Hechos bolas

Luis Rubio

Al ver que su archienemigo Henry Clay caminaba hacia él por una vereda donde sólo cabía una persona, John Randolph decidió no cederle el paso. Cuando se toparon frente a frente, envalentonado y con un tono de macho consumado, Randolph le dijo: yo nunca le cedo el paso a un bribón. Ante lo cual, Clay simplemente se hizo a un lado y declaró: yo siempre lo hago. De ese estilo parece ser nuestra incapacidad para debatir un componente central del conflicto oaxaqueño, el educativo.

La mayoría de los mexicanos no concibe a la educación como un medio de movilidad social, una vía para obtener mejores empleos y mayores ingresos. Sin duda, muchos padres, sobre todo las madres, entienden que la educación es importante para que una persona salga adelante en su vida, pero no hay un reconocimiento cabal del papel que dicho factor juega en esta era del desarrollo económico. En realidad, desafortunadamente muy pocos en el país entienden la enorme transformación que está sufriendo la economía mundial y cómo cuadra el proceso educativo en esa dinámica.

La educación en México no está orientada al desarrollo de las personas ni a la formación de individuos independientes, capaces de crear, innovar y alcanzar el máximo de su potencial, todos ellos atributos indispensables para la era de la economía del conocimiento. El sistema educativo se concibió y organizó, durante el antiguo régimen político, como un instrumento de control político e indoctrinación al servicio del gobierno y el desarrollo industrial. Estas características han dejado una profunda mella en la forma como se entiende la educación y se concibe la estrategia de desarrollo tanto entre los profesionales del tema como en la población en general.

Desde que se formó el régimen posrevolucionario, la educación adquirió una prioridad central: ésta serviría a los objetivos del control del sistema político. Programas y contenidos educativos, así como la propia estructura administrativa del aparato educativo incluido el magisterio y su sindicato, por supuesto- fueron concebidos y estructurados para mantener el control político de los maestros y la población en general. Lo importante no era el tipo o calidad de la enseñanza, sino mantener a la población sumisa. El contenido ideológico que acompañó al proceso garantizaba que los maestros hicieran suyo el objetivo, aun cuando no necesariamente se percataran del propósito ulterior. Y ahí residía la genialidad inherente al sistema: sus principales actores y operadores estaban tan inmersos en el proceso que no se percataban de ser sólo una parte subordinada de un engranaje más grande.

Pero todo ese andamiaje respondía no sólo al control que el sistema político demandaba, sino también a un momento muy específico de la historia del país: el del desarrollo económico sustentado en la industria manufacturera y extractiva. De esta manera, la combinación de control político con la formación de una mano de obra apropiada para la era del desarrollo industrial, construyó la realidad político-económica que nos caracteriza en la actualidad. En esa perspectiva, lo importante era asegurar que existiera una mano de obra disciplinada, capaz de hacer posible el desarrollo de una economía manufacturera y extractiva moderna. El sistema educativo promovía la conformidad que requería el desarrollo económico y demandaba la estabilidad política.

Ahora, muchas décadas después, nos encontramos con una economía paralizada, una realidad internacional cambiante (y en continuo movimiento) y un sistema educativo que no contribuye a formar individuos capaces de valerse y competir en la nueva realidad económica. Adicto al control político y a una industria tradicional, el sistema educativo no tiene la estructura, ni siquiera el potencial de desarrollar la visión requerida, para empatar con la cambiante realidad económica donde el juicio crítico, en lugar de la sumisión, es lo que genera riqueza y empleos y, por lo tanto, capacidad de desarrollo.

Lo importante para el desarrollo económico no es la vieja planta manufacturera o extractiva, sino las actividades y sectores que todavía no se crean. Es decir, la educación tiene que concebirse para servir a la economía del futuro y no a la del pasado. Ahora son los servicios y de una manera creciente, la ciencia y la tecnología, lo que genera valor y, por lo tanto, empleos y riqueza. En esta era de los servicios, lo que cuenta es la capacidad creativa y crítica de cada individuo. Las personas formadas en un ambiente de conformidad y sumisión, típico de una economía industrial y de un sistema político opresivo, son incapaces de adaptarse a un cambio tan radical como el que está implícito en la economía de los servicios, donde lo que cuenta es la capacidad de cada persona para crear, innovar y desarrollarse. Es ahí, en el valor agregado y en el desarrollo de nuevas tecnologías, donde reside el futuro económico, áreas que el sistema educativo actual hace imposibles porque no se ha podido adecuar. El mundo va en una dirección, pero el país, de la mano con su sistema educativo y el magisterio, encabezado por un liderazgo con intereses propios, va en otra.

Si los mexicanos en edad de estudiar tuvieran claridad de las exigencias del mercado de trabajo, se estarían encaminando a las carreras técnicas, sobre todo a las ingenierías. Sin embargo, cuando uno observa los números, más de la mitad de los nuevos alumnos en las universidades del país entran a carreras en las áreas sociales (leyes, sociología y afines). Egresados de una educación primaria y secundaria orientada al control, son incapaces de optar por las carreras que les permitirían desarrollar su máximo potencial. Y eso nos dice mucho sobre el potencial económico futuro.

En este contexto, el problema no es tener una educación de calidad, como afirma con frecuencia el presidente Fox, sino de un enfoque totalmente distinto para la educación. La calidad es indispensable, pero de nada serviría optimizar un sistema con objetivos pervertidos.

El problema de la educación en México es de orientación y enfoque. Reconocer que un enfoque idóneo nos permitiría romper con el círculo vicioso de la pobreza en una generación, constituye el reto fundamental para el futuro. Pero también, de ese tamaño es la oportunidad.

 

Perversión

Con la modificación a los artículos 76 y 124 constitucional aprobados por el senado en abril y que le confieren facultades a los estados en materia de regulación económica y de comunicaciones, se abre una caja de Pandora: de aprobarse en el congreso, esa enmienda podría suscitar el rompimiento del pacto federal.

 

Policías

Luis Rubio

La población le tiene miedo. Los políticos temen recurrir a ella. Las razones, en cada caso, son distintas, pero existe un consenso casi generalizado (porque hay excepciones) sobre los cuerpos policíacos del país: inadecuados, mal entrenados, poco disciplinados, nada profesionales y expertos en el mal uso de la fuerza. En lugar de cumplir con el objetivo de mantener el orden, velar por la seguridad de la ciudadanía y ser una fuente de confianza, las policías son vistas con resquemor, preocupación y miedo. Todo eso es cierto y, sin embargo, la semana pasada la Policía Federal Preventiva nos mostró que un cuerpo policíaco puede ser todo lo contrario: profesional, disciplinado y preciso en sus objetivos.

La mala fama de las policías todas, pero sobre todo las estatales y municipales- no es producto de la imaginación. La palabra que describe con mayor precisión su forma de actuar es abusiva. El abuso no es nuevo, pero sí lacerante y cada vez menos productivo para sus tradicionales beneficiarios. Más importante, en la era posterior a los gobiernos autoritarios y centralizados, la ausencia de un sistema policíaco moderno y efectivo constituye un fardo para el desarrollo económico, la convivencia social y la democracia. La ausencia de policías respetables y respetadas es uno de nuestros mayores déficits políticos y sociales.

El problema de la modernización de las policías no es de orden técnico, sino de concepción, de origen. Como un cuerpo policiaco nuevo, la PFP fue concebida dentro de los parámetros de una sociedad en proceso de democratización. En contraste, las policías tradicionales estatales y municipales no nacieron para velar por la seguridad de la población ni para ser un brazo de acción en manos de un gobierno democrático, responsable y dedicado a la ciudadanía, sino para constituirse como instrumentos de control y sometimiento de la población a los intereses del mandamás del momento. Engarzados dentro de una estructura autoritaria, lo último que le importaba al gobernante era la percepción que de las policías tenía la ciudadanía. Su objetivo no era caerle bien a la gente sino llevar a cabo su encomienda principal: el control político.

