diferentes. Es como ir a un gran restaurante, comer una suculenta y deliciosa comida y luego pagar una cuenta inverosímil. Unos se acuerdan de la cena, otros de la cuenta. Pero las dos cosas ocurrieron, una después de la otra. Más al punto, una fue causa de la otra.

Pero la memoria respecto del populismo es selectiva porque suma estructuralmente dos narrativas sociales contrastantes. Usualmente, el populismo entraña un proceso dual en el que primero todo mundo va de fiesta (la cena) y luego todos tienen que pagar los costos (la cuenta), aunque ese costo lo cargan de una manera desproporcionada los más pobres. Para quienes nunca habían tenido la oportunidad de ir al mejor restaurante, y quizá no sólo eso, sino a ese restaurante en Paris, por ejemplo, el populismo trae recuerdos únicos, inenarrables e incomparables. Para las clases medias urbanas mexicanas, los setenta evocan una época de luz y esperanza: el recuerdo de oportunidades que no se han repetido y que animan pasiones encendidas, todas ellas producto de realidades vivas: tasas elevadas de crecimiento económico, bajo índice de desempleo y un tipo de cambio real bajo que permitía comprar toda clase de importaciones.

Pero la segunda modalidad es la ingente cuenta que siempre sigue a la buena cena y que es indistinguible de la cena misma, excepto cuando uno decide, de manera conveniente, olvidarse de la relación causal. En la memoria colectiva del mexicano, las crisis cambiarias no tienen nada que ver con los años de aparente prosperidad, aunque esa disociación sea enteramente artificial. Los años duros de los ochenta, periodo al que con frecuencia se califica como la década perdida, se explican no por la naturaleza del gobierno o gobernante en turno, sino por las enormes cuentas del pasado que se pagaron en ese entonces y que se siguen pagando en la forma de deuda pública inclusive hasta nuestros días.

A menos de que uno sea un apostador capaz de sacarle jugo a las crisis, ningún ser racional escogería un periodo de crisis o contracción económica en reemplazo a uno de bonanza económica. El problema es que ambos vienen de la mano. Los ochenta no se explican sin los setenta. Pero el imaginario colectivo tiene otra perspectiva: prefiere separar este par de décadas y abstraer lo que le gustó, aislarlo de lo desagradable e idealizar lo que en su memoria resultó benéfico. Un recuerdo así, debidamente higienizado, se torna en un poderoso imán político, pero no en un esquema viable de gobierno. Pero también aquí es fácil separar una cosa de la otra. Argentina, quizá el parangón de las crisis sufridas en la segunda mitad del siglo XX, ha vuelto al populismo, encarnado en figura del presidente Kirshner, porque es tanto más fácil lograr un periodo de bonanza efímero que uno de crecimiento sostenido.

En algún momento de los ochenta, periodo en que la economía mexicana experimentó un severo ajuste (caída en las tasas de crecimiento, desempleo, volatilidad en el tipo de cambio, etcétera), alguien pintó una barda que decía, cito de memoria: queremos promesas, no más realidades. Esa pinta es sintomática: evidentemente nadie en su sano juicio puede preferir la severidad de un periodo de contracción económica sobre la era de lujuria. Pero esa misma frase evoca otra cosa, que es el pan de cada día de las pasiones políticas: la gente quiere promesas, no sólo realidades. Las duras consecuencias de un ajuste contrastan con las ilimitadas expectativas a que se presta un periodo populista. Pero ambas están íntimamente relacionadas.

En cierta forma, el populismo vive de pedirle prestado al futuro, en tanto que las crisis ocurren cuando el futuro nos alcanza y resulta inminente e impostergable pagar la cuenta. Las sociedades bien organizadas que dedican todos sus esfuerzos y recursos a la construcción de una plataforma de crecimiento saludable y sostenido no tienen esos ciclos: aunque en todas partes se cuecen habas, el crecimiento experimentado por las economías del sudeste asiático, por citar un ejemplo evidente, fue sostenido porque no recurrieron a prácticas excesivas de gasto o a una presencia destructiva del gobierno en la actividad productiva, ambas las características más prototípicas del populismo. Incluso cuando algunas de las prácticas gubernamentales llevaron a una crisis (como ocurrió con Tailandia en 1998), ésta fue pasajera en buena medida porque la lujuria no había sido parte de un proyecto político, sino de los excesos que se asocian con errores, confianza excesiva, etc.

Pero quizá la historia más relevante, por extrema, es la de Alemania, país que experimentó un periodo de lujuria tras el fin de la primera guerra mundial. Aunque no exactamente inspirado por un gobierno populista (sino por la naturaleza y consecuencias de los tratados de Versalles, que le impusieron una deuda impagable a la Alemania derrotada), la lujuria de la década de los veinte llevó al fascismo de los treinta. Aunque no hay un factor determinante que explique el tránsito de una época a la otra, el fascismo acabó siendo popular, al menos en un principio, porque ofrecía una solución a la crítica situación de desempleo y lujuria (peculiar combinación) de los años anteriores.

