Parlamentarismo

Luis Rubio

Está de moda la idea de transformar el sistema político, abandonar nuestra tradición presidencialista y construir un sistema semiparlamentario que, en palabras de sus promotores, reconozca la nueva correlación de fuerzas en el país. Y, sin duda, para cualquiera que observe los cambios en la relación ejecutivo-legislativo a partir de 1997, cuando el PRI perdió la mayoría legislativa, es evidente que ese cambio en la correlación de fuerzas ha vuelto disfuncionales las estructuras institucionales existentes. La falta de avances legislativos en temas clave para el país, ilustra la urgencia de replantear las formas y estructuras que guían la actividad política del país.

Pero la urgencia suele ser mala consejera. Transitar de una presidencia todopoderosa a una creciente descentralización del poder, ha tenido la enorme virtud de evitar el tipo de abusos y excesos propios de la inexistencia de pesos y contrapesos efectivos. A diferencia del pasado, entidades como el poder legislativo y la Suprema Corte han evitado en estos años que la presidencia logre que se aprueben iniciativas inadecuadas sin más. Pero lo contrario también es cierto: de una presidencia excedida y excesiva pasamos a un sistema disfuncional que no favorece la discusión analítica y seria de los temas. Del sí absoluto pasamos, en el sexenio foxista, al no igualmente absoluto. Ninguno de los dos es aceptable. Y el riesgo es que, en lugar de disminuirla, acabemos institucionalizando la parálisis.

Se han presentado muchas propuestas para corregir esta situación. Algunas son fundacionales toda vez que se pronuncian por tirar a la basura todo lo existente y comenzar de nuevo, pero la mayoría se centra en cambios fundamentales sobre todo en cuanto al poder del congreso. Muchas proponen una nueva constitución y un sistema parlamentario con una presidencia relativamente débil, etcétera. El principal problema reside en que toda la discusión se concentra en el poder del legislativo, pero nadie está dispuesto a desafiar el poder de los partidos ni mucho menos a convertir al ciudadano, esencia de la democracia, en el punto focal del sistema.

El poder de la vieja presidencia disminuyó cuando desapareció el monopolio del poder de un partido tanto en el poder ejecutivo como en el legislativo, pero sobre todo cuando se dio el divorcio entre el PRI y la presidencia. Sin el partido integrador y dedicado al control político, la presidencia perdió su capacidad de imponer sus preferencias y prioridades. A su vez, el poder migró hacia los gobernadores, pero sobre todo a los partidos políticos. En el pasado, cuando un individuo aspiraba a desarrollar una carrera política sabía que su apuesta residía en cortejar al presidente a través de su disciplina y lealtad (léase sumisión). En la actualidad, ese mismo individuo tiene que servir a los intereses de su gobernador o del liderazgo de su partido. Aunque las cosas han cambiado, el sistema es más democrático sólo en cuanto a que hay más fuentes de poder en competencia, pero no respecto a una mayor representación de la ciudadanía. Peor, la dispersión del poder que hemos observado no ha resuelto los problemas del país y ha hecho mucho más difícil su solución. El viejo presidencialismo tenía muchos defectos, pero cuando actuaba de manera adecuada podía lograr avances de consideración. Hoy sólo vamos hacia atrás.

La pregunta es cómo avanzar. Pretender construir un sistema semiparlamentario es vivir en la negación. Con los desacuerdos que caracterizan a los partidos, la creación de un primer ministro o figura equivalente no haría sino crear un nuevo factor de inestabilidad permanente. Como en la cuarta república francesa, el gobierno caería cada vez que un líder partidista se levantara de mal humor. Basta observar cualquier sesión del poder legislativo en los años recientes para reconocer que el consenso y la responsabilidad no forman parte de nuestras fortalezas. Quizá sería mejor comenzar por cambios pequeños que resuelvan problemas específicos en lugar de emprender grandes transformaciones que no harían sino modificar la naturaleza del problema sin resolverlo.

Ciertamente, los políticos mexicanos son afectos a las grandes transformaciones. ¿Para qué corregir problemas específicos cuando se puede cambiar el sistema, castigar enemigos y replantear toda la estructura política de un plumazo? Si bien no tengo la menor duda de que la motivación de quienes propugnan por una reforma sustantiva es benigna, el país ha sufrido tantos cambios inconclusos y muchas veces inadecuados que una gran transformación podría surtir un efecto contrario al esperado. Quizá más importante, no podemos impulsar una gran transformación sin determinar antes el objetivo real, profundo y fundamental de dicha transformación. Y ahí es donde entran en colisión las propuestas con los proponentes.

Independientemente de su contenido, las propuestas de reforma se pueden dividir en dos grandes campos: aquellos que plantean cambios desde una perspectiva técnica y, en todo caso, desinteresada, y aquellas que no tienen más objetivo que, como se dice coloquialmente, disfrazar a la mona, es decir, cambiarlo todo para que todo siga igual, para que nada cambie. No cabe la menor duda que tras el activismo que acompaña a la reforma institucional yace el objetivo de fortalecer a los partidos políticos como el factor soberano de nuestro sistema político. De lo contrario, que alguien explique la increíble propuesta de castigar el llamado trapecismo político.

El México de hoy vive la contradicción de un sistema político presidencial con disciplina de partido, es decir, una extraña mezcla del sistema presidencial estadounidense con el parlamentarismo europeo. Esa combinación fatal ha producido el impasse actual, que no podrá combatirse debidamente a menos que cambie alguna de las dos instituciones. La propuesta más frecuente plantea fortalecer al legislativo con miras de doblegar a la presidencia. A falta de una disposición para construir una verdadera democracia representativa, quizá sería mejor encontrar formas de romper el impasse sin cambiar el equilibrio general, es decir, buscar la manera de hacer funcional el sistema actual y aguardar tiempos mejores para llevar a cabo la fundación de esa democracia anhelada.

El problema esencial hoy por hoy es la falta de pesos y contrapesos. Hay capacidad de bloqueo pero no equilibrio. ¿Por qué no comenzamos por algo sencillo?: una ley guillotina que obligue al poder legislativo a responder ante iniciativas del ejecutivo o ver la iniciativa aprobada por default. Por algún lugar hay que comenzar.

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Reformar

 Luis Rubio

Reformar implica cambiar el statu quo y, por lo tanto, entraña la inevitable afectación de intereses. Esa circunstancia crea el contexto en el que se disputa cualquier tipo de reforma en una sociedad, igual en la economía que en la política: quienes suponen que van a perder se oponen y quienes esperan ganar apoyan. En esto no hay nada novedoso; sin embargo, cualquier reforma cuyo objetivo no sea meramente afectar intereses, se traduciría en una mejoría generalizada que acabaría por elevar las oportunidades del conjunto de la sociedad. Es decir, para cualquiera que desea ver más allá de sus intereses próximos, reformar implica oportunidades y posibilidades para todos. Afortunadamente, y a pesar de los avatares cotidianos, ese parece ser el tono del debate dentro del legislativo.

Todas las fracciones parlamentarias han comenzado a presentar sus respectivas agendas y ha habido contacto y negociaciones entre el ejecutivo y los partidos en temas tan variados como el fiscal, el energético e incluso han avanzado en crear un marco para negociar lo que se ha dado en llamar reforma del Estado. Evidentemente, cada parte involucrada en este proceso tiene posturas, objetivos e intereses distintos, pero lo sorprendente es que, al menos a nivel declarativo, los objetivos en muchas de estas áreas son cada vez menos distantes. Más allá de la retórica, es evidente que el establishment político reconoce que, tras una década infructuosa, los costos de no actuar son mucho mayores que los que se derivan de afectar intereses de corto plazo.

