Cosechando

Luis Rubio

El gobierno comienza a cosechar lo que sembró. A lo largo de cinco años, la administración del presidente Fox pretendió que su gobierno era como cualquier otro, business as usual. Comenzó por rechazar cambios políticos de gran magnitud y se concentró en modernizar la administración pública, que en muchos sentidos implicó sólo la instalación de intereses particulares en las oficinas de las principales secretarías. El deseo de evitar conflictos a cualquier precio le llevó a decisiones catastróficas, como pudimos atestiguar esta semana en el ámbito laboral. El único terreno en el que nada fue igual es el de la retórica, donde el único límite sobre los grandes cambios y transformaciones que ocurrían era el de la imaginación del presidente.

Un gobierno es siempre responsable de sus acciones y omisiones. A pesar del enorme ímpetu y optimismo con que tomó las puertas del palacio, el presidente Fox nunca entendió el momento político en que le tocó gobernar ni organizó una estructura administrativa idónea para lidiar con él. Aunque era clara la trascendencia mediática de sacar al PRI de los Pinos como él repetía en su campaña, no comprendió lo que eso implicaría para el devenir de su administración y del país. Desperdició los meses que transcurrieron entre la elección y su toma de posesión en un proceso totalmente inadecuado de selección de su personal clave y perdió un tiempo invaluable, todo el primer año de su gobierno, en un debate obtuso acerca del PRI y el pasado, debate caracterizado por un solo defecto: en lugar de partir del reconocimiento de la problemática nacional, estaba encaminado a saldar cuentas. En un acto de sensatez, el presidente optó por olvidarse del asunto específico, pero al así proceder sembró las semillas del conflicto que ahora le explota en las manos.

El primer gobierno después de la era del PRI no podía ser como cualquier otro. La naturaleza del sistema político que heredó entrañaba un desafío implícito que debía ser atendido, reto que el gobierno no supo apreciar. El PRI guardaba una relación simbiótica con la presidencia: uno nutría al otro y ambos se beneficiaban de la interacción. El gobierno empleaba al PRI y sus estructuras para ejercer el poder, mantener el control político y avanzar sus proyectos. Las estructuras del PRI aportaban mecanismos de control, mediatización del conflicto e instrumentos para el fortalecimiento de la legitimidad del sistema. En el ámbito laboral, por citar uno candente, los liderazgos sindicales mantenían el control de sus bases a cambio de privilegios con frecuencia inenarrables. El sistema corporativista permitía gobernar porque existían mecanismos de pesos y contrapesos, que si bien no eran democráticos ni siempre prístinos, eran efectivos. El descabezamiento eventual de algún liderazgo (lo mismo político que sindical, social o empresarial) era una forma, un tanto primitiva, pero efectiva, de hacer valer dichos contrapesos. Hoy sabemos que la clave de toda esa estructura residía en el precario equilibrio que existía entre el PRI y la presidencia.

Al asumir el gobierno, el presidente Fox se consumió disertando cómo se iba a penalizar al PRI y qué se iba a hacer con el pasado. Es decir, en lugar de construir un nuevo régimen político, éste sí democrático, permitió que el debate al interior de su gabinete, pero a través de los medios, se centrara en temas que, a final de cuentas, eran meramente simbólicos. Quizá importantes, pero simbólicos. Mientras eso sucedía, tanto las acciones del gobierno como su inacción comenzaron a fructificar en dos procesos que ahora muestran sus consecuencias a plena luz del día.

Por una parte, la derrota del PRI destruyó ese equilibrio crítico que por décadas había existido entre las estructuras corporativistas del PRI y la presidencia; al eliminar a la cabeza de la estructura, toda ésta quedó suelta. De un PRI integrado se pasó a decenas o cientos de entidades, grupos, organizaciones y sindicatos, cada uno con su propia lógica. Es decir, el PRI dejó de ser una sola estructura en la que se equilibraban distintas fuerzas para convertirse en un cúmulo desintegrado de organizaciones feudales o semi feudales, cada una respondiendo a sus propios intereses y sin contrapeso alguno. El poder de la presidencia migró hacia los gobernadores y los sindicatos, los narcos y otros factores de poder. Ciertamente, al romperse el monopolio que representaba la conjunción del PRI y la presidencia, se abrieron oportunidades de competencia política y una eventual democracia, pero el otro lado de la ecuación, la consolidación de los intereses corporativistas como entidades autónomas, abrió un nuevo frente de enorme riesgo. En el camino se perdió quizá el elemento más importante de toda la estructura: los contrapesos. Es decir, lo que antes había permitido limitar los excesos del corporativismo, y su amenaza implícita al poder legítimo, dejó de existir.

El nuevo gobierno tenía que responder ante la realidad que había heredado. Obviamente no había una sola forma de hacerlo. Una pudo haber sido la de montarse en el viejo aparato priísta y comenzar a utilizarlo, quizá para fines distintos. Otra habría sido procurar la construcción de equilibrios con nuevas fuentes de poder organizado. La más ambiciosa exigía la redefinición integral del régimen político, aglutinando una amplia coalición de partidos y fuerzas políticas en un ejercicio de transformación donde todos tuvieran cabida, siempre y cuando existiera el apego a la ley y dentro de los nuevos parámetros de una institucionalidad democrática. Nada de eso ocurrió. Este sería un gobierno como cualquier otro.

Lo anterior por lo que toca a la inacción, pero donde el gobierno sí actuó no le fue mucho mejor, como ilustra estos días el frente laboral. Al reconocer como líder de los mineros a un personaje que no cumplía con los requisitos para serlo (y que la administración Zedillo se había negado a legitimar), circunstancias conocidas por todos los demás líderes sindicales, el gobierno sentó las bases de un conflicto que hoy parece imparable. El gobierno que actuó de manera flagrantemente ilegal al reconocer al líder entonces, ahora lo desconoce con la misma ineptitud, abriendo la caja de Pandora que con gran habilidad han explotado todos los demás líderes para su satisfacción personal.

Ante los meses complejos que se anticipan, el gobierno que ya no puede desmenuzar lo que hizo y no hizo, al menos podría comenzar a planear cómo habrá de acabar el sexenio. El Atenco de esta semana fue un buen principio.