…y, al vino, vino

Luis Rubio

Nada ha cambiado desde los setenta en que se evidenció una disputa por el futuro de la nación. Desde entonces tenemos un país profundamente dividido en su visión de futuro, desde entonces vienen chocando dos visiones encontradas: la de los nacionalistas estatistas y la de los modernizadores. Cada una tiene sus raíces en nuestra historia y ambas pregonan soluciones definitivas, pero su enfoque y objetivos son radicalmente distintos. La tragedia es que estamos en el mismo lugar treinta años después. Hemos desperdiciado tres décadas sin poder resolver esta disputa, que ahora se manifiesta en el tema del petróleo.

Las dos posturas que se disputan la primacía en el debate actual reflejan dos visiones del mundo, dos expectativas sobre el futuro y dos momentos del poder político. El discurso dogmático de los nacionalistas estatistas que enarbola una parte de los perredistas y del de los priístas deriva su inspiración en el acto expropiatorio de 1938 y justifica su postura en la lectura, como si fuera un texto sagrado y no un documento vivo, de la Constitución de 1917. Desde esa perspectiva, el petróleo no puede entenderse como una mercancía sino como una fuente de soberanía, un elemento central de la mexicanidad. Esa visión se traduce en dos propuestas concretas: una, que no es posible modificar legislación alguna porque se trata de algo que está por encima de la acción humana. La otra, que sólo el gobierno tiene, y debe tener, la facultad para explotar el recurso y decidir sobre el conjunto de la industria (y, de hecho, sobre el desarrollo del país). Cualquier avezado lector de la realidad de inmediato encontrará una obvia contradicción entre esta postura política y considerar al gobierno de la República como ilegítimo.

La postura que presenta el gobierno y que, de acuerdo a las encuestas, al menos en sus grandes líneas, representa a una franja amplia de la sociedad, entiende al petróleo como un recurso soberano pero también como un instrumento para el desarrollo. Es decir, reconoce la historia y la centralidad de la soberanía sobre los recursos del subsuelo, pero ve al petróleo como un recurso finito, cuya importancia es susceptible al cambio tecnológico, y, sobre todo, lo ve como un medio para lograr el desarrollo económico como objetivo, y no como un fin en sí mismo. La propuesta que ha presentado el gobierno no es de avanzada; si uno observa el contexto mundial, donde hay jugadores que se han tornado en formidables competidores como Petrobras, la iniciativa presentada por el gobierno es sumamente modesta. Una verdadera propuesta modernizadora estaría buscando colocar a PEMEX por encima de la empresa brasileña en tamaño y productividad.

A vuelo de pájaro, mientras que quienes enarbolan la postura estatista pugnan por la inmovilidad, los que abogan por la apertura vinculan el desarrollo del recurso al desarrollo económico. Los primeros no tienen prisa, aparentemente porque suponen que el petróleo seguirá siendo igual de importante en cien años. Los segundos observan la forma en que evoluciona la tecnología y temen que el recurso pierda valor en el curso del tiempo. Ciertamente, a la luz de los extraordinarios precios del barril de petróleo en la actualidad, hoy parece difícil creer que éste pueda disminuir. Sin embargo, no es necesario ir muy atrás en la historia para observar que, como todas las mercancías, los precios fluctúan y el ciclo petrolero tarde o temprano impondrá una dinámica distinta en ese precio. A esos precios es rentable explotar recursos petroleros menos accesibles así como desarrollar substitutos, lo que elevará la oferta y, con ello, disminuirá el precio. Cuando eso suceda, la dinámica de los mercados será distinta.

Pero la disputa sobre la política energética no se agota en la retórica y en la especulación sobre el precio. Detrás de la retórica existe un profundo pragmatismo apenas disfrazado. Ambas perspectivas conciben al petróleo como instrumento, pero ese instrumento es radicalmente distinto. En el planteamiento estatista, al petróleo se le concibe como un instrumento de poder en manos del gobierno, para lo cual demanda absoluta discrecionalidad, es decir, un gobierno todopoderoso capaz de emplear el recurso, y los fondos que éste traiga consigo, sin tener que dar explicaciones o rendirle cuentas a nadie. Detrás de la retórica casi religiosa de la soberanía petrolera se oculta un absoluto pragmatismo donde el recurso debe quedar en manos del gobierno, presumiblemente de un futuro gobierno estatista, mismo que tendría todas las facultades para utilizar los fondos que éste produce de acuerdo a su proyecto de nación. Así, la visión estatista propugna por la restauración del viejo poder presidencial con el petróleo como fuente de financiamiento.

