Exequias

Luis Rubio

A río revuelto, reza el dicho, ganancia de pescadores. Pero quien haya inventado el refrán jamás imaginó que el proceso postelectoral abriría la caja de Pandora y que el número y diversidad de pescadores sería tan revelador de nuestra realidad social y política. En este proceso todos los pescadores salieron en busca de fortuna. Los involucrados constituyen un grupo excepcionalmente visible y su común denominador ha sido muy simple: sacarle raja a la oportunidad. Para quienes estamos convencidos de que los individuos siempre buscan maximizar su interés personal, el comportamiento de estos actores clave en el país no es sorprendente. Lo que sí desconcierta es lo bajo de su mira, lo limitado de la visión de muchos de quienes tienen en sus manos el destino del país.

Un lamento generalizado estos días es que nadie piensa en el país, que todos anteponen su interés particular. Este es quizá el mejor resumen, el factor que distingue a los países exitosos y los que no lo son. La diferencia medular entre una nación exitosa y su contraria reside en la alineación de objetivos entre las personas y los del país; cuando éstos coinciden, las acciones de los individuos contribuyen al bien nacional. Un país exitoso logra que ambos se armonicen, creando con ello un círculo permanentemente virtuoso. Esto no ocurre en México, donde la norma es la divergencia de intereses y objetivos, algo que el drama postelectoral permitió observar con nitidez… y terror.

Si bien nadie debería esperar que el comportamiento individual fuese distinto al que observamos todos los días, no es nada grata la fotografía con la que concluimos este primer episodio de la sucesión más compleja de nuestra historia moderna. Lo que queda en el basurero es la imagen de los líderes de un país, los más exitosos y encumbrados en todos los sentidos concentrados en aprovechar el río revuelto, así como en crear una convulsión tan grande como fuese posible. Ahí está, por ejemplo, el narco, que aprovecha una coyuntura en la que todo mundo está distraído, para consolidar sus carteles a nivel nacional. Claramente, nadie debía esperar algo distinto del narco, pero sí de actores centrales que, en su lugar, nos han obsequiado como regalo la mezquindad más despreciable.

En la ventana de oportunidad que este río revuelto creó se pudo observar al empresario más poderoso aparentemente apostando para prolongar la agonía poselectoral y maximizar su flujo de efectivo, las rentas que le extrae al consumidor, por tanto tiempo como fuese posible. Todavía mejor si el periodo se extendía en la forma de un gobierno interino incompetente que paralizara toda decisión en el país. La parálisis se torna en el mejor mecanismo para preservar el interés personal, aunque ello implique la erosión de los valores económicos o políticos en el largo plazo. Todo se vale mientras aumente mi ingreso en el corto plazo, presumiblemente para alcanzar a Gates. A eso se llama altura de miras.

Pero el egoísmo y la vanidad no se limitan a intereses tan pequeños y obvios como el de un flujo de efectivo. Igual de chiquitos se vieron otros muchos actores. Aquellos que rodean al caudillo no porque compartan sus objetivos, sino porque confían en heredar los activos y bienes que dejará luego del funeral. Esos mismos que ahora se desviven por refrendar su respeto a las instituciones jugándole a las dos pistas, la del conflicto y la de la legalidad. Alguna tiene que pegar.

En esta lista presuntamente también está el rector de la UNAM quien arriesgó a la institución en aras de la oportunidad de llegar a la presidencia, así fuera por la puerta de atrás. Los académicos que, igual en una aventura personal, construyeron el caso de la nulidad no porque existieran elementos, sino porque eso servía a su causa. Los políticos que se cambiaron de tren en el último minuto no sólo para intentar purificar su pasado priísta en el altar de la redención perredista, sino para expiar sus propias culpas, como si nadie se diera cuenta. Ahora resulta, como afirmó uno de estos trashumantes, con la autoridad que le confiere la purificación, que mientras que la elección de 1988 fue limpia, ésta fue un muladar. Todo a la medida del comensal.

Los ejemplos son muchos, sus motivaciones muy distintas y la diversidad inmensa. Pero lo que a todos une es su enorme irresponsabilidad, magnificada por el hecho de que se trata de personajes públicos, líderes intelectuales, empresariales, políticos e incluso morales. Es decir, la crema y nata del país a la que muchos ven como ejemplo a seguir. Se trata de personajes en cuyos hombros descansa el presente y el futuro del país. Quizá por eso estamos como estamos.

Pero no todos los líderes políticos, empresariales o intelectuales son de la misma estirpe. Existen también personajes en estos mismos ámbitos y en todos los partidos dedicados a la vida institucional precisamente porque comprenden la enorme fragilidad de nuestras instituciones. Su presencia y actuar explica que el país haya funcionado, o al menos sobrevivido, en muchos momentos de nuestra historia, a pesar de que el conflicto entre intereses particulares y generales siempre haya estado presente. En ocasiones les llaman hombres-institución y lo que les distingue es una mayor altura de miras, una comprensión del carácter trascendente de la institucionalidad, así dependa ésta de sus valores más que de sus intereses (que no por ello, lógicamente, dejan de maximizar). Es decir, se comportan así porque creen en ello y no porque estén obligados a portarse de manera institucional.

Esa diferencia podría parecer nimia, pero su trascendencia es enorme. El país ha llegado a donde está no porque tengamos una estructura institucional idónea para su desarrollo, sino porque en momentos cruciales han existido individuos que han pensado más allá de su interés particular. En las últimas décadas, durante el periodo de erosión del viejo sistema político y sus reglas, hubo infinitas oportunidades para que el país se fuera por la borda. Sin embargo, esos individuos, cada uno desde su espacio, lograron evitar el caos. La coyuntura actual pone en evidencia tanto a quienes no ven más allá de su interés inmediato como a quienes comprenden el riesgo de jugar así. Pero un país no puede prosperar de esa manera. Por eso, la gran pregunta para nuestro futuro es cómo logramos que los intereses particulares y los generales coincidan para que las cosas funcionen porque así conviene a todos y no sólo porque alguien, por suerte, entendió que la alternativa era inaceptable.

 

No redimió

Luis Rubio

Vicente Fox es un manojo de contrastes. Propició el crecimiento desmesurado de expectativas, pero sus logros fueron más bien modestos; se mostró honesto y campechano a lo largo de todo el sexenio en un mundo político hostil con el que nunca pudo interactuar; facilitó el amplio crecimiento de las libertades personales pero concedió toda la cancha a los más reaccionarios de su partido; mantuvo un discurso visionario en paralelo con una total ausencia de estrategia. Fue un redentor que no redimió. El primer sexenio no priísta de la era moderna de México acabó siendo una gran oportunidad perdida a la que se debe buena parte del conflicto en que hoy estamos inmersos, aunque sus aciertos no son menores.

Fox es un buen hombre que creyó fervientemente que el problema de México era el PRI. En su perspectiva, el PRI era culpable de los males de México, por lo que su remoción equivalía a la solución de nuestros problemas. Este diagnóstico, simplista y hasta pueril, fue la guía sacrosanta del gobierno que logró renovar la esperanza de una gran parte de la población que ahora se siente no sólo traicionada, sino francamente engañada. Fox no entendió la naturaleza de su chamba ni el momento del país. Mostró enorme falta de juicio con el desafuero. Así como en su momento comprendió al electorado, fue incapaz de desarrollar una estrategia para la conducción de su sexenio. Acabó siendo el gobierno de botepronto, el régimen de las ocurrencias.

Luego de décadas del monopolio de un partido en el poder, era anticipable que el primer gobierno no priísta cometiera errores y pecara de ingenuidad. Inexplicable, por lo contrario, fue la absoluta incapacidad de comprender el momento histórico para responder con ello al electorado que con tanta ilusión lo aclamó aquel 2 de julio, no sin demandarle el igualmente famoso no nos falles.