De igual forma, el enorme éxito de la economía chilena en la actualidad es inseparable de los años del gobierno dictatorial de Pinochet, así como éste fue una respuesta al gobierno populista de Salvador Allende. Allende, un personaje por demás atractivo en un sentido político, generó expectativas imposibles de ser satisfechas, polarizó a su sociedad, elevó el gasto público, generó tasas elevadas de crecimiento y modificó toda la estructura de regulación y acción gubernamental, todo lo cual llevó al país a un colapso monumental. La fiesta presidida por Allende acabó gestando una crisis no sólo económica, sino sobre todo política y social cuya respuesta acabó siendo Pinochet. Aunque uno envidie y admire los impresionantes logros del Chile de hoy, es imposible separarlos de sus causas inmediatas y mediatas.

Todo lo cual nos regresa al tema neurálgico: los países serios no dan bandazos en su política económica. Pero tampoco viven suponiendo que la virgen de Guadalupe, o la que corresponda a cada localidad, resolverá los problemas existentes y creará condiciones para el crecimiento económico. Nuestra permanente propensión a imitar a los países pobres y fracasados, debiera alertarnos sobre los resultados que pueden preverse de esa forma de actuar. Las economías atractivas del mundo no son las que tienen ascensos súbitos, sino las que logran un desempeño elevado y sostenido por largos periodos. Ese desempeño no se explica por cambios súbitos en la estrategia de desarrollo, sino por la existencia de una plataforma de políticas públicas, gasto gubernamental y regulación que hace posible el éxito.

Cuando se hacen ricas, las sociedades comienzan a modificar su forma de ser. Por ejemplo, en las últimas décadas, franceses y alemanes han dedicado una porción cada vez más elevada de su PIB a beneficios sociales, vacaciones, pensiones y demás. Todo ello ha impuesto severos costos que se reflejan en menores tasas de crecimiento. Pero se trata de sociedades que ya son ricas y que, para bien o para mal, han decidido esa forma de ser y vivir. Por más que pudiera ser deseable el nivel de vida de esos europeos, nuestra realidad no nos permite, al menos en este momento, aspirar a ello.

Quizá el mejor parámetro de comparación para nuestra realidad no sean las economías ricas de Europa o los llamados tigres asiáticos, cuya estrategia de desarrollo no puede reproducirse en el mundo de hoy (en parte, al menos, por la presencia de los dos gigantes asiáticos, China e India), sino las naciones liberadas del yugo soviético. Los experimentos en materia de regulación, propiedad, competencia e impuestos de países como Polonia, la República Checa y los países bálticos (Lituania, Estonia y Letonia), son ejemplos de cómo es posible revitalizar a una economía y sentar las bases para un crecimiento elevado y sostenido en un periodo relativamente breve. Como nosotros con el TLC, todos esos casos exitosos en Europa del este cuentan con el fuerte imán que representa la Unión Europea. A diferencia nuestra, dichos países poseen una plataforma de políticas públicas orientada al crecimiento, misma que instrumentaron en el curso de unos cuantos años y que hoy las colocan entre las naciones de mayor tasa de crecimiento del mundo. Todo lo que han hecho esos países es perfectamente reproducible.

El momento de confrontación política que vivimos debería ser una extraordinaria oportunidad para discutir el tema del crecimiento. Una posibilidad para nuestro futuro puede ser el retorno a la lujuria de los setenta, con todo y los costos que inevitablemente le acompañarían. Otra, mucho más atractiva, consistiría en dar el paso que nos hace falta para convertir a la economía mexicana en un nuevo tigre por su crecimiento y distribución de beneficios. Ambos escenarios son factibles, pero sólo si se antepone la razón sobre las pasiones.

 

Dictadura de los partidos

Luis Rubio

El rechazo del Senado a la iniciativa de reelección legislativa en el periodo de sesiones recién concluido revela una acusada preferencia de los partidos por mantener el control político (en demérito del que debieran ejercer los ciudadanos), pero también una profunda ignorancia sobre la función que en una sociedad democrática tiene la reelección. También sugiere un desprecio por la forma de gobierno estadounidense. En retrospectiva, la combinación de estos factores hacía imposible la alteración de ese pilar de la política mexicana posrevolucionaria.