A pesar de la distorsión con que nacieron las policías que hoy tenemos, por muchos años no sólo fueron efectivas en mantener el control político como parte de una cadena de mecanismos e instituciones, sino que también desarrollaron capacidades para controlar e investigar el crimen. Centrados en la estabilidad política, los gobiernos de la era priísta tenían plena conciencia sobre la necesidad de desarrollar habilidades para contener la delincuencia y la criminalidad. Así, nunca se desarrolló una policía moderna y atenta a las necesidades de la ciudadanía, pero sí se crearon fuerzas policíacas efectivas para el combate a la criminalidad. En realidad, las policías, controladas desde arriba como el resto de la sociedad, desarrollaron capacidades de investigación (vale la pena recordar la excepcional novela El Complot Mongol, de Rafael Bernal, para entender toda una época de la vida político-policíaca de México) y de administración de la criminalidad, pero no de profesionalismo, transparencia o respeto a la ciudadanía.

Con el fin de la era de los controles verticales, la naturaleza de nuestras policías se ha vuelto en contra tanto de los gobiernos como de la población. Tan pronto desaparecieron los controles sobre estos destacamentos, comenzaron a actuar sin institucionalidad, formación ni disciplina. No pasó mucho tiempo para que los propios policías se convirtieran en fuente y causa fundamental de la criminalidad, pero también de vejación contra la gente. La población les tiene miedo porque, en uso de su autoridad y armamento, tienden a detener personas inocentes, golpear a quien se para en su camino y abusar de mujeres, con frecuencia en grupo. Del control absoluto pasamos al libertinaje y, por lo tanto, al miedo y a la total ausencia de respeto por los cuerpos que, en teoría, deberían estar al servicio de la población. Lo peor es que no sólo dejaron de ser útiles para el control político, sino también para el combate a la criminalidad.

Algo no muy distinto ocurrió con el gobierno. Necesitado de hacer valer la ley y el orden, el gobierno se enfrenta con la ausencia de cuerpos policíacos confiables para cumplir con su obligación legal. Temeroso de los abusos que éstos pudiesen cometer, el gobierno de Fox optó por la línea de menor resistencia, sembrando con ello las semillas de toda la disidencia violenta que ha enfrentado. Al no hacer valer el orden, el gobierno alentó a los extorsionadores profesionales. Ciertamente, es encomiable que el gobierno evite manchar sus manos con sangre, pero lo que pudimos ver en estos días sugiere que no sólo es posible crear una policía profesional, sino que ya existe, al menos en ciernes, la policía que el país requiere.

La evidencia de los últimos años demuestra que el sistema policíaco estatal y municipal es disfuncional e incompatible con una sociedad moderna. Pero lo paradójico es que nada se haya hecho a pesar de las infinitas muestras de incompatibilidad entre lo necesario y lo existente. El contraste entre la disciplina y organización que desplegó la PFP en Oaxaca con experiencias previas y con la práctica cotidiana en Nuevo Laredo y la ciudad de México, por citar dos ejemplos obvios, es impactante. En contraste con Atenco y Lázaro Cárdenas, donde lo evidente fue la indisciplina, la falta de estrategia, los objetivos cruzados y la ausencia de control, en Oaxaca quizá se pueda otear un futuro menos gravoso y temible.

En el país ha habido varios experimentos orientados a transformar los cuerpos policíacos. Algunos han logrado avances importantes (como muestra Querétaro y Nuevo León), pero la mayoría han sido insuficientes. Algunas entidades, notablemente el Distrito Federal, han ignorado la necesidad de transformar la concepción histórica de las policías, lo que explica las continuas vejaciones asociadas con éstas, además de la persistencia de la criminalidad y desconfianza. A diferencia de entidades como Querétaro, donde el gobierno llevó a cabo un cambio radical en los incentivos hacia las policías (premiando la disminución del crimen), en el Distrito Federal los incentivos premian el número de detenidos, así sean totalmente arbitrarios.

Un país moderno requiere de policías profesionales. A juzgar por ellas, México es un país no sólo primitivo sino subdesarrollado. Pero la experiencia de esta semana sugiere que el futuro podría ser muy distinto.

 

Qué hacer con EU

Luis Rubio

El muro fronterizo es ofensivo pero no cambia nuestra realidad económica ni nuestra condición geopolítica. México lleva casi doscientos años tratando de definir la naturaleza de su relación con el poderoso vecino norteño. La mayoría de las veces, ha evadido esa definición al pretender que se puede, al mismo tiempo, mantener una distancia y aprovechar la cercanía. La razón de esta ambigüedad es obvia: se trata de una relación difícil, de un vecino demandante que genera atracción y repudio entre los mexicanos, así como un impacto extraordinario en el devenir histórico de nuestro país.

Por décadas, nuestra indefinición con Estados Unidos resultó conveniente y funcionó razonablemente. Aunque la retórica nacionalista le daba una connotación ideológica y a veces tensa a la relación, dominó el pragmatismo en el actuar gubernamental. El problema hoy es que dicho modus operandi carece de funcionalidad. Tanto la globalización económica como los temas de seguridad han cambiado la ecuación y la ambigüedad, que por tanto tiempo permitió una convivencia benigna, será paulatinamente menos fácil y más onerosa de sostener. Quizá valiera la pena pensar en una clara definición económica como preludio a una mayor libertad geopolítica.

El problema no es nuevo, pero su naturaleza ha cambiado en términos cualitativos. Por casi dos siglos, la relación entre México y Estados Unidos ha tenido momentos de euforia o de tensión y crisis. Hay historiadores que explican nuestro nacionalismo como una forma de reacción a la invasión norteamericana (v. gr. Las ideas de un día de Javier Ocampo López). Tan íntima ha sido esa relación que algunos embajadores estadounidenses, de manera particular Pointset y Henry Lane Wilson, influyeron enormemente en dos de los períodos más críticos de la historia de México: la guerra de independencia y la Revolución. Además de la turbulenta historia del siglo XIX, las diferencias culturales y de enfoque son en muchos sentidos radicales. Como diría Octavio Paz, la cultura política mexicana es hija de la contrarreforma española, en tanto que la de los norteamericanos debe su herencia a la reforma luterana. Si uno se empeña, no es necesario ver muy lejos para encontrar diferencias que justifiquen una distancia.

Las diferencias han alejado a México de EU, en tanto que las semejanzas y oportunidades lo han acercado. El TLC es quizá el mejor ejemplo de esa dualidad: nos acercamos para aprovechar las ventajas del poderío económico y la fortaleza de las instituciones norteamericanas, pero erigimos toda clase de barreras para evitar una contaminación excesiva. De la misma forma, de la década de los setenta a los noventa, los gobiernos mexicanos utilizaron la relación con Cuba como un medio para satisfacer o, al menos, distraer, a la izquierda mexicana, mientras se desarrollaba una relación funcional con los estadounidenses. En lugar de adoptar definiciones blancas o negras, el pragmatismo mexicano siempre favoreció un tono de gris que parecía satisfacer a todo mundo.

Pero la ambigüedad que tantos beneficios permitió ha dejado de ser útil. Por un lado, el acortamiento de las distancias característico de la globalización, supone costos crecientes de no darse una integración económica efectiva y funcional. Mucho del terreno perdido en materia de competitividad, sobre todo frente a China, se debe precisamente a la indisposición de México para adoptar medidas que allanen, de manera efectiva, los obstáculos a la importación y exportación. Esto facilitaría el comercio entre ambas naciones y, con ello, el crecimiento decidido de la economía.