¿Estamos frente a un escenario que debe inducir nuestro optimismo? Sin duda, el hecho de que se discuta de manera abierta y más o menos analítica la necesidad de atacar problemas fundamentales (pensemos en el tema del petróleo como ejemplo) representa un cambio fundamental respecto al pasado. No menos importante es la presencia del PRD en las discusiones y su deseo de contribuir en el proceso. Aunque es reprobable la forma en que el PRI intenta seducir al PRD (a través del embate contra el consejo del IFE) para que participe en las diversas reformas, el fondo del tema es el mismo: todo mundo reconoce la necesidad de actuar y muchas de las danzas que observamos no son sino formas de enfrentar los dogmas partidistas para liberar a cada grupo político de sus demonios y hacer posible su activa participación en el proceso.

Todo ello sugeriría que hay buenas razones para ser optimistas sobre el futuro y por esa razón sería bueno reconocer los riesgos inherentes a lo que hoy estamos viviendo, porque no es un proceso muy distinto, aunque los actores sí lo sean, al que experimentamos hace casi dos décadas. Trazadas las grandes líneas y los grandes proyectos, viene la etapa del aterrizaje en la vida real y ahí comienzan los problemas.

Por un lado, los grandes objetivos esconden el hecho de que para llegar ahí es necesario afectar intereses; aunque esto es evidente en concepto, eso no hace más susceptibles a esos intereses para apoyar el proceso. Por otro lado, los grandes planes tienen la virtud de que invitan a sumarse, participar y gozar del esplendor que inevitablemente caracteriza a la retórica florida (como vimos esta semana), pero una vez metidos en los detalles, tienden a ganar los deseos sobre las realidades, las preferencias sobre la dinámica económica y política y el voluntarismo sobre la furia de los mercados y de los intereses particulares de cualquier naturaleza.

Hace dos décadas, los gobiernos reformadores trajeron una nueva visión del mundo, una ambiciosa propuesta de reforma y transformación. Avanzando poco a poco, lograron envolver a la población en su optimismo y sentaron las bases de una nueva realidad política y económica. Si bien no tengo la menor duda de que México está mejor hoy de lo que hubiera estado de haberse seguido una ruta alternativa (entonces o más recientemente), nadie con la mínima sensatez puede echar las campanas al vuelo y pensar que hemos resuelto nuestros problemas fundamentales. Tenemos una mejor plataforma para el crecimiento de la economía, pero ésta no ha crecido a los ritmos que sería necesario para enfrentar esos problemas, ni hemos llevado a cabo el tipo de transformaciones que haría posible la construcción de una sociedad menos desigual en la que todo habitante tenga la misma oportunidad de desarrollarse.

Como los gobiernos de entonces, los partidos y legisladores de hoy traen proyectos ambiciosos y planteamientos razonables y atractivos. Y por eso debemos ser cautelosos, porque no hay nada en esa retórica que sugiera que poseen una mejor comprensión de los intereses que enfrentarán o de la complejidad de los mercados políticos y económicos que tendrán que procesar las reformas y llevarlas a la práctica en los lugares más recónditos del país. El riesgo hoy, como antes, es que, en la feria de los grandes planes, se pierda de vista el hecho de que lo que modifiquen los legisladores impactará la forma de decidir de millones de ciudadanos, quienes actuarán de acuerdo a los dictados de su mundo individual, sin reparar en el altruismo de quienes impulsaron las reformas.

Suena muy bien la idea de resolver los problemas de PEMEX, pues todo mundo sabe que el petróleo es central, al menos en términos financieros, y sigue esperando que algún día se materialice la promesa de convertir a esa industria en un pilar del desarrollo económico. Todo eso es lógico, pero suponer que los mexicanos (o, para el caso, los extranjeros) meterán un centavo de sus ahorros en una industria dominada por intereses sindicales y burocráticos sin control de la toma de decisiones, significa vivir en la negación. Lo mismo es cierto para el consejo del IFE: sin duda, el actual dejó mucho que desear en las elecciones pasadas, pero se le están cargando culpas de las que todo mundo sabe no es responsable. Muchos legisladores suponen que no pasa nada si se cambia al IFE: deberían pensarlo dos veces porque el mexicano de a pie verá en su actuar la solidez de las instituciones y actuará en consecuencia.

A final de cuentas, las reformas que vengan dependerán de la responsabilidad de los legisladores. No hay manera física ni conceptual de obligar a toda una población a hacer lo que un político quiere, ni se pueden diseñar reglas para toda contingencia. En lugar de grandes planes, nuestros legisladores nos harían (y se harían a sí mismos) un gran favor si generan un entorno que permita que todos los mexicanos actuemos de manera responsable. Podrían comenzar ellos mismos en el congreso reconociendo la naturaleza humana y actuando de manera congruente con esa circunstancia.

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Hacia dónde va el PRI

Luis Rubio

Cuando las expectativas son abismalmente bajas, cualquier noticia promisoria se traduce en una agradable sorpresa. En un país de altibajos y claroscuros como el nuestro, personas y circunstancias pueden, de repente, aparecer como una luz. El presidente Calderón pudo cambiar percepciones con sólo meter en la cárcel a un delincuente común oaxaqueño, es decir, al simplemente cumplir con su obligación legal y política. Con suerte y todo el sexenio se va construyendo con pequeños pasos que acaben transformando al país. ¿Podrá el PRI lograr una hazaña similar?

El PRI es la principal fuerza política del país, la única con una amplia presencia nacional y la que agrupa a los políticos más experimentados y con mayor sentido político. El control que ejerce sobre estados y municipios no es el de antaño, pero sigue siendo una fuerza arrolladora en muchos congresos estatales y, en general, en la política nacional. Comparar su relevancia con el pasado es un tanto absurdo puesto que en épocas anteriores el PRI era el sistema. Ahora, en un entorno de competencia, el PRI ha sido capaz de mantenerse como una fuerza todavía relevante en términos numéricos, pero determinante en términos políticos. Dicho todo eso, no es obvio que el PRI tenga futuro.

Pasada la elección presidencial de julio pasado, las encuestas revelaron que las preferencias del electorado por el PRI estaban por los suelos: había pasado a ser la tercera fuerza y al menos un estudio de opinión lo colocaba como la cuarta fuerza política a nivel nacional. Evidentemente, las encuestas, como una fotografía instantánea, no revelan más que un estado de ánimo que, por definición, es momentáneo. Las percepciones sobre el PRI se fundamentan, además de en la historia, en la naturaleza de la contienda presidencial más reciente, proceso electoral dominado por los candidatos de los otros dos partidos grandes. Algunos argumentan que el problema fue su candidato, otros que, de hecho, como en 1988, ya había otro candidato del PRI. Sea como fuere, hay dos elementos que los priístas tienen que contemplar para su futuro: primero, que no es fácil que un partido que gozó del monopolio del poder retorne a él y menos tan rápido. Para botón de muestra baste observar a España y Chile: toma tiempo, no hay garantías y todo depende de su capacidad de renovación. El otro elemento es que cada contienda es distinta y su dinámica responde a factores que nadie puede controlar de antemano.

Supongamos, para fines de análisis, que los números expresados en las encuestas reflejan la naturaleza de la contienda más reciente y no el sentimiento de la población por este partido. Es decir, supongamos que el PRI tuvo una mala tarde pero que, en otras circunstancias, podría seguir acaparando alrededor de una tercera parte de las preferencias electorales y, como en toda contienda política, un buen candidato en un buen momento puede conducir a un triunfo. En otras palabras, supongamos que hay plena normalidad política (donde cualquiera puede ganar la presidencia) y que el voto llamado “estratégico”, definido como antipriísta por antonomasia, tiende a erosionarse con el tiempo. Con todas estas ventajas, no es obvio que el PRI pueda retornar al poder.