Al llegar a la presidencia, Fox no había preparado nada. Dispendió el largo periodo del interregnum con sus head hunters en lugar de dedicarse a desarrollar una estrategia para su gobierno y construir el andamiaje político que la hiciera posible. En lugar de aprovechar el desconcierto y debilidad manifiesta del PRI para conformar la reorganización institucional del país, lo que algunos llaman reforma del Estado, de tal suerte que se estableciera la base de un Estado de derecho acordado por todas las fuerzas políticas, no pudo definir qué relación quería con el PRI o cómo habría de lidiar con el pasado. Seis años después, el pasado sigue persiguiéndolo y el Estado de derecho se puede apreciar, como probadita, en el campamento de verano en que se ha convertido el Zócalo y el Paseo de la Reforma.

El gran acierto del gobierno que está por terminar es quizá el menos vistoso, pero el más trascendente. En un país acostumbrado a crisis sexenales y a la destrucción sistemática del patrimonio de la población, Fox apostó por la estabilidad económica y financiera y no cejó en ello ni por un minuto. Claro de mente, responsable y práctico, no dejó que las presiones por el gasto lo distrajeran de lo esencial. A final de cuentas, la catástrofe del PRI comenzó precisamente cuando sus gobiernos dejaron de ser fiscalmente responsables. Lo último que haría un presidente de la oposición era caer en la misma trampa. Más allá de la crítica legítima a su gobierno, no es posible ignorar ni dejar de reconocer su excepcional acierto, que sin duda se podrá apreciar todavía más con la perspectiva del tiempo.

El gobierno que comenzó con lo que parecía imposible, la derrota del PRI, terminó muy poco después con su capitulación, primero ante Marcos y después en Atenco. El gran proyecto del gobierno fue derrotado por unos cuantos campesinos a los que no les sumaban las cuentas. Nadie en el gabinete tuvo la capacidad para entender las motivaciones y preocupaciones de los campesinos, en tanto los tiburones de la política vieron ahí la oportunidad de asestarle la estocada definitiva. El sexenio concluyó ahí, con unos cuantos machetes que intimidaron al gobierno legítimo que no entendió ni el proyecto del aeropuerto o la lógica de los dueños de la tierra, ni mucho menos supo ver o desarmar la andanada política que se le vino encima.

Vicente Fox es un buen hombre, sensible a las necesidades y problemas de México. Pero esos atributos no fueron suficientes para enfrentar los retos de una sociedad tan incrédula y una nación en lucha consigo misma. En lugar de procurar una nueva visión para el desarrollo del país, atizó las expectativas de lo que no era lograble y, en vez de conducir, dejó que las cosas pasaran por sí mismas. El actuar del presidente dejó un vacío que fue inmediatamente llenado por los peores intereses, al grado que hasta acabó discutiendo su pensión a lo largo de una contienda electoral que no era la suya.

Como todos los presidentes, Vicente Fox va a ser evaluado menos por lo que hizo que por lo que dejó de hacer. Al final de su sexenio, el presidente mantiene un alto nivel de popularidad, aunque la experiencia muestra que eso se explica mejor por la parafernalia mediática que lo rodea que por un sentimiento genuino de la población. En los próximos años quizá se aprecie con claridad que su legado de estabilidad económica no es nada despreciable, sobre todo porque, como lo ilustra Lula en Brasil, las economías que han atravesado traumas y crisis no se levantan de inmediato; requieren de un esfuerzo constante y sostenido que convenza a la población y a los mercados de que la estabilidad llegó para quedarse. Su sucesor tiene ahora la oportunidad de construir sobre lo que recibe y, con suerte, reestablecer elevadas y sostenidas tasas de crecimientos. El tiempo dirá.

A la mitad del vendaval de los tiempos aciagos y difíciles como los que dejó el proceso electoral reciente, es imposible determinar la profundidad del daño que dejó la falta de consistencia política y claridad de rumbo a lo largo de todo un sexenio. Es igualmente posible que las aguas retornen a su cauce y la población le confiera otra oportunidad al nuevo presidente, dejando tranquilo el legado de Vicente Fox, o que el conflicto y la tensión se conviertan en el pan de cada día de los próximos años, en cuyo caso el sexenio de Vicente Fox pasará no sólo al olvido, sino al ocaso.

Pero nada de eso resuelve el problema de México. El país lleva demasiados años paralizado y eso no augura nada bueno. Felipe Calderón tendrá que romper con la inercia para evitar lo que alguna vez escribiera Raymond Aron a propósito de su país: Como no hay evolución en Francia, dijo, de vez en cuando hay una revolución.

 

El 16 y después

Luis Rubio

Prudencia es el nombre de la estrategia seguida por el gobierno federal a lo largo de las semanas que lleva el plantón. La prudencia ha surtido su efecto, si bien no ha dejado satisfechas a las personas directamente afectadas ni a las que requieren cruzar la ciudad y se encuentra con impedimentos todavía más formidables a los acostumbrados. Las encuestas muestran que la población preferiría que el gobierno actuara con la fuerza pública, pero su prioridad número uno es evitar cualquier incidente violento. El nivel de tolerancia para la violencia policiaca en el país es ínfimo, lo que se acentúa por la ausencia de policías competentes, entrenados y disciplinados. Por todas estas razones, la manera en que el gobierno federal ha encarado el desafío que representa el plantón ha sido exitosa. Pero esa estrategia no es sostenible para el desfile del 16 de septiembre. Ahí las circunstancias cambian de manera radical.

 

Más allá de las incomodidades y costos que origina, el plantón constituye un desafío a la vida institucional del país. Por supuesto, quienes organizan, participan y soportan el plantón consideran que su actuar es democrático y legítimo. Resulta claro que en el país coexisten perspectivas e interpretaciones radicalmente opuestas sobre lo que constituye una base sostenible de desarrollo económico y político, pero también visiones contrastantes sobre temas elementales como la importancia de las instituciones y la solución institucional de los diferendos. Es decir, no sólo es un conflicto suscitado por el resultado de una elección; es un conflicto anclado en la existencia de profundas diferencias conceptuales sobre temas básicos para la convivencia colectiva.

 

Décadas de un sistema educativo orientado al control político y de la influencia de educadores que de entrada consideran que el desafío a la ley, el bloqueo de las vías públicas y la protesta violenta son métodos legítimos de lucha política, nos han llevado al momento que estamos viviendo. No menos importante es el legado de la vieja política mexicana que, sobre todo después del 68,  privilegió lo informal y lo ilegal, sobre lo institucional. Es decir, estamos cosechando lo que el viejo sistema político sembró y que el gobierno actual no modificó. No nos sorprendamos ahora por el desprecio a la ley y las instituciones de las que hacen gala los inconformes, ni las premisas de las que parten. Para ellos la ley sirve a los poderosos, las instituciones son represoras y el fraude es flagrante. Paso seguido, un presidente puede ser aclamado y ungido en la plaza pública sin más.

 

Hasta ahora, la estrategia del gobierno federal ha rendido frutos. Algunas de las fechas complicadas del mes de septiembre son salvables con la misma prudencia y disposición con que se ha venido encarando la rijosidad de los protestantes. Pero eso no es cierto para el festejo de la Independencia, pues ahí los actores son otros. La presencia del ejército y la tradición del desfile cambian la ecuación. Es posible que los participantes en el plantón vean en el desfile militar la oportunidad para salir del callejón sin salida al que llegaron con una estrategia que, si bien tenía un inicio obvio, no tiene un final definido.  Pero es igualmente posible que traten de desafiar al ejército, negociar cambios de ruta o buscar soluciones intermedias (por ejemplo, liberar un carril de Reforma y no toda la avenida). Sin embargo, es dudoso que cualquiera de esas “soluciones” fuera satisfactoria para un cuerpo que se precia de su disciplina y objetivos precisos y no de las medias tintas.