La democracia mexicana es peculiar. En lugar de girar en torno al ciudadano y votante, gira en torno a los partidos políticos. Son los partidos quienes comandan el control de la toma de decisiones en los órganos legislativos y, por lo tanto, quienes determinan la política nacional, el funcionamiento de la economía y el alcance de nuestro desarrollo. En otras palabras, en lugar de que el potencial de desarrollo del país se fundamente en la capacidad de la población para desarrollarse a su máxima capacidad no importa si se trata de campesinos, empresarios, obreros o profesionales, nuestro desarrollo tiene un techo fincado por un sistema de organización política que privilegia los intereses de los partidos sobre los de la ciudadanía. Y ese techo es verdaderamente bajo.

La reforma electoral de 1996 consagró a los tres partidos políticos mayoritarios como los propietarios de la democracia mexicana. En la elaboración de esa reforma se incorporaron temas como el financiamiento de los partidos, la sobre-representación de sus contingentes y la eliminación de la competencia por parte de los partidos de menor tamaño (o nuevos partidos en el futuro), cuyo potencial de crecimiento fue prudentemente coartado. Con el financiamiento garantizado y la competencia limitada, los tres partidos aseguraron el control de los procesos electorales, el de las cámaras legislativas y, en consecuencia, el de la toma de decisiones nacionales. Por si lo anterior no fuera suficiente, al reafirmar y, de hecho, consolidar, ese híbrido que conforma nuestro poder legislativo, en el que conviven legisladores por elección directa y por representación proporcional, los partidos garantizaron que ningún esfuerzo ciudadano pudiera mermar su capacidad de imposición. También, recientemente, se limitó la competencia para los partidos chicos.

La reelección de legisladores choca de frente con esta realidad. En un mundo perfecto, la reelección de legisladores serviría para acercar a los legisladores con los votantes. La idea detrás de la reelección es que un diputado o senador que quiere permanecer en su puesto, hará lo posible por atender las peticiones o reclamos de sus votantes a fin de ganar su lealtad y, por supuesto, su voto.

En todos los sistemas políticos, como en toda organización humana, los individuos actúan de acuerdo a lo que más les conviene. En esto consiste la esencia de la reelección: se trata de un mecanismo diseñado para alinear los intereses de los legisladores con los de la ciudadanía, bajo la presunción de que los primeros van a cortejar a los segundos en su actuar cotidiano si dependen de éstos para mantener su chamba. Bajo esta lógica, en un sistema político donde no existe la reelección, los legisladores naturalmente van a actuar bajo su propio criterio y éste, como en nuestro caso, estará fuertemente determinado por el interés del partido, pues de éste depende la carrera política del legislador. Así como antes, en la época presidencialista, los legisladores priístas respondían al presidente, de quien dependía su fortuna, hoy responden al partido. Por el contrario, en un sistema electoral en el que existe la reelección, los legisladores enfocan sus baterías hacia lo que preocupa a la ciudadanía. No hay nada esotérico en este asunto.

Siempre fue evidente que los partidos se opondrían a la reelección. Su lógica es la del dueño: asegurar que sus agentes, en este caso los legisladores, cumplan con su cometido tal y como lo define el partido. Aceptar la reelección habría entrañado un cambio radical. Pero más allá del evidente interés partidista que determinó la decisión de los legisladores en este tema, en la discusión que precedió al voto del Senado con el cual se derrotó la iniciativa, dominó la ignorancia, en buena medida porque el punto de referencia que se empleó en la discusión pública fue el sistema de reelección estadounidense.

La reelección es una institución central del sistema electoral norteamericano. Los senadores son electos por seis años y los diputados por periodos de dos. Si uno observa los patrones de retención del puesto, resulta evidente que un porcentaje enorme de los legisladores permanece en su puesto, en ocasiones por cuatro y hasta cinco décadas. En la pasada elección de noviembre, por ejemplo, la mayoría de los diputados y prácticamente todos los senadores que compitieron fueron reelectos. De las 435 curules en la cámara baja, en 356 el diputado contaba con una ventaja superior al 20%, aun antes de comenzar la campaña, respecto a su contrincante. Sólo 14 de los 100 senadores enfrentan contiendas competitivas y de los 37 que se disputaron el pasado noviembre, 35 mantuvieron su asiento. Todo esto lleva a la conclusión evidente de que el sistema electoral estadounidense no está diseñado para generar una gran alternancia de legisladores. Pero de ahí no se puede concluir que los legisladores guarden distancia de sus votantes. Al contrario.

El sistema electoral estadounidense premia la cercanía entre el legislador y el votante, al grado en que con frecuencia se observan distorsiones ridículas, como los enormes gastos e inversiones que ocurren de vez en cuando y que no representan beneficio alguno en términos de crecimiento económico o productividad, pero que satisfacen a grupos clave de votantes. Es decir, así como nuestro sistema electoral privilegia los errores, intereses y torpezas de los líderes de los partidos, el sistema norteamericano privilegia los caprichos de los votantes. La diferencia reside en que nuestro sistema parte del principio filosófico de que el dueño es el partido, en tanto que el de allá parte de la premisa de que el dueño es el ciudadano.