A pesar de su presencia nacional, el PRI es cada vez más un partido de grandes fortalezas (y debilidades) regionales y los estancos regionales tienden a convertirse en prisiones. El mejor ejemplo es el sureste del país: aunque en años recientes el PRI perdió dos estados clave, Guerrero y Chiapas, su concentración numérica en Tabasco, Oaxaca, Puebla y Veracruz es extraordinaria. Pero el problema no es su concentración regional, sino lo que ello implica para su capacidad de ganar adeptos en otras latitudes. El apoyo a ultranza que el PRI le confirió al gobernador de Oaxaca constituye un hito: es fácil explicar la racionalidad de semejante apoyo, pero es difícil de creer que un votante en Guanajuato, Jalisco o Chihuahua desee asociarse con un gobernador como el oaxaqueño. Desde la perspectiva de esas otras latitudes del país, lo mismo se podría decir de otros representantes del PRI en sus cotos regionales.

El problema del PRI no se limita a sus propios baluartes regionales. En lugar de construir una plataforma amplia de posturas y visión, como sí lo han logrado el PAN y el PRD, el PRI se quedó atorado en el momento de su apogeo y en los intereses de sus fuerzas locales. Mientras que los candidatos del PAN o del PRD han procurado candidatos capaces de acercarse a comunidades, intereses y entidades distintas a sus regiones tradicionales, el PRI no ha hecho sino reproducir los mismos perfiles, cuando no los mismos nombres, que la población asocia no con su era de grandeza, sino con la de corrupción y abuso. Como decían de los Borbones, el PRI ni aprende ni olvida.

En los últimos años, el PRI ha respondido de manera reactiva al reto que representa no estar en control de la presidencia. Ha jugado de manera táctica tanto con el PAN como con el PRD, pero no ha logrado marcar una diferencia. Al mismo tiempo, su visión de Estado y colmillo político le permitió convertir la derrota del pasado dos de julio en una fortaleza estratégica. En lo que va del sexenio, ha podido presentarse como el factor clave de la gobernabilidad del país. Pero sigue siendo no más que una visión táctica: el PRI no tiene un proyecto de largo aliento ni posee la consistencia interna para desarrollarlo. El PRI vive del pasado en vez de competir por el futuro.

El riesgo para el PRI radica en su posible enquistamiento. Por un lado, enfrenta la competencia del PAN por las regiones modernas del país; por el otro, compite con el PRD en sus bastiones tradicionales. Si bien, como ilustra Tabasco, ha tenido la habilidad para presentar candidatos competitivos en algunos casos, su propensión a encerrarse no sólo es legendaria sino que tiende a acentuarse a la par de regionalizarse. Seguir con más de lo mismo lo llevaría al cadalso.

El reto de hoy no tiene precedente: el PRI necesita una nueva razón de ser, un nuevo proyecto y una propuesta de transformación para sí mismo y el país, un proyecto que haga posible construir un país moderno sin ignorar su contexto histórico. El PRI, y México, necesita un liderazgo transformador, capaz de romper con su regionalismo mental y geográfico, un liderazgo que vea hacia adelante sin perder su razón histórica de ser. Hay muchos candidatos, pero sólo una propuesta, la de Beatriz Paredes, capaz de conciliar al partido del pasado con el México del futuro. Ojalá sepan acertar.

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Civilización

Luis Rubio

Todas las familias felices, escribió León Tolstoi en la frase inicial y el pasaje más famoso de Anna Karenina, son muy similares, en tanto que cada familia infeliz es desgraciada a su propia manera. Algo similar ocurre con las naciones: las que son desarrolladas y gozan de un sentido de dirección comparten semejanzas; a pesar de sus diferencias, forman parte del club de naciones que representan el corazón de la civilización. En oposición, las naciones que no han logrado definir su destino y padecen todas las contradicciones y fardos de un pasado frecuentemente poco glorioso, pero a la vez muy controvertido, tienden a perderse en su propio universo y adoptar modos de actuar y explicar sus fracasos como algo único y excepcional.

Aunque es evidente que cada nación posee una excepcionalidad propia, pues de otra manera no sería una nación, las formas que adopta la civilización son peculiares y muestran una manera distinta de ver al mundo así como de enfrentar sus problemas. Observar los desmanes en Paris, las disputas en torno a las nacionalidades y la Iglesia en España y las nominaciones a la Suprema Corte norteamericana ejemplifican tres formas de ver al mundo, desarrollar la política y concebir al gobierno, pero todas ellas tienen algo en común: muestran un grado excepcional de civilización. En contraste, los dimes y diretes entre los jefes de Estado latinoamericano y sus insultos mutuos sugiere una ausencia de civilización .

Los desmanes en Francia evidenciaron la fragilidad de las estructuras económicas y sociales de aquel país. Tanto la alienación (física y social) de esos jóvenes como la ausencia de oportunidades que genera el costoso estado de bienestar construido por los franceses, explican el origen de la revuelta. Los jóvenes que emprendieron la violenta rebelión sin organización y liderazgo seguían un dictum: tienen el derecho casi inalienable de cometer crímenes sin ser molestados por la policía. El gobierno, apoyado de manera casi unánime por el electorado de acuerdo a las encuestas, actuó con determinación, haciendo valer el principio weberiano de que nadie puede disputarle al Estado el monopolio del uso de la fuerza. Algo así es lo que claramente intentaba en presidente Calderón con los operativos policiacos.

En Estados Unidos, la discusión en torno a la nominación del candidato a suceder a Sandra Day O’Connor siguió una dinámica impensable en la Europa moderna: los términos de la discusión giraban en torno a factores ideológicos (sobre todo relativos a temas de política social como el aborto) o filosóficos (en especial respecto a la visión de un candidato a la Corte sobre si la Constitución debe adecuarse a la vida de hoy o ser interpretada estrictamente en los términos de sus redactores en el siglo XVIII). Ambos bandos, el de los Demócratas y el de los Republicanos, entraron a una batalla de medios orientada a influir sobre la decisión del Senado y la confrontación fue ideológica, politizada y violenta en lo verbal.

En España dos iniciativas cimbraron a su sociedad. Una, relativa a las llamadas autonomías, los estados de ese país, proponía la noción de soberanía, otorgándole vastos derechos y facultades a esos niveles subnacionales. La otra iniciativa, en materia educativa, tenía diversas aristas, pero la principal se refería a la propuesta del gobierno de reducir las transferencias que se le hacen a la Iglesia como contraprestación por los cursos de religión que imparte. Ambos temas causan urticaria en una amplia capa de la población: a unas porque atenta contra la nacionalidad española y, por tanto, contra la integridad misma del país; a otras porque afecta temas con un valor simbólico, como la iglesia, con una rudeza que se considera innecesaria. La reacción popular, en buena medida instigada por el clero, no se hizo esperar: en una enorme manifestación (pero en domingo, no entre semana), mayor a la que siguió a los bombazos terroristas, la población hizo sentir su peso y preferencia por formas menos agresivas para avanzar en su proceso de desarrollo.

El común denominador de estos tres países reside no en que estén exentos de conflicto, sino en la forma como los resuelven. La violencia física en Francia se ataca con la fuerza del Estado, la violencia verbal en Estados Unidos se canaliza de una manera institucional y tanto ganadores como perdedores aceptan las reglas del juego. Las controversias en España, por su parte, así vayan al corazón del ser español, se resuelven de manera institucional y formal en el poder legislativo. La civilización se percibe no en lo que se disputa sino en cómo se hace. Todas las partes participan en el proceso, pero nadie rebasa las fronteras institucionales, legales o legítimas del actuar gubernamental.