Lo paradójico es que China ha sido mucho menos rebuscada en su intento por acelerar su crecimiento. Un ejemplo lo dice todo: en la actualidad, cuesta menos transportar un producto de Shanghai a Chicago que desde Guadalajara, a pesar de la menor distancia entre las ciudades mexicana y estadounidense. Los chinos han hecho todo lo posible por afianzar su integración como instrumento para el desarrollo nacional. Nuestra perenne afición por la ambigüedad ha frenado decisiones en esta materia, con un enorme costo en términos de crecimiento económico. Mientras los chinos se ven a sí mismos como una potencia emergente, nosotros no terminamos por decidirnos.

No faltará quien diga que China puede darse el lujo de integrar su economía con mayor diligencia debido a la distancia que la separa de las costas norteamericanas, lo cual tiene mucho de verdad. Pero la verdadera diferencia no está en EU ni en la cercanía o distancia, sino en la claridad de propósito que cada país tiene en su fuero interno. China tiene una visión optimista de sí misma y del futuro, visión compartida por toda su población. En México, sobre todo desde la crisis de 1995, vivimos aletargados por un enfoque pesimista acerca del futuro y nadie que sea pesimista puede conquistar al mundo, mucho menos lograr el desarrollo.

México puede optar por una mayor cercanía o una mayor distancia, pero la ambivalencia no ayuda a resolver nuestro desarrollo. Nuestra postura entraña costos crecientes para el desarrollo económico y ningún beneficio a cambio. Si en lugar de percibir la frontera como un límite comenzamos a valorarla como una ventaja excepcional, la economía mexicana aceleraría su paso hacia la competitividad. Una integración económica efectiva obligaría a elevar la productividad dentro del país y eso se traduciría en nuevas empresas, empleos productivos y mejores ingresos. Contrario a lo que con frecuencia se piensa, la pobreza que afecta a una gran parte de la población, así como las dificultades que enfrentan muchas empresas del país, se explica por los mecanismos que originalmente fueron pensados para protegerla. Nuestra indecisión respecto a la economía norteamericana también impide que nos enfoquemos hacia el futuro lo que se traduce en un incentivo para preservar la planta productiva del pasado, en lugar de abocarnos a construir la del futuro. Esto incide, de manera brutal, en la migración de mexicanos hacia el norte.

Hace dos décadas, México comenzó a ver en la economía estadounidense respuestas y soluciones, que no encontrábamos aquí, a nuestros problemas de desarrollo. Dimos un gran paso con el TLC, pero nunca lo completamos y eso nos ha impedido lograr el objetivo del desarrollo. La ironía radica en que una integración económica exitosa nos daría mucho más latitud para desplegar una política exterior de altura que no sólo procurara equilibrios políticos, sino que a la vez afianzara una auto percepción de país rico y a la vez satisfecho de sí mismo.

 

El pasado

Luis Rubio

Quizá el error más costoso y perdurable del presidente Fox fue su impericia parar lidiar con el pasado. Todos los países tienen un pasado, pero pocos son buenos para lidiar con él, construir sobre él y evitar que, en lugar de sustento, se convierta en un fardo. México no ha logrado ese acto de prestidigitación. Todo en la política mexicana se remite al pasado, pero nunca de una manera constructiva. La reciente contienda electoral tuvo más que ver con el pasado es decir, con una serie de interpretaciones equívocas y peculiares, por no decir voluntariosas, sobre lo que fue que con la resolución de su ominoso legado: desigualdad, desempleo, expectativas cuatropeadas e incertidumbre.

La verdad es que son excepcionales las naciones que han sabido manejar su pasado y los fantasmas que de éste derivan. La carga del pasado suele ser tan abrumadora que acaba siendo el factor dominante en la vida política, sobre todo cuando los políticos lo reclaman y usan para impulsar sus nimiedades. El uso arbitrario y conveniente del pasado permite atizar un nacionalismo excluyente y xenofóbico que es no sólo incompatible, sino contradictorio, con la democracia. Quizá no sea exagerado afirmar que una democracia no puede madurar, ni mucho menos prosperar, mientras no resuelva esos fantasmas.

El fenómeno no es exclusivo de México. El pasado es un fardo en numerosos países, sobre todo en aquellos que no han tenido la habilidad para manejarlo y convertirlo en un fundamento positivo, constructivo y propiciatorio de la unidad nacional. Un ejemplo dice más que mil palabras. Hace algunos años, en un acto conmemorativo de la batalla de Gallipoli (1915-16), se reunieron sobrevivientes australianos y turcos en el lugar de la encarnizada lucha. Los organizadores de la celebración tenían por objetivo pintar una raya respecto al pasado en pos de un futuro mejor. El libreto que se había preparado convocaba a dos sobrevivientes, uno australiano y otro turco, ambos apostados en el mismo lugar donde habían estado al inicio de la batalla en esa playa ensangrentada, para que, vestidos con el uniforme de entonces, avanzaran hacia el centro del terreno y ahí, en un acto simbólico, intercambiaran prendas como una forma de concluir la odiosa historia. Al acercarse a la línea divisoria, el australiano comenzó a desabotonar su túnica, el turco se quitó el quepís y, con una cara de odio y rechazo, lo aventó al suelo, dio la espalda a su otrora contrincante, volvió sobre sus pasos y, con una voz venida del alma, gritó ¡jamás!

El peso del pasado puede ser tan apremiante que impida el desarrollo de una nación. Basta observar cómo los odios derivados del pasado más o menos reciente paralizaron al país: el primer gobierno panista no pudo vivir sin denunciar al PRI; valieron más décadas de odios acumulados que un cambio radical en la política nacional. Por su parte, el PRD vive por y para el pasado, tratando de restaurar una era que idealiza independientemente de que ésta, en sentido estricto, nunca existió. El PRI no tiene más que una referencia histórica porque parece incapaz de articular una postura hacia el futuro. La combinación de esa ausencia colectiva de visión paralizó al país en este sexenio, cancelando la oportunidad histórica de lograr la famosa transición pacífica que todo mundo anhelaba. El pasado probó ser demasiado poderoso.

El presidente Fox no supo cómo enfrentar el pasado y acabó empantanado. Incapaz de decidirse sobre cómo lidiar con el PRI y el pasado, atrofió a su gobierno y atizó los odios entre los partidos políticos. Independientemente de las razones, motivaciones o habilidades de los responsables de ese proceder, no cabe la menor duda que el pasado probó ser tan divisorio que nadie pudo escapar de sus efectos perniciosos. En lugar de invocar el pasado como referencia de nuestra grandeza histórica, el gobierno y el congreso lo convirtieron en la razón de ser de sus posturas, en la esencia del debate sobre el futuro. Esa no es la forma de bregar con problemas contemporáneos y críticos para el futuro como la globalización, la pobreza, la desigualdad y el desarrollo de millones de pujantes empresarios.

Muchos perredistas creen fervientemente que el problema político de fondo es la inexistencia de un cambio verdadero, que PRI y PAN son indistinguibles y, por lo tanto, sólo un gobierno emanado de su partido podría remontar los odios y construir una genuina democracia. Más allá de la veracidad de sus premisas, se puede argumentar exactamente lo contrario: primero, que PRI y PAN son tan diferentes como sus respectivos legados y, en ese sentido, el pasado probó ser un fardo inasible; y, segundo, que un gobierno emanado del PRD podría parecerse tanto a los antiguos regímenes priístas que igual estaríamos ante una restauración autoritaria. La cuestión no es ponerle etiquetas a los gobiernos, anteriores o futuros; más bien, lo que resulta evidente de estos últimos años es la imposibilidad de salir adelante mientras no se resuelva el pasado.