 

Lo que los políticos –y la población– han tolerado en estas semanas es probable que no sea tolerable para los militares. Visto así, los riesgos inherentes a una confrontación son enormes y todos los actores deben contemplarlos con claridad. Una cosa es que algunos políticos perciban como aceptable y legítima la protesta callejera, los plantones, el cierre de vías de comunicación (actos que pueden tipificarse como delitos penales) y se hagan de la vista gorda ante la presencia de elementos no institucionales y proclives a la violencia entre el grupo inconforme, y otra cosa es que la sociedad acepte y tolere la posibilidad de una confrontación entre el ejército y los rijosos. Si a lo anterior se agrega que hay elementos radicales dentro de estos grupos que esperan una oportunidad (un muerto por ejemplo) para justificar su movimiento, en las próximas semanas podríamos ver el fin de casi cuatro décadas de esfuerzos por sumar a la izquierda en los procesos institucionales, de los frutos de las sucesivas reformas políticas y de una exitosa candidatura para la presidencia.

 

La lógica del movimiento de protesta es muy clara. Por una parte, es evidente que se ha reconocido, pero no aceptado, que AMLO perdió la elección. Por otro lado, es igualmente evidente que el movimiento ha adquirido una dinámica cuyo objetivo es amenazar con la violencia para intimidar al gobierno (saliente y entrante) y eventualmente tumbarlo o, en su defecto, acumular suficientes fichas para negociar una salida. Es decir, aunque la retórica sigue siendo electoral, el movimiento ha avanzado en dos direcciones paralelas: una maximalista de presión sobre las instituciones, comenzando por el Trife en el momento actual y sobre la presidencia en la siguiente etapa; y otra para ir construyendo una salida que implique, por lo menos, la remoción de cualquier cargo penal sobre sus integrantes.

 

En otras palabras, más allá de la presión que el movimiento ejerce sobre el Tribunal Electoral y del ruido que pudiese causar en las próximas fechas cívicas, la verdadera lucha se enfila hacia el próximo gobierno. El próximo gobierno tendrá que enfrentar el reto con una gran capacidad para sumar, tender puentes y abrir espacios de diálogo, a la vez que despliega habilidad para resolver los impedimentos al crecimiento de la economía que tanto daño nos han causado.

 

Lo ideal sería que de ambas partes, gobierno y movimiento, surgieran voces, en público y/o en privado, que comenzaran a reducir la brecha. Si algo ha demostrado este periodo postelectoral es que el desafío es mucho más profundo, urgente y grave de lo aparente. Más importante, ese desafío no se relaciona con el movimiento mismo o con su fanatismo y estalinismo, sino con la enorme brecha de percepciones y concepciones que evidenció. En tanto no se cierre esa brecha, el jaloneo será permanente. Al mismo tiempo, un sólido avance en materia política, educativa y económica podría transformar la película de hoy en una oportunidad para construir algo mucho mejor que lo que jamás cualquiera antes imaginó..

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Todo cae

Luis Rubio

En política, como en física, todo acaba respondiendo a las leyes de la naturaleza. Aunque la ambición puede prolongar la agonía y dar la impresión de que es posible desafiar a la realidad, ésta acaba imponiéndose tarde o temprano. El movimiento encabezado por López Obrador ha gozado de ventajas excepcionales, pero no sobrenaturales. Ha sabido explotar una gran capacidad de manipulación mediática, utilizar el perfil de víctima que construyó desde la época del desafuero y, sobre todo, sacar enorme provecho del deseo de todas las fuerzas perredistas y sus aliados de no dejar la impresión de un rompimiento interno. En adición a lo anterior, muchos de los más aguerridos aliados y operadores del tabasqueño esperan traducir su apoyo, incluidos los excesos, en una herencia directa para ellos una vez que el movimiento pase a su siguiente etapa. En otras palabras, más que por convicción, la mayoría de los soportes principales del movimiento siguen ahí por un cálculo que, como todos, les puede salir igual bien que mal.

Mucho se ha discutido y escrito sobre el por qué del movimiento de protesta post electoral: que si AMLO nunca esperó perder y no había internalizado la posibilidad; que si en el fondo no es un demócrata y está demostrando ahora su verdadera cara; que si en realidad hubo un fraude (a la moderna o a la antigüita); que si AMLO está dispuesto a cualquier cosa, incluso el extremo de provocar la remoción del gobierno constitucional como ocurrió por su propia mano en Tabasco hace dos décadas (y como ha pasado recientemente, en manos de Evo Morales, en Bolivia). Sea cual fuere la explicación última, queda claro que no estamos viviendo una lucha democrática o por la democracia. Igual de claro es que este movimiento es posible y se mantiene porque, entre sus apoyos, hay muchos que perciben que sus pérdidas serían mayores de abandonarlo en este momento.

Todo esto comenzará a cambiar tan pronto se pronuncie el Tribunal Electoral. Una vez calificada la elección, los distintos integrantes del movimiento comenzarán a proteger y avanzar sus propias posiciones. Esto es obvio para los partidos que se integraron en la coalición electoral, pues sus intereses no coinciden con el devenir de López Obrador, sino con las curules que lograron en la cámara de diputados y el senado; en resumen, nada harán que amenace esos avances fundamentales. Pero el rompimiento necesariamente alcanzará también a las tribus del PRD, donde los cálculos y preocupaciones sobre el futuro no se han hecho esperar. Uno de los ejercicios más serios en este sentido se puede consultar en un documento publicado por el Instituto de Estudios de la Revolución Democrática con fecha del 3 de agosto del 2006 (Dos de julio de 2006: escenarios, alternativas y propuestas para impulsar la transición democrática en México) en el que se analizan los diversos escenarios postelectorales y, aunque se mantiene la ficción del triunfo de su candidato, en realidad se enfoca hacia la siguiente etapa de lucha, posterior al final del actual proceso.

No podía ser de otra manera. Si bien dentro del PRD hay contingentes dispuestos a dar la lucha hasta el final e incluso utilizar medios violentos para lograr su cometido, la mayoría de los perredistas son políticos que han aceptado la institucionalidad y la lucha democrática como valores y objetivos insoslayables. Para esos contingentes, el movimiento encabezado por López Obrador ha significado un retroceso con relación a los avances logrados por el partido para construir su propia legitimidad democrática. El movimiento no sólo ha minado la credibilidad del PRD, sino que ha puesto en primer plano a los contingentes más duros y recalcitrantes, aquellos acostumbrados a la violencia como medio de acción política, y existe el riesgo que ésta sea la imagen fija en la mente del electorado durante los años por venir.

La imagen es importante. Cuando se le preguntó por qué había tan pocos estadistas en el mundo, Napoleón afirmó que para alcanzar el poder es necesario exhibir absoluta mezquindad, algo que cualquiera puede lograr, pero para ejercerlo es necesario mostrar verdadera grandeza y generosidad. Cualquiera que sea la postura que cada ciudadano tenga sobre la elección del dos de julio pasado, nadie puede negar que hemos vivido mucho más la mezquindad que la grandeza. La mezquindad de quienes apoyan de manera pública y activa el movimiento que ha logrado desquiciar a la ciudad de México, incomodar a la población que más decididamente apoyó y votó por el PRD y ahora sólo se pregunta: ¿qué sigue?