En los últimos años he tenido la oportunidad de experimentar esta diferencia de manera directa. Hace poco más de una década se constituyó un grupo de académicos estadounidenses deseosos de entablar un diálogo e intercambios académicos, literarios, científicos y artísticos con sus pares cubanos. En el diseño del proyecto se invitó a una canadiense y a mí, ambos con el objeto de contribuir a evitar asperezas entre los dos contingentes. La experiencia ha sido excepcional en dos sentidos: por un lado, porque nos ha dado la oportunidad de conocer las sensibilidades y susceptibilidades particulares de ambos grupos. Pero quizá lo más interesante de ese aprendizaje ha sido la cantidad de prejuicios que unos tienen con respecto a los otros y la enorme voluntad de allanar las diferencias para trabajar en conjunto.

Pero la experiencia ha sido igualmente valiosa en otro sentido. Cuando este grupo se integró, Estados Unidos estaba experimentando uno de sus procesos recurrentes de embate contra la isla. Al inicio de los noventa, el tema era la legislación Helms-Burton, promovida por el conocido senador del estado de Carolina del Norte, cuyo objetivo genérico era penalizar a inversionistas no estadounidenses que invertían en activos que pudieran haber sido propiedad de empresas norteamericanas expropiadas por el gobierno cubano. El senador Helms, viejo conocido como un recalcitrante crítico de México e inflexible detractor del gobierno cubano, había construido su carrera legislativa como un duro e irreconciliable enemigo de Castro.

Para el buen funcionamiento de esta comisión cubano-americana se requerían fondos, mismos que fueron provistos por diversas fundaciones; sin embargo, de acuerdo a la ley que gobernaba el embargo a Cuba, cualquier gasto de esos fondos que se desembolsara en la isla o para ciudadanos cubanos requería un permiso expreso por parte de la oficina de embargo del Departamento del Tesoro de ese país. Es decir, cualquier gasto relacionado con un viaje de la comisión a Cuba o para que el contingente cubano viajara a EUA, requería de un permiso expreso por parte del gobierno estadounidense, incluso cuando los fondos respectivos provinieran de otras instancias del mismo gobierno (tal sería el caso de la National Science Foundation, el CONACYT estadounidense). La obtención de esa licencia con frecuencia tomaba de seis a ocho meses y varias veces motivó la cancelación de proyectos, viajes o envíos de libros y materiales. El tortuguismo burocrático, en no poca medida motivado por el pavor de los funcionarios de esa oficina a ser fustigados por parte del comité del senador Helms, era impresionante.

Luego de dos o tres años de frustrante burocratismo, uno de los miembros del grupo norteamericano propuso transferir el domicilio legal de la comisión de la universidad de Princeton a su institución, la universidad de North Carolina. El cambio fue meramente formal, pero las implicaciones fueron dramáticas. En lugar de que la comisión enfrentara el hostigamiento indirecto del senador Helms por su anticastrismo, la comisión súbitamente se convirtió en un asunto de atención al votante. A partir de ese momento, cada vez que la comisión requería una licencia, en lugar de que su secretariado se peleara con la oficina del embargo, bastaba una llamada a la oficina del senador Helms para que en 24 horas se expidiera la licencia.

El senador Helms, como todos los legisladores de su país, tenía una impresionante oficina de atención a los votantes. Cualquier ciudadano de su distrito o estado podía llamar a su oficina para solicitar ayuda con algún trámite, apoyo para una beca o solución a algún problema. El senador podía estar personalmente cerca o lejos de sus votantes en términos políticos o ideológicos, pero la atención a los problemas que los aquejaban era inigualable. Todo eso por la reelección. Porque la reelección hacía del ciudadano el centro de la atención del legislador.

La posibilidad de que eso ocurra en México fue derrotada en el Senado de la República.

 

Coctel Molotov

Luis Rubio

La decisión presidencial de terminar con el conflicto que su propia administración inició contra Andrés Manuel López Obrador siguió una lógica impecable: el conflicto, que hacía tiempo había rebasado al gobierno, comenzaba a desbordarse, lo que entrañaba un serio riesgo a la estabilidad política y económica del país. Por desgracia, la solución encontrada por el presidente no resuelve el problema de fondo y representa un incentivo más, por si éstos faltaran, para el abandono total, hasta de la pretensión de un Estado de derecho. El riesgo es por ello monumental.

