Luis Rubio
Dos visiones recorren la política mexicana: la que propugna por sumarnos al proceso de globalización mundial y la que aboga por retraernos y reducir nuestra vinculación con el resto del mundo. Se trata de dos formas de concebir al mundo y la realidad, pero con un enorme contraste: una es proactiva, en tanto que la otra es meramente reactiva, así se disfrace de distintas maneras. La primera pretende abrazar al futuro para derivar beneficios para la colectividad, en tanto que la segunda privilegia la capacidad interna de organización y acción para resolver nuestros problemas y desafíos. Ambas visiones han estado presentes en la política mexicana por décadas: una no ha logrado su cometido porque el establishment mexicano nunca estuvo dispuesto a asumirla a cabalidad. La otra fracasó en los setenta por sus propios excesos y, más importante, porque no era compatible con un mundo cambiante que, nos guste o no, es el que nos ha tocado vivir. Lo nuevo de hoy es que la decisión de hacia dónde avanzar ya no está en manos de políticos y toda clase de intereses, sino en las del elector.
La confrontación que hoy vivimos no es entre ricos y pobres ni entre buenos y malos, sino entre formas distintas de entender la vida y, sobre todo, entre visiones optimistas y pesimistas sobre el presente y el futuro. Para quienes ven el futuro como una fuente de posibilidades, la globalización es un regalo venido del cielo porque crea un espacio de interacción e intercambio que hace posible el máximo desarrollo de las personas más allá de lo que cualquier política interna puede lograr. Para quienes son pesimistas sobre el futuro, la única estrategia posible es la del repliegue, la consolidación de la autoridad y la redefinición de las relaciones internas.
Pero la diferencia fundamental entre las dos visiones tiende a ser menos una de alta filosofía que una muy mundana y concreta: los instrumentos con que cada quien cuenta para enfrentar con éxito el futuro. Es inevitable que quienes cuentan con lo que técnicamente se llama “capital humano”, es decir, educación, conocimientos y capacidad de acceso a la vida moderna, vean en la globalización una oportunidad, en tanto que el resto, quienes han sido privados por nuestro sistema político y educativo de los medios para aprovecharla, sientan temor y preocupación. La verdad es que una enorme parte de la población ve con optimismo el futuro pero, al mismo tiempo, se siente temerosa de lo que éste pueda traer consigo precisamente porque no cuenta con la capacidad de aprovecharlo de manera integral. Si no fuera así, no habría tantos mexicanos aspirando a una vida mejor en el mercado más competitivo y abierto del mundo.
Muchos gobiernos y países se han pronunciado claramente por uno de los lados de esta disyuntiva. Muchos dicen, por ejemplo, que América Latina ha tendido hacia la izquierda; pero aunque es obvio que muchos países efectivamente son hoy gobernados por partidos de izquierda, entre ellos no existe una visión común sobre el desarrollo. La diferencia entre las dos maneras de ver al mundo no yace en una perspectiva filosófica o ideológica, sino en el optimismo o pesimismo con el que se enfrenta. España y Chile, dos países hoy gobernados por partidos de izquierda, abrazan el futuro y la globalización no sólo con convicción, sino con profunda dedicación: hacen todo lo necesario para ser exitosos. Otras naciones, como Francia y Venezuela, cada una con su propia dinámica, muestran el lado contrario: la preocupación y el miedo a explorar las oportunidades, por lo que se retraen, procurando crear un espacio reservado, distante del mundo.
La polarizante dinámica de la política mexicana actual es perfectamente explicable, pero también es ilusoria. Es explicable porque el desempeño económico ha sido mucho menos que óptimo (aunque este año los resultados son sumamente buenos). Al mismo tiempo, es ilusoria porque es falsa la noción de que se puede mejorar la calidad de vida, crear empleos y acelerar el ritmo del crecimiento económico a través de la cerrazón. Todos los países que han apostado a la introspección han perdido: más allá de los sectores monopólicos, generalmente propiedad del gobierno, los empleos que se salvan tienden a ser mal pagados y con poco potencial. Lo más grave de esa propensión a negar la realidad de la globalización es que la cerrazón no hace sino sacrificar la creación de nuevas oportunidades de generación de riqueza y empleo. La paradoja es que, al proteger lo existente, se cancela el futuro.
Como materia de una contienda electoral, la confrontación de planteamientos es no sólo legítima, sino lógica. Los candidatos tienen que diferenciarse para poder lograr el favor del votante y, para eso, buscan enfatizar sus diferencias. Pero la confrontación de visiones va mucho más lejos en nuestro caso. La realidad es que México y los mexicanos hemos vivido por demasiado tiempo en la negación y esa circunstancia ha creado realidades que se están tornando insostenibles. Más allá de la retórica que emana de la contienda política, el país tiene que enfrentar los problemas fundamentales que lo tienen paralizado y que son la causa de que persistan visiones decadentes y reaccionarias para el desarrollo.
Más allá del pesimismo que subyace a la visión del repliegue, la visión optimista del futuro ha resultado infructuosa no porque sea inviable, sino porque la mayoría de los mexicanos ha quedado excluida. La exclusión sigue dos mecanismos: uno, el más generalizado –e imperdonable-, tiene que ver con la total ausencia de mecanismos gubernamentales dedicados a hacer posible –de hecho, necesaria- la igualdad de oportunidades. Esto es particularmente notorio en el caso de la educación que, en otros países, es el instrumento fundamental para garantizar que todos los individuos, independientemente de su origen social o económico, tengan la misma posibilidad de desarrollarse y, como dicen los chavos, “hacerla en la vida”. En su afán por privilegiar a sus aliados políticos, un gobierno tras otro ha beneficiado a sindicatos e intereses particulares (en este caso el sindicato de maestros) haciendo imposible la transformación del sistema educativo para el desarrollo del país. Otro mecanismo de exclusión son las barreras de acceso a la actividad productiva: igual las que genera la burocracia que las que impiden la competencia.
El país se encuentra frente a una disyuntiva fundamental que trasciende la contienda electoral: lo que está de por medio es el futuro. Basta de privilegiar el pasado y todo lo que lo preserva.