Lo que sigue debe ser distinto para la sociedad y el PRD que ha aceptado la institucionalidad, respecto a quienes acaben perseverando en el movimiento iniciado por López Obrador. La sociedad mexicana ha vivido un proceso de polarización política e ideológica (más que social) que ha cimbrado a las instituciones. Antes, la fortaleza estructural de la presidencia permitía corregir el rumbo cuando un presidente se excedía en su retórica o en su actuar; pero la presidencia de hoy ya no cuenta con esos atributos y el actual ocupante no sabría emplearlos aun si los tuviera.

Además de proponer cursos distintos para el desarrollo futuro del país, la contienda pasada sirvió para crear o afianzar nociones de lucha de clases que dejan un halo de incertidumbre en el futuro. Para una parte de la sociedad, aquella que cree que su situación es culpa de los otros, la contienda habrá dejado la certeza de que, efectivamente, esos otros derrotaron un movimiento popular y no quedarán satisfechos con el porvenir. Para aquellos que creen en la necesidad de construir un orden social de convivencia como fundamento de credibilidad para un desarrollo económico efectivo, la contienda dejó mal sabor de boca: algo no está bien en el país y podría fácilmente empeorar. Ambas perspectivas son reales en el México de hoy y, de no matizarse, podrían convertirse en una profecía auto inflingida. Pero ahí también hay una oportunidad.

Las próximas semanas van a ser ricas en definiciones políticas y personales. Será un periodo particularmente arduo y penoso para quienes de manera igual inocente que premeditada, apoyaron una movilización cada vez más dudosa, riesgosa y preocupante. En lugar de repetir la mezquindad del candidato perdedor, la sociedad entera, incluyendo el gobierno y el candidato ganador, deberían exhibir la grandeza que ha estado ausente, darles generosa cabida y aceptar su reintegración en la sociedad institucionalizada, sin rencores.

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Gobierno

Luis Rubio

El país tiene que salir del sótano donde se encuentra metido. La semana pasada, la decisión inicial del TRIFE estableció los parámetros de la siguiente etapa del conflicto postelectoral, pero no cambió los factores de poder con los que tendrá que lidiar el próximo gobierno. Comenzamos la contienda electoral bajo el paradigma de una democracia que entra en un proceso sucesorio y descubrimos que el paradigma operativo es el de una disputa ciega por el poder, a cualquier precio. Resulta cada vez más patente que el futuro del país y del próximo gobierno van de la mano de su habilidad política para sobrellevar la actual crisis y construir una plataforma que rompa con la perversidad de la dinámica política actual. La democracia mexicana tiene problemas fundamentales que deberán ser enfrentados por la próxima administración y más vale que entienda el tamaño del reto con el que inicia.

Para comenzar, el próximo gobierno no tendrá tregua alguna, ni cien días para definir sus prioridades y programa de gobierno. El futuro presidente tendrá que definir su estrategia de gobierno, organizar su gabinete y articular alianzas mucho antes de recibir formalmente la estafeta. Pensar que el tiempo agotará a quienes están disputando la elección es absurdo, sobre todo a la luz del creciente radicalismo que caracteriza al candidato perdedor y a los grupos e intereses que se le están sumando. Esta es una lucha por el poder al margen de las instituciones, que debe ser entendida en ese contexto y contrarrestada en esa cancha, pero también en otras.

La lucha política de las últimas semanas ha cobrado formas que amenazan la estabilidad del país, ponen en jaque la viabilidad del próximo gobierno y, en muchos casos, distan de ser democráticas, pero claramente no hay unanimidad en las filas perredistas en torno a ellas. Al tiempo que evoluciona el movimiento detrás de la disputa, se definen sus propósitos y disciernen las estrategias. Hoy resulta patente que esta lucha por el poder siguió las formas democráticas en un inicio, pero ahora ha adoptado la doble vía del reclamo institucional y la presión no institucional por medio de bloqueos, marchas y movilizaciones.

Los más radicales entre los contingentes perredistas abogan por una estrategia de movilización permanente encaminada a la erosión del poder presidencial y su posterior capitulación, como ocurrió en Ecuador y Bolivia. Pero no todo el PRD está en esa ruta. Dentro del propio PRD existen numerosas perspectivas sobre cómo seguir adelante, lo que abre oportunidades para la convivencia social y política en los próximos años. El peor de todos los mundos consistiría en una cerrazón de ambos campos, cerrazón que no haría sino radicalizar a los radicales y destruir todo vestigio de convivencia democrática y desarrollo político.

El próximo gobierno tendrá que articular una estrategia que no sólo revierta el aguerrido clima de la contienda y del conflicto político posterior a los comicios, sino que deberá, además, ganarse la legitimidad con su actuar cotidiano. La candidatura de López Obrador atrajo a millones de mexicanos que se han rezagado y claman por respuestas concretas; el próximo gobierno tendrá que responder no sólo al reclamo de los políticos que disfrutan las marchas, los plantones y el conflicto, sino también, y sobre todo, al de millones de mexicanos que no ven la suya por falta de oportunidades, capacidades e instrumentos para su desarrollo.

En otras palabras, el próximo gobierno tendrá que actuar en por lo menos dos pistas: la conciliación, el liderazgo y la articulación de una base de apoyo para la trasformación del país en un mundo global; y la reorganización del gobierno y la economía para hacer posible un rápido crecimiento del producto, el empleo y el ingreso. Fracasará igual un gobierno dedicado a satisfacer sus peores instintos partidistas que aquel dedicado exclusivamente a la construcción de acuerdos políticos sin sustancia en términos del desarrollo de la población.

No hay estrategia posible en la actualidad que no pase por el requisito doble (y complementario) de la concordia nacional y el crecimiento económico. Todo lo que proponga el próximo gobierno tendrá que estructurarse dentro de esta dualidad. El problema es cómo aterrizar estos conceptos. La concordia tiene que nacer del diálogo, la negociación y el liderazgo. Una buena convocatoria a la reflexión y el diálogo entre intelectuales, permitiría abrir espacios que hoy no sólo están cerrados, sino que experimentan una polarización mayor a la que se presenta entre los propios políticos. Por lo que toca al gobierno, la concordia tiene que convertirse en estrategia de gobierno reflejada en programas, un discurso incluyente y el nombramiento de los futuros colaboradores. No tendría sentido alguno proponer la concordia para luego acudir a los representantes de las alas duras del partido, en lugar de convocar a personajes con la capacidad de construir puentes, dialogar y desarticular conflictos, es decir, de gobernar.

Independientemente de la viabilidad del proyecto económico o político de López Obrador, no hay la menor duda que su convocatoria tocó fibras sensibles y fue muy atractivo para una amplia porción de la población, seguramente mucho mayor a la que de hecho votó por él. De particular importancia es la polarización social que caracteriza al país (y, en realidad, al mundo), y para la cual no ha habido respuesta gubernamental alguna. Pensar que es posible abandonar el proceso de globalización característico del mundo actual, es claramente absurdo, pero eso no significa que la población deba seguir exponiéndose sin instrumentos a los avatares de la economía o, como dice el dicho, marchar a la guerra sin fusil. La estrategia económica que propuso AMLO era errada, pero no así el problema que diagnosticó.

El país requiere de una transformación cabal. La economía es endeble y no resuelve los problemas de pobreza, desempleo y desazón que experimenta la población. Las estructuras institucionales no responden a las demandas políticas e ignoran los reclamos ciudadanos. Todo esto ha creado una catarsis que, bien conducida, puede crear las condiciones para la transformación que el país requiere y por la que sin duda votó la abrumadora mayoría de la población, así lo haya expresado a través de candidatos distintos. Como dice el proverbio chino, los tiempos de crisis también son tiempos de oportunidades. La clave radica en la manera en que el próximo gobierno comprenda el reto y se organice para enfrentarlo.