La pregunta que deberíamos hacernos los mexicanos, comenzando por los políticos, es cómo vamos a aceptar el pasado tal como es, sin adjetivos para comenzar a enfocarnos hacia el futuro. Cada quien tiene el absoluto derecho de interpretar el pasado como mejor le plazca, pero el foco de atención debe ser el futuro. Disputar el pasado constituye no sólo una pérdida de tiempo, sino una fuente de querella permanente en una sociedad que demanda y le urge construir con miras hacia adelante para salir del hoyo en que estas disputas nos han metido.

El presidente Fox fue incapaz de pintar una raya respecto al pasado. Pudo haber negociado una amnistía con el PRI amnistía no sólo en un sentido legal respecto a cualquier cargo que se le hubiera podido fincar a los miembros de ese partido, sino también en términos morales y políticos, para construir juntos un futuro del que todos los mexicanos se sintieran no sólo orgullosos, sino partícipes. Ese fracaso hace tanto más difícil un segundo intento, pero no por ello es menos necesario. Ignoro si el país requiere de un gobierno perredista para romper con el círculo vicioso, uno priísta que enfrente sus propios traumas u otro panista que sí entienda el problema. Lo obvio es que no habrá ninguna salida mientras el pasado no quede ahí donde le corresponde: en la historia.

 

Superan a Kafka

Ni a la burocracia estalinista más encumbrada se le pudo ocurrir un sistema de marcación telefónica tan obtuso, poco amigable para el usuario e innecesariamente complicado como el que aprobó Cofetel y la SCT. Seguimos avanzando.

 

La neta

Luis Rubio

México es un país en guerra consigo mismo. Hemos experimentado una disputa por el poder sin límites ni cuartel, lo mismo que una lucha de baja intensidad, no menos poderosa, por la dirección del desarrollo de nuestra economía. La disputa por el poder tiende a amainar, al menos por ahora, pero lo que la sustenta y da vida y continuidad es el pobre desempeño que ha mostrado nuestra economía por muchos años. Aunque la esencia de nuestros problemas es de carácter político e institucional (porque sus deficiencias no nos permiten tomar decisiones adecuadas), un mejor desempeño económico podría crear condiciones para una distensión política. La pregunta es cómo romper el círculo vicioso del mal desempeño económico.

A lo largo de los últimos 25 años, dos países experimentaron procesos de cambio muy similares en naturaleza. Tanto China como México abrieron sus economías, disminuyeron el peso de la burocracia en la toma de decisiones en materia económica, modificaron su estrategia de desarrollo, accedieron a instituciones clave para normalizar el comercio como la OMC y el TLC norteamericano, dieron la bienvenida a la inversión extranjera y, mientras que abrieron parte de su economía, mantuvieron protegidos ciertos sectores. Los paralelos en las acciones que ambos países emprendieron son impactantes. Y, sin embargo, el desempeño económico no guarda semejanza alguna: China ha registrado tasas de crecimiento del orden de 8% en promedio por casi cinco lustros, mientras que México promedia apenas 2% en el mismo periodo. Algo debemos estar haciendo mal.

La diferencia en el desempeño de las dos economías estriba en la productividad. Si bien la productividad en México tuvo incrementos significativos, sobre todo en los años inmediatamente posteriores al anuncio de las negociaciones del TLC, ésta ha tendido a la baja y a permanecer ahí. En contraste, el mismo indicador en China muestra incrementos que corren en paralelo con el crecimiento de su economía.

No es difícil encontrar las razones que explican estas diferencias. Irónicamente la más importante no es económica sino política. La gran diferencia entre las dos naciones radica en sus gobiernos, en sus fortalezas y habilidades para articular políticas públicas adecuadas para elevar la productividad. Un gobierno que tiene esa fortaleza y capacidad y las emplea con sentido de propósito, es un gobierno que conduce el desarrollo. En México, desafortunadamente, hemos tenido lo contrario: gobiernos incapaces de establecer y dar continuidad y coherencia a políticas de largo alcance; gobierno sumidos en el conflicto y sometidos a toda clase de intereses creados.

Mientras que el gobierno chino ha estado dispuesto a modificar o reformar cualquier cosa con tal de mantener tasas de crecimiento económico elevadas, el mexicano ha preferido proteger intereses, sectores, empresas o sindicatos, según sea el caso. Por supuesto, una diferencia fundamental entre ambos gobiernos es que el chino no enfrenta una sociedad civil más o menos articulada y capaz de hostilizarlo como es nuestro caso, pero también es cierto que cuando el gobierno mexicano tuvo facultades de esa naturaleza, no las empleó para romper impedimentos para el desarrollo. El gobierno chino ha tenido claridad de rumbo y, sobre todo, un espectacular entendimiento sobre el costo de no alcanzar sus objetivos. Ha logrado sembrar una obsesión por el crecimiento y por el futuro en toda su sociedad. Al igual que el mexicano cuando éste inició las reformas, el gobierno chino ha tenido como objetivo medular el preservarse en el poder; a diferencia del mexicano, fue entendiendo que esto no podía ir de la mano de la protección de todos los intereses particulares que lo rodean, pues eso aniquilaría el objetivo final. Cinco lustros después de haber comenzando, las diferencias son abismales.

El gobierno chino ha sido muy eficiente en la consecución de sus objetivos y esto se puede apreciar en un sinnúmero de ejemplos: recauda más impuestos y lo hace a un menor costo, construye mucho más infraestructura y de una manera eficiente, da continuidad en sus políticas públicas, corrige sus errores y tiene una estrategia muy clara para la promoción de la innovación, la educación tecnológica y el desarrollo de la tecnología. El resultado en términos de crecimiento es producto del trabajo y no de la esperanza de que milagrosamente se presente una solución.

En México hay gran claridad del objetivo que se persigue (el crecimiento económico), pero ningún consenso sobre los medios necesarios para lograrlo. Si bien las crisis crearon un reconocimiento casi generalizado de la necesidad de mantener una estabilidad macroeconómica, no hay un similar consenso en materia microeconómica, es decir, en los temas clave para el funcionamiento cotidiano de la actividad económica, como son la apertura a las importaciones (y los aranceles que la acompañan), el manejo del sector energético y la importancia de pensar en la economía en su conjunto y no en sectores particulares. Puesto de otra forma, no se reconoce el daño que le causan al crecimiento acciones diseñadas para privilegiar a un sector, sea éste auto transporte, telefonía o energía. Cada una de esas acciones supone costos para el crecimiento.

Hace unos días, en una entrevista radiofónica, AMLO se jactaba de haber impedido la privatización de la industria petroquímica y además lo decía con orgullo. Sin duda, ese logro satisface a aquellos mexicanos que avanzan puntos políticos con este tipo de actos. Pero nadie habla de las consecuencias de esos pretendidos logros. Entre 1995 y 2005, por ejemplo, la producción petroquímica en el país declinó 14%, las importaciones crecieron 639% y el saldo comercial de 2005 fue un déficit de siete billones de dólares. Impedir la privatización de la industria tuvo la consecuencia de elevar los costos de los petroquímicos, disminuir el empleo potencial y, por lo tanto, la tasa de crecimiento de la economía. Valiente logro.

En México hay acuerdo sobre el qué pero no hay acuerdo sobre el cómo. Mientras nosotros debatimos estos puntos finos y nos paralizamos, creando una crisis política en el camino, China sigue creciendo. Es tiempo de apostar por una estrategia de desarrollo que impulse a la economía y rompa con todos los obstáculos al crecimiento. Parafraseando un viejo proverbio chino, cuando se dé un elevado crecimiento económico, los problemas políticos comenzarán a ser manejables. Pero primero hay que lograrlo.

