Presidenciables

Luis Rubio

Dos cosas son imprescindibles para que la cirugía sea exitosa, solía decir mi papá: que el cirujano sepa qué hacer y cómo hacerlo. Como el dedicado y cuidadoso cirujano que era mi padre, jamás le entraba, como él decía, a un paciente si no estaban presentes ambas condiciones, ni permitía que ninguno de sus colaboradores en la sala actuara sin conocimiento y habilidad. Lo mismo es cierto y necesario para la presidencia que, con tanto furor, se disputan los aspirantes.

Candidatos hay muchos, pero lo que necesitamos es un presidente capaz de encabezar la transformación del país. ¿Cuál de los candidatos tendrá el tonelaje para lograrlo, cuál sabe lo que se necesita y está consciente de cómo organizarse para liderar un proceso de cambio como el que México requiere? Es decir, cuál de ellos sabe qué hacer y cómo hacerlo. El planteamiento podría parecer ocioso pero, como en una cirugía, en ese binomio descansa la diferencia entre la vida y la muerte. Así es el tamaño del reto que el país enfrenta.

Es necesario plantearnos qué se requiere, cómo se debe hacer y quién satisface ambos requisitos. No sorprenderá a nadie lo absurdo y ensimismado que han resultado los planteamientos esgrimidos por los candidatos a la Presidencia, quienes han tratado de marcar sus diferencias en función de lo que debe hacerse.

Hay dos maneras de plantear lo que se debe hacer. Una es por medio de una gran disquisición analítica e histórica sobre las aspiraciones del pueblo mexicano, las carencias que existen en el país y los problemas irresueltos que exigen una atención inmediata. La otra es observar lo que ocurre a nuestro derredor para percatarnos que lo relevante no es la historia ni las grandes aspiraciones, sino la praxis: qué es lo que hay que hacer ahora para elevar las tasas de crecimiento económico e incorporar a la población en el proceso. Ni más ni menos.

Si uno escucha y lee los planteamientos de los candidatos, cada uno se desvive por demostrar su nacionalismo y su comprensión de los anhelos y dificultades de los votantes. Por importante que eso sea, lo central es saber cómo echar a andar al país de nuevo, cómo sacarlo de su letargo para inscribirlo en los circuitos de éxito económico que están a la vista de todos. Basta observar a Taiwán y Corea, Chile y España, Tailandia e India, Irlanda y China, países muy distintos entre sí, para identificar los comunes denominadores y partir de ahí para el arranque. Todas esas naciones cuentan con cuatro características obvias y cruciales: a) estabilidad macroeconómica: ninguno disputa lo elemental, que la estabilidad de las finanzas públicas es condición para el crecimiento sostenido en el largo plazo; b) reglas claras y predecibles: donde existen hay inversión y donde hay inversión emerge el crecimiento; c) gobierno con la suficiente capacidad para organizar a la burocracia, impulsar los cambios urgentes dentro de la estructura del ejecutivo y evitar ser capturado por intereses particulares; y d) un sistema educativo decidido a transformar al individuo para darle capacidad de valerse por sí mismo. Casi todos ellos también han creado un régimen fiscal muy favorable a la inversión y han reducido los impuestos ¡para recaudar más fondos!

Vuelvo al tema de fondo: lo que importa no es quién le hizo qué al mexicano en el pasado y mucho menos la revancha que ese resentimiento lleva implícito, sino cómo le hacemos para salir del hoyo en el que nos encontramos. Todos, o casi todos los países mencionados, tuvieron un pasado semejante al nuestro: ensimismados, dispuestos a culpar a otros de sus desventuras y siempre concentrados en privilegiar a unos cuantos, igual sindicatos o empresarios, políticos o burócratas. Algunos lo siguen haciendo en ciertos ámbitos. Pero lo que todos reconocieron fue la necesidad de cambiar. Llegó el momento en que esos países aceptaron la urgencia de pasar la página y salir de su propio ensimismamiento: Corea al inicio de los 60, Irlanda en los 80, China hacia el fin de los 70, Tailandia en los 90, España en los 70 e India más recientemente. Ninguno salió del hoyo sin proponérselo; todos tomaron el toro por los cuernos.

Si bien es evidente lo que hay que hacer, menos claro es cómo hacerlo. El presidente Fox perdió la excepcional oportunidad que representó la derrota del PRI y la desbandada de la izquierda, pero incluso la mejor oportunidad no garantiza nada. Parte del reto reside en la capacidad de liderar un proyecto para convencer a la población de su urgencia y bondad. Otra parte tiene que ver con encontrar formas de convencer, compensar, forzar e integrar a los grupos de intereses creados que perderían con los cambios necesarios, para evitar no sólo que se opongan sino que sean parte del futuro. La parte más crítica es la que reside en el rompimiento de los focos de oposición dura, es decir, sindicatos o empresarios, grupos de choque o partidos, que son contrarios a cualquier cambio. En eso, la combinación de habilidad y estrategia, visión y organización, liderazgo y decisión hace toda la diferencia. Si vemos hacia atrás, hay ejemplos patentes de capacidad política de sobra en el país para llevar a cabo las reformas que hacen falta.

La estrategia de transformación variará según las circunstancias. Cada uno de los escenarios postelectorales posibles entrañará consecuencias distintas y, por lo tanto, oportunidades y dificultades potenciales. Sin embargo, lo que parece claro es que las dificultades no deberían estar en la capacidad de instrumentación. Seguramente México es el único país del mundo con dos presidentes al hilo Ernesto Zedillo y Vicente Fox- que no son políticos ni les interesa la política. Tanto por historia como por la ley de probabilidades, parece evidente que quien resulte ganador tendrá mayor capacidad de acción política que lo visto en tiempos recientes.

Por supuesto, la gran pregunta es quién es la persona que reúne las dos características cruciales de toda cirugía: saber qué hacer y saber cómo hacerlo. Cada votante tendrá que evaluar a los candidatos, pero lo que parece evidente a primera vista es que ninguno de los tres conjuga cabalmente los dos requisitos. Unos entienden el reto pero no han demostrado capacidad política, en tanto que otros tienen probada capacidad política pero no entienden el reto. La gran pregunta es si los que entienden pueden aprender a hacerlo o los que saben hacerlo pueden cambiar sus prejuicios para instrumentarlo. Es decir ¿Cuál es el que tiene mejores condiciones y capacidad de hacer posible el gran salto adelante que el país necesita?

 

Control

Luis Rubio

Control es el vocablo clave que describe toda una era de México que se inicia con las inestabilidades del siglo XIX y se consolida y perfecciona cuando se institucionaliza el PRI, luego de la Revolución. Más de un siglo dedicado al control de la población. Aunque la capacidad de control se ha mermado y su meta inmediata ha fracasado (por eso los retos a la estabilidad política y la criminalidad), su objetivo ulterior sigue tan vivo como siempre. Lo que queda de control es insuficiente para lograr legitimidad política (de hecho, produce lo contrario), pero sigue favoreciendo la consecución de intereses particulares. En otras palabras, vivimos de los vestigios del control del viejo sistema y no se han desarrollado mecanismos democráticos de control. Por eso, la legitimidad y el control van en sentido contrario y tarde o temprano chocarán. La pregunta es si, cuando eso ocurra, habrá capacidad de respuesta o mera improvisación.

A pesar de que mucho se discute y la retórica electoral, cada vez más violenta y menos propositiva, es florida y rica en adjetivos, nadie parece querer tomar el toro por los cuernos. La política nacional lleva siglos dedicada al control, pero ahora enfrenta un reto medular: la creciente ilegitimidad del sistema de gobierno que, por diversas razones, la alternancia no resolvió. Aunque los candidatos que estos días están en campaña pretendan lo contrario, la realidad es que tenemos un sistema de gobierno disfuncional. Sin duda, un presidente más hábil y ágil podría destrabar tal o cual iniciativa de ley o lanzar un proyecto determinado. Pero nada de eso resuelve el dilema de nuestra realidad política. El país tiene que decidir si va a seguir apuntalando un sistema político orientado al control desde arriba o si va a construir el andamiaje para un sistema democrático, centrado en el ciudadano.