 

Platos completos

Luis Rubio

La elección no cambió los problemas de México. Tampoco los agudizó, pero sí los hizo más urgentes y, sobre todo, más obvios. Algunos problemas, sobre todo en el ámbito electoral e institucional, han vuelto a la palestra política y asoman su repugnante cabeza una vez más. Pero estamos hablando de matices. La gran pregunta es si, al final del argüende postelectoral, habrá la visión y capacidad política para llevar a cabo una verdadera transformación institucional y económica.

México necesita romper los platos de la vajilla tradicional, un dictado bíblico, para corregir las barbaridades de nuestra realidad cotidiana. El mexicano enfrenta tantos círculos viciosos que su realidad no es la de un mundo lleno de oportunidades como del que pueden jactarse otras sociedades, sino de un infinito lidiar con burocracias e intereses particulares que coartan la libertad, impiden el desarrollo y reproducen una realidad opresiva, saturada de pobreza y desazón. La nueva realidad política invita a pensar en la oportunidad de entrar de lleno a la modernidad y asumirla con un principio filosófico simple pero fundamental: eliminar obstáculos al desarrollo de las personas. En lugar de reformas a medias e iniciativas que nunca logran su cometido, como fueron las de décadas recientes, es tiempo de entrarle de lleno a una era de cambios integrales que hagan posible el desarrollo.

No se requiere una gran visión sino de un poco de sentido común: las personas responden a los incentivos que enfrentan. Lo que requerimos es un conjunto de incentivos que hagan posible el desarrollo. Ideas como las siguientes, todas ellas de sentido común.

Acabar con la partidocracia: en la última década pasamos del presidencialismo semiautoritario al reino de los partidos. En lugar de que el fin del reino del PRI significara una oportunidad de desarrollo para la ciudadanía, acabamos en un mundo controlado por la burocracia de los partidos. Esto explica en gran medida el fracaso del experimento democratizador y la razón por la cual la población no convirtió a la democracia en una oportunidad productiva. Cualquier reforma fracasará en tanto la soberanía política no pase a manos de los ciudadanos, sobre todo por dos vías: primero, reelección de diputados y senadores y, segundo, flexibilización del régimen de partidos a fin de que cualquier ciudadano pueda crear un partido político. En lugar de regulaciones excesivas, que sea la voluntad de los ciudadanos la que decida el día de la elección: partido que no llegue al umbral mínimo, se muere y ya.

Acabar con el sistema actual de financiamiento de los partidos. La idea de que sea el presupuesto de donde provenga el financiamiento de los partidos es defendible, pero siempre y cuando eso no los haga impermeables a las demandas e intereses ciudadanos, como ocurre ahora. Hemos adoptado los peores vicios del sistema francés y el estadounidense: excesivos montos de financiamiento y demasiada laxitud en los donativos privados. Lo peor es que ese financiamiento ha creado burocracias distantes de la ciudadanía sin el menor interés por avanzar sus intereses y prioridades. Sería mucho mejor emplear esos mismos recursos en programas de combate a la pobreza y a la ignorancia (no lo que hoy llamamos educación, sino algo serio).

Simplificar el pago de los impuestos. Mucho se ha hecho para mejorar la recaudación de impuestos y reducir su tasa. Pero nada se ha trabajado para disminuir el costo por su cumplimiento: haciéndolo fácil menos formas, más sencillas, menos veces al año se elevaría la recaudación y la productividad. Es insultante, además de absurdo, que quienes sostienen a los partidos y políticos tengan, además, que pasar las de Caín para lograrlo.

Enfrentar el problema de criminalidad y convertirlo en prioridad nacional. Hay soluciones al problema de la criminalidad, pero no todos las quieren ver o adoptar, a pesar de que es una prioridad de la ciudadanía. Aunque en la mayoría de los casos el problema es responsabilidad de cada estado, es tiempo de sumar las capacidades estatales y federales.

Eliminar trabas a la creación y desarrollo de empresas. Su persistencia constituye un tapón intolerable al crecimiento económico, una fuente permanente de informalidad, un impedimento a la generación de riqueza y una causa directa de los bajos niveles de productividad factor determinante del empleo y los salarios que caracterizan a la economía. Al eliminar los obstáculos a la formalización de empresas se debe emplear la fuerza pública para acabar con al informalidad. Sin gobierno no hay economía y la informalidad es una muestra de la inexistencia de gobierno.

Abrir la competencia. Monopolios como PEMEX, CFE y Telmex fortalecen a la burocracia, fomentan la existencia de sindicatos poderosos y depredadores y crean empresas y empresarios dedicados a impedir la creación de nuevas empresas. Pero esto hay que hacerlo de manera inteligente y no indiscriminada, con un criterio de productividad y competencia global.

Acabar con la desigualdad: atacarla de una vez por todas, pero no a través de mecanismos milenarios que no tienen ni la menor probabilidad de lograrlo, como los subsidios, transferencias y más burocracia. Mejor hacerlo con instrumentos que fortalezcan las capacidades de la población, lo que pomposamente se llama capital humano, es decir, educación y salud, para que la desigualdad y la pobreza sean erradicadas en una generación. Esto se ha logrado en múltiples países: lo que se requiere no es mucho dinero sino menos ceguera ideológica.

Reducir los impuestos a las empresas: lo que urge es inversión productiva que cree empleos y riqueza para que, en el futuro, los mexicanos podamos gozar de servicios y beneficios tipo europeo. Pero empezar al revés, primero los servicios y los altos impuestos, es una receta que garantiza la pobreza y la inmovilidad. Irlanda es el mejor ejemplo de lo que se puede lograr en muy poco tiempo.

Acabar con los sindicatos corporativos. Se trata de una fuente interminable de abuso que no hace sino mantener la pobreza e impedir la movilidad social. Mejor la democracia.

Utilizar a la infraestructura física como detonador del crecimiento, sobre todo en el sur del país.

Es tiempo de romper algunos platos, no para destruirlo todo, sino para comenzar a construir un país moderno. Crear una base de igualdad de oportunidades, facilitar la entrada de nuevos empresarios e inversionistas y crear un orden político liberal. El potencial es infinito.

 

¿Y ahora qué?

Luis Rubio

El proceso electoral no ha culminado pero sus consecuencias ya se pueden  apreciar. En teoría, y en opinión de innumerables comentaristas, nuestras instituciones eran lo suficientemente fuertes para lidiar con las eventualidades que llegaran a presentarse. En su mayoría, esos comentarios se referían al escenario de un gobierno de AMLO frente a temas críticos de la economía como el TLC, pero son igualmente aplicables a las instituciones electorales, hasta hace unas semanas uno de los verdaderos orgullos de nuestra capacidad de transformación institucional. Independientemente de la forma en que acabe fallando el TRIFE, parece aplicable el aforismo que se atribuye al otrora primer ministro ruso, Viktor Chernomyrdin: “queríamos algo mejor, pero acabó saliendo igual”.

Las instituciones existen para conducir los procesos sociales, canalizar demandas y asegurar que los conflictos políticos no lleguen a la violencia. Uno de los grandes arquitectos en materia institucional partía del principio de que “los hombres no son ángeles y, por tanto, requieren de instituciones para poder convivir”. Si aceptamos este principio, es claro que las nuestras siguen siendo enclenques. Como hemos atestiguado una y otra vez en estas semanas, los individuos no se sienten limitados ni impedidos por las instituciones existentes para salirse de campo de juego y, en esa medida, las instituciones acaban evidenciando su fragilidad. Una institución funcional establece las reglas del juego, actúa como réferi en el proceso y todos los participantes aceptan su legitimidad. En la medida en que un jugador decide desconocer esa legitimidad, la institución pierde y toda la vida institucional del país acaba vulnerada. Lo cierto, en nuestro caso, es que carecemos de capacidad para procesar los conflictos y eso nos pinta como un país políticamente primitivo.