 

Sin amigos

Luis Rubio

Las naciones, dijo alguna vez Bismarck, tienen intereses, no amistades. Algo similar deberían decir los presidentes de la República. Su visión no puede ser, aunque muchas veces así haya sido, de amistades. La esencia de la relación ciudadano-gobierno reside en el trato igualitario que todos tenemos derecho a esperar del gobernante. La visión, por tanto, debe implicar al conjunto de la nación. Ahora que empieza a constituirse el nuevo gobierno, el presidente Felipe Calderón tendrá que definir la clase de presidente que anhela ser.

Una posibilidad es que tome la presidencia como un laboratorio experimental donde suponga que todo marcha por sí mismo, que México ya tiene su caminito bien armado y el único requisito para ser exitoso es la voluntad, un buen discurso retórico y dejar actuar a los secretarios bajo los términos de lo que ellos juzguen más conveniente para el desarrollo del país desde su propia perspectiva sectorial o funcional. Un enfoque de esta naturaleza no requiere más que nombrar a un equipo de gente experimentada con algún antecedente en el área encomendada y esperar a que el esquema rinda dividendos.

La otra opción es que el presidente asuma la responsabilidad de conducir al país y construya su gobierno a partir de este cometido. Conducir implica un reconocimiento de las debilidades de nuestras instituciones, la necesidad de establecer un rumbo, una estrategia, para el desarrollo del país y la urgencia de sumar a la población detrás de ese proyecto. Un presidente decidido a transformar el país, requiere de una visión integral y la capacidad de dirigir los esfuerzos de su equipo hacia el objetivo, siempre siendo responsivo ante la ciudadanía. Así, el equipo del presidente, su gabinete, no debiera ser algo estático e inamovible, sino un cuerpo dedicado a impulsar la visión del gobierno en cada uno de los ámbitos pero siempre con la mira puesta en el objetivo general.

La diferencia entre estas dos perspectivas no es meramente de formato o personalidad. Un presidente puede ser más activo o más pasivo, mejor o peor orador, más carismático o menos y, sin embargo, conducir los asuntos nacionales eficazmente. El gobierno de un país no depende de la personalidad del presidente, sino del proyecto que lo guía y de la habilidad para conducirlo y llevarlo a buen puerto. En nuestra historia hemos tenido presidentes competentes y presidentes fracasados. Lo crucial, sin embargo, es que exista un proyecto, una estrategia para promoverlo y conseguir que éste empate con las necesidades y el potencial del país y sus habitantes. Mientras se dé este conjunto de factores, el país tendrá una mejor oportunidad de avanzar, así como el presidente de ser exitoso.

Si uno observa el porcentaje de bateo de los presidentes recientes, la probabilidad de éxito del gobierno que está por asumir la presidencia no es halagüeña. No hubo un solo presidente que no llegara a Los Pinos con enormes expectativas de éxito personal para no hablar de las expectativas ciudadanas asociadas con cada cambio de gobierno, pero muy pocos acabaron su periodo con una calificación sobresaliente. Muchos de ellos acabaron peor de lo que comenzaron: con un país sin rumbo y a la deriva, como ahora. En otras ocasiones, el legado fue infinitamente peor: una crisis política o la quiebra económica, si no es que ambas. La pregunta es cómo sesgar los momios para elevar la probabilidad de ser exitoso.

El primer factor determinante del éxito es que exista una visión de conjunto tan ambiciosa como realista. Un gobierno sin visión en un país con tantas carencias, fragilidad institucional y hambre de transformación y desarrollo abona el terreno con semillas que explicarán su fracaso eventual. Veamos los años recientes. Un gobierno con objetivos tan grandes que son irrealizables, es tan malo como el que no los tiene y quizá peor. Baste recordar los setenta. Un gobierno con una visión tan pequeña que sólo trasciende los objetivos más elementales evita una crisis, pero no avanza en el desarrollo, como ocurrió en los ochenta y la segunda parte de los noventa.

La visión de un gobierno tiene que ser grande y generosa, pero a la vez realista y aterrizada en la suma de lo que existe y se requiere, de tal forma que se ataquen los vicios y se exploten las oportunidades. El peor de los mundos, como ocurrió al inicio de los noventa, es un proyecto ambicioso que pretende una gran transformación pero limitado por objetivos paralelos de no cambiar la realidad y sus vicios adyacentes.

No hay como una gran claridad de propósito donde el objetivo es más grande que la suma de las partes y donde cada parte cuadra con el conjunto. La ausencia de visión y propósito de los últimos años llevó a que el gobierno se condujera como un conjunto de estancos inconexos. Cada secretaría tenía sus proyectos y no se comunicaba con las otras. En lugar de entender el impacto de cada acción sobre el conjunto, cada una se ocupaba de sus prioridades o, más frecuentemente, las de los grupos poderosos de su sector, lo que no hacía sino minar al país. Por ejemplo, en el sector de las comunicaciones sólo se avanzaron los intereses de las empresas transportistas, telefónicas y televisivas, sin reparar en sus implicaciones para la economía. En ausencia de esa visión de conjunto y enfático liderazgo, un país puede acabar a la deriva en cuestión de minutos.

México requiere una visión de conjunto, una estrategia de desarrollo y un equipo capaz de hacerla valer. En esto no somos únicos ni excepcionales. Hay más países con requerimientos de conducción que aquellos que pueden aguantar a un presidente que sólo nada de muertito. Los ejemplos de Margaret Thatcher y Tony Blair en Inglaterra son sugerentes: pudieron dejar que su país navegara sin timonel, como había ocurrido por décadas, pero ambos optaron por una verdadera conducción, lo que ha puesto a su país en liderazgo mundial. No hay nada que impida a Calderón un logro similar.

Hace algunas décadas, la ciudad de Nueva York se distinguía por la corrupción y la presencia de una maquinaria política dominante e impenetrable. Pero un buen día llegó un alcalde que se logró colar a través de la maquinaria y acabó transformando a la ciudad. En su inauguración como alcalde, Fiorello LaGuardia rompió con el pasado al afirmar que la principal razón por la que reúno los requisitos para esta gran responsabilidad es mi monumental ingratitud personal. Y así, ignorando a los amigos y poderosos, se dedicó a hacer su chamba. No sería un mal modelo para seguir.

 

Desarrollo

Luis Rubio

La demanda por crecimiento económico es ubicua, pero jamás lograremos materializarla mientras nos falte una estrategia que nos permita alcanzarlo. Parece una verdad de Perogrullo, pero el país no cuenta con una estrategia de desarrollo que conduzca los esfuerzos gubernamentales y privados hacia la construcción de un país moderno, sin pobreza y con empleos de alto valor agregado.

La discusión sobre el tema no es nueva, pero poco se ha avanzado. Entre los fantasmas del pasado y las fobias de todos los participantes en los procesos de discusión, la víctima ha sido el desarrollo económico. Durante las décadas del llamado desarrollo estabilizador, el país tuvo al menos una definición de lo que se quería lograr y eso permitió que, en lugar de competir y reñir, los diversos actores de la actividad económica gobierno, sindicatos y empresariosbuscaran formas de conciliar sus diferencias y cooperaran en torno a una serie de objetivos que, si bien imprecisos, tenían la bondad de establecer un camino.