El sistema fundamentado en el control lleva años haciendo agua. Si bien funcionaba en el pasado (lo que genera añoranzas entre políticos y candidatos), los factores que lo hacían posible se han erosionado y no hay mucho que se pueda hacer para restaurarlos. Aun si fuese deseable (que no lo es), la restauración sólo sería posible a través de la fuerza, la violencia física y la construcción de un sistema autoritario.

El ejemplo de la Rusia actual es ilustrativo: luego de una década de rompimiento de las estructuras soviéticas, privatización abusiva de activos valiosísimos, erosión de las estructuras de protección social y una crisis financiera de corte latinoamericano o sea, un poco como nuestra década de los ochenta el presidente Putin se ha dedicado a reconstruir las fuentes de autoridad y control. Aunque su estrategia no contemplaba la restauración del sistema soviético, sus iniciativas han tenido por resultado el sometimiento de las regiones y el parlamento al poder presidencial. El presidente eliminó la elección de gobernadores y atrajo para sí el privilegio de nombrarlos, conculcó el poder del parlamento y ahora controla la agenda política y legislativa.

Los rusos, población acostumbrada a un gobierno totalitario, pero con las seguridades que ese sistema representaba (en términos de seguridad social, retiro, etcétera), han acabado por ver a Putin como un dictador benigno. La estabilización económica dejó de erosionar los ingresos y ahorros del ruso promedio y la concentración del poder ha permitido la aprobación de reformas diversas que se han traducido en niveles relativamente elevados de crecimiento económico. La paradoja de Putin, según la frase usada por un académico sueco, es que la gente ha perdido derechos y libertades, pero la certidumbre y el crecimiento que han obtenido son directamente proporcionales a la popularidad de su presidente.

La situación rusa no se parece mucho a la mexicana excepto en que aquí también hay un ánimo restaurador en muchos políticos. Pero aunque las circunstancias sean sólo similares en ese aspecto, no deja de ser atractiva la idea que con unas cuantas vueltas al calendario, un presidente puede, como por arte de magia, echar marcha atrás el reloj, instaurarse como el gran dueño de la comarca y consolidarse cual salvador del mundo. El problema es que se trata de un espejismo que no va a funcionar en Rusia ni mucho menos en México.

Como los rusos en 1998, los mexicanos toleramos el ajuste fiscal y la corrección financiera que se presentó como resultado de la primera crisis cambiaria (1976). Los rusos no sólo aceptaron el ajuste, lo aplaudieron, exactamente igual que le ocurrió al presidente López Portillo. Lo que los mexicanos dejaron de tolerar fue la sucesión de crisis: igual la del propio López Portillo que todas las demás. Si la nuestra es una historia de control, la de los rusos es por demás tortuosa; además, su marco de comparación es la historia anterior (soviética y zarista), mientras que el nuestro, con eventos menos truculentos, es el de las vicisitudes de gobiernos buenos y malos, así como el que nos ofrece un mundo occidental democrático y próspero a la vista de todos.

Aunque el mexicano ha dejado de ser tolerante ante los excesos y abusos gubernamentales, no ha dado el siguiente brinco: sigue aceptando toda una mitología política e histórica que lo mantiene atado a las viejas formas y, sobre todo, condenado a los círculos viciosos que impiden el desarrollo. Los mitos son ubicuos y se multiplican: la necesidad de proteger y subsidiar al productor mexicano; el nacionalismo y progresismo de los sindicatos (de educación, PEMEX, IMSS y otros); la soberanía amenazada por la integración económica; el gobierno o el congreso al margen de intereses particulares. Por donde uno le busque, la política mexicana está saturada de fantasías que no hacen sino servir a las mafias políticas e impiden el desarrollo económico y ciudadano.

Mientras que el control desde arriba y la democracia son antitéticos, la democracia y el mercado en la economía son complementarios. El control favorece la impunidad y garantiza el subdesarrollo. Por su parte, la democracia y los mercados tienen que ser construidos; no florecen por sí mismos. Se requiere de una inteligente construcción institucional que permita romper con las ataduras del viejo, y ahora disfuncional, sistema de control político. El problema es que, en nuestro contexto y a menos que tenga lugar una revolución, eso sólo puede emerger del sistema político hoy existente. Ningún presidente lo va a impulsar y menos alguien con ánimo de restauración o con la vista puesta en el pasado. La alternativa es que la ciudadanía tome la delantera: eso sí sería un cambio radical.

 

En la raya

Luis Rubio

La contienda electoral ha adquirido una dinámica no sólo competitiva, sino extraordinariamente álgida. Se confrontan dos maneras muy distintas de concebir al país y dos formas de conducir los asuntos públicos. En el camino se construyen, o se intentan construir, “hechos políticos” que aumenten o disminuyan, respectivamente, el potencial de conflicto o acuerdo en la etapa posterior a la elección del próximo 2 de julio. Estamos frente a una contienda cerrada, un virtual empate técnico. El país se encuentra literalmente en la raya.

A pesar de las apariencias, la contienda no es algo lineal, ni su resultado obvio. En una democracia consolidada, estaríamos viviendo lo que se llama “normalidad democrática”, término empleado para explicar un proceso de incertidumbre que es propio de la democracia donde nadie puede estar seguro del resultado de la contienda pero, al mismo tiempo, nadie alberga temores sobre el mismo. Cuando un europeo o norteamericano enfrenta una disyuntiva electoral, lo hace a sabiendas que no se juega todo en la contienda: bajo un escenario podría acabar pagando algunos (pocos) puntos porcentuales más o menos de impuestos que bajo el otro, pero la diferencia resulta marginal para su vida. En una democracia incipiente y frágil como la nuestra, nada de esto es seguro. Tanto la dinámica de la contienda como los planteamientos de los candidatos enfatizan sus diferencias y proponen cambios potencialmente fundamentales en la conducción del país y, por lo tanto, en su impacto sobre el ciudadano común y corriente.

Aunque es evidente que los extremos característicos de una contienda no son lo típico una vez que hay un triunfador y éste se hace cargo del gobierno, lo peculiar de nuestro proceso es que cada una de las dos visiones ha tendido a afianzarse y sus candidatos a consolidar su base dura, cuando lo anticipable y más común en el resto del mundo es que los candidatos se muevan hacia el centro del espectro político. En la contienda actual no estamos observando ese proceso: seguimos en una dinámica, potencialmente perversa, en la que uno enfatiza el cambio a cualquier costo en un extremo, frente a otro que señala riesgos de crisis en el otro. Lo que sigue son algunas observaciones del momento que vivimos y su potencial devenir.