Vale la pena recapitular los ingredientes que dan forma a este auténtico cóctel Molotov. En el conflictivo asunto del desafuero se reunieron al menos cuatro componentes. Primero, está el hecho mismo de la ilegalidad, la violación de la ley y, sobre todo, su irrelevancia, a ojo de los políticos en su actuar cotidiano. Segundo, se encuentra el absurdo precepto legal que inhabilita a cualquier político sujeto a proceso penal de participar en procesos electorales, toda vez que sus derechos políticos se cancelan aun cuando no haya sido declarado culpable. Este precepto permite que cualquier contrincante demande a un competidor, como ocurrió en esta ocasión, no por violar la ley, sino para debilitarlo o eliminarlo de la contienda (aunque aquí haya tenido el efecto contrario). El tercer ingrediente, quizá el más penoso, es el que caracterizó a este gobierno que, en sus casi cinco años, no ha podido definir una línea de acción, construir un consenso ni siquiera al interior del propio gobierno y llevarla a buen puerto. Atenco había sido sólo el más obvio y visible fracaso del proyecto gubernamental, pero hay otros, mucho peores y de enorme trascendencia en este momento, como el de su incapacidad para avanzar el Estado de derecho, quizá el proyecto más importante del sexenio. Finalmente, el cuarto componente fue el pragmatismo de todos los actores en este teatro del absurdo, donde lo importante siempre fue el cálculo político y nunca el cumplimiento de la ley, aunque todos, sin excepción, emplearon tal concepto como justificación para su proceder.

El movimiento de defensa que exitosamente había organizado el jefe del gobierno del Distrito Federal se apuntaló en todos los defectos del gobierno federal. La estrategia privilegió el contraste con el gobierno federal, enfatizando las debilidades, carencias e incapacidades de este último. Es así como se explica el contraste entre dos gobiernos, uno que hace cosas y otro que no tiene capacidad de cristalizar promesas, uno que avanza su agenda frente a otro que se queda paralizado. La estrategia es visible en todos los frentes: desde los segundos pisos hasta la relación con la prensa extranjera. El gobierno federal nunca midió sus fuerzas ni comprendió la naturaleza de reto que estaba asumiendo. El resultado está a la vista.

El movimiento organizado por el jefe del DF abrió puertas insospechadas. No sólo radicalizó el discurso del propio AMLO, sino que también evidenció los profundos rencores que existen en la sociedad mexicana en todos niveles. En un primer tiempo, antes de que se votara el desafuero, el movimiento ya mostraba su capacidad de crecimiento y amenazaba en convertir la de AMLO en una candidatura de facto, es decir, independientemente de que fuese legal. Además, mostró la cara de ese México dispuesto al conflicto para avanzar su causa. En ese momento, cuando todavía era posible parar el proceso, así fuera con una iniciativa de modificación constitucional que permitiera la preservación de los derechos políticos de cualquier ciudadano hasta que no hubiera una declaración de culpabilidad (ahora, ahogado el niño, como dice el dicho, el presidente la promueve), el gobierno y sus aliados en el PRI se envalentonaron sin jamás medir las consecuencias.

Las cosas cambiaron con el desafuero. Ya para entonces, las circunstancias eran otras: ya no se trataba de la posibilidad de cancelar los derechos políticos (factor que había nutrido el movimiento), sino la certidumbre de que eso ocurriría. Ese cambio de condiciones fue evidencia para muchos ciudadanos de que se estaba jugando sucio, de que se estaba cerrando el paso a un candidato porque no se le quería y no porque hubiera violado la ley. Independientemente de la veracidad de esa percepción, no cabe la menor duda basta leer las encuestas–, que la mayoría de la población así lo creía. El gobierno federal jamás dio razones ni convenció a nadie de la bondad de sus objetivos. Peor, dada su propia incapacidad de operación política y la consecuencia del desafuero en términos de inhabilitación para la contienda política, el gobierno iba directo al paredón.

No es difícil explicar la actuación gubernamental, aunque ésta fuese tan obtusa y tan falta de sentido político. Pero cada acción tiene consecuencias y éstas van a ser costosísimas para el futuro del país, independientemente de quien gane la contienda que se avecina.

Quizá no sea exagerado afirmar que la promesa más importante del gobierno del presidente Fox fue la de apegarse a la legalidad. Los priístas eran famosos por su respeto a las formas, pero todo mundo sabía que no existía el imperio de la ley. Cuando un presidente priísta quería algo, era suficiente con modificar la ley para que ésta se adecuara a sus necesidades y luego proceder, apegándose enteramente a las formas. Sin duda, una parte esencial de la legalidad consiste en apegarse a las formas, pero siempre y cuando el gobierno, o cualquier otro actor, no las pueda cambiar a su antojo. Cuando un gobierno tiene que cumplir la ley porque no tiene remedio, se puede decir que existe al menos la base de un Estado de derecho. Los últimos meses demuestran que no es el caso.