Todo esto cambió cuando el desarrollo estabilizador llegó al límite de sus posibilidades. La planta industrial ya no podía desarrollarse al amparo de un entorno cerrado y protegido; las materias primas, sobre todo agrícolas, perdieron competitividad al grado en que sus exportaciones no pudieron financiar las importaciones industriales. Poco a poco todo aquel modelo de desarrollo se erosionó hasta que los sexenios de la docena trágica lo mataron con deuda y gasto, en lugar de sustituirlo por algo mejor. Así se inauguró la era de las crisis, con los resultados por todos conocidos.

Pasadas las primeras crisis, los gobiernos de los 80 se vieron en la imperiosa necesidad de corregir los problemas financieros que habían heredado, así como de encontrar una nueva estrategia de desarrollo que pudiera funcionar. Lo que acabaron haciendo fue adoptar un conjunto de medidas necesarias, pero que no acabaron por integrar una estrategia cabal de desarrollo. La apertura de la economía reorientó la actividad económica y los tratados de libre comercio confirieron un marco de certidumbre a la actividad económica. Si bien algunas de las medidas adoptadas en esos años resultaron inadecuadas, sobre todo algunas privatizaciones, no hay duda que el país reorientó su economía en una dirección compatible con las tendencias internacionales.

Pero un conjunto de instrumentos o medidas, por buenos y acertados que pudiesen haber sido, no son equivalentes a una estrategia de desarrollo. Los resultados así lo indican: algunas partes del país, sobre todo en el norte, han crecido de manera acelerada, en tanto que otras se han rezagado de manera sistemática. Los contrastes se han acentuado y las diferencias convertido en fuentes de agravio y lucha política. El hecho es que el país sigue adoleciendo de una estrategia idónea para su desarrollo.

No es que hayan faltado intentos de respuesta. Algunos claman por regresar a la promoción sectorial a través de una política industrial explícita como la que de alguna manera existió en los cincuenta y sesenta o como la que en esos años siguieron varios de los llamados tigres asiáticos. Otros simplemente piden protección en la forma de subsidios, aranceles y precios bajos para la energía u otros insumos. Independientemente de su consistencia o viabilidad en la era de la globalización, no cabe la menor duda que los planteamientos enarbolados por AMLO a lo largo de su campaña remitían a una recreación de lo que había funcionado cuatro décadas atrás. Variantes de esta postura incluyen la reintroducción de cajones y encajes para el sector bancario, así como de mecanismos de protección no arancelaria.

Por el otro lado, el reclamo ha sido exactamente el contrario: nuestro problema, se argumenta, no es la falta de una visión o estrategia, sino de todos los lastres que seguimos arrastrando del pasado: igual servicios no competitivos (como es el caso de los servicios financieros o las comunicaciones) que la falta de infraestructura, precios de bienes y servicios públicos desalineados respecto al resto del mundo y un abandono de funciones vitales de regulación por parte del gobierno. Es decir, desde esta perspectiva, el problema no reside en la desprotección de los productores mexicanos, sino en que se les ha obligado a competir con una mano amarrada por la espalda. Quienes abogan por esta postura, no niegan la necesidad de intervención del gobierno, sino que demandan un tipo de participación distinto: enfocado a regular de manera debida la actividad económica, asegurando que no existan prácticas anticompetitivas, que los mercados funcionen bien y las condiciones generales de la economía atraigan flujos crecientes de inversión.

El caso es que tenemos dos (o más) planteamientos contrapuestos sobre lo que sería necesario hacer para echar a andar la economía una vez más. Unos se refugian en una era que funcionó bien, en tanto que otros observan ejemplos de países que, perseverando en una estrategia de apertura (y, en muchos casos, corrigiendo el rumbo varias veces), lograron el objetivo fundamental de acelerar el ritmo de crecimiento económico. Se trata de dos visiones contrapuestas que persisten en la sociedad mexicana y reflejan dos maneras de concebir al mundo, al gobierno y al ciudadano.

Ahora que estamos por inaugurar un nuevo gobierno, es tiempo de repensar lo que tenemos y lo que necesitamos. Nadie puede negar que los últimos años han sido de avances significativos, pero tampoco es posible ignorar los enormes rezagos que sufre el país. Lo paradójico es que es perfectamente plausible encontrar formas de conciliar ambas perspectivas: un gobierno puede adoptar, como parte de su estrategia de desarrollo, un marco de competencia en la economía y, a una misma vez, definir un conjunto de estrategias de desarrollo social y de infraestructura, todas ellas compatibles con el marco de competencia económica.

No cabe la menor duda que la prioridad debe ser el crecimiento económico y, por lo tanto, con ese rasero tiene que medirse la forma en que se defina la política social, al desarrollo de infraestructura y, en general, a la naturaleza y función del gobierno. Lo que México necesita no es un conjunto de estrategias sectoriales sino una capacidad de articular fuerzas y recursos para lograr un acelerado desarrollo regional, comenzando por las regiones más rezagadas del país. No menos importante es el hecho de que lo crucial no son los montos de los recursos, sino la estrategia con que se empleen para multiplicarlos en el ámbito de la vida real.

 

Poder

Luis Rubio

La disputa por el poder que vive la política mexicana no es novedosa. De hecho, nuestra historia política es la historia de la lucha por el poder a costa de lo que sea sin importar los medios. Durante buena parte de los primeros cien años como nación independiente, México fue el escenario de una lucha cruda, directa y abierta. Si a finales del siglo XIX y a lo largo de la era priísta la situación fue de relativa calma, se explica por la institucionalización del poder y el establecimiento de reglas para el acceso al poder. La reciente contienda reabrió la caja de Pandora y estamos de vuelta en el comienzo. Pero el devenir dependerá mucho más del gobierno de Felipe Calderón que del escándalo en la calle.

El lanzamiento de la Convención Nacional Democrática (CND) es un modelo creativo de búsqueda del poder. En lugar de proponer un golpe de Estado o una revuelta a la usanza del siglo XIX, lo que plantea es el desconocimiento del gobierno, la postulación de un presidente legítimo y el inicio de una serie de actos de campaña en todo el país. Es decir, el objetivo de lograr el poder por un medio distinto al electoral se arropa con una vestimenta que suena a civilizada y, por el hecho de no ser violenta, pretende no ser objetada por nadie. Pero en el fondo, es evidente que se trata de una sublevación no violenta contra el poder legítimamente constituido. De hecho, es posible especular que si las encuestas para la contienda presidencial hubieran sido menos favorables a AMLO, quizá se hubiera dado la ruptura desde tiempo antes de las elecciones.

Ahora el país se encuentra frente a hechos consumados que deben ser resueltos. Tenemos un presidente electo y un presidente autonombrado. Si bien uno goza del reconocimiento general de la abrumadora mayoría de la población y el otro no, la historia y la poca legitimidad de que gozan las instituciones sugiere que el devenir de este conflicto dependerá de la habilidad que cada uno demuestre para construir su propia legitimidad y de la forma en que conduzcan su propio actuar personal. De entrada, uno podría suponer que quien controla el aparato del gobierno tiene ventaja en este tipo de disputas, pero en una era de extraordinaria fragilidad institucional y con fuentes de poder tan dispersas, la historia no está escrita. Si a lo anterior se agrega el tamaño del desafío que enfrenta el país para ajustarse a la cambiante realidad económica internacional, resulta evidente que se avecinan años complejos.

El fin de la era priísta no llegó cuando el partido perdió la presidencia. El primer gobierno no priísta de la era moderna mantuvo intacto todo el andamiaje institucional y conservó incólumes las estructuras del poder de aquel régimen. Todo esto favoreció el deterioro sistemático de la vida política nacional, impidió que se avanzara una agenda de reforma económica y erosionó el potencial para construir una democracia moderna. El presidente Calderón tendrá así que responder a dos retos monumentales: primero, el de consolidarse en la presidencia, lo que implica darle una salida al movimiento que AMLO ha emprendido. De no hacerlo, su permanencia en el poder estará en entredicho. Segundo, el de impulsar la agenda de transformación tanto económica como política que el gobierno saliente fue incapaz de concebir, mucho menos de postular.