Ese no es el caso de nuestro país y buena parte de la región. Las disputas bananeras, por su contenido y forma, que caracterizaron la retórica de Chávez en Venezuela y la pusilánime respuesta que dio Fox en su momento, mostraron un bajo nivel de institucionalidad y una total ausencia de proyecto. Los avatares de la encomiable, pero fútil, defensa que hizo el entonces presidente Fox del libre comercio en torno al llamado ALCA, evidenciaron las carencias de nuestro propio proyecto de desarrollo, la pobreza del debate sobre temas sustantivos en la región y la ausencia de compromiso con soluciones institucionales.

El intento del presidente Calderón por restablecer la función del gobierno en la sociedad luego de años de virtual inexistencia es encomiable, sobre todo porque sin gobierno que haga cumplir las reglas del juego ninguna sociedad puede funcionar. Pero, para ser exitoso el esfuerzo, los operativos tendrán que venir acompañados de un nuevo conjunto de reglas del juego que respondan al México de hoy, es decir, el de ciudadanos y consumidores, y no al del viejo corporativismo que se niega a morir. En ausencia de una reconstrucción institucional será imposible contener y luego revertir la podredumbre de nuestro sistema político. El riesgo es que los operativos sean todo lo que se persigue, en cuyo caso su efecto no será otro sino el de fortalecer el cinismo ya de por sí característico del mexicano. Lo más distante a la civilidad que podría existir.

Hace algunos años, refiriéndose a nuestra problemática general en una entrevista, John Womack, el famoso autor de Zapata y la revolución mexicana, hizo una afirmación que sigue siendo tan válida entonces como lo es hoy: “la democracia no produce, por sí sola, una forma decente de vivir; son las formas decentes de vivir las que producen la democracia.”

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Lo posible

Luis Rubio

La apertura migratoria estadounidense tal vez sea deseable, pero no será posible en tanto no aceptemos que se trata de un tema estadounidense (no uno bilateral) y, por lo tanto, alcanzable sólo si ocurre en sus términos, no en los nuestros. Este es el momento de empezar a construir el andamiaje de una solución viable no en nuestras mentes, sino en las que cuentan: las de los propios estadounidenses.

La migración hacia Estados Unidos une a los mexicanos de maneras extrañas e incluso contradictorias. Unos quieren irse pero temen al cruce, otros dependen de las remesas enviadas por sus familiares, otros más lo ven como una solución a la falta de éxito económico dentro del país. Algunos ya instalados allá temen la competencia de futuras olas migratorias. El tema es emotivo y fácil bandera para políticos y activistas porque el peso de la solución mágica que se ha pretendido aterrizar (una legalización amplia y generosa) recae sobre alguien más. Pero las emociones y las soluciones voluntaristas no conducen a la solución del problema.

Visto en retrospectiva, la estrategia migratoria del gobierno pasado se apuntaló en una lectura de la realidad que, seis años después, prueba ser del todo inadecuada. Con esto no pretendo descalificar la iniciativa ni pretender que era obvio su fracaso. Por eso es tan importante aprender la lección, entender el terreno en el que tendría que cuajar un proyecto de esta naturaleza y construir la estrategia idónea para lograrlo.

El tema migratorio es explosivo en todas las democracias occidentales. Estadounidenses y europeos llevan años experimentando una preocupación creciente en torno a los migrantes ilegales y el cambio de composición étnica (y, en el caso europeo, también religiosa) de su localidad. Hoy sabemos que los estadounidenses experimentan una creciente incertidumbre respecto a sus empleos, ingresos y estabilidad financiera futura, situación difícil de prever hace seis años. En aquel momento, nuestro vecino norteño salía de un largo y espectacular periodo de crecimiento económico, con una generación inusitada de riqueza y empleos; los norteamericanos experimentaban un tiempo de optimismo y gran tranquilidad personal.

El cuento de hadas comenzó a evaporarse al comenzar la década. Quizá el disparador fue el colapso del mercado financiero del Nasdaq, donde se cotizaba la mayoría de las acciones de empresas dedicadas a productos y servicios vinculados con Internet. De ahí siguieron los ataques terroristas de 2001 y, sobre todo, la inquietud y desazón que comenzaron a experimentar las familias americanas como resultado de la creciente competitividad de China e India en sus propios mercados. A pesar del favorable desempeño de su economía, a decir de los indicadores tradicionales, el americano promedio comenzó a sentir un desasosiego que cambiaría su percepción de muchas cosas, incluida la migración.

Ya para ese momento, los estadounidenses veían con paulatina preocupación la forma en que cambiaba el mercado de trabajo. La competencia del exterior no era nada nuevo para sectores tradicionales como el acero y los automóviles, pero ahora comenzaba a desafiar sectores y actividades económicas que siempre habían parecido absolutamente seguras como los servicios profesionales en áreas tan diversas como la contabilidad y radiología. ¿Qué empleo podría ser más seguro que el de un radiólogo que toma la imagen, la interpreta, todo ello frente al paciente? Pues resulta que un técnico puede tomar la radiografía, enviarla por Internet a Bangalore y recibir una interpretación profesional en cuestión de unas horas por un costo irrisorio. Cientos de actividades industriales y de servicios comenzaron a experimentar una competencia insospechada en otro momento.

Millones de estadounidenses empezaron a temer por su futuro económico: muchos perdieron sus empleos y sufrieron descalabros financieros, fueron incapaces de pagar sus hipotecas y les inquietaban los potenciales costos de su seguro médico. Jacob S Hacker ha intentado medir el impacto de estos factores en el comportamiento político de los norteamericanos en su libro The great risk shift; su argumento se apuntala en una gráfica que muestra la volatilidad del ingreso de una familia estadounidense promedio: para una población acostumbrada por décadas a crecimientos sostenidos en su ingreso, Hacker demuestra que fluctuaciones de hasta 50% en su ingreso familiar no han sino inusuales. (Nadie negará que una situación similar, aunque con características específicas distintas, pueda servir de explicación, al menos parcial, para entender la atracción que por meses ejerció AMLO sobre el mexicano promedio).

En este contexto se presentó la propuesta mexicana de legalización. Vista en retrospectiva, no hubiera podido caer en un peor momento dado el entorno. No es que el gobierno de Fox haya creado un momento hostil, sino que la incertidumbre se encontraba a flor de piel y la enorme masa de ilegales que se acumulaba producía la hostilidad reflejada en el congreso de ese país. El volcán de incertidumbre estaba en plena efervescencia.

La pregunta es qué se puede hacer ante estas circunstancias. Lo primero es sin duda definir un objetivo realista, no necesariamente el óptimo desde nuestra perspectiva, sino uno que sea factible en términos de la realidad estadounidense. Hasta ahora, el objetivo explícito ha sido el de la legalización de los que ya están en EUA y la apertura total de la frontera a los flujos migratorios. Resulta claro que el primer objetivo es difícil, pero concebible, en tanto que el segundo es claramente inasequible. Quizá lo máximo que podamos esperar es un esquema que permita y exija ordenar los flujos migratorios futuros, algo de suyo excepcional.

Pero además de definir los objetivos, es imperativo diseñar una estrategia que reconozca los tiempos políticos de aquel país y los convierta en una oportunidad. A la luz de sus recientes elecciones, parece claro que los próximos dos años serán difíciles en términos de la relación ejecutivo-legislativo. Pero esos dos años podrían ser excepcionalmente valiosos para trabajar a nivel estatal y local en aras de crear condiciones que reduzcan las voces discordantes a una legalización de los residentes ilegales en ese país, sumar apoyos, neutralizar la oposición y separar la incertidumbre que experimenta el estadounidense promedio de los temas propiamente migratorios. Sólo así será posible lograr una modificación legislativa a nivel federal. Hay que avanzar sin cortar esquinas.