Desde 1997 ha habido un ligero avance hacia una menor discrecionalidad presidencial. Aunque los sucesivos congresos de oposición han identificado legalidad con bloqueo de las iniciativas presidenciales, no cabe la menor duda de que el poder judicial se ha convertido en un freno efectivo al abuso gubernamental. El caso del desafuero y todos sus vericuetos legales muestran un avance en términos de límites al ejecutivo. Pero ese freno no existe en todos los niveles (por ejemplo los estados), ni es consistente. Un gobernador de naturaleza caciquil todavía se sale con las suya cuando le da la gana. Esto es sin duda un principio, pero no más.

En este contexto, no es casual que el disparador del movimiento que en su momento se denominó neopanista fue la expropiación de los bancos en 1982 y la decisión inmediata del presidente de modificar la constitución para adecuar una decisión previamente tomada. Si algo corre en la sangre de los herederos políticos de Manuel Clouthier es la urgencia de construir un Estado de derecho. Lamentablemente, el gobierno del presidente Fox nunca logró construir esa posibilidad. Paralizado por indecisión y conflictos internos sobre cómo relacionarse con el PRI y qué hacer respecto al pasado, el gobierno desperdició la oportunidad de oro que tuvo al iniciar el sexenio tanto por la enorme legitimidad de que gozaba como por el desprestigio del PRI y los temores de sus principales integrantes.

Cinco años después, el gobierno que promovería el Estado de derecho termina con un récord atroz en este rubro. El ejecutivo no sólo cedió ante los machetes en Atenco, sino que ahora opta, otra vez, por una salida política, que no hace sino legitimar la ilegalidad como práctica cotidiana. El asunto central no son los macheteros o el jefe de gobierno del DF, sino los perversos incentivos que deja el gobierno federal como práctica de gobierno y norma de comportamiento. En cualquier sociedad, la población lee al gobierno desde el día en que toma posesión y se adecua a su forma de funcionar. Cuando un gobierno dobla las manos a la primera de cambios, la población, y todos los intereses particulares, aprenden el camino y actúan en consecuencia. Cuando un gobierno se apega estrictamente a la legalidad y cumple fehacientemente sus compromisos, la población también actúa en consecuencia. Es evidente que muchos actores clave en la sociedad mexicana le tomaron la medida a este gobierno desde su inicio. Su actuar era predecible y esa expectativa fue confirmada una vez más.

La acumulación de pruebas deja poca capacidad de maniobra al gobierno actual. Pero las consecuencias de su actuar tomarán años o lustros en curarse, y eso si los próximos gobiernos tienen claridad de la trascendencia de la legalidad como medio de interacción entre los diversos actores y participantes en una sociedad. Este punto es medular. Joseph Schumpeter, quizá el pensador más agudo sobre la democracia en el siglo XX, afirmaba que la democracia no era una cosa abstracta y teórica, sino más bien un método para la toma de decisiones en una sociedad. Según Schumpeter, la democracia consiste en un conjunto de prácticas y mecanismos que permiten que una sociedad tome decisiones con la participación activa, tanto directa como indirecta, de la sociedad. Ese método no es de derecha ni de izquierda; más bien, como todo procedimiento, permite que los ciudadanos y los partidos en contienda, al apegarse a un conjunto de reglas, generen un entorno de certidumbre para el bienestar colectivo.

Esas reglas propuestas por Schumpeter son las leyes, los procedimientos y los acuerdos que existen en la sociedad para tomar decisiones y gobernarse. En consecuencia, sin el reino de la legalidad, la democracia es imposible y nada permite distinguir a un gobierno que se dice democrático de uno dictatorial. De ahí la importancia de progresar hacia la instauración del Estado de derecho y la gravedad del interminable cúmulo de precedentes en sentido contrario que ha establecido el gobierno actual.

Nuestro futuro va a depender de la capacidad y disposición de los próximos gobiernos para asentarse en el imperio de la ley. En la medida en que el pragmatismo prevalezca, el país seguirá estancado, pues en una democracia no hay razón por la cual la gobernabilidad y la legalidad vayan en sentido contrario. En la medida en que la ley siga siendo negociable, por control del ejecutivo sobre el legislativo o por decisiones unilaterales del gobierno, el futuro seguirá sujeto a la voluntad de una persona y eso de democrático no tiene nada. Mucho menos de legal.