 

  1. Esta contienda contrapone dos filosofías del mundo y dos lecturas de la realidad: una enfatiza la igualdad, una visión introspectiva y la primacía del gobierno como factor de conducción de la sociedad y organización de la economía. La otra promueve una visión centrada en el individuo, propone una integración exitosa con la economía internacional y le confiere al gobierno el papel de regulador de la vida pública, dejándole al mercado y a la democracia las decisiones cruciales de desarrollo.
  2. En paralelo a la competencia propiamente electoral (toda ella dentro del marco democrático), estamos viendo la construcción de una estrategia orientada ex ante a la descalificación de la elección (herencia clara de nuestro pasado autoritario). Resulta ser que el presidente Fox, a quien se le ha acusado de incompetente a lo largo del sexenio, ahora es Maquiavelo reencarnado. Se trata de una estrategia preventiva no para que alguien gane o pierda, sino para que sea posible desconocer el resultado si pierde alguno de los candidatos.
  3. Todas las instituciones, organizaciones y partidos parecen decididos a actuar frente a estos embates, pero no todas las respuestas son razonables o igualmente respetables. Un primer instinto ha consistido en restringir la libertad de expresión a través de llamados, peticiones y prohibiciones por parte del IFE y del TRIFE tanto a los propios partidos como a otros actores (igual políticos que sociales y empresariales). Otros, más constructivos, sobre todo algunos de los candidatos a la presidencia, han convocado a un acuerdo de respeto a las instituciones y al resultado de la elección.
  4. La lucha por el poder es enconada y dura, pero no por eso violenta y preocupante. Es posible que el ágora ateniense fuese más civilizada en sus formas (y por eso más atractiva), pero la publicidad negativa y los ataques entre candidatos son medios igualmente valiosos de información para el votante. El mundo de los medios llegó para quedarse y hay que aceptarlo como es, con sus beneficios, pero también sus perjuicios.
  5. No todos los partidos están igualmente integrados. Mientras que el PRD funciona como una máquina suiza, el candidato a la par del partido, el PRI exhibe sus contradicciones e intereses contrapuestos en cada vuelta. Por el lado de Calderón hay dos “PANES”: el más abierto y proactivo frente al enquistado y  reaccionario.
  6. No dejan de sorprender las notorias diferencias en el proceder de los candidatos. En el debate de esta semana, por ejemplo, mientras que cuatro tenían una estrategia mediática muy clara, orientada a ampliar el número de votantes, AMLO apostó a su idea rectora, la de un proyecto alternativo. Será interesante observar cómo altera este elemento el resultado de la elección y sobre todo si logró recobrar el control de la agenda.
  7. En este momento, las encuestas muestran un empate. La pregunta es qué producirá una diferencia. Algunos piensan que el fútbol va a paralizar las imágenes que queden en estos días y de ahí hasta julio. Otros creen que el proceso seguirá tan intenso como antes, aunque quizá de manera menos ruidosa. Las encuestas diarias que se conocen de la recta final de la contienda del 2000, muestran que la elección se definió literalmente en el último par de días.
  8. Se discute mucho la existencia de un posible voto “escondido”. La idea es que puede haber algunas personas que no se atreven a manifestarse por el candidato de su preferencia por temor a romper con la unanimidad en sus familias o lugares de trabajo. Según tres encuestadores a los que he consultado, la situación está tan polarizada que probablemente estos votos se distribuyan de manera más o menos equitativa entre los candidatos, por lo que su efecto podría ser menor.
  9. ¿Habrá “voto útil” de priístas que prefieren no desperdiciar su voto? ¿A quién beneficia? Quizá las respuestas sean menos obvias de lo aparente.

10. En la democracia, la regla número uno es que un voto hace la diferencia y todos los involucrados saben de entrada que lo mismo pueden ganar o perder. La fuente de optimismo reside en la fortaleza de las instituciones electorales y el enorme reconocimiento de que gozan en el conjunto de la población. La preocupación es que nuestra democracia sea menos sólida de lo que creemos.

En julio sabremos.

www.cidac.org

Fobaproa

Luis Rubio

El Fobaproa fue una vergüenza, pero no por las razones, muchas de ellas falsas, que hoy se han vuelto populares. A nombre del Fobaproa se han erigido no sólo mitos gigantescos, sino grandes carreras políticas. Pero el que el Fobaproa haya servido a los fines particulares de muchos, no excusa las mentiras y falsedades que ahora se han convertido en verdades absolutas. En el corazón de la contienda política actual se encuentra el tema del rescate bancario que siguió a la crisis financiera de 1995 y el cargo de corresponsabilidad que se pretende imputar a los legisladores que votaron a favor de la legislación respectiva e, incluso, a quienes nada tuvieron con ese voto.

De entrada es posible afirmar dos cosas: primero, el Fobaproa fue pésimamente administrado y el manejo que se hizo del rescate creó toda suerte de abusos por parte de funcionarios, deudores y banqueros. Pero, segundo, es importante reconocer también que sin el rescate del ahorro depositado en los bancos, la economía no se habría recuperado y hoy no nos encontraríamos discutiendo la honestidad y competencia de funcionarios, legisladores, empresarios o banqueros, sino cómo salir del reino interminable del PRI.

El origen de la crisis asociada con el Fobaproa no fue producto de la casualidad, sino de la ineficiencia, incompetencia y sucesivos errores de visión y operación por parte de las autoridades financieras a lo largo de los 70, 80 y 90. La asignación de culpas y responsabilidades es siempre un deporte fácil en nuestro ambiente político, pero no siempre justo, certero, o incluso provechoso. Vale la pena volver a revisarlo.

La presunción de entrada es considerar al Fobaproa como el acto de corrupción del siglo. Ciertamente, los montos involucrados en el rescate bancario son tan enormes que cualquier sentencia es posible. La falta de transparencia en el proceso y la venta multimillonaria de algunos de los bancos luego del rescate, atiza las percepciones de que hay gato encerrado, consideración que ha sido hábilmente nutrida por políticos y candidatos, pero también por empresarios y deudores. Sin embargo, todo indica que la corrupción no es, ni remotamente, el tema medular del Fobaproa.

Más que corrupción, es decir, el saqueo del erario público, el Fobaproa fue el resultado fatal, casi inevitable, de un conjunto de decisiones gubernamentales que generaron incentivos extraordinariamente destructivos para la economía del país. Es desde esta perspectiva que el tema debe ser analizado. Los problemas de la banca no comenzaron con el Fobaproa sino en los setenta, cuando toda la actividad económica sufrió una aguda politización que condujo a que los bancos dejaran de financiar la actividad productiva para fondear el galopante e improductivo gasto gubernamental, lo que llevó a la quiebra del gobierno y a la expropiación de los bancos.

La forma en que se privatizaron los bancos contribuyó a la fragilidad del sistema porque el objetivo primario no fue crear instituciones financieras sólidas y viables, sino incrementar la recaudación fiscal. Es decir, para decirlo en palabras simples y directas, se infló el valor de los bancos y se descapitalizó al sistema financiero en su conjunto. Por si fuera poco, los nuevos banqueros no se distinguieron por su sagacidad. Aunque la mayoría eran personas probas, a los privatizadores se les escaparon varias personas francamente deshonestas. Además, por inexperiencia, otorgaron crédito de manera irresponsable y peligrosa, todo esto frente a una entidad supervisora enclenque, incapaz de regularlos con efectividad. Fueron estas debilidades, mucho más que la deshonestidad de los banqueros, las razones que explican los problemas de cartera que se precipitaron con la devaluación de 1994.

La devaluación de diciembre de 1994 no pudo presentarse en un momento más vulnerable. Con la devaluación de diciembre se dispararon las tasas de interés, lo que tuvo el efecto inmediato de hacer impagables muchos de los créditos. Las autoridades se encontraron con un escenario que se deterioraba rápidamente y actuaron mal. Todas sus acciones fueron tardías e insuficientes, promotoras todas de la cultura del no pago. Compraron cartera sin ton ni son, con procedimientos aleatorios. Las prisas y la más absoluta discrecionalidad y reserva en los criterios aplicados hacían imposible saber lo que Fobaproa estaba comprando.

Es evidente que el manejo del sistema bancario entre 1970 y 1998 fue catastrófico. Por casi treinta años, un gobierno tras otro jugó con los bancos como si fuesen un laboratorio experimental y no la espina dorsal de la economía. Pero en 1995, cuando se colapsaron casi todos los bancos y los que seguían en pie se encontraban en franca fragilidad, amenazando la supervivencia del ahorro de la población, el gobierno no tenía más remedio que organizar un proceso de rescate. Ciertamente, los errores en el proceso fueron muchos, cada uno más costoso que el anterior; no menos cierto es que al salvar a todos los ahorradores, se salvó tanto al que tenía pocos como muchos ahorros. Pero la alternativa al rescate era un nuevo colapso. Esa fue la respuesta del gobierno argentino, que optó por la confiscación del ahorro (el corralito), dándole al traste a la confianza de la población en el sistema financiero.