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¿Sin tortillas?

Luis Rubio

La tortilla es el alimento fundamental del mexicano y por eso merece una atención excepcional. Nadie, comenzando por los políticos y funcionarios, puede darse el lujo de ignorar la trascendencia social y política de la tortilla; se trata de un bien sensible, cuya disponibilidad y precio tiene consecuencias mucho más grandes de lo aparente: su valor económico y energético para una gran parte de la población es sólo equiparable al valor simbólico que entraña y lo convierte en un imperativo político. El problema es cómo asegurar el abasto a un precio accesible para la población que vive de este alimento. Eso requiere soluciones distintas a las tradicionales.

A juzgar por la mayoría de las posiciones expresadas en los últimos días, parecería que la única solución posible es reproducir los mecanismos de subsidio y control de precios que existieron en el pasado. Según esa línea de pensamiento, la eliminación de controles de precios y subsidios para la tortilla es el origen de las severas fluctuaciones observadas en los precios al público.

Lo cierto es que las fluctuaciones de precios se han dado por tres factores muy específicos: primero, el maíz ha subido de precio y eso ha redundado en un mayor precio para la tortilla; segundo, existe disponibilidad de maíz fuera de México pero, en aras de proteger al productor interno, no se ha querido importar; y, tercero, hay abusos por parte de algunos distribuidores de la masa que no han recibido sanción por parte de las autoridades competentes. Frente a estas circunstancias, la introducción de controles de precios y subsidios no serviría más que para encarecer todavía más el precio del maíz, sin resolver el problema del abasto. Es decir, ese enfoque de solución generaría sólo mayor caos, con un enorme costo para el erario. Sobra decir que tampoco resolvería el riesgo social o político.

Las causas de la situación actual merecen una discusión seria porque las medidas que finalmente se adopten tendrán que responder a las circunstancias actuales y no a las que existían hace décadas o a las que, por razones ideológicas o de interés pecuniario, prefieren las personas y organizaciones involucradas. Lo más evidente es que la estructura del mercado mundial del maíz está cambiando, sobre todo por la decisión de muchos productores, particularmente en Estados Unidos, de fabricar etanol a partir del maíz. Pero lo irónico en todo esto es que, a pesar del incremento del precio del maíz en EUA, el costo en México sigue siendo muy superior al de importación, lo que inevitablemente nos obliga a pensar que hay gato encerrado en la crisis de las últimas semanas.

Para nadie es secreto que diversas organizaciones campesinas y sindicales llevan años tratando de revertir la estrategia de apertura a las importaciones que el gobierno inició hace dos décadas. En lugar de adaptarse a un mercado cambiante, y ayudar a que el productor mexicano eleve su productividad, busque nuevos cultivos más rentables y formas de desarrollar la tierra, las organizaciones campesinas han hecho lo posible por preservar el statu quo (es decir, la pobreza), optando por la presión política. Y tienen razón, pues hace unos años lograron doblegar al gobierno de Fox con el argumento de que el campo no aguanta más (y el mismo grito de batalla sirvió para darle nombre a la coalición). Ahora que está cerca la apertura final de los cuatro productos que restan por ser liberalizados dentro del TLC, la presión inevitablemente crecerá, a menos que el gobierno tenga la capacidad y visión de cambiar el rumbo (y hacer lo que debía hacerse, pero no se hizo, desde 1994).

Simple y llanamente, el problema de la tortilla no se explica por la liberalización del mercado, sino precisamente por lo contrario: no existe un mercado integral para el maíz y la tortilla. Y no existe un mercado porque hay contradicciones fundamentales en el campo mexicano, como existen en tantos otros sectores y actividades del mundo productivo de nuestro país. En esencia, la contradicción principal reside en querer pagar al campesino un elevado precio por su cosecha de maíz (algo encomiable), pero sin afectar el precio de la tortilla, cuyo principal insumo es el mismo maíz. Es decir, a menos que se transforme radicalmente la estructura productiva del campo, no hay manera de conciliar ambos objetivos. La solución debe residir en cultivos más rentables, un mercado ordenado en el que las importaciones cubren los faltantes y, donde se requiera, un subsidio directo y perfectamente focalizado, de corto plazo, al consumidor más pobre. Pero el subsidio no funciona si no se transforma la estructura del mercado en su conjunto.

El mercado no funciona porque el gobierno no cumple su esencial función de regulación: sin un gobierno efectivo que establezca reglas claras y transparentes, para luego hacerlas cumplir al pie de la letra, ningún mercado podrá prosperar. En el caso particular, el gobierno no ha actuado de manera rápida y efectiva para sancionar, con toda la severidad que el caso amerita, a los distribuidores que han acaparado la masa, ni ha tenido la visión de ir más allá de los famosos cupos para la importación adicional de maíz. En otras palabras, el gobierno ha resultado totalmente incompetente en la regulación de este mercado. Mientras que lo urgente y necesario es sancionar a los infractores (con todo el impacto mediático que la situación exige) y abrir la importación de maíz de inmediato para que haya disponibilidad a un precio accesible, lo que se observa es indecisión, retórica e incapacidad de acción.

La forma en que el gobierno enfrente y resuelva este grave problema, definirá en mucho el futuro de la economía mexicana. Ahí se enfrentan dos maneras de concebir al desarrollo económico y la relación gobierno-ciudadano. La forma en que esta situación se resuelva, va a establecer los parámetros del desarrollo económico futuro: regresar al corporativismo de antaño, con toda la corrupción e ineficiencia que le es inherente (y que condena al campesino a la miseria permanente); o se aboca, de una vez por todas, a crear un mercado sin impedimentos burocráticos ni preferencias corporativas.

Todos los presidentes enfrentan un momento clave y decisivo en el devenir de su administración, aunque esos momentos con frecuencia sólo se pueden entender en retrospectiva. El presidente Fox encontró ese momento en Atenco y nunca más recuperó la capacidad de actuar. Más vale, por el bien del país, que el presidente Calderón tenga la astucia para, en lugar de capitular, aproveche esta inmensa oportunidad.

 

De carne y hueso

Luis Rubio

Las transiciones políticas tienen muchas dimensiones. Algunas, las que todos conocemos y debatimos, se refieren al uso de los recursos, a las reglas del juego y a la relación gobierno-gobernante. Cada una de estas tiene sus propias dinámicas, complejidades y, por lo tanto, consecuencias. Entre las muchas insuficiencias y carencias que ha arrojado nuestro incierto e inconcluso proceso de transición política una de las más importantes se refiere a las personas, los integrantes de un gobierno que deben dejar el cargo una vez que termina su gestión. Esa dimensión, de carne y hueso, no ha sido resuelta, pero es crítica para el éxito político y democrático del país.

El problema es muy simple de plantear: ¿qué pasa con las personas, tanto los políticos como los funcionarios públicos, que concluyen su labor al terminar una administración, o al retirarse del servicio público? En el pasado, en la era priísta, esta pregunta nunca fue relevante porque siempre existía la expectativa de que la Revolución les siguiera haciendo justicia. Un político o funcionario que salía del gobierno se abocaba a tareas poco visibles, pero con frecuencia extraordinariamente perniciosas para la vida pública. Las más de las veces, los políticos se dedicaban a lo que les era casi natural: el tráfico de influencias.

El tráfico de influencias, una actividad callada y hasta sigilosa, era parte inherente al viejo sistema político y nadie la objetaba porque todos los políticos sabían que en cualquier momento podían caer en ese otro lado. Un político en funciones atendía a los que traficaban influencias a sabiendas de que, cuando estuviera en el exilio, tendría una contraparte igualmente dispuesta. No menos significativo era el hecho de que el sistema no sólo premiaba a sus integrantes, sino que todo estaba concebido y construido para que pudieran obtener recursos (es decir, corrupción) para su futuro. La corrupción era el cemento que le daba coherencia al conjunto.