 

Todo a medias

Luis Rubio

Nadie duda que el país enfrenta un sinnúmero de problemas y desafíos. Así es nuestra realidad nacional y cotidiana. Ahora que concluye el periodo legislativo, vale la pena destacar nuestra imponente incapacidad para analizar y resolver los problemas que enfrentamos. No sólo mostramos resistencia para ponemos de acuerdo en la naturaleza de los problemas que nos aquejan, sino que discutimos alternativas de solución sin que exista un acuerdo, como punto de partida, sobre la definición o causa de los problemas mismos. Peor, una vez que se intenta una solución (como ha ocurrido con muchas de las iniciativas de ley en los últimos tiempos), típicamente se enfoca un aspecto del problema, lo que provoca, en el mejor de los casos, reformas a algunos componentes del problema, sin que se atienda el fenómeno en su integridad. El resultado más común, lamentablemente, no es siquiera la resolución parcial del entuerto, sino la agudización del problema general, a la vez que se crean virtuales «vacunas» contra la solución necesaria. Nuestra propensión a actuar a medias es, en buena medida, responsable de la parálisis, la inseguridad pública y la incertidumbre que agobian nuestra realidad cotidiana.

Los últimos lustros ejemplifican muy bien el tamaño de nuestras dificultades. Dos ejemplos son particularmente ilustrativos: la creciente inseguridad pública y la dinámica de las reformas económicas del final de los ochenta y principios de los noventa. Los dos ejemplos, casi opuestos en su dinámica, son reveladores de una realidad nacional compleja que claramente tiene soluciones, pero que pocas veces se avanzan. Sobre todo muestran que los avances que de hecho existen, así sean modestos, con frecuencia se topan con la imposibilidad absoluta de seguir adelante en un momento posterior.

El caso de la seguridad pública es paradigmático. Aunque nadie pone en duda la existencia misma de la criminalidad, hay dos asuntos controvertidos en torno al tema: uno sobre sus causas y otro sobre qué tanto aumenta o disminuye su incidencia. La discusión sobre las causas tiende a girar en torno a dos polos contradictorios. Unos afirman que todo en el pasado funcionaba a la perfección, que el viejo sistema político garantizaba la seguridad pública y que ha sido el desmantelamiento de aquel orden el que ha traído consigo la criminalidad. Otros afirman que son las reformas económicas, y la supuesta consecuencia de éstas en términos de desempleo, el motivo del ascenso en la criminalidad. La evidencia, casi abrumadora, indica que el gradual colapso del viejo sistema político yace en el corazón del problema de criminalidad. Al mismo tiempo, la misma evidencia muestra que las bandas de criminales, sobre todo las del crimen organizado, nada tienen que ver con la pobreza o el desempleo, lo que destruye la segunda hipótesis.

A pesar de la evidencia, sucesivos gobiernos adoptaron, por años, la premisa de que el problema de la criminalidad estaba asociado a la pobreza y al desempleo. Más recientemente, ha crecido la convicción de que el problema es de carácter institucional y el gobierno ha enviado diversas iniciativas de ley en un intento por fortalecer el marco tanto legal como institucional de las entidades responsables de velar por la seguridad. A pesar de esto, poco se ha avanzado en esta materia. Las dos cámaras legislativas han hecho gran alarde de las iniciativas aprobadas, pero hacen caso omiso de lo único relevante: el impacto de esas nuevas leyes sobre la criminalidad. A final de cuentas, las leyes son medios para lograr objetivos; dada nuestra realidad política, es explicable que los legisladores se vanaglorien de la aprobación de una iniciativa. Sin embargo, la única medida relevante de una ley radica en su incidencia sobre la realidad cotidiana, que en este caso debería reflejarse en la disminución en los índices de criminalidad.

Pero, volviendo al punto inicial, como no hay acuerdo de fondo sobre las causas del problema ni convicción sobre las soluciones idóneas, lo que ha ocurrido es que se atiendan diversos componentes del problema sin que se resuelva el conjunto. El tema de la criminalidad es paradigmático porque no se puede resolver sin un enfoque integral. Al atacar componentes sin reparar en la totalidad, el resultado se expresa en una mayor disfuncionalidad. Lo anterior es paradójico pero real: hace décadas, el sistema de seguridad pública funcionaba no porque fuese impoluto, sino porque era eficaz y esa eficacia se derivaba de los estrechos controles políticos de carácter vertical que existían en toda la sociedad mexicana. Una vez que comenzó a erosionarse esa estructura de controles, floreció la criminalidad. En ausencia de mecanismos de control y sanción, las propias policías se convirtieron en fuentes de criminalidad o en los goznes que la hacían posible.

Lo que funcionaba bajo un sistema de estrecho control, no opera en una sociedad abierta en la que el gobierno no tiene atribuciones claras, los mecanismos de contrapeso son disfuncionales (menos dedicados a generar equilibrios que a provocar venganzas políticas) y ningún componente del proceso (desde el policía hasta el juez) tiene incentivos para resolver un caso, ya sea porque las leyes de funcionarios públicos lo desalientan o porque mucho de la criminalidad surge o es solapada en esa misma estructura. Lo peor de todo es que esta disfuncionalidad genera una especie de omertá, el código de conducta de las mafias que exige la mutua protección de todos los miembros y asegura que las víctimas no denuncien el delito a menos que deseen sufrir las consecuencias.