Los legisladores que aprobaron la legislación del Fobaproa, lo hicieron a sabiendas de que no todo en el rescate había sido encomiable o respetable, pero conocedores de que sin el rescate el país habría estado en mucho peores condiciones. Fue un acto de responsabilidad. Aunque lo fácil es siempre la recriminación, lo respetable es la entereza de quien asume la responsabilidad en los momentos difíciles.

Efectivamente, como afirman sus detractores, en el Fobaproa hubo innumerables abusos, arbitrariedades, vivales y favoritismos. El Fobaproa fue diseñado para lidiar con una crisis financiera pequeña, pero lo que enfrentó fue el riesgo de colapso de todo el sistema financiero. El Fobaproa tiene que ser analizado e investigado con todo detenimiento y de manera profesional para que se aclare, de una vez por todas, si hay algo distinto a sólo incompetencia detrás. Paradójicamente, no es improbable que la investigación arroje resultados más perjudiciales para nuestros nuevos jacobinos y sus fuentes de apoyo que para los villanos favoritos de la contienda electoral. Pero antes de prejuzgar, vale la pena no olvidar que, con todas sus fallas, de no haberse rescatado el ahorro bancario tal vez no hubiera sido posible la transición democrática de 2000. Eso es algo que tal vez no podamos decir en 2012.

 

Las prisas

Luis Rubio

Las prisas suelen ser malas consejeras. Peor, tienden a convertir buenas ideas en fetiches políticamente intocables. Así, por la prisa y, quizá, a causa de objetivos inconfesables pero no menos obvios, una buena idea acaba siendo prostituida y, por lo tanto, desechada. Por ejemplo, tal fue el intento por hacer de varios organismos reguladores instancias autónomas al cuarto para las doce del año pasado. No debería sorprendernos tanta precipitación, parece ser el signo político de nuestros tiempos. Las prisas en lugar del debate, la cerrazón antes que el análisis, el albazo como sustituto de las formas democráticas.

Las prisas sólo pueden ser producto de una preocupación coyuntural o de falta de planeación. Si es lo primero no hay nada que hacer y la peor respuesta es el albazo porque evidencia la intranquilidad. Si es lo segundo, ahí yace la explicación de por qué el país está paralizado, así como el origen de las incertidumbres que impregnan a todo el cuerpo social. En vez de una discusión seria y propositiva sobre la agenda nacional, todo parece dedicado a proteger y avanzar intereses particulares, sobre todo los del viejo corporativismo. No hay nada más distante y, de hecho, antitético, de la agenda nacional y del interés ciudadano que un interés particular.

Pero en México no hemos tenido oportunidad de planear el desarrollo del país. Por muchas décadas, alguien más se dedicó a hacerlo. Algunos gobiernos formularon objetivos desarrollistas en su concepción, pero nunca dejaron de atender los intereses particulares que les daban sustento, generalmente dentro de esa estructura llamada familia revolucionaria. A otros no sólo no les preocupó el desarrollo, sino que despreciaron a la sociedad, a la que veían, en un tono muy porfirista, como subdesarrollada e incapaz de ejercer derechos y cumplir obligaciones. Aun en el momento más sensible del reinado del PRI, cuando se constituyó el IFE y el Trife, los priístas se negaron a contemplar otros esquemas de modernización institucional: no querían dar la impresión de que podrían perder. La historia le hizo justicia a esas concepciones paleolíticas, pero no resolvió los problemas del país. Y ahí estamos, una vez más.

Guste o no, México ha experimentado una acusada transformación en los últimos treinta años. En parte por acciones e inacciones gubernamentales (algunas de ellas poco encomiables, como las crisis) y en parte por la creciente demanda ciudadana, pero debe subrayarse que el país de hoy en nada se asemeja al de los cincuenta o sesenta. A pesar de ello, resulta patético observar cuántas energías se gastan en tratar de retornar a ese mundo, hoy idealizado, de cooperación pública y privada (como el pacto de Chapultepec) que representó el desarrollo estabilizador. Ese esquema de crecimiento económico fue extraordinariamente exitoso en su momento, pero representaba un momento particular de la historia de México y del mundo, no repetible. Además, no se puede ignorar el hecho de que el modelo se colapsó, primero, por sus propias insuficiencias (como la dependencia de exportaciones agrícolas para financiar importaciones industriales) y, segundo, por el levantamiento estudiantil de 1968, circunstancia que sentó las bases para un giro dramático de estrategia y actitud gubernamental a partir de 1970.

En cierta forma, hemos acabado dando una vuelta completa y retornado, al menos en los monólogos políticos que también son signo de nuestro tiempo, a planteamientos no sólo ahistóricos, como lo fueron en 1970 y los años subsecuentes, sino en extremo ignorantes de las causas y consecuencias de las crisis que ahí se inauguraron y siguieron. Ahora que el país ha logrado una década de estabilidad financiera, el reclamo político y popular es por retomar la senda del crecimiento económico. Pero la forma en que ese reclamo se ha encauzado sugiere más un intento por volver a meter al genio a su lámpara mágica, como si eso fuera posible o deseable, antes que enfrentar los dilemas de hoy y mañana. Muy a nuestro estilo, cuando la realidad no nos gusta volteamos al pasado, buscando refugio en algo conocido. El que sea irrelevante para la realidad presente, incompatible con nuestras circunstancias o inviable para la mayoría de la población, que ya está en otras cosas, son meros detalles triviales para quien tiene en mente la grandeza de un triunfo electoral. Resulta notable el recurso al pasado no por útil o relevante, sino porque no nos gusta lo que sería necesario hacer para triunfar en el hoy.

Al margen de discusiones inútiles sobre cuándo comenzó la transición democrática, el hecho es que la democracia mexicana no ha logrado cuajar. La democracia no consolidada se puede apreciar con dos ejemplos que ilustran el conjunto: el primero y fundamental, porque la ciudadanía no existe. En nuestra realidad, y a juicio y preferencia de nuestros políticos, los derechos ciudadanos comienzan y terminan con el acto de votar. Se trata de un acto simbólico que, en consonancia con la tradición porfiriana de nuestra cultura política, representa más de lo que la población tiene derecho: una concesión otorgada y no un derecho inalienable. El otro ejemplo es visible en el congreso. Los legisladores se ufanan de haberse convertido en un contrapeso al poder presidencial, pero no han captado la ironía de su propia satisfacción: sí, en efecto, han logrado parar al ejecutivo en innumerables ocasiones, muchas de ellas legítimas. Pero se han constituido en un poder autónomo, sin contrapeso. La ciudadanía, que sería el contrapeso evidente en cualquier democracia que se respete, no existe en el congreso mexicano o en su pretendida democracia.

La vida pública nacional ha acabado por convertirse en la más conservadora y reaccionaria de la historia. El ejecutivo protege los intereses más encumbrados y el legislativo afianza y aumenta sus beneficios. Los legisladores hacen suyas las iniciativas que protegen a intereses, empresas, grupos y partidos, todos ellos encumbrados y deseosos de preservar sus beneficios. La pregunta es quién vela ya no por la ciudadanía, sino por el futuro, incluyendo el futuro de esos propios intereses y legisladores.

Muy a su estilo e historia, la sociedad mexicana ha aceptado el estado de las cosas con estoicismo. Algunos se rebelan y juran votar por tal o cual candidato, otros se refugian en sus incertidumbres y temores. La pregunta es si existe un límite al círculo vicioso. Tarde o temprano, la población dejará de tolerar el abuso con que se le somete de manera sistemática. Las prisas no hacen sino abonar el desencanto y la reprobación.