Ese sistema funcionaba en la medida en que los cambios de gobierno ocurrían dentro de un mismo partido. Aunque los tumbos y giros entre una administración y otra no siempre eran pequeños, el sistema protegía a sus integrantes y les daba medios, como el tráfico de influencias, para mantener la disciplina y la lealtad. Esa estructura operaba bien porque todo se mantenía en familia, pero claramente no podía servir de base para un sistema político democrático y competitivo.

La creciente demanda por apertura y transparencia que emergió de la sociedad mexicana a finales de los sesenta comenzó a mermar la estructura del viejo sistema. La sociedad dejó de tolerar el abuso de los burócratas, se comenzó a mofar de los políticos y, poco a poco, obligó a éstos a responder con mecanismos de apertura: desde elecciones limpias hasta mecanismos de transparencia que le permiten a un ciudadano conocer en qué se gasta o cómo se decide en una determinada secretaría. Si bien estos avances no han resuelto los problemas del país, ciertamente sí han obligado a los políticos a responder a la sociedad, así sea a regañadientes.

Pero, para lo que no se han preparado los políticos es para hacer una transición personal desde el gobierno hacia la sociedad. Por ejemplo, si bien estamos en la segunda administración no priísta de de la historia moderna, una infinidad de priístas sigue esperando chamba en el gobierno como si fuera un derecho divino. Cuando no consiguen un empleo, muchos se dedican a versiones modernas del tráfico de influencias: unos como abogados avanzando los intereses de sus clientes, otros como representantes de proveedores ante el gobierno. En muchos de esos casos, los involucrados utilizan información privilegiada, emplean mecanismos de incentivos poco transparentes y, en casi todos los casos, sostienen una tradición de irredenta corrupción.

El tema se agudiza por la poca movilidad política que propicia nuestro sistema. Aunque muchos nombres cambian, lo impactante es la permanencia de muchos de ellos. Si en México hubiera reelección legislativa, muchos de esos personajes serían legisladores profesionales y estarían aportando lo mejor de sus conocimientos y experiencia al desarrollo del país. Como esa opción no existe en la actualidad, sus opciones son dos: retirarse a la vida privada, ajena a la política, o esperar en los entretelones de la política a que la rueda de la fortuna les vuelva a sonreír. Muchos no saben hacer nada más que política y muchos otros han acumulado tantos recursos que no ven la necesidad de hacer otra cosa y por eso viven esperando la siguiente oportunidad, aunque nunca se presente.

El tema viene a colación por el revuelo que causó el anuncio de la incorporación del ex secretario de Hacienda, Francisco Gil Díaz, al consejo de administración de un banco inglés. Una buena parte del furor que causó el anuncio se debe a no más que un ajuste de cuentas con quien tuvo que recortar gastos o disminuir presupuestos año tras año, o por el deseo de diversos grupos políticos de buscar fuentes de conflicto, así como por la ignorancia prevaleciente sobre las funciones de un consejo de administración en las grandes empresas corporativas del mundo.

Pero la otra fuente de resquemor es, sin duda, la incapacidad que hemos mostrado los mexicanos para dar viabilidad y respeto a la vida privada de los funcionarios y políticos después de su etapa en la vida pública, incapacidad que deja cojo el proyecto democrático por las razones antes expuestas. Este tema no está resuelto para los políticos y ha sido mal resuelto para los funcionarios públicos, muchos de los cuales no sólo desean seguir teniendo una vida productiva, sino que lo requieren. Hace años, el Congreso aprobó un sueldo y gastos para ex presidentes que sigue siendo controvertido, a pesar de que es una práctica común (y muy sana) en países democráticos.

En el caso específico, si el objetivo del Lic. Gil Díaz (o del banco que lo invitó) fuese la explotación de información privilegiada, lo más sencillo y lógico habría sido recurrir al mecanismo tradicional de la política mexicana: un contrato privado de consultoría para que, en sigilo y sin conocimiento público, ambos avancen sus intereses a costa del interés nacional. La realidad es claramente otra: se trata de un individuo intelectualmente inquieto, capaz de aportar su enorme capacidad a toda clase de objetivos académicos y productivos.

Quizá la pregunta que arroja este episodio es si de verdad estamos dispuestos a crear reglas y procedimientos que sean compatibles con la probidad y la democracia en vez de lo opuesto.

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Círculos viciosos

Luis Rubio

Si hay una regla, sin importar su naturaleza, siempre hay una excepción. Esa es la naturaleza de nuestro sistema de gobierno y ese también el tema central del famoso libro de Joseph Heller, Trampa 22. Cualquier regla o regulación que tiene excepciones se convierte en un proceso circular porque cualquiera puede apelar a la excepción haciendo irrelevante la regla general. Yossarian, el personaje central de la novela de Heller, se encuentra entrampado: es un recluta que quiere dejar el ejército por temor a perder su vida, lo que prueba su lucidez, pero para que le permitan renunciar tiene que probar que está loco. Esta “trampa”, sugiere la novela, la emplean los poderosos para mantener e incrementar su poder, a la vez que deteriora el poder de aquellos que en principio no lo tienen. Cuando todo parece perfecto, se aparece una “trampa 22” que hace imposible materializar la perfección.

El círculo vicioso más frecuente para cualquier ciudadano es la burocracia. Innumerables chistes se han creado a propósito de los interminables requisitos que se necesitan para tramitar cualquier asunto, el más famoso quizá sea aquel de Héctor Suárez, si la memoria no me falla, en el que le piden al solicitante su acta de defunción para completar un trámite. Pero el burocratismo tiene su razón de ser: por una parte, permite el control de amplios segmentos de la población por parte de las instancias encargadas de dar curso a un trámite cualquiera. Por otro lado, el burocratismo es un espacio perfecto para el crecimiento de servicios adicionales: ¿de qué vivirían los llamados coyotes si no hubiera procesos burocráticos interminables? De la misma forma, sin burocratismos no hay espacios para un “regalito”, “mordida” o cohecho. Todo tiene su razón de ser.

Lo paradójico es que el mundo descrito por Heller se parece, en más de un rasgo, a lo que padece día con día la población mexicana. Uno supondría que el viejo sistema político, diseñado para el control y la corrupción, como ilustra la vida burocrática del diario, habría experimentado convulsiones con la apertura económica y liberalización política de los últimos años. Sin duda, muchos procedimientos que bien podríamos calificar de berrinchudos, simplemente desaparecieron. Tal es el caso de los requisitos para exportar o importar, que por décadas fueron el “coco” del empresariado. Ese tipo de procesos hoy son inexistentes o muy simples (casi siempre). Lo interesante es todo lo que no ha cambiado ni un ápice.

Mientras que algunas secretarías tuvieron que cambiar (aunque no mucho) en el curso de las últimas décadas porque el mundo se les movió, otras siguen como si Plutarco Elías Calles siguiera despachando en Palacio. La mayoría ha cambiado de enfoque, pero no de realidad. Ciertamente, no es lo mismo darle órdenes al monopolio telefónico que recibirlas del mismo, pero la naturaleza del monopolio no ha cambiado. En el caso de los impuestos, es más fácil pagarlos porque existe un medio, Internet, que facilita el trámite, pero su complejidad haría sonrojar a los mandarines chinos. Para pagar impuestos no basta un porcentaje sobre ingresos menos gastos (como en Chile), sino que es necesaria una tabla y una tarifa, aplicar un monto general para luego calcular el porcentaje específico. Para una economía supuestamente abierta, sólo quienes tienen un número de importador pueden importar; y ¿quién otorga ese número?: los competidores, que obviamente se rehúsan a otorgarlo si la importación puede competir con ellos. Las procuradurías “pierden” pruebas y desaparecen expedientes. Todo está diseñado para subordinar al ciudadano, al consumidor y al pequeño empresario, indefensos ante tanta tropelía.