Las sociedades funcionan bien cuando cuentan con instituciones que les permiten dirimir sus diferencias y conflictos sin paralizarse ni llegar a la violencia. Más importante, lo crucial del funcionamiento de una sociedad no radica en la personalidad de las grandes figuras públicas, sino en la efectividad de sus instituciones. Como afirma Guillermo Trejo, “el buen funcionamiento de los gobiernos democráticos no depende de la psicología ni de las convicciones de los gobernantes… El funcionamiento de las democracias es un problema de instituciones efectivas. La cooperación y la eficiencia gubernamental no son producto de virtudes individuales, sino de sistemas de pesos y contrapesos que incentiven el buen funcionamiento de las instituciones estatales”. En este sentido, nuestro problema es que seguimos dependiendo de las grandes personalidades para resolver nuestros problemas, a la vez que padecemos los riesgos de su comportamiento individual.

La dinámica de la contienda electoral era sugerente en sí misma: por un lado se esperaba un salvador y, por el otro, se discutía si las instituciones serían capaces de contener sus peores instintos. Pasada la elección y sumidos en la conflictividad postelectoral, la discusión ha pasado a otros planos: ¿por qué AMLO no se comporta como el Ingeniero Cárdenas en 1988? e, igualmente revelador: ¿quién sería el salvador en caso de un interinato? El punto es que no hemos logrado desarrollar arreglos institucionales que permitan contener las ambiciones humanas. Esas instituciones y arreglos tendrían que garantizar que el gobernante, cualquiera que fuese su personalidad o habilidades, se atiene a las reglas del juego y actúa dentro del estado de derecho. Una buena estructura de incentivos permitiría que el gobernante no sólo actuara dentro de las instituciones, sino que lo hiciera por conveniencia propia. Visto desde esta perspectiva, parece evidente que no sólo no estamos cerca de consolidar el marco institucional, sino que este proceso electoral nos ha echado para atrás.

Es tiempo de volver a los orígenes, revisar por qué estamos atorados y comenzar la construcción institucional que, bien a bien, nunca se consolidó. Comencemos por el principio, por la motivación original de las reformas que se emprendieron en los 80 y 90 y los remiendos que siguieron. En los 80 se emprendieron una serie de reformas económicas a partir de la capacidad del gobierno de imponer su agenda. No tengo la menor duda de que el objetivo era transformar la economía para elevar la tasa de crecimiento y, por ese camino, resolver problemas tanto inmediatos como ancestrales. Desafortunadamente, el objetivo ulterior no era igual de altruista, pues perseguía mantener incólume el statu quo político, lo cual sin duda empañó muchas de las decisiones en el ámbito económico. Sin embargo, independientemente del objetivo planteado, la realidad le jugó un mal partido a los gobiernos reformadores. Esas reformas erosionaron la capacidad de acción del gobierno y no fueron suficientemente integrales como para transformar la economía. Nos quedamos a la mitad del río, padeciendo la tiranía de reformas incompletas e insuficientes.

Peor: nos quedamos con un marco institucional obsoleto (concebido para un sistema presidencialista) que no responde a las necesidades de una economía competitiva o una sociedad demandante y plural. Y es ahí cuando comenzaron los remiendos. Se actuó en respuesta a problemas específicos pero no se renovó el marco institucional de manera integral. En algunas instancias, notablemente en las electorales y la Suprema Corte, se dio una renovación completa y se les ajustó lo necesario para que sirvieran de anclas para el funcionamiento del país en general. Pero no se le pueden pedir peras al olmo. El país cuenta con algunas instituciones excepcionales dentro de un marco general signado por la debilidad institucional. En sentido contrario a lo que se procuró en los 80 y 90, debemos pensar menos en lo que hay que preservar que en lo que debemos construir con una mira de largo plazo.

Rusia en los ochenta intentó un camino distinto al nuestro: transformar las instituciones políticas para hacer posible una renovación económica. Al final acabó reventando el monopolio del poder, pero sin crear las instituciones que administraran el resultado. En cambio, luego de la remoción de Soeharto en Indonesia, el presidente Habibie se dedicó a crear un marco institucional que hiciera posible una transformación económica y política. El tiempo dirá si alguno de esos experimentos funciona, pero más vale que nos pongamos a trabajar si no queremos que, como decía Chernomyrdin, todo nos siga saliendo igual.

www.cidac.org

Tolerancia

Luis Rubio

Las elecciones son el medio para que un candidato acceda al poder, no son un fin en sí mismo. El poder, el gobierno, es el medio a través del cual se conduce el proceso de desarrollo de una sociedad. Para que sea posible llevar a cabo esa función de conducción y desarrollo es imperativo que toda la sociedad sea parte del mismo y ahí yace la razón elemental por la cual es imperativa la tolerancia hacia las diferencias, no sólo las que arrojó el proceso postelectoral, sino sobre todo las que se evidenciaron a lo largo de las campañas por la presidencia. Lo que hoy estamos viviendo es un proceso de desgaste que se retroalimenta y no contribuye a crear condiciones para lograr el desarrollo. Por ello es tan importante cambiar los términos de la disputa actual.

La disputa actual está caracterizada por círculos viciosos. Desde la campaña, dominó la noción de que se trataba de una contienda entre la izquierda y la derecha, cuando en realidad éstas son meras etiquetas para ponerle nombres distintos a un mismo proceso. Este es un primer círculo vicioso del que no hemos salido: ni es cierto que se trataba de dos posturas antagónicas en el eje derecha-izquierda, ni existe un Estado capaz de imponer un camino único para el devenir social como hace tres o cuatro décadas.

Otro círculo vicioso ha surgido del empecinamiento falaz del recuento general o la ilegalidad del recuento. Una falacia lleva a la otra: ciertamente, un fraude generalizado como el que plantea el candidato del PRD es imposible (además de que, si fuera cierto, el PRD no tendría hoy 60% más escaños en la Cámara de Diputados y el Senado), pero igualmente cierto es que el TRIFE tiene amplias facultades para decidir en materia electoral. No hay racionalidad para el empecinamiento sobre temas que no son lógicos y sobre los cuales el Tribunal puede y debe decidir. Ambas partes en esta disputa han caído en círculos viciosos que los (nos) tienen empantanados.

La noción de un recuento general choca con toda la lógica de un proceso tan estructurado y consolidado como el que hoy existe en el país. La mera idea de que alguien pudiera urdir un fraude generalizado en el que participaron no sólo los funcionarios del IFE, sino toda la estructura ciudadana que sustenta el proceso e incluso los representantes de los partidos en cada casilla, constituye una afronta no sólo a la legalidad, sino a la respetabilidad de todos los que participaron en el proceso: desde los votantes hasta los ciudadanos responsables de los centros de votación.

Nadie razonable en el México de hoy puede creer en un fraude generalizado. Pero igual de chocante es pensar que los resultados arrojados el día de la elección por un sistema diseñado para compensar las desconfianzas del pasado no puedan ser revisados. El fraude no es un argumento razonable, pero se apuntala y adquiere credibilidad por el dogmatismo del lado contrario. Mejor disminuir las tensiones y dejar que sea el tribunal, en un entorno menos rijoso y más propicio para una decisión saludablemente judicial y no política, quien tenga la última palabra.