Bien encaminada, la percepción de crisis puede generar un sentido de urgencia que, a su vez, se traduzca en oportunidad. Aunque la política mexicana no es muy democrática ni plenamente institucional, un movimiento antisistémico como el propuesto por la CND constituye una amenaza para todos los partidos políticos y, en general, para toda la sociedad. Ciertamente, las estructuras de poder en el país son responsables de lo que existe, igual lo bueno y lo malo, y la única posibilidad de desarticular un movimiento antisistémico es mediante una hábil conjunción de dos estrategias: una orientada a cambiar la realidad y la otra a marginar el movimiento, aislarlo y darle una salida final.

Cambiar la realidad implica, por el lado económico, eliminar obstáculos al crecimiento y generar mecanismos para atacar directamente las causas de la pobreza. Por el lado político entrañaría la reconstrucción del andamiaje institucional a fin de que éste represente mejor a la ciudadanía, establezca pesos y contrapesos efectivos, limite la capacidad de daño de la política y los políticos a la sociedad y enfrente el problema de la criminalidad y el narco de manera directa. Un gobierno que logre avanzar de manera decidida en estos frentes habrá eliminado las causas de apoyo popular al movimiento que comenzó su búsqueda del poder por medios electorales y ahora constituye un movimiento que desafía las instituciones.

Pero el movimiento que comienza a cobrar forma ya tiene una lógica propia, independiente de las fuentes de apoyo popular que cultivó a lo largo de la campaña electoral. De hecho, uno de los cambios más perceptibles que se dieron en paralelo con el plantón de Reforma y el Zócalo fue que AMLO decidió dar la espalda al apoyo popular para volcarse hacia los grupos de choque que ahora le acompañan y le son más apropiados para una estrategia de lucha en las calles fuera de los marcos institucionales. Desde esta perspectiva, marginar el movimiento que formalmente inició la semana pasada implicará una sagaz combinación de habilidad política, cooptación de liderazgos y apoyos, así como del uso de todos los recursos al alcance del gobierno. El objetivo no puede y no debe ser reprimir, pero sí aislar el movimiento y darle una salida. La alternativa sería poner en peligro la estabilidad del país y la viabilidad de la sociedad mexicana.

Lo anterior no es excesivo. La idea de crear un movimiento democrático suena romántico y motivador, pero no deja de ser atentatorio contra todos los logros que la sociedad mexicana ha tenido a lo largo del tiempo. Sin duda, ninguno de esos logros es suficiente, toda vez que la economía se encuentra estancada, la pobreza sigue aquejando a grandes proporciones de la población y las estructuras económicas, políticas y sindicales que existen no hacen sino preservar el statu quo. Pero, al mismo tiempo, la alternativa no es regresar al siglo XIX, una centuria de inestabilidad donde el progreso fue magro y la pobreza generalizada.

En política todos los momentos parecen decisivos, pero pocos realmente lo son. El momento actual podría ser el comienzo de una gran transformación nacional, pero también el de otra oportunidad perdida. A final de cuentas, el camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones.

 

Política y economía

Luis Rubio

En el mundo de hoy, afirmó alguna vez Henry Kissinger, la economía es cada vez más global y los negocios internacionales y las finanzas no tienen localización geográfica, pero la política es cada vez más local. Esta es la contradictoria realidad con la que todos los países, gobiernos y políticos tienen que lidiar, no siempre de manera exitosa.

México no es una excepción a la regla. Nuestra dinámica política es cada vez más localista, estrecha y provinciana. Cualquier detalle o noticia, por trivial que sea, adquiere dimensiones cósmicas, causando una crisis incontenible cada par de días. Por su parte, la economía no sólo no acaba de consolidarse, sino que evidencia una fractura cada vez más patente y grave entre las empresas que ya encontraron su camino en la economía globalizada y aquellas que pretenden abstraerse de esa realidad.

En el camino, millones de mexicanos padecen las consecuencias del choque de estas dos placas tectónicas: la de los políticos, siempre dispuestos a utilizar a las víctimas de nuestro mal enfocado desarrollo para su beneficio de corto plazo, y la de la economía mundial, cuya dinámica tiene vida propia y es inmisericorde. Lo peor de todo es que la mezquindad de los políticos, magnificada por un innecesario conflicto post electoral, ha convertido a la población más afectada por estos procesos, y menos capaz de beneficiarse (o, incluso, de defenderse) de los mismos, en meros peones de un juego de ajedrez perverso e incapaz de llevar al país a buen puerto.

Con todo, no deja de ser irónica la tensión político-económica que nos caracteriza. Si bien hay un amplio número de empresas plenamente integrado a la dinámica de un país moderno, así como a los circuitos económicos, tecnológicos y financieros que caracterizan al entorno económico, hay muchísimas más que no sólo están lejos de integrarse, sino que ignoran casi por completo la dinámica de la economía global, sus orígenes y características y, por lo tanto, la naturaleza del desafío. Al mismo tiempo, es paradójico que la vida productiva de tantos mexicanos se mantenga al margen de esa dinámica global, sobre todo porque, en la práctica, buena parte de la población, toda aquella vinculada a la migración hacia EUA, de hecho ha comprendido y actuado de acuerdo a los patrones de globalización que sobrecogen al mundo de hoy.

Pero nada de eso disminuye el choque entre estas dos dinámicas, la política y la económica. Mucho más importante, ese choque ha adquirido vida propia, haciendo cada vez más difícil su confluencia. Quizá no haya mayor desafío para la vida pública mexicana que este proceso contradictorio y, de hecho, antagónico, pues es el que condena al país a la búsqueda de soluciones fáciles, generalmente en el pasado, independientemente de que ninguna de éstas pueda resolver nada.

Hay dos maneras de observar e intentar caracterizar la perversa dinámica en que nos encontramos. Una manera es asomarse desde adentro, desde el corazón de la vorágine de las disputas políticas, e intentar dilucidar las corrientes, retos e implicaciones de todas ellas para el futuro del país. La otra es verlo desde afuera, localizar a México en el contexto internacional y compararlo con la manera en que otras naciones han reaccionado ante el mismo escenario.

La primera forma de enfocar el problema lleva a perderse en el marasmo retórico y demagógico en que se ha convertido la política nacional y, por lo tanto, a abandonar toda pretensión de encontrarle salidas al país. Para quienes se encuentran en esa tesitura, todas las soluciones son políticas, todos los retos están sujetos a la voluntad personal, la economía depende y se subordina a la política y mientras más libertad de acción exista para el actor político el funcionario, el gobernador, el coyote o el presidente, da igual mejor.

La segunda forma de enfocar el problema quizá tampoco permita una solución adecuada, pero por lo menos nos permite entenderlo de manera cabal. Para quienes lo observan desde afuera, la problemática adquiere un sentido de realidad contundente: la economía tiene su dinámica propia y le impone límites a la política, la política es un medio para hacer posible el desarrollo, pero no un objetivo, y las soluciones se tienen que encontrar en un esquema de equilibrios institucionales que garanticen certidumbre y transparencia, a la vez que acotan al gobernante.

Para los actores inmersos en la dinámica política, que no tienen interés o capacidad de otear al resto del mundo, es imposible darse cuenta de lo que ocurre en otras latitudes y, sobre todo, de las causas que condujeron a tal situación histórica. Para ellos lo único importante es el poder y no el desarrollo, es decir, lo que hemos tenido, con muy pequeñas y cortas excepciones, a lo largo de ocho décadas. Como consecuencia de esa manera de ver y entender al mundo es que los países acaban ensimismados y condenados a la pobreza. Ahí está Venezuela y Argentina como ejemplos plausibles.