El gobierno en México sigue trabajando para sí mismo y para quienes lo tienen copado. Los legisladores, que ahora presumen una gran independencia, en realidad cambiaron de fuente de dependencia, pero siguen siendo tan dependientes como siempre. Antes respondían al presidente; ahora responden ante el poder y cómo las fuentes del poder han cambiado, el potencial de presión sobre ellos es infinito. Si bien en ocasiones ocurre que existen intereses encontrados que ejercen presión sobre los legisladores (por ejemplo, empresas o sectores con diferentes intereses sobre un mismo tema), lo más frecuente es que pese sobre ellos el liderazgo del partido, una empresa grande o un sindicato que obstaculice cualquier movimiento lateral. Como el personaje Yossarian, los legisladores viven sometidos a un régimen que no les deja moverse fuera de los círculos viciosos interminables: responden al poder o quedan fuera de la jugada.

Ese es el meollo del asunto. Las formas del poder (incluido el mecanismo para elegir al gobernante) han cambiado, pero las realidades del poder siguen siendo muy parecidas. No existen límites al poder y el juego todo se vincula con la impunidad. El corazón del sistema, el poder y la impunidad, siguen intocados. Lo que ha cambiado es la composición de quienes detentan ese poder y el número de personas que gozan de impunidad.

Con todo esto, no es difícil explicar por qué perseveramos en esa ubicua sensación de parálisis: la cantidad de obstáculos es tan inmensa que desincentivan al más luchón. Otra manera de decirlo es preguntarse si hay algo más difícil y costoso que abandonar una casa y una familia para ir “al otro lado” con la convicción de que todas las oportunidades aquí están canceladas. ¿Podrá cambiar este gran círculo vicioso en algún momento?

Ciertamente, los problemas de México tienen solución y las soluciones están disponibles. Lo que no siempre existe son condiciones propicias para instrumentarlas. Si suponemos que un nuevo gobierno, con el ímpetu y legitimidad que le confiere la novedad, logra echar a andar unos cuantos motores para que la economía salga de su letargo, se podría crear una oportunidad excepcional para amarrar otras cosas: la legitimidad genera acciones legislativas y del propio ejecutivo, condiciones indispensables para un gobierno eficaz que refuerza, de esta forma, su legitimidad. Si vemos hacia atrás, observamos que todos los gobiernos anteriores, ineficaces sin distinciones, provocaron su propia caída y una nueva crisis de legitimidad. Si el nuevo gobierno llevara a cabo una transformación política que le confiriera al ciudadano primacía en la democracia mexicana y construyera un sistema de gobierno eficaz y eficiente, con tantita suerte México dejaría de ser un círculo vicioso permanente.

Ingreso vs. futuro

Luis Rubio

La clave del futuro reside en el futuro, no en el pasado. Nadie puede alterar lo que ya fue, pero todos podemos construir un porvenir diferente. Así debería rezar el mantra con el que enfoque su gestión el nuevo gobierno. El pasado fue construido a lo largo de muchas generaciones, cada una de las cuales intentó darle forma al desarrollo del país. El conocimiento y comprensión del pasado nos debe permitir reconocer que es imperativo cambiar la tónica y dirección de lo existente porque la alternativa es seguir por un camino que no conduce al objetivo deseado. Si algo podemos aprender del pasado es que el futuro se construye porque las cosas no se dan solas ni surgen de una actitud pasiva y contemplativa que deja que el pasado continúe hasta convertirse en un futuro indeseable.

El nuevo gobierno tiene que comenzar por crear las condiciones políticas y económicas que hagan posible romper con las tendencias y tradiciones que nos han hecho un país pobre, desigual y subdesarrollado. Las condiciones políticas que han creado la realidad actual no permiten el desarrollo de una sociedad despierta y demandante, una que mira al futuro más con temor que con anhelo. De igual manera, las estructuras económicas actuales no hacen sino preservar el pasado en lugar de crear un entorno propicio para el nacimiento de una nueva economía: pujante, diversificada e innovadora. Todo en el país parece conspirar en contra del desarrollo.

La sociedad ve en el gobierno y su burocracia a un enemigo, una fuente de abuso y extorsión; a los políticos los mira sólo con desprecio y, como ilustran las encuestas, en el piso de la apreciación social. Siglos de excesos han sellado las percepciones que la población tiene de su gobierno. Para colmo, el primer gobierno surgido de la oposición en esta era, moderna, del país, se montó sobre las estructuras previamente existentes y supuso que todo cambiaría por su linda cara. Y no fue así. Ahora el desprecio es generalizado y no hay distinción de partidos en la mirada crítica de la ciudadanía, que espera un cambio y a la vez sabe que nada puede cambiar con el advenimiento de una nueva administración. De todas formas, por bajas que sean las expectativas, muchos mexicanos siguen guardando la esperanza de que, éste sí, será el bueno.

El presidente Calderón debe asirse de esa débil expectativa para construir un gobierno distinto. En principio tiene la obligación de advertir que su gobierno participará del desprecio que la población profesa a todos los gobiernos para empezar a cambiar dichas percepciones en la práctica. El nuevo gobierno tendrá que elevar sus ingresos y resolver el problema del gasto público que, en la forma de pensiones del sector público, amenaza con descarrilar las finanzas públicas una vez más. Pero no podrá hacerlo sin cambiar la ecuación política. En efecto, un gobierno astuto, políticamente competente, podría lograr mucho más que los dos anteriores si sólo se entendiera con los legisladores, les respetara y trabajara con ellos. Pero eso dependerá de su capacidad de aprovechar el momento y mantener el sentido de urgencia, algo que sólo puede durar por un tiempo limitado.

Mejor haría el presidente en jugársela con un planteamiento mucho más amplio y ambicioso que incluya a toda la población, que la reconozca en su calidad de ciudadana y no súbdita y sume a los políticos en un ejercicio amplio, incluyente y proactivo con la mira de forjar una nueva relación gobierno-ciudadanos. No tengo duda que, al inicio, mucha gente, igual políticos que ciudadanos, aceptarán los planteamientos del nuevo gobierno, si no por otra cosa por la esperanza de que venga acompañado de una varita mágica que, en un abrir y cerrar de ojos, cambie la ecuación política en el país. Pero todos sabemos que la magia tiene sus límites y, sobre todo, una vez agotada la tregua, la realidad se hará sentir.

El problema de México no es técnico. Los profesionales de la economía y la política han venido produciendo ideas y conceptos que permitirían otear un futuro mejor. Reuniones sucesivas de economistas en el grupo Huatusco han arrojado planteamientos razonables sobre los males de nuestra economía, mientras que sucesivos ejercicios de diálogo político al amparo del Castillo de Chapultepec, la casona de Barcelona y de la mal llamada reforma del Estado, han mostrado que existen soluciones a la problemática estructural de nuestra política. Repito: el problema no es técnico; el problema es cómo adoptar un conjunto de medidas en los ámbitos político y económico para modificar las tendencias que creó el pasado y han gestado una realidad que la población reconoce como inaceptable.