Todos los partidos políticos, igual los que ganaron y los que perdieron, enfrentan profundas contradicciones internas. El PRD es quizá el caso más patético: fue, con mucho, el partido que más ganó y, sin embargo, el que más dificultades encuentra para procesar su victoria. Ningún partido experimentó los avances legislativos que logró el PRD, pero su militancia está poniendo en entredicho la posibilidad de consolidar esa victoria para ganar en la próxima contienda presidencial. Pero también es comprensible la lógica interna del PRD, pues el partido está operando, porque así se ha conformado el entorno político y porque así conviene a su candidato (y ambos asuntos se retroalimentan), en un contexto de aislamiento: mientras sus integrantes se sientan más aislados, mayor su sensación de encontrarse amenazados y, por lo tanto, menos dispuestos a resolver las contradicciones internas. En tanto persista esa sensación de amenaza externa, será posible que se mantenga el absurdo de la demanda dual, lógicamente incompatible, del recuento y la anulación, conceptos obviamente excluyentes pero que, por alguna extraña razón, los perredistas aceptan como compatibles.

Al PRI, por su parte, le encantaría enfrentar los dilemas que tiene frente a sí un partido en ascenso como el PRD. El gran perdedor de la contienda, el PRI, tiene que comenzar la reforma interna que no emprendió luego de su derrota en el 2000. A diferencia del PRD y del PAN, las contradicciones que enfrentan los priístas son mucho más obvias y tajantes: la pregunta para ellos es si serán capaces de remontar sus diferencias internas en aras de recuperar el poder o si se dejarán consumir por sus rivalidades históricas (de hecho, de origen) ya sin el poder, hasta acabar en la más absoluta irrelevancia. Lo irónico de la situación, es que el PRI posee la mejor y más efectiva estructura territorial y eso tiene un enorme valor económico y político; pero también es cierto que un partido con una diversidad tan grande de intereses y grupos (producto de su historia y la del país) sería el que más se beneficiaría de una reorganización general del sistema de partidos.

Las contradicciones más absurdas son sin duda las del PAN. El partido presuntamente ganador en la contienda presidencial enfrenta las contradicciones propias de un partido demócrata cristiano que nunca abandonó los rasgos de la derecha anterior a la segunda guerra mundial, periodo en el que se formó. A diferencia de sus contrapartes europeos, que no tuvieron más remedio que transformarse, el PAN sigue siendo una extraña mezcla de modernidad y anquilosamiento reaccionario. La pregunta es cuál de las dos corrientes dominará en los forcejeos internos.

Todas estas contradicciones son producto del pasado. La política mexicana no ha sido capaz de cerrar el ciclo político del autoritarismo y dejar atrás sus características y modos de funcionar. Lo que estamos viviendo es la consecuencia de una transición política confusa, no conducida ni concluida. Nuestro proceso político se parece más al juego de Juan Pirulero donde cada quien atiende a su juego antes que a una democracia en ciernes que aspira al desarrollo, definido éste en todas sus dimensiones.

Nada de ese desarrollo será posible mientras los perredistas sean incapaces de moderar sus procesos internos, los priístas renovarse y los panistas modernizarse. Un poco de tolerancia podría comenzar a encauzar estos procesos necesarios, pero el tiempo para esto no es ilimitado.

 

Tiempo extra

Luis Rubio

Pudo haber quedado satisfecho con los tiempos extra, pero decidió irse directo a los penales. El problema con ese modo de proceder es que el camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones. Imposible pronosticar cómo actuará el Tribunal Electoral, mas es claro que tomará una decisión en un entorno extremadamente politizado y bajo la enorme presión del candidato que está impugnando la elección, pero no sólo de él, también de los más de 40 millones de votantes que participaron en la elección, 65% de los cuales optaron por un candidato distinto. Por ello, al margen de las intenciones, la decisión de López Obrador de disputar el resultado oficial de las elecciones del 2 de julio pasado lo pinta de cuerpo entero. Será la segunda ocasión en que comete un error garrafal.

El sistema electoral que nos rige es de las pocas instituciones excepcionalmente bien estructuradas en el país. Las instituciones que lo integran cuentan con mecanismos de revisión y supervisión que garantizan la conducta profesional de sus integrantes y aseguran la equidad de cada elección. Como pudimos apreciar en las últimas semanas, el IFE sólo administra la elección y oficializa el resultado, pero es el Tribunal quien declara el ganador. Se trata de un mecanismo de pesos y contrapesos único en un entorno en el que las instituciones públicas suelen contar con facultades excesivas, al extremo de la arbitrariedad. No es el caso del sistema electoral, en el que todo fue diseñado para compensar la extraordinaria desconfianza histórica que lo originó.

El mecanismo electoral no sólo prevé las impugnaciones, sino que las convierte en un componente integral del proceso. Todo candidato, ganador o perdedor, tiene consagrado su derecho a impugnar el resultado y a recibir un trato justo por parte del Tribunal. Hasta ahí, el candidato perdedor no sólo tiene derecho, sino la obligación con quienes votaron por él de exigir garantías de que todos los votos cuenten y sean contados. Pero una vez rebasado ese umbral, se abandona el marco de lo institucional y se entra en el terreno de la política. Es decir, se violenta el principio elemental de cualquier democracia en el que sólo los electores deciden, a través de su voto individual, quién los gobernará. Se entra a la contienda bajo las reglas existentes y se participa de principio a fin bajo las mismas. Esto es un presupuesto básico del juego democrático.

AMLO ha decidido impugnar por el lado institucional, pero desafiar al mismo tiempo la legitimidad de las instituciones. Acompaña ese desafío con la amenaza de violencia y la movilización política, el cierre de vías de comunicación y otros actos de intimidación. Esta manera de actuar implica adentrarse en el plano de la lucha política no institucional. Ese paso tiene consecuencias y, desde mi perspectiva, constituye un grave error porque revive la asociación entre la izquierda y la violencia y su rechazo a las instituciones. De esta manera, posterga, una vez más, su posibilidad de acceder al poder por la vía electoral. Las consecuencias de romper con la institucionalidad son inconmensurables.

No es la primera vez que AMLO comete un error de trascendencia. De hecho, no tengo la menor duda que tenía todo para ganar y que en décadas no habíamos tenido un candidato con su capacidad de cautivar al electorado. A lo largo de sus años al frente del gobierno del DF, AMLO construyó su candidatura con diligencia, habilidad y determinación. Su presencia, la forma deliberada de comunicarse y la visibilidad de sus proyectos de infraestructura proyectaron la imagen del hombre fuerte del mito histórico, el que asociaba a Juárez con la identidad nacional. Atrajo a millones de mexicanos que añoran soluciones y se sienten desamparados ante un gobierno ineficaz, incapacitado para actuar. Prometía soluciones que eran fáciles de entender y con las cuáles era fácil sentirse identificado. No cabe la menor duda que tocó un nervio profundo y no sólo de quienes votaron por él. De haber tenido una buena oferta económica habría arrasado.

Y ese es el punto nodal, su primer y catastrófico error. AMLO entendió que la población vive momentos difíciles e inciertos. La economía del país no es mala, pero tampoco resuelve los problemas del mexicano de a pie, como se le ha llamado. La globalización económica es un hecho ineludible, pero no hemos sido particularmente diestros para aprovecharla o, al menos, para atajar sus peores manifestaciones. El mexicano promedio experimenta temores respecto a su futuro y el de sus hijos, a la vez que observa los excesos verbales y de comportamiento de quienes sí se han beneficiado. En su reclamo por la injusticia y desigualdad que vive el mexicano prototípico, AMLO no sólo sumó a los pobres y, sobre todo, a las clases medias urbanas, sino incluso a muchos de los mexicanos más prominentes que también comparten temores similares. AMLO tenía todo para ganar, excepto una buena propuesta económica.

