Luis Rubio
México es un país en guerra consigo mismo. Hemos experimentado una disputa por el poder sin límites ni cuartel, lo mismo que una lucha de baja intensidad, no menos poderosa, por la dirección del desarrollo de nuestra economía. La disputa por el poder tiende a amainar, al menos por ahora, pero lo que la sustenta y da vida y continuidad es el pobre desempeño que ha mostrado nuestra economía por muchos años. Aunque la esencia de nuestros problemas es de carácter político e institucional (porque sus deficiencias no nos permiten tomar decisiones adecuadas), un mejor desempeño económico podría crear condiciones para una distensión política. La pregunta es cómo romper el círculo vicioso del mal desempeño económico.
A lo largo de los últimos 25 años, dos países experimentaron procesos de cambio muy similares en naturaleza. Tanto China como México abrieron sus economías, disminuyeron el peso de la burocracia en la toma de decisiones en materia económica, modificaron su estrategia de desarrollo, accedieron a instituciones clave para normalizar el comercio como la OMC y el TLC norteamericano, dieron la bienvenida a la inversión extranjera y, mientras que abrieron parte de su economía, mantuvieron protegidos ciertos sectores. Los paralelos en las acciones que ambos países emprendieron son impactantes. Y, sin embargo, el desempeño económico no guarda semejanza alguna: China ha registrado tasas de crecimiento del orden de 8% en promedio por casi cinco lustros, mientras que México promedia apenas 2% en el mismo periodo. Algo debemos estar haciendo mal.
La diferencia en el desempeño de las dos economías estriba en la productividad. Si bien la productividad en México tuvo incrementos significativos, sobre todo en los años inmediatamente posteriores al anuncio de las negociaciones del TLC, ésta ha tendido a la baja y a permanecer ahí. En contraste, el mismo indicador en China muestra incrementos que corren en paralelo con el crecimiento de su economía.
No es difícil encontrar las razones que explican estas diferencias. Irónicamente la más importante no es económica sino política. La gran diferencia entre las dos naciones radica en sus gobiernos, en sus fortalezas y habilidades para articular políticas públicas adecuadas para elevar la productividad. Un gobierno que tiene esa fortaleza y capacidad y las emplea con sentido de propósito, es un gobierno que conduce el desarrollo. En México, desafortunadamente, hemos tenido lo contrario: gobiernos incapaces de establecer y dar continuidad y coherencia a políticas de largo alcance; gobierno sumidos en el conflicto y sometidos a toda clase de intereses creados.
Mientras que el gobierno chino ha estado dispuesto a modificar o reformar cualquier cosa con tal de mantener tasas de crecimiento económico elevadas, el mexicano ha preferido proteger intereses, sectores, empresas o sindicatos, según sea el caso. Por supuesto, una diferencia fundamental entre ambos gobiernos es que el chino no enfrenta una sociedad civil más o menos articulada y capaz de hostilizarlo como es nuestro caso, pero también es cierto que cuando el gobierno mexicano tuvo facultades de esa naturaleza, no las empleó para romper impedimentos para el desarrollo. El gobierno chino ha tenido claridad de rumbo y, sobre todo, un espectacular entendimiento sobre el costo de no alcanzar sus objetivos. Ha logrado sembrar una obsesión por el crecimiento y por el futuro en toda su sociedad. Al igual que el mexicano cuando éste inició las reformas, el gobierno chino ha tenido como objetivo medular el preservarse en el poder; a diferencia del mexicano, fue entendiendo que esto no podía ir de la mano de la protección de todos los intereses particulares que lo rodean, pues eso aniquilaría el objetivo final. Cinco lustros después de haber comenzando, las diferencias son abismales.
El gobierno chino ha sido muy eficiente en la consecución de sus objetivos y esto se puede apreciar en un sinnúmero de ejemplos: recauda más impuestos y lo hace a un menor costo, construye mucho más infraestructura y de una manera eficiente, da continuidad en sus políticas públicas, corrige sus errores y tiene una estrategia muy clara para la promoción de la innovación, la educación tecnológica y el desarrollo de la tecnología. El resultado en términos de crecimiento es producto del trabajo y no de la esperanza de que milagrosamente se presente una solución.
En México hay gran claridad del objetivo que se persigue (el crecimiento económico), pero ningún consenso sobre los medios necesarios para lograrlo. Si bien las crisis crearon un reconocimiento casi generalizado de la necesidad de mantener una estabilidad macroeconómica, no hay un similar consenso en materia microeconómica, es decir, en los temas clave para el funcionamiento cotidiano de la actividad económica, como son la apertura a las importaciones (y los aranceles que la acompañan), el manejo del sector energético y la importancia de pensar en la economía en su conjunto y no en sectores particulares. Puesto de otra forma, no se reconoce el daño que le causan al crecimiento acciones diseñadas para privilegiar a un sector, sea éste auto transporte, telefonía o energía. Cada una de esas acciones supone costos para el crecimiento.
Hace unos días, en una entrevista radiofónica, AMLO se jactaba de haber impedido la privatización de la industria petroquímica y además lo decía con orgullo. Sin duda, ese logro satisface a aquellos mexicanos que avanzan puntos políticos con este tipo de actos. Pero nadie habla de las consecuencias de esos pretendidos logros. Entre 1995 y 2005, por ejemplo, la producción petroquímica en el país declinó 14%, las importaciones crecieron 639% y el saldo comercial de 2005 fue un déficit de siete billones de dólares. Impedir la privatización de la industria tuvo la consecuencia de elevar los costos de los petroquímicos, disminuir el empleo potencial y, por lo tanto, la tasa de crecimiento de la economía. Valiente logro.
En México hay acuerdo sobre el qué pero no hay acuerdo sobre el cómo. Mientras nosotros debatimos estos puntos finos y nos paralizamos, creando una crisis política en el camino, China sigue creciendo. Es tiempo de apostar por una estrategia de desarrollo que impulse a la economía y rompa con todos los obstáculos al crecimiento. Parafraseando un viejo proverbio chino, cuando se dé un elevado crecimiento económico, los problemas políticos comenzarán a ser manejables. Pero primero hay que lograrlo.