El planteamiento modernizador es igualmente pragmático pero se inscribe en una visión muy distinta del papel del gobierno en la sociedad y en el desarrollo económico. El petróleo no es del gobierno para explotarlo al antojo del presidente en turno sino un recurso, un instrumento, que debe ser explotado de manera racional. Para esto se deben utilizar mecanismos de mercado que determinen el ritmo óptimo de extracción y que combinen las virtudes de la eficiencia que trae consigo la competencia entre distintas empresas en un mismo mercado con la propiedad gubernamental del recurso mismo. La visión modernizadora viene de la mano de la descentralización del poder.

La visión estatista nacionalista fracasó en 1982 porque la concentración del poder llevó a excesos y abusos como le pasa a todo exceso. La visión de mercado nunca se ha materializado porque el gobierno, incluyendo los supuestamente reformistas de los ochenta y noventa, jamás creó las condiciones para que operaran los mecanismos de una verdadera economía de mercado en el país. Los críticos de las privatizaciones tienen razón cuando argumentan que tan malos son los monopolios públicos como los privados y que las privatizaciones poco transparentes acabaron creando mercados protegidos, claramente oligopólicos que resultaron más onerosos para la población. Los erróneos criterios bajo los cuales se llevaron a cabo esas privatizaciones (bancos, carreteras, comunicaciones) operan en sentido contrario al mercado, lo que hace difícil la venta de una visión de eficiencia y desarrollo acelerado.

Lo probable es que sigamos en el mundo del hacer creer donde habrá algunos cambios que aceleren la explotación del recurso, pero no los cambios necesarios para cancelar la opacidad en la asignación de la renta petrolera. Nuestra triste tradición en pleno.

 

Ellos y nosotros

Luis Rubio

La elección presidencial estadounidense ha cobrado formas inesperadas que, inexorablemente, nos impactarán. La elección ocurre en un contexto económico desfavorable en el que, indirectamente, somos protagonistas, sin que eso nos confiera capacidad alguna de afectar el proceso o su resultado. Parafraseando a Trotsky en otro contexto, el mexicano promedio puede no estar muy interesado en la elección estadounidense, pero esa elección está muy interesada en él. Es tiempo de prepararnos para los escenarios que de ahí pudieran emerger.

Más allá de lo que lo que ocurre en Estados Unidos y de cómo factores como los migrantes mexicanos o el comercio bilateral han contribuido a la dinámica del momento electoral, no hay país en el mundo que tenga una estructura tan formidable de presencia política y consular en Estados Unidos como México (con virtuales embajadores en casi todos los estados de esa nación). Un ex embajador canadiense en Washington con frecuencia me comenta su incomprensión ante nuestra incapacidad para convertir esa estructura en capacidad de influencia. La ironía es que México y lo mexicano son temas fundamentales de la dinámica política actual pero, como no somos factor de poder, nos utilizan como el chivo expiatorio más natural.

Tres son los temas centrales: el contexto económico y socio político; la elección misma y sus avatares específicos; y las consecuencias que ambos procesos y circunstancias entrañan para nosotros.

Vayamos por partes. Ante todo, el contexto en el que tiene lugar esta contienda electoral es altamente inusual. No es la primera vez que una elección tiene lugar en momentos de dificultad. Lo que es relativamente nuevo, es el efecto de la globalización en el proceso político. En primer lugar, los americanos están enfrentando la complejidad de la globalización en el plano económico en la forma de una inmisericorde competencia vía importaciones, adquisiciones de activos importantes por parte de extranjeros, especialmente de los llamados fondos soberanos, propiedad de gobiernos, no de empresas, y en el enorme número de inmigrantes, sobre todo ilegales y particularmente mexicanos. En segundo lugar, los ataques terroristas de hace siete años trajeron, por primera vez en su historia, conflictos externos y distantes a su territorio continental. Ese hecho cambió la dinámica ejecutivo-legislativo, la presidencia asumió poderes extraordinarios y, para un país cuya historia se origina en una revolución contra el gobierno, al que se ve con suspicacia, un enorme fortalecimiento del gobierno respecto a la sociedad.