El presidente Calderón tendrá que construir el andamiaje de una nueva relación entre gobernantes y gobernados. Sólo así podrá logar acuerdos para modificar la forma en que se recaudan (y con frecuencia no se pagan) los impuestos y la forma en que se asigna el gasto. Sólo así podrá enfrentar a los intereses sindicales, políticos y empresariales que depredan del gasto público, abusan de la población y erosionan el potencial del país. Sólo cambiando la ecuación en lo fundamental, en la relación ciudadano-gobierno, podrá generar una base de apoyo para tal propósito. Porque sin cambiar la ecuación, ni el país ni su gobierno tienen un futuro promisorio.

Si México tuviera las dimensiones del ágora griega, todo lo que se requeriría sería un buen debate en la plaza pública para luego comenzar a convencer a la población, comprometerse con ella y obtener una respuesta categórica ahí mismo. Pero un país de las dimensiones del nuestro no puede pensarse en esos términos y se necesita más que un buen discurso para convencer a una población agotada de tantas promesas y abusos. Por qué no, por ejemplo, comenzar por cumplir las obligaciones gubernamentales y luego pretender exigirle cosas (como impuestos) a la población. Es decir, en lugar de cambiar leyes y estatutos jurídicos, que el gobierno mejor comience por modificar las reglas que permiten la corrupción (empezando por las más flagrantes) dentro del gobierno, haciendo cumplir la ley con aquellos que abusan de los bolsillos y la paz de la sociedad (igual los plantados en Oaxaca que los sindicatos que asaltan el erario público o los empresarios que imponen sus condiciones sobre los consumidores como si fueran sus dueños).

Ningún país es perfecto, pero los mexicanos merecen algo mejor de lo que tradicionalmente han obtenido. Que el presidente comience por mostrar que puede ser diferente y la población lo seguirá.

 

Contrastes

Luis Rubio

Contrastes y oportunidades. Eso es lo que se observa al comparar la manera en que diversos países se enfocan para lograr el desarrollo. Sobra decir que si bien muchas naciones (¿todas?) quisieran formar parte del relativamente exclusivo club de naciones ricas y desarrolladas, muy pocas lo logran. La clave para conseguirlo reside en la combinación de un sistema político funcional con un proyecto económico debidamente estructurado. La evidencia indica que sin una estrategia de desarrollo, éste es imposible, pero es igualmente inoperante si falta un sistema político capaz de sostener un proceso de transformación a lo largo del tiempo (y a través de gobiernos que cambian).

En una reunión internacional a la que asistí recientemente, la discusión se centró en torno a los contrastes y diferencias que existen entre los diversos países que intentan ingresar al club de las naciones ricas y desarrolladas. Los países en cuestión eran los obvios: Europa oriental, el sureste asiático, América Latina, Rusia, China e India.  De todos los ejemplos citados, los exitosos fueron aquellos que desde el principio se propusieron emular a los países europeos, Estados Unidos, Canadá o Japón. Ninguno de los que pretendieron fundar un “modelo alternativo” logró avanzar.

No es difícil identificar los casos exitosos: Irlanda, Estonia, Singapur, Corea, China, India, Chile, etcétera. Algunos de éstos –como China e India– apenas comienzan el proceso. Otros, más avanzados, como Irlanda o Singapur, enfrentan retos muy complejos porque el crecimiento sostenido supone un fuerte componente de tecnología y ciencia, lo que a su vez requiere un sistema educativo de otra naturaleza. En este contexto, Japón fue ejemplo frecuente: un país desarrollado bajo casi cualquier medida convencional, enfrenta la necesidad imperiosa de llevar a cabo una transformación radical de su sistema educativo, pues sin ello simplemente no puede aspirar a competir en los sectores que generan un alto valor agregado, algo para lo cual hoy no está preparado.

Pero el corazón del problema del desarrollo yace en la capacidad de un país para sacarlo adelante. China e India representan dos sendas muy contrastantes hacia el progreso, pero todos los países que han logrado transformarse en las últimas décadas, incluidos estos dos, apelaron a dos componentes que los distingue de aquellos que se lo propusieron sin conseguirlo: un buen proyecto económico en el sentido técnico y la capacidad política de instrumentarlo. Si falla cualquiera de esos dos componentes, el desarrollo es imposible.

El problema del desarrollo no es técnico. Aunque no existe una sola forma de alcanzarlo, los instrumentos que lo hacen posible son muy claros y no existe mayor polémica conceptual en torno a ellos. Un buen proyecto en términos técnicos es aquel que logra vertebrar los componentes clave para el desarrollo: equilibrios macroeconómicos, ahorro en la economía, disponibilidad de inversiones, reglas del juego (sistema legal, capacidad de hacer cumplir un contrato, definición de los derechos de propiedad), disponibilidad de infraestructura social, humana y económica, y una definición clara de las prioridades de un país.

Aunque mucho de lo anterior puede sonar esotérico, se trata de factores perfectamente conocidos y sobre los que existe una larga experiencia que justifica una conclusión muy concreta: no hay un problema técnico en la consecución del desarrollo. Si un país adopta las medidas adecuadas y persevera en ellas (algo que incluso puede llevar décadas), el desarrollo es plausible. De la misma manera, si un gobierno decide un camino distinto, por más atractivo que resulte (como podría ser el “modelo alternativo de nación”) el desarrollo es simplemente inalcanzable.

Si partimos del supuesto que un país adopta un proyecto viable de desarrollo, el factor crítico de éxito reside entonces en su estructura política. Aunque hay y ha habido muchos países que han logrado esbozar proyectos de desarrollo (o, más frecuentemente, algunos componentes de un proyecto de desarrollo), son muy pocos los que efectivamente logran alcanzarlo. Al comparar los diversos casos, el factor clave reside en la capacidad del sistema político para sostener un proyecto económico por el tiempo necesario de tal suerte que logre su cometido.

Así, una dictadura presenta menos complicaciones que una democracia para emprender medidas difíciles y en ocasiones impopulares que puedan sostenerse a lo largo del tiempo. En esta dimensión, no es casual que China haya logrado tanto mayor éxito que otras naciones pues, una vez definido un esquema técnicamente adecuado, su capacidad política para instrumentarlo ha sido extraordinaria. Para India, un país democrático y políticamente muy fragmentado, el proceso ha sido más complejo y escabroso. El caso de Irlanda es más revelador: su gobierno comenzó a implantar las medidas necesarias desde el final de los sesenta, pero no fue sino hasta 1987 cuando, casi de manera súbita, empezó a experimentar tasas de 9% de crecimiento anual. Su éxito se debe, en no poca medida, al hecho de que su sistema político logró articular los consensos necesarios para sostener un proceso de cambio y transformación a pesar de que los resultados fueron magros por muchos años. Irlanda muestra que, con un liderazgo eficaz, es perfectamente posible conducir un proceso de transformación en un contexto democrático.

A pesar de su complejidad, quizá la gran ventaja de la Unión Europea se explique porque, luego de años de experimentar, ha logrado articular un conjunto muy bien definido de políticas concretas que dan resultados. Los países que las adoptan de manera consciente y sistemática pueden esperar buenos resultados en un horizonte razonable de tiempo, como evidencian igual los que se incorporaron en los 70 y 80 (como España, Irlanda o Grecia) que los del este europeo, de más reciente adhesión.

El caso de Europa confirma lo obvio: el problema del desarrollo no es técnico; si un país adopta la política económica que, en buena medida, es resultado del sentido común y persevera en su aplicación, el desarrollo es asequible. Es claro que no se trata de una cuestión ideológica. De hecho, aquellos países, sobre todo en América Latina, que convierten las medidas necesarias para avanzar hacia el desarrollo en temas de confrontación política o ideológica, acaban cancelando la posibilidad de lograrlo. El camino al precipicio está saturado de buenas intenciones pero también de malas estrategias. Y, en nuestro caso, de liderazgos iluminados.

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