AMLO se derrotó a sí mismo al no contar con una respuesta factible y razonable frente a las dificultades que sufre el país. Su diagnóstico era impecable y formidable su capacidad para construir una base política, pero su propuesta de solución no era más que un retorno a lo que ya habíamos vivido décadas atrás: meter la cabeza en la arena y pretender que podemos abstraernos del mundo. AMLO no contó con dos factores clave de la realidad nacional: uno, que la población sí recuerda las crisis económicas y los tiempos inflacionarios y no quiere más de eso. Aunque en el discurso sonara atractivo, suponer que un conjunto de programas de gasto y subsidios, aunados a una retórica de confrontación social, iban a resolver los problemas del país, llevó a que muchos de sus potenciales votantes concluyeran: esta película ya la viví. Los electores resultaron ser más cautos de lo que AMLO especuló.

El otro factor que derrotó a AMLO fue la información con que cuenta la población y le decía algo muy distinto a lo que estaba escuchando de la boca del candidato. Los millones de mexicanos residentes en el extranjero no sólo mandan remesas, sino ideas y lecturas de la realidad. La globalización es un hecho y México tiene que prepararse para ser un país ganador en esas ligas. Lo que derrotó a AMLO no fue su diagnóstico, sino su visión de México como una nación tan excepcional que puede ignorar al resto del mundo.

Si la izquierda quiere triunfar, tendrá que jugar dentro de las reglas y desarrollar una propuesta idónea, compatible con el mundo que vivimos, así como ofrecer algo más que una visión ideológica priísta y trasnochada.

 

Contraposiciones

Luis Rubio

La contienda electoral que comenzó a concluir esta semana mostró muchas caras de la vida nacional. Evidenció problemas y anhelos, percepciones y expectativas, pero sobre todo el comportamiento de actores clave bajo presión. Aunque en una democracia la diferencia en el resultado es un voto y todos los que entran a competir saben (o deberían saber) que pueden perder, la mexicana sigue siendo una democracia al menos peculiar. Aquí no se gana hasta que se negocia ni se pierde hasta que se intenta una extorsión. Nuestra democracia es peculiar, pero los contrastes que arroja debieran ser preocupación de todos.

Paradojas: en algunos casos, como en el de los senadores, la contienda realmente no importa porque ganadores y perdedores acaban de brothers, sentados hombro con hombro en recinto legislativo.

El diagnóstico: aunque no ganó, el personaje de esta contienda fue sin duda AMLO. Fue su agenda la que dominó la contienda y fueron las carencias y ausencias que existen en el país que él identificó como móviles electorales y convirtió en una nueva realidad política las que son ahora factor ineludible de la agenda del próximo gobierno. Nadie puede ahora ignorar las dificultades que experimenta un pequeño empresario cuando se enfrenta a la burocracia o a los bancos o las de un campesino que tiene que lidiar con caciques, burócratas y la cara brutal de la pobreza. Pero 65% de la ciudadanía no aceptó la pretensión de que se puede resolver el problema ignorando al resto del mundo. Esto no es menor. Calderón tendrá la responsabilidad de conciliar las dos cosas: atender la agenda de rezagos internos y acelerar la integración del país a la economía global.

El statu quo: si algo hizo evidente esta contienda es que el statu quo es insostenible. El país tiene que cambiar para poder disfrutar los beneficios de la globalización. Aunque ha habido importantes reformas en las últimas dos décadas, todos los intereses creados sindicales, burocráticos, privados- han hecho hasta lo indecible por preservar una forma de impedir, producir, distribuir y controlar que es incompatible con las necesidades y demandas de una sociedad que aspira a mejorar. El resentimiento social que afloró en esta contienda tiene que ser canalizado y convertido en energía transformadora para el crecimiento.

Dos IFES: la elección mostró marcados contrastes entre la excepcional capacidad del IFE como entidad organizadora de los procesos electorales para cubrir el territorio nacional y proveer resultados confiables en cuestión de horas, y el consejo ciudadano del IFE, un cuerpo que no entendió la trascendencia de su función. En lugar de remontar los vicios de origen del actual consejo del IFE, sus miembros los asumieron como suyos y así se desempeñó: timorato y corto de visión. En lugar de ser promotor de la democracia, el árbitro acabó convirtiéndose en censor de partidos, candidatos y asociaciones privadas, rechazando el principio obvio de que son los ciudadanos, no los políticos, quienes encarnan la soberanía. Son los políticos quienes tienen que ganarse la confianza del ciudadano y no al revés. Con todo, los ciudadanos acabamos contando con una institución ejemplar, capaz de darle una oportunidad a todo el mexicano que quiera votar, hacerlo de una manera profesional y asegurar que los votos cuenten y se cuenten de una manera transparente.

País dividido: en sus resultados, la elección mostró a un país dividido de muchas maneras: norte y sur; personas vinculadas al comercio exterior y personas dependientes de la venia gubernamental; ciudadanos atrapados en vericuetos burocráticos y otros demandando soluciones; personas que prefieren valerse por sí mismas frente a otras que esperan que el gobierno les resuelva sus problemas. Un país dividido de muchas maneras, en el que nadie tiene mayoría absoluta, pero capaz de arrojar un voto consciente y cuidadoso, como ilustra la enorme magnitud del voto diferenciado. La mexicana se está volviendo una sociedad cada vez más sofisticada y capaz de hacer valer sus prioridades. Nadie debe suponer incapacidad de discernir.

Impugnaciones: finalizada la jornada electoral, el país observó situaciones nunca antes vistas. Un IFE que no contaba con la información definitiva para calificar el resultado (pero sí con un convincente informe del comité técnico que no publicó); un candidato que decide madrugar (ese verbo tan mexicano) para intentar cambiar el resultado del voto ciudadano; otro que lo sigue sin sentido ni explicación y un tercero que sabe que no ganó pero que siempre estará a disposición para negociar el resultado, como si siguiéramos viviendo en los setenta. Aunque se trata de un proceso ejemplar, ahora resulta que no todos los actores juegan bajo las mismas reglas. La democracia funciona sólo si me lleva al poder y si no no es democracia. No se requiere tener razón para impugnar; lo único importante es llegar al poder con o sin el voto ciudadano. Ciertamente es legítimo defender cada voto, pero en su rijosidad el PRD está justificando los temores que le tiene buena parte de la población por su falta institucionalidad y respeto a las reglas del juego. Las impugnaciones son legítimas para corregir errores, más no para forzar un cambio en el resultado de una elección.

Ciudadanos y Presidente: al final de cuentas, con todos los miles de millones que cuesta el aparato electoral y las campañas presidenciales, la legitimidad de la elección no se resuelve por el reconocimiento de los perdedores, sino que acaba dependiendo de la sensatez de la ciudadanía y la seriedad de actores que no compitieron, como los gobernadores. El presidente no entendió que en un país con tan poca y tan disputada historia electoral su función era la de jefe de Estado y no la de miembro de un partido, por lo que acabó alienado del proceso, condenado a ser marginal en el momento más álgido y crucial de su sexenio.

Encuestas y elecciones: el número de encuestadores parece ser inversamente proporcional a su falta de tino. Ahora tenemos un analista político en cada encuestador, pero no un conjunto de números más certero.

Instituciones y candidatos: en la democracia los ciudadanos deciden con su voto y los políticos acatan el veredicto del electorado, les guste o no el resultado. Nuestros políticos han demostrado poca capacidad de atenerse a esta premisa fundamental de la democracia. En lugar de cortejar el favor ciudadano, se dedican a exacerbar las tensiones y los conflictos.

En la estructura del IFE tenemos una institución ejemplar y de lujo que debería ser orgullo nacional. En nuestros políticos seguimos siendo un país bananero.