En sentido contrario, para quienes hacen el esfuerzo por contextualizar nuestros dilemas, las conclusiones son totalmente diferentes: empiezan a entender que España, Chile, así como muchas otras naciones ejemplares, han dado grandes pasos adelante porque han creado y fortalecido sus instituciones (económicas y políticas) y han abrazado una estrategia de apertura integral, privilegiado al individuo como centro de su atención. Asimismo han promovido el desarrollo empresarial y colocado el énfasis en la educación como el corazón del capital humano, sin el cual el desarrollo es imposible.

La reciente contienda electoral evidenció qué tan lejos se encuentra el país de poder hacer suya una estrategia de desarrollo compatible con el mundo de hoy. El mejor ejemplo es el del candidato perdedor que no pierde oportunidad de atentar contra lo más delicado en el país: sus frágiles instituciones. El país requiere no sólo de instituciones fuertes, sino también de contrapesos al poder que garanticen, por el hecho de ser contrapesos, certidumbre y legitimidad. Evidentemente, también requiere a toda la población en una economía que crece con celeridad.

El fondo de esta situación es muy simple: de la misma forma en que un campesino emigra en busca de mejores oportunidades, los empresarios e inversionistas, es decir, los empleadores, pueden optar por otras latitudes y no hay nada que el gobierno pueda hacer por impedirlo, excepto crear condiciones propicias para que aquí inviertan y prosperen. En ello reside la nueva realidad política del mundo.

 

Exequias

Luis Rubio

A río revuelto, reza el dicho, ganancia de pescadores. Pero quien haya inventado el refrán jamás imaginó que el proceso postelectoral abriría la caja de Pandora y que el número y diversidad de pescadores sería tan revelador de nuestra realidad social y política. En este proceso todos los pescadores salieron en busca de fortuna. Los involucrados constituyen un grupo excepcionalmente visible y su común denominador ha sido muy simple: sacarle raja a la oportunidad. Para quienes estamos convencidos de que los individuos siempre buscan maximizar su interés personal, el comportamiento de estos actores clave en el país no es sorprendente. Lo que sí desconcierta es lo bajo de su mira, lo limitado de la visión de muchos de quienes tienen en sus manos el destino del país.

Un lamento generalizado estos días es que nadie piensa en el país, que todos anteponen su interés particular. Este es quizá el mejor resumen, el factor que distingue a los países exitosos y los que no lo son. La diferencia medular entre una nación exitosa y su contraria reside en la alineación de objetivos entre las personas y los del país; cuando éstos coinciden, las acciones de los individuos contribuyen al bien nacional. Un país exitoso logra que ambos se armonicen, creando con ello un círculo permanentemente virtuoso. Esto no ocurre en México, donde la norma es la divergencia de intereses y objetivos, algo que el drama postelectoral permitió observar con nitidez… y terror.

Si bien nadie debería esperar que el comportamiento individual fuese distinto al que observamos todos los días, no es nada grata la fotografía con la que concluimos este primer episodio de la sucesión más compleja de nuestra historia moderna. Lo que queda en el basurero es la imagen de los líderes de un país, los más exitosos y encumbrados en todos los sentidos concentrados en aprovechar el río revuelto, así como en crear una convulsión tan grande como fuese posible. Ahí está, por ejemplo, el narco, que aprovecha una coyuntura en la que todo mundo está distraído, para consolidar sus carteles a nivel nacional. Claramente, nadie debía esperar algo distinto del narco, pero sí de actores centrales que, en su lugar, nos han obsequiado como regalo la mezquindad más despreciable.

En la ventana de oportunidad que este río revuelto creó se pudo observar al empresario más poderoso aparentemente apostando para prolongar la agonía poselectoral y maximizar su flujo de efectivo, las rentas que le extrae al consumidor, por tanto tiempo como fuese posible. Todavía mejor si el periodo se extendía en la forma de un gobierno interino incompetente que paralizara toda decisión en el país. La parálisis se torna en el mejor mecanismo para preservar el interés personal, aunque ello implique la erosión de los valores económicos o políticos en el largo plazo. Todo se vale mientras aumente mi ingreso en el corto plazo, presumiblemente para alcanzar a Gates. A eso se llama altura de miras.

Pero el egoísmo y la vanidad no se limitan a intereses tan pequeños y obvios como el de un flujo de efectivo. Igual de chiquitos se vieron otros muchos actores. Aquellos que rodean al caudillo no porque compartan sus objetivos, sino porque confían en heredar los activos y bienes que dejará luego del funeral. Esos mismos que ahora se desviven por refrendar su respeto a las instituciones jugándole a las dos pistas, la del conflicto y la de la legalidad. Alguna tiene que pegar.

En esta lista presuntamente también está el rector de la UNAM quien arriesgó a la institución en aras de la oportunidad de llegar a la presidencia, así fuera por la puerta de atrás. Los académicos que, igual en una aventura personal, construyeron el caso de la nulidad no porque existieran elementos, sino porque eso servía a su causa. Los políticos que se cambiaron de tren en el último minuto no sólo para intentar purificar su pasado priísta en el altar de la redención perredista, sino para expiar sus propias culpas, como si nadie se diera cuenta. Ahora resulta, como afirmó uno de estos trashumantes, con la autoridad que le confiere la purificación, que mientras que la elección de 1988 fue limpia, ésta fue un muladar. Todo a la medida del comensal.

Los ejemplos son muchos, sus motivaciones muy distintas y la diversidad inmensa. Pero lo que a todos une es su enorme irresponsabilidad, magnificada por el hecho de que se trata de personajes públicos, líderes intelectuales, empresariales, políticos e incluso morales. Es decir, la crema y nata del país a la que muchos ven como ejemplo a seguir. Se trata de personajes en cuyos hombros descansa el presente y el futuro del país. Quizá por eso estamos como estamos.

Pero no todos los líderes políticos, empresariales o intelectuales son de la misma estirpe. Existen también personajes en estos mismos ámbitos y en todos los partidos dedicados a la vida institucional precisamente porque comprenden la enorme fragilidad de nuestras instituciones. Su presencia y actuar explica que el país haya funcionado, o al menos sobrevivido, en muchos momentos de nuestra historia, a pesar de que el conflicto entre intereses particulares y generales siempre haya estado presente. En ocasiones les llaman hombres-institución y lo que les distingue es una mayor altura de miras, una comprensión del carácter trascendente de la institucionalidad, así dependa ésta de sus valores más que de sus intereses (que no por ello, lógicamente, dejan de maximizar). Es decir, se comportan así porque creen en ello y no porque estén obligados a portarse de manera institucional.

Esa diferencia podría parecer nimia, pero su trascendencia es enorme. El país ha llegado a donde está no porque tengamos una estructura institucional idónea para su desarrollo, sino porque en momentos cruciales han existido individuos que han pensado más allá de su interés particular. En las últimas décadas, durante el periodo de erosión del viejo sistema político y sus reglas, hubo infinitas oportunidades para que el país se fuera por la borda. Sin embargo, esos individuos, cada uno desde su espacio, lograron evitar el caos. La coyuntura actual pone en evidencia tanto a quienes no ven más allá de su interés inmediato como a quienes comprenden el riesgo de jugar así. Pero un país no puede prosperar de esa manera. Por eso, la gran pregunta para nuestro futuro es cómo logramos que los intereses particulares y los generales coincidan para que las cosas funcionen porque así conviene a todos y no sólo porque alguien, por suerte, entendió que la alternativa era inaceptable.