Luis Rubio
En su análisis sobre las circunstancias y decisiones que llevaron a la crisis cambiaria de finales de 1994, el académico estadounidense Sidney Weintraub concluyó que fue la ausencia de mecanismos de rendición de cuentas lo que hizo posible que los funcionarios de la administración saliente y entrante hicieran apuestas brutalmente peligrosas, algo inconcebible en una democracia representativa (Financial Decision Making in Mexico). Como ilustra la persistencia de la corrupción, poco se ha aprendido de las lecciones que arroja esa pérfida y terriblemente destructiva devaluación. De hecho, parece que existe una necedad interconstruida en todos nuestros marcos institucionales y legales para generar malas decisiones, medidas costosas y mucha corrupción.
Si bien todos los gobiernos cometen errores, el nuestro parece diseñado para que eso ocurra. Tres ejemplos de los últimos tiempos sirven de ejemplo para ilustrar esta inclinación que parece ser parte del ADN político nacional. En la era de Internet, que propicia la descentralización de la información y el acceso al conocimiento, sólo a un gobierno sin contrapeso alguno se le pudo ocurrir construir una gran biblioteca nacional, la Vasconcelos, y, para colmo, en una ciudad caótica, disfuncional y pésimamente comunicada. Lo mismo se puede decir de la segunda terminal del aeropuerto de la ciudad de México, cuando el problema principal es de pistas y no de terminales. Sin duda el caso de los segundos pisos es el mismo: además de que no van a ningún lugar, sólo mueven los puntos de dislocación vial sin jamás resolverlos. En los tres casos, obvios pero no excepcionales, se evidencia la propensión a la irresponsabilidad del actuar gubernamental a todos niveles.
Esto es posible porque no existen mecanismos efectivos de pesos y contrapesos. Tenemos muchas fuentes de control, pero no de equilibrio. Los controles son necesarios, pero nuestra forma de crearlos y administrarlos no constituye un factor disuasivo de la corrupción o del mal gobierno, sino que de hecho los propicia. Vale la pena analizar esta paradoja porque muchos de nuestros principales entuertos en materia de políticas públicas pasan por este lugar.
La propensión a tomar malas decisiones no es una característica del mexicano, pero sí parece ser típica de muchas decisiones gubernamentales. Uno puede observar cómo millones de personas deciden todos los días qué comprar o dónde ahorrar, al igual que miles de empresas emprenden proyectos luego de analizar sus opciones. Algunos se equivocan, pero la mayoría logra sus objetivos. A la luz de esto, el que tantos proyectos gubernamentales acaben mal se explica por el entorno en que esas decisiones tienen lugar.
La corrupción de antaño se ha combatido con dos tipos de mecanismos: uno, la secretaría de la Función Pública, y otro, la Auditoría Superior de la Federación (ASF). Una es parte del ejecutivo y en su origen fue concebida más como un medio de control político que como fuente de un mejor gobierno; en tanto la segunda es parte del poder legislativo y tiene por función auditar a posteriori el uso de los dineros públicos. La combinación de ambas ha producido reglas inadecuadas e inservibles, resquicios de corrupción que nunca se atienden y una serie de incentivos perversos con dos resultados lógicos, pero indeseables: por un lado, provocan malas decisiones entre los funcionarios públicos; por el otro, abren inmensos espacios de discrecionalidad que hacen irrelevantes todos los controles.
Las reglas que norman la toma de decisiones en el sector público no están diseñadas para que los funcionarios y tomadores de decisiones sepan a qué atenerse, sino, irónicamente, para aumentar la discrecionalidad. Las reglas son tan absurdas y contradictorias que generan un fenómeno de parálisis (muchos funcionarios prefieren no firmar ningún documento para no ser sujetos de un proceso judicial) o de malas decisiones.
El miedo a la persecución política (disfrazada de judicial) induce en los funcionarios un tipo de toma de decisiones que los protege de los controladores y poco o nada toma en cuenta aquello que convenga a la entidad gubernamental o al país. Hay ejemplos patentes de funcionarios probos y experimentados que toman decisiones poco adecuadas pero que son las que no pueden ser objetadas por los auditores gubernamentales. Es decir, actuando con plena probidad, conciencia (y hasta alevosía), deciden de acuerdo a lo establecido en las reglas y no lo que más conviene a la entidad o al país.
Eso por lo que toca a los funcionarios probos sin agendas ulteriores. Pero también están los del otro tipo: aquellos que utilizan las reglas no para tomar decisiones subóptimas, sino para construir bibliotecas o segundos pisos sin que medie una evaluación independiente, análisis de costos y beneficios o, en todo caso, la valoración de mejores alternativas. El país no cuenta con mecanismos adecuados de rendición de cuentas: cuando mucho, Fox o AMLO serán requeridos por el auditor superior a causa de sus dos obras monumentales, les llamará tal vez la atención, pero años después y una vez realizado el gasto. A falta de una discusión seria en un foro público donde se ventilen todas las opciones, funcionario y gobernante que quieran abusar tienen como límite sólo el horizonte.
Las reglas e instituciones públicas fueron diseñadas para el control presidencial. Desaparecido ese esquema, entramos en la etapa en que el señor Juan Kafka toma control de los procesos públicos. Esto genera un fenómeno particularmente mexicano, la combinación de escasez y dispendio: faltan cosas elementales, pero el dinero se desperdicia inconmensurablemente. Ello permite que los dueños de entidades como el ISSSTE y el IMSS empleen dineros de pensiones para construir elefantes blancos y transfieran cifras multimillonarias a sindicatos que mantienen a las entidades públicas, y al país, agarradas del cuello.
El problema no es de personas: ninguno de los secretarios de la contraloría o función pública o los encargados de la ASF fueron mejores. Unos aplicaban algunas reglas con mayor severidad que otros, pero todos sirvieron al mismo propósito de (intentar) mantener el control político, no hacer más funcional la toma de decisiones. La ironía es que esos controles no hacen sino propiciar una permanente y consciente irresponsabilidad que es lógica y legítima.
En la medida en que la reforma institucional promueva una mayor representatividad ciudadana y sujete a todos, ejecutivo y legislativo, a la soberanía del ciudadano y del consumidor, el país podría comenzar a avanzar hacia la estabilidad y la funcionalidad. Este es un prospecto que hace poco tiempo era impensable.