Como vemos, las causas de la criminalidad están tan relacionadas unas con las otras que sólo un enfoque integral puede ofrecer la oportunidad de comenzar a erosionarla. A contracorriente, la suma de iniciativas parciales tiende a crear una mayor disfuncionalidad porque las áreas corruptas tienden a abrumar a las que no lo son y la poca efectividad de medidas muy vistosas presentadas con bombo y platillo, tiende a desacreditarlas. En suma, sin un enfoque integral, la criminalidad seguirá creciendo.

Algo semejante se puede decir de muchas de las reformas adoptadas en los ochenta y noventa. La mayoría de ellas, desde las privatizaciones hasta el TLC, incluyendo los profundos cambios que se experimentaron en materia de política comercial, regulación de la actividad económica y la creación de nuevas instituciones y entidades para la supervisión y regulación de la economía, seguía una lógica impecable y totalmente congruente con las necesidades de un país como el nuestro. Algunas de esas reformas fueron extraordinariamente exitosas, otras menos; algunas acabaron siendo terriblemente costosas en términos tanto financieros como sociales. Pero lo que las reformas no han logrado es una transformación radical de nuestra realidad social y económica, a pesar de que mucha de la mercadotecnia con que venían asociadas prometía precisamente eso.

Quizá la explicación a esta aparente contradicción sea muy parecida a la del problema de la criminalidad. Si bien todas, o al menos la abrumadora mayoría de las reformas que se adoptaron, seguían una lógica indisputable, las reformas no siempre fueron una respuesta idónea al problema que prometían resolver. En muchos casos hubo evidentes dificultades y contradicciones en la definición del problema. El caso de Telmex es axiomático: algunas partes del gobierno querían convertir a las comunicaciones del país en una palanca para el desarrollo, lo cual implicaba introducir competencia en el sector desde el inicio, en tanto que otros veían al monopolio telefónico como una fuente de recursos para el gobierno, lo cual implicaba posponer y limitar la competencia. Este tipo de diferencias en la forma de definir el problema permeó a muchas de las decisiones implícitas que se incorporaron en la forma y contenido de las reformas de esa era.

Por otro lado, incluso si las reformas hubiesen estado bien diseñadas, con gran frecuencia su capacidad para resolver el problema específico era limitada, en virtud de la presencia de otros fenómenos que lo afectaban. Por ejemplo, la liberalización del comercio forzó a la planta productiva a elevar sus niveles de eficiencia, mejorar la calidad de sus productos, especializarse y, sobre todo, a ver al consumidor como el corazón de la actividad económica. Sin embargo, a pesar de que la reforma en materia comercial fue exitosa y ha logrado sus objetivos específicos en términos de eficiencia y productividad, es evidente que la planta productiva mexicana no se ha transformado de manera integral y que la economía en su conjunto no se ha beneficiado en términos de acelerado crecimiento o con la generación masiva de empleos u otras oportunidades. La apertura comercial fue una reforma no sólo idónea, sino necesaria; pero para ser exitosa requería de una serie de reformas paralelas en otros ámbitos, sobre todo en servicios (banca, comunicaciones, infraestructura), pues sin ello los industriales mexicanos acabaron teniendo que competir con una mano amarrada en la espalda.

El punto de fondo es que sufrimos de una aguda propensión a ignorar la naturaleza de los problemas y a concentrarnos en debates ideológicos sobre soluciones a problemas indefinidos. Por eso todo se hace a medias y los problemas jamás se resuelven. Aunque es posible identificar tal o cual indicador de mejoría en materia de criminalidad, la inseguridad pública persiste; de la misma manera, aunque la economía mexicana es mucho más sólida que hace veinte años, es evidente que no hemos avanzado en materia de desarrollo. No hay que ser un genio para ver lo absurdo de nuestra realidad.

Peligroso el camino emprendido por TV Azteca

Acusados sus principales funcionarios por fraude por la SEC, la comisión de valores de EU (Litigation release 19022/January 4, 2005), y posteriormente por las autoridades mexicanas, por el supuesto abuso de sus accionistas minoritarios, la empresa ha lanzado un ataque burdo, pero inmisericorde, contra la SHCP, la CNBV y Banamex con el obvio propósito de desviar la atención del público. La maniobra tal vez amedrente a algunos diputados que tienen que votar la nueva Ley del Mercado de Valores, pero en nada le ayudará frente a una agencia reguladora profesional como la SEC, además de que invita a pensar en la necesidad de revisar la Ley de Radio y Televisión.