Finalmente, y de particular trascendencia para nosotros, los dos temas más álgidos del contencioso debate actual el comercio y la migración- han sido adoptados, uno por cada uno de los partidos políticos, como lo medular de la agenda política que viene. Los Republicanos han hecho de la migración el corazón de su propuesta para enfrentar el desafío global que enfrenta su país; los Demócratas han enarbolado la protección de su economía respecto de las importaciones como el meollo de su plataforma. De esta manera, sea cual fuere el resultado de la elección, tenemos frente a nosotros tiempos complicados.

Por lo que toca a la elección misma, dado el desprestigio en que ha caído el presidente Bush, todo indicaba que ésta sería la gran oportunidad de los Demócratas. En la expresión estadounidense, ésta era una elección ganada de antemano. Pero, como todos hemos podido observar, los Demócratas no han sido particularmente diestros en asir la oportunidad y se han consumido en una contienda interna particularmente virulenta. No sobra decir, otra vez, que mucha de esa virulencia se refiere a temas que son de nuestra incumbencia y de los que somos, directa o indirectamente, protagonistas. De esta forma, mientras que el candidato Republicano John McCain avanza viento en popa hacia su nominación y está armando su estrategia de campaña con todo el tiempo para nominar a su compañero o compañera de fórmula (tema central dada su edad y los distintos componentes de su base política), los Demócratas apenas están concluyendo un proceso de nominación malogrado. Con todo, no hay que perder de vista el hecho que ha habido casi tres votantes Demócratas en las primarias de ese partido por cada Republicano, lo que sugiere que esa base política está mucho más activa y politizada. La forma en que concluya la nominación del candidato Demócrata y la persona que acabe siendo nominada como compañero de fórmula de McCain seguramente decidirán la elección.

Independientemente del resultado de la elección, dos cosas son seguras. Una, se espera una verdadera vorágine legislativa a partir del próximo enero. Todos los estudiosos y practicantes anticipan grandes iniciativas en materia de regulación, relaciones ejecutivo-legislativo y de promoción económica. Independientemente de quien gane, Estados Unidos ha experimentado grandes cambios de facto en su realidad económica y política en estos años y todo mundo quiere legislar al respecto. Desde luego, tanto el sentido de esa legislación como sus ejes medulares van a depender del resultado del voto.

Y ahí es donde entramos nosotros. Por un lado, los mexicanos residentes en EUA son un tema central del debate pero, como no están organizados, no existen políticamente; y al no existir (y, central en este momento, al no votar) nadie los toma en cuenta. Por otro lado, nuestro formidable aparato consular en ese país está volcado hacia la atención a los mexicanos residentes allá. Es decir, se trata de dos submundos mexicanos en otro país. De esta forma, para ponerlo de manera directa, tenemos dos inmensos activos potenciales que no existen en la realidad política. En lugar de fortalecerlos y convertirlos en fuente de influencia como sugiere mi amigo canadiense, nuestros prejuicios nos llevan a no inmiscuirnos en lo que es legítimo allá, mientras que dedicamos ingentes esfuerzos a ponerle pimienta debajo de la nariz al Tío Sam en la forma de un lugar en el Consejo de Seguridad de la ONU. Paradojas de la vida.

Tanto en materia migratoria como comercial, los americanos están avanzando en direcciones potencialmente muy perniciosas para nosotros (y, sin duda, para ellos). Pero no debemos perdernos en la racionalidad de esas iniciativas, pues ambas son políticas, no económicas. Lo crucial es que, gane quien gane, vienen tiempos aciagos y no estamos preparados para las contingencias. Nuestra incapacidad para utilizar nuestros activos allá hace imposible hacer valer nuestra perspectiva en los dos temas más delicados de la relación bilateral y eso, más que la elección misma, es lo que debería concentrar toda nuestra atención.

 

Capital Humano

Luis Rubio

No hay nada más fundamental para el desarrollo del país y de las personas que el capital con que éstas cuentan. Ese capital, lo que los técnicos llaman capital humano, es la suma de habilidades y conocimientos con que cuenta cada individuo y que le permite actuar, desarrollarse y enfrentar los retos de la vida. El hombre de la era paleolítica requería habilidades que le permitieran cazar para alimentar a su familia. El ser humano de la era de la globalización y la tecnología de la información requiere habilidades muy sofisticadas que comienzan con el lenguaje, las matemáticas y la capacidad de resolver problemas. El hombre primitivo no requería de la educación formal; el ser humano de hoy no puede ser exitoso si no cuenta con una educación excepcional. Es en este contexto que la reforma educativa anunciada esta semana adquiere una extraordinaria trascendencia.

El éxito del hombre primitivo que vivía de la caza dependía mayoritariamente de su fuerza física. Aunque el mundo evolucionó de muchas maneras entre la era paleolítica y la era industrial, las habilidades esenciales que requería una persona para funcionar no eran del todo distintas. La fuerza física siguió siendo central para la actividad del obrero de la era industrial: aunque tenía que seguir instrucciones o entender procesos, lo medular de su actividad, como para el cazador de milenios antes, era física: embonar partes, ensamblar aparatos, mover manivelas, emplear herramientas. En este sentido simplista, la vida del ser humano no cambió mucho en siglos o milenios.

La educación formal adquirió importancia en la medida en que se fue reconociendo que las personas requerían habilidades y conocimientos para poder funcionar en la vida. Así nació la escuela que hoy conocemos como una actividad formal en la que todos pasamos nuestra niñez y adolescencia. Pero esa educación enfatizaba las disciplinas y habilidades del mundo de la era industrial en donde lo importante era entender procesos y seguir instrucciones.

El mundo de hoy ha cambiado de tal manera que esa vieja forma de educar ya no responde a las necesidades de la vida actual. Hoy en día el éxito de las personas ya no depende de su capacidad para trabajar en una línea de producción, característica típica de la era industrial, sino de crear ideas, inventar procesos o desarrollar nuevas tecnologías. La era de la información, esa que tiene que ver con cosas tan diversas como Internet, el cine, las computadoras, la logística, las marcas y otros servicios, no requiere de manivelas o bandas sin fin, sino de personas que emplean sus habilidades para desarrollar personajes, comunicarse, modificar un código de software o saber vender mejor un producto.

En esta era de la información y los servicios, lo que agrega valor y lo que deja dinero en la forma de mejores empleos y mayores ingresos- es todo aquello que está alrededor de la producción de bienes industriales o agrícolas. Es decir, a diferencia de la era agrícola o industrial en las que la productividad dependía de la velocidad con que se producía un bien o los ahorros que se logran en el uso de los insumos, en la era de la información lo central, el verdadero valor agregado, está en la tecnología que permite elevar la productividad de los proceso industriales, en la búsqueda de nuevas formas de producir, en el desarrollo de nuevos productos (por ejemplo, a través de la biotecnología).

En este contexto, la educación adquiere una dimensión trascendental, superior a la de cualquier época anterior. La educación se torna en la piedra angular del desarrollo de las personas, en el factor que hace posible o imposible- que las personas desarrollen las capacidades apropiadas para enfrentar con éxito los retos de nuestra era. Y es por eso que la reforma anunciada esta semana es trascendental.

El sistema educativo mexicano fue diseñado y orientado a las disciplinas de la era industrial y toda su estructura y modo de funcionamiento dependía de los intereses del sindicato. La suma de un inadecuado proyecto educativo y de un sindicato dedicado a controlar a los agremiados en lugar de promover el desarrollo de las capacidades de los educandos nos había colocado en una posición de inmovilidad e incapacidad para ser exitosos, como personas y como país, en la era de la información en que hoy vivimos. El mundo cambiaba y nosotros, gracias a este peculiar arreglo político-institucional, seguíamos atados al pasado.

Es en este marco que hay que apreciar la trascendencia del acuerdo logrado por el gobierno con el sindicato de maestros esta semana. El acuerdo anunciado entraña cuatro cambios radicales: en primer lugar, en franco contraste con el pasado, se hace depender el aumento del salario de los maestros del desempeño del alumno. Es decir, con este acuerdo, los maestros ya no elevarán su salario por la fuerza de su poder monopólico, sino a partir de los resultados que arrojen exámenes estandarizados. El maestro tendrá ahora un interés fundamental en asegurar que el alumno mejore en su desempeño, pues de otra manera no podrá mejorar su propio ingreso.

Un segundo componente del arreglo consiste en que la llamada carrera magisterial, el proceso de actualización y desarrollo de los maestros, se fundamentará en el aprendizaje y actualización en ciencias, lenguaje y matemáticas y tendrá lugar en las mejores universidades del país. Los maestros serán evaluados y ya no será el sindicato quien ofrezca los cursos o determine los resultados. Todo queda enfocado al desempeño de los alumnos.

En tercer lugar, quizá el tema más trascendente en términos políticos, las plazas de profesores serán decididas por medio de concursos de oposición y ya no en la forma tradicional, por los mecanismos de control sindical