 

La rebelión

Luis Rubio

Era sólo cuestión de tiempo. La crisis terminal del PRI, esa que no se produjo en el momento en que perdió la presidencia, ha comenzado. Para un partido político nacido desde el poder y para el poder (de hecho, para el control político al servicio del poder), la pérdida de la presidencia constituyó una estocada que lo hizo incapaz de iniciar la única avenida que le podía dar vida en el largo plazo: una profunda transformación. Hoy, ante la alta probabilidad de volver a perder la presidencia, el PRI comienza a resquebrajarse. Pero lo interesante del proceso que ha iniciado es que a los priístas los parece traicionar su instinto materno: sus diversos actores, cada uno a su manera parecen iniciar un lento proceso de retorno a sus orígenes. La pregunta es cómo impactará a los próximos comicios.

La historia del PRI es la historia de un conjunto cambiante de alianzas y coaliciones. El partido se creó para organizar a la sociedad mexicana y construir el andamiaje necesario para la estabilidad política y el desarrollo económico. En su primera etapa, la del llamado Partido Nacional Revolucionario (PNR), se agruparon los líderes y cabezas de casi todos los partidos, organizaciones, sindicatos, milicias, ejércitos y agrupaciones políticas que había en el país. Su integración dentro de un partido no pretendía eliminar sus diferencias sino institucionalizar el conflicto. El objetivo expreso era el de institucionalizar el poder (crear un partido de instituciones y no de personas, en palabras de su fundador) para terminar la era de violencia política que había llevado a la muerte de Alvaro Obregón. El PRI no tendría una sola ideología, sino que la ideología y perspectiva dominante sería la del grupo que lograra establecer una coalición dominante que, por definición dada la naturaleza de la estructura, acabaría en la presidencia de la república.

Las cambiantes coaliciones y alianzas dentro del PRI le dieron vida al partido y mucho mayor dinamismo e institucionalidad de la que comúnmente se reconoce. Al mismo tiempo, la solidez de una alianza dependía de no crear circunstancias que orillaran a otros grupos a aliarse en su contra. Ambos procesos se tradujeron en un sistema informal, pero generalmente efectivo, de pesos y contrapesos que, si bien no tenía nada de ciudadano y menos de democrático, impedía los peores abusos en los que un sistema político autoritario fácilmente hubiera caído. Esos cambios constantes de coalición (típicamente por lo menos uno sexenal) explican cómo fue que un presidente más de corte de izquierda fuese seguido por uno más de derecha y viceversa. El país logró una excepcional estabilidad y desarrollo económico como resultado de esa estructura entre 1929 y 1968.

Los precarios equilibrios comenzaron a erosionarse primero con el fin del movimiento estudiantil de 1968 y, después, con el cambio de gobierno en 1970. El gobierno de Echeverría trastocó los cánones que habían sustentado al sistema de coaliciones dentro del PRI y la certidumbre que el sistema le había otorgado a la inversión privada a lo largo de los años. Al cambiar las reglas de ascenso político, de estabilidad económica y de relación gobierno-economía, el país entró en la era del gobierno dominante, los abusos del corporativismo sindical y, eventualmente, las incontenibles crisis económicas. Para 1982, el nuevo enfoque de estrecho control político y activa promoción gubernamental de la economía había llevado al gobierno a la quiebra. La crisis de la deuda que hizo explosión en 1982 no sólo minó la estabilidad económica del país, sino que cimbró al mundo político. En puerta se encontraba un nuevo gran cisma dentro del PRI.

Con el ascenso a la presidencia de Miguel de la Madrid, el viejo PRI perdió no sólo el control de todo el aparato político, sino que se frustraron todos los ánimos que habían sido exacerbados a lo largo de la década de los setenta. Perdieron todos esos políticos que ya se veían en control de la economía y con un poder político centralizado y orientado al control para el beneficio de los intereses partidistas, sindicales y de los integrantes del propio partido. Más importante, en el 82 había perdido no sólo una facción del PRI, sino que había quebrado toda una visión del mundo que ya era insostenible en los albores de lo que ahora conocemos como la globalización y que, en aquel momento, se observaba como la creciente liberalización del comercio internacional y de los sistemas financieros del mundo. Con el ascenso de gobiernos priístas encabezados por tecnócratas, perdieron los viejos políticos y todo el sistema de alianzas que había hecho posibles los gobiernos de los setenta y la polarización ideológica que de ahí había emanado.

Pero los gobiernos encabezados por tecnócratas fueron doblemente insultantes para los políticos. Se habla mucho de una alianza entre el PRI y el PAN a lo largo de los noventa. La realidad era diferente: los tecnócratas negociaron acuerdos con el PAN y, dado su control sobre el partido, hicieron que los contingentes priístas en el congreso los aprobaran. No se trató de una alianza PRI-PAN, sino una alianza entre el gobierno de esos años y el PAN. Eso dejó a muchos priístas sintiéndose frustrados y vejados. Muchos acabaron rompiendo con el partido para irse a formar lo que eventualmente fue el PRD. Otros, los más, se quedaron por diversas razones: convicción, intereses, expectativas de un futuro distinto y posturas políticas o ideológicas.

Más allá de los temas de personas e intereses específicos, con el triunfo del PAN en 2000 prácticamente desaparecieron las diferencias ideológicas y políticas entre el PRI y el PRD. El PRI tenía dos opciones: una, la de transformarse y convertirse en una formidable maquinaria en la era de la competencia democrática. Otra hubiera sido sumarse al PRD. La gran oportunidad de transformarse se dio al recobrar los políticos el control del partido, seguida ésta de la virtual expulsión de los tecnócratas. Pero la transformación del partido nunca se dio. Confiados de sus triunfos electorales en los estados y en 2003, los priístas creyeron que el peligro había pasado. Ahora es obvio que no es así, lo que les ha llevado a la desesperación en la forma de una virtual capitulación ante el PRD.

Nada de esto debería ser sorprendente. La propuesta política de Andrés Manuel López Obrador representa el retorno, la revancha, del PRI que perdió en 1982. Es lógico y muy explicable que muchos priístas se reconozcan en ese movimiento y lo acepten como suyo. Falta ver qué clase de bienvenida les dan y cómo lo perciben los votantes. Se aceptan apuestas.

 

¿A dónde ir?

Luis Rubio

Dos visiones recorren la política mexicana: la que propugna por sumarnos al proceso de globalización mundial y la que aboga por retraernos y reducir nuestra vinculación con el resto del mundo. Se trata de dos formas de concebir al mundo y la realidad, pero con un enorme contraste: una es proactiva, en tanto que la otra es meramente reactiva, así se disfrace de distintas maneras. La primera pretende abrazar al futuro para derivar beneficios para la colectividad, en tanto que la segunda privilegia la capacidad interna de organización y acción para resolver nuestros problemas y desafíos. Ambas visiones han estado presentes en la política mexicana por décadas: una no ha logrado su cometido porque el establishment mexicano nunca estuvo dispuesto a asumirla a cabalidad. La otra fracasó en los setenta por sus propios excesos y, más importante, porque no era compatible con un mundo cambiante que, nos guste o no, es el que nos ha tocado vivir. Lo nuevo de hoy es que la decisión de hacia dónde avanzar ya no está en manos de políticos y toda clase de intereses, sino en las del elector.

 

La confrontación que hoy vivimos no es entre ricos y pobres ni entre buenos y malos, sino entre formas distintas de entender la vida y, sobre todo, entre visiones optimistas y pesimistas sobre el presente y el futuro. Para quienes ven el futuro como una fuente de posibilidades, la globalización es un regalo venido del cielo porque crea un espacio de interacción e intercambio que hace posible el máximo desarrollo de las personas más allá de lo que cualquier política interna puede lograr. Para quienes son pesimistas sobre el futuro, la única estrategia posible es la del repliegue, la consolidación de la autoridad y la redefinición de las relaciones internas.

 

Pero la diferencia fundamental entre las dos visiones tiende a ser menos una de alta filosofía que una muy mundana y concreta: los instrumentos con que cada quien cuenta para enfrentar con éxito el futuro. Es inevitable que quienes cuentan con lo que técnicamente se llama “capital humano”, es decir,  educación, conocimientos y capacidad de acceso a la vida moderna, vean en la globalización una oportunidad, en tanto que el resto, quienes han sido privados por nuestro sistema político y educativo de los medios para aprovecharla, sientan temor y preocupación. La verdad es que una enorme parte de la población ve con optimismo el futuro pero, al mismo tiempo, se siente temerosa de lo que éste pueda traer consigo precisamente porque no cuenta con la capacidad de aprovecharlo de manera integral. Si no fuera así, no habría tantos mexicanos aspirando a una vida mejor en el mercado más competitivo y abierto del mundo.

 

Muchos gobiernos y países se han pronunciado claramente por uno de los lados de esta disyuntiva. Muchos dicen, por ejemplo, que América Latina ha tendido   hacia la izquierda; pero aunque es obvio que muchos países efectivamente son hoy gobernados por partidos de izquierda, entre ellos no existe una visión común sobre el desarrollo. La diferencia entre las dos maneras de ver al mundo no yace en una perspectiva filosófica o ideológica, sino en el optimismo o pesimismo con el que se enfrenta. España y Chile, dos países hoy gobernados por partidos de izquierda, abrazan el futuro y la globalización no sólo con convicción, sino con profunda dedicación: hacen todo lo necesario para ser exitosos. Otras naciones, como Francia y Venezuela, cada una con su propia dinámica, muestran el lado contrario: la preocupación y el miedo a explorar las oportunidades, por lo que se retraen, procurando crear un espacio reservado, distante del mundo.

 

La polarizante dinámica de la política mexicana actual es perfectamente explicable, pero también es ilusoria. Es explicable porque el desempeño económico ha sido mucho menos que óptimo (aunque este año los resultados son sumamente buenos). Al mismo tiempo, es ilusoria porque es falsa la noción de que se puede mejorar la calidad de vida, crear empleos y acelerar el ritmo del crecimiento económico a través de la cerrazón. Todos los países que han apostado a la introspección han perdido: más allá de los sectores monopólicos, generalmente propiedad del gobierno, los empleos que se salvan tienden a ser mal pagados y con poco potencial. Lo más grave de esa propensión a negar la realidad de la globalización es que la cerrazón no hace sino sacrificar la creación de nuevas oportunidades de generación de riqueza y empleo. La paradoja es que, al proteger lo existente, se cancela el futuro.

 

Como materia de una contienda electoral, la confrontación de planteamientos es no sólo legítima, sino lógica. Los candidatos tienen que diferenciarse para poder lograr el favor del votante y, para eso, buscan enfatizar sus diferencias. Pero la confrontación de visiones va mucho más lejos en nuestro caso. La realidad es que México y los mexicanos hemos vivido por demasiado tiempo en la negación y esa circunstancia ha creado realidades que se están tornando insostenibles. Más allá de la retórica que emana de la contienda política, el país tiene que enfrentar los problemas fundamentales que lo tienen paralizado y que son la causa de que persistan visiones decadentes y reaccionarias para el desarrollo.

 

Más allá del pesimismo que subyace a la visión del repliegue, la visión optimista del futuro ha resultado infructuosa no porque sea inviable, sino porque la mayoría de los mexicanos ha quedado excluida. La exclusión sigue dos mecanismos: uno, el más generalizado –e imperdonable-, tiene que ver con la total ausencia de mecanismos gubernamentales dedicados a hacer posible –de hecho, necesaria- la igualdad de oportunidades. Esto es particularmente notorio en el caso de la educación que, en otros países, es el instrumento fundamental para garantizar que todos los individuos, independientemente de su origen social o económico, tengan la misma posibilidad de desarrollarse y, como dicen los chavos, “hacerla en la vida”. En su afán por privilegiar a sus aliados políticos, un gobierno tras otro ha beneficiado a sindicatos e intereses particulares (en este caso el sindicato de maestros) haciendo imposible la transformación del sistema educativo para el desarrollo del país. Otro mecanismo de exclusión son las barreras de acceso a la actividad productiva: igual las que genera la burocracia que las que impiden la competencia.

 

El país se encuentra frente a una disyuntiva fundamental que trasciende la contienda electoral: lo que está de por medio es el futuro. Basta de privilegiar el pasado y todo lo que lo preserva.

www.cidac.org

Cosechando

Luis Rubio

El gobierno comienza a cosechar lo que sembró. A lo largo de cinco años, la administración del presidente Fox pretendió que su gobierno era como cualquier otro, business as usual. Comenzó por rechazar cambios políticos de gran magnitud y se concentró en modernizar la administración pública, que en muchos sentidos implicó sólo la instalación de intereses particulares en las oficinas de las principales secretarías. El deseo de evitar conflictos a cualquier precio le llevó a decisiones catastróficas, como pudimos atestiguar esta semana en el ámbito laboral. El único terreno en el que nada fue igual es el de la retórica, donde el único límite sobre los grandes cambios y transformaciones que ocurrían era el de la imaginación del presidente.

Un gobierno es siempre responsable de sus acciones y omisiones. A pesar del enorme ímpetu y optimismo con que tomó las puertas del palacio, el presidente Fox nunca entendió el momento político en que le tocó gobernar ni organizó una estructura administrativa idónea para lidiar con él. Aunque era clara la trascendencia mediática de sacar al PRI de los Pinos como él repetía en su campaña, no comprendió lo que eso implicaría para el devenir de su administración y del país. Desperdició los meses que transcurrieron entre la elección y su toma de posesión en un proceso totalmente inadecuado de selección de su personal clave y perdió un tiempo invaluable, todo el primer año de su gobierno, en un debate obtuso acerca del PRI y el pasado, debate caracterizado por un solo defecto: en lugar de partir del reconocimiento de la problemática nacional, estaba encaminado a saldar cuentas. En un acto de sensatez, el presidente optó por olvidarse del asunto específico, pero al así proceder sembró las semillas del conflicto que ahora le explota en las manos.

El primer gobierno después de la era del PRI no podía ser como cualquier otro. La naturaleza del sistema político que heredó entrañaba un desafío implícito que debía ser atendido, reto que el gobierno no supo apreciar. El PRI guardaba una relación simbiótica con la presidencia: uno nutría al otro y ambos se beneficiaban de la interacción. El gobierno empleaba al PRI y sus estructuras para ejercer el poder, mantener el control político y avanzar sus proyectos. Las estructuras del PRI aportaban mecanismos de control, mediatización del conflicto e instrumentos para el fortalecimiento de la legitimidad del sistema. En el ámbito laboral, por citar uno candente, los liderazgos sindicales mantenían el control de sus bases a cambio de privilegios con frecuencia inenarrables. El sistema corporativista permitía gobernar porque existían mecanismos de pesos y contrapesos, que si bien no eran democráticos ni siempre prístinos, eran efectivos. El descabezamiento eventual de algún liderazgo (lo mismo político que sindical, social o empresarial) era una forma, un tanto primitiva, pero efectiva, de hacer valer dichos contrapesos. Hoy sabemos que la clave de toda esa estructura residía en el precario equilibrio que existía entre el PRI y la presidencia.

Al asumir el gobierno, el presidente Fox se consumió disertando cómo se iba a penalizar al PRI y qué se iba a hacer con el pasado. Es decir, en lugar de construir un nuevo régimen político, éste sí democrático, permitió que el debate al interior de su gabinete, pero a través de los medios, se centrara en temas que, a final de cuentas, eran meramente simbólicos. Quizá importantes, pero simbólicos. Mientras eso sucedía, tanto las acciones del gobierno como su inacción comenzaron a fructificar en dos procesos que ahora muestran sus consecuencias a plena luz del día.

Por una parte, la derrota del PRI destruyó ese equilibrio crítico que por décadas había existido entre las estructuras corporativistas del PRI y la presidencia; al eliminar a la cabeza de la estructura, toda ésta quedó suelta. De un PRI integrado se pasó a decenas o cientos de entidades, grupos, organizaciones y sindicatos, cada uno con su propia lógica. Es decir, el PRI dejó de ser una sola estructura en la que se equilibraban distintas fuerzas para convertirse en un cúmulo desintegrado de organizaciones feudales o semi feudales, cada una respondiendo a sus propios intereses y sin contrapeso alguno. El poder de la presidencia migró hacia los gobernadores y los sindicatos, los narcos y otros factores de poder. Ciertamente, al romperse el monopolio que representaba la conjunción del PRI y la presidencia, se abrieron oportunidades de competencia política y una eventual democracia, pero el otro lado de la ecuación, la consolidación de los intereses corporativistas como entidades autónomas, abrió un nuevo frente de enorme riesgo. En el camino se perdió quizá el elemento más importante de toda la estructura: los contrapesos. Es decir, lo que antes había permitido limitar los excesos del corporativismo, y su amenaza implícita al poder legítimo, dejó de existir.

El nuevo gobierno tenía que responder ante la realidad que había heredado. Obviamente no había una sola forma de hacerlo. Una pudo haber sido la de montarse en el viejo aparato priísta y comenzar a utilizarlo, quizá para fines distintos. Otra habría sido procurar la construcción de equilibrios con nuevas fuentes de poder organizado. La más ambiciosa exigía la redefinición integral del régimen político, aglutinando una amplia coalición de partidos y fuerzas políticas en un ejercicio de transformación donde todos tuvieran cabida, siempre y cuando existiera el apego a la ley y dentro de los nuevos parámetros de una institucionalidad democrática. Nada de eso ocurrió. Este sería un gobierno como cualquier otro.

Lo anterior por lo que toca a la inacción, pero donde el gobierno sí actuó no le fue mucho mejor, como ilustra estos días el frente laboral. Al reconocer como líder de los mineros a un personaje que no cumplía con los requisitos para serlo (y que la administración Zedillo se había negado a legitimar), circunstancias conocidas por todos los demás líderes sindicales, el gobierno sentó las bases de un conflicto que hoy parece imparable. El gobierno que actuó de manera flagrantemente ilegal al reconocer al líder entonces, ahora lo desconoce con la misma ineptitud, abriendo la caja de Pandora que con gran habilidad han explotado todos los demás líderes para su satisfacción personal.

Ante los meses complejos que se anticipan, el gobierno que ya no puede desmenuzar lo que hizo y no hizo, al menos podría comenzar a planear cómo habrá de acabar el sexenio. El Atenco de esta semana fue un buen principio.

 

¿Cambiar?

Luis Rubio

Cambiar por cambiar. En México, reza el dicho, nada cambia hasta que cambia. Y cuando cambia, todos los parámetros previamente existentes dejan de ser válidos. Así ocurrió después de Iturbide y también con Porfirio Díaz, la Revolución y el maximato. Nada distinto ocurrió durante los setenta, periodo en el cual todo lo que funcionaba bien en el país fue destruido sin que se corrigiera ninguno de los males, tanto los del momento como los ancestrales.

Nadie, en su sano juicio, duda que la era más exitosa de la economía mexicana en tiempos recientes fue la de los cincuenta y sesenta, cuando se lograron tasas de crecimiento superiores al 7% en promedio con niveles irrisorios de inflación. Ese logro extraordinario, que hizo posible el nacimiento de una sólida clase media y la creación sistemática de empleos, fue destruido de un plumazo al inicio de los setenta por orden del mandamás del momento. Sólo hay que recordar cómo las trabas burocráticas se multiplicaron sin cesar, los monopolios existentes afianzaron su condición, los sindicatos corporativos cobraron vida propia y el país entró en una era de despotismo que sólo comenzó a erosionarse con la apertura económica de los 80 y la derrota del PRI en el 2000. Hoy atravesamos por una tesitura similar: o continuamos por el camino, así sea sinuoso, de una democracia desorganizada o retornamos al gobierno fuerte, centralizado y abusivo.

Nadie puede negar que nos encontramos ante un momento definitorio. En una era en que los disensos son la norma, todos los mexicanos coincidimos en una postura muy clara: el país tiene que cambiar. Donde no hay acuerdo es sobre la forma de cambiar. Algunos abogan por un proceso de transformación paulatina, dentro del marco legal vigente y aceptando los costos de un proceso de cambio dentro de la democracia. Otros plantean la necesidad de llevar a cabo ambiciosos cambios desde el poder y sin dejarse limitar por los mecanismos de un ineficiente y nada funcional sistema democrático.

Hay profundas diferencias también sobre la naturaleza de los cambios que son necesarios. Unos claman por llevar a cabo reformas, unas más ambiciosas que otras, orientadas a elevar la productividad de la economía para, por ese medio, lograr un nivel de competitividad tal que se traduzca en elevadas tasas de crecimiento económico y creación de empleos. Otros plantean el camino contrario: que es necesario retrotraernos a la era en que las cosas funcionaban bien con un gobierno que enfrentaba pocas limitaciones, lo que implicaría cancelar muchas de las estructuras de regulación económica y política que se han construido en las pasadas décadas y replantear todo el modelo de desarrollo en lo político y en lo económico.

En la práctica, los cinco candidatos presidenciales se podrían agrupar en dos propuestas contrastantes. Una que acepta la realidad como es y propone cambios a partir de lo existente y otra que rechaza las condiciones actuales y persigue su radical transformación. El candidato que por mucho tiempo lideró las preferencias, Andrés Manuel López Obrador, ha establecido los términos de esta contienda y ha sido muy claro en cuanto al tipo de gobierno y estrategia que encabezaría. Sus planteamientos tienen una racionalidad política muy clara y no engañan a nadie. Nos dice, con toda vehemencia, que su objetivo es cambiar las reglas del juego, modificar las relaciones entre los poderes públicos y entre el gobierno y la sociedad, centralizar el poder (eliminando o sometiendo a entidades intermedias, como los organismos de regulación económica, el banco central, etcétera) y modificar cabalmente el modelo económico actual. El discurso es claro, directo y no pretende engañar a nadie. De instrumentarse, el país entraría en otra etapa de su evolución tanto en términos de las relaciones de poder como de su desarrollo económico.

El primer paso en la estrategia consistiría en fortalecer el control presidencial sobre las estructuras de gasto del gobierno. Un ejercicio de esta naturaleza, (que, independientemente de la modalidad, es urgente bajo cualquier medida), implicaría el sometimiento de mafias dentro del gobierno y el ataque sistemático a la corrupción en entidades como PEMEX. El segundo paso consistiría en asegurar una mayoría funcional en el Congreso, proceso que seguramente se llevaría a cabo por medios igual nuevos que tradicionales: alianzas, maiceo e imposición. Una estrategia como ésta fue la que permitió a AMLO un control efectivo del gobierno del Distrito Federal y el sometimiento de la Asamblea Legislativa. Tampoco aquí habría sorpresa alguna.

Mucho más trascendente para la vida política y las libertades ciudadanas serían reformas constitucionales que podrían implantar las figuras del plebiscito y el referéndum como medios legítimos para llevar a cabo enmiendas a nuestra Carta Magna. Una acción en este sentido trastocaría los escasos y frágiles pesos y contrapesos que existen en el país al convertir los procesos de decisión en materia legislativa y constitucional en temas de presión política por vía de manifestaciones y plantones. En lugar de tener que pasar por toda la monserga que implica una enmienda constitucional en la actualidad (mayoría calificada en ambas cámaras y luego su ratificación por parte de una mayoría de las legislaturas estatales), el gobierno podría provocar cualquier cambio constitucional con el mero ejercicio de un referéndum, que convierte al asunto en fait accompli. En un cerrar y abrir de ojos, todos los mecanismos de control constitucional pasarían a ser irrelevantes. Como en los viejos tiempos, pero con métodos nuevos.

Muchos se quejan de la ausencia de propuestas en esta contienda electoral. La realidad es que no existe tal. Ciertamente, sería deseable que todos los candidatos se manifestaran sobre un mismo problema para poder dilucidar las diferencias de enfoque. Pero lo que estamos viviendo es una contienda en la que lo que se discute no son formas de resolver problemas o situaciones específicas, sino dos maneras contrastantes de entender la vida y la función del gobierno en el desarrollo de un país. Esos contrastes son claros, directos y transparentes. Nadie puede o debe ignorarlos porque representan dos formas distintas de enfrentar los retos que nos presenta la realidad actual y que determinarán nuestra capacidad para progresar en un mundo complejo, interconectado y competitivo. Los panistas solían emplear un dicho que es perfectamente aplicable a la contienda actual, pero al revés: que nadie se haga ilusiones para que no haya desilusionados.

 

2008

Luis Rubio

Para muchos mexicanos el 2008 no es sino otro año en nuestro futuro; para otros constituye la oportunidad de descarrilar lo poco que sí funciona bien de nuestra economía. De acuerdo a los compromisos contraídos por el país cuando se firmó el TLC norteamericano, todas las importaciones, con excepción del maíz y del frijol en el rubro de agricultura, y de los automóviles usados en el industrial, se liberarían por completo a partir de 2004. El año pasado, el gobierno decidió anticipar la apertura a los automóviles, por lo que, de los acuerdos originales (es decir, exceptuando temas conflictivos como el azúcar y el auto transporte), sólo queda el maíz y el frijol. Los tres candidatos principales a la presidencia, con distintos grados de sensatez o virulencia, han anunciado que no cumplirán el compromiso de liberalizar lo que queda del sector agrícola. Las consecuencias serían mayúsculas.

Es importante comenzar por el principio: por el origen y objetivo estratégico del TLC. Cuando se concibió el TLC, a finales de los ochenta, el país venía precedido por dos décadas de turbulencia e interminables crisis económicas. Los gobiernos de LEA y JLP habían introducido un conjunto de reformas que aspiraban transformar al país, pero sólo lograron trastocar todos los equilibrios financieros, fiscales y políticos, sumiendo al país en un proceso de polarización del que, bien a bien, todavía no salimos.

Los dos resultados más tangibles y palpables de aquella etapa épica de nuestra historia, fueron las crisis cambiarias y la hiperinflación. En un principio, Miguel de Madrid intentó contener la crisis y controlar la espiral inflacionaria de una manera pasiva y sin afectar intereses particulares. Cuando esa manera de proceder resultó infructuosa, su gobierno recurrió a un conjunto de reformas, como la privatización de empresas menores y la liberalización de importaciones. Lo más que logró, que no fue poco, fue evitar que el país se derrumbara en lo económico.

Carlos Salinas comenzó con una serie de agresivas reformas que, sin embargo, no fueron suficientes para recobrar la confianza de la población, los mercados financieros o los inversionistas. Sin esa confianza, resultaba obvio, no había manera de elevar la tasa de crecimiento de la economía y generar los empleos que el país requería. La administración de Salinas buscó formas de afianzar la confianza tanto de la población como de los potenciales empleadores. Emprendió importantes reformas que, sin embargo, se quedaron cortas en su objetivo. El TLC acabó siendo el instrumento que su gobierno encontró para garantizarle a los mexicanos y a los inversionistas extranjeros que esas reformas permanecerían, en buena medida porque el costo de desmantelarlas sería tan oneroso que nadie se atrevería a hacerlo. Pues bien, casi veinte años después, el 2008 podría abrir una puerta a ese desmantelamiento. Y con ello, a la confianza que tanto tiempo tardó en afincarse.

La liberalización de las importaciones de maíz y frijol no es una cosa menor. Una enorme proporción de los más de veinte millones de campesinos depende para su subsistencia de estos dos productos, además de ser la base de la alimentación de la población. Si desde el momento de la firma del TLC a la fecha los gobiernos se hubieran concentrado en su chamba, habrían trabajado con esos campesinos para crear condiciones propicias no sólo para que no se vieran amenazados por las importaciones de maíz y frijol, sino para que pudieran dedicarse (ellos, o al menos sus hijos) a actividades mucho más productivas, incorporarse a la economía moderna y, con ello, matar dos pájaros de un tiro: disminuir, de manera drástica y en una generación, la pobreza en el campo mexicano y crear una nueva base de producción y desarrollo económico. El problema es que, a la mexicana, todo se pospuso para mañana y ahora ese mañana está a la vuelta de la esquina.

En términos numéricos, la liberalización de las importaciones de esos dos bienes no es terriblemente importante, ya que importamos esos productos en amplias cantidades. Sin embargo, el efecto en los precios internos, para beneficio del consumidor pero perjuicio del campesino, puede ser severo. Atendiendo a esa preocupación, el gobierno actual cedió a las presiones de los líderes (léase caciques) del campo y creó un sistema de subsidios que, como siempre, no le llegan al campesino porque son mejor empleados por las estructuras corporativas que prevalecen en el campo. Irónicamente, encima de lo anterior, como los productores más pobres no son autosuficientes en maíz, cualquier protección al maíz los empobrece todavía más.

En todo caso, la gran pregunta es cómo se lleva a cabo el incumplimiento en 2008. En su momento, el gobierno podría anunciar esa decisión de una manera agresiva y militante, saturada de recursos retóricos nacionalistas, lo que provocaría una brutal reacción por parte de los exportadores y políticos estadounidenses y canadienses. Podría igual negociar en privado, atenuar consecuencias y administrar el proceso a fin de evitar una confrontación. Es decir, la misma decisión acarrearía resultados distintos. Pero es importante reconocer la potencial gravedad de la circunstancia: una postura aguerrida podría traer consigo una severa reacción por parte de nuestros socios comerciales y ésta obligaría al gobierno mexicano a definirse frente al TLC en su conjunto. En otras palabras, una acción aparentemente inofensiva y orientada al consumo interno podría revertirse, provocando reacciones descomunales que incluirían, concebiblemente, el fin del TLC.

Nadie sabe qué tan sensible es la estabilidad de una economía hasta que no se tocan sus límites. El problema es que nadie sabe cuáles son esos límites o cuáles son los factores disparadores de una crisis. Lo seguro es que, cuando la confianza de la población y de los empleadores e inversionistas se pierde, el país entra en una nueva era de turbulencia. Nadie sabe dónde está el límite: ¿en la retórica? ¿en la elevación, así sea modesta, del déficit fiscal? Nadie sabe. Nuestra historia demuestra fehacientemente que cruzar esa raya invisible puede cambiarlo todo de tajo. Podemos ingresar en una discontinuidad que puede someter al país en otra más de sus crisis históricas. El TLC, al igual que los mercados financieros, funciona sobre la base de confianza. Hay buenas razones para intentar nuevas formas de resolver problemas que no ceden, pero el riesgo de romper el equilibrio, atravesar esa raya imaginaria, es enorme y los costos de hacerlo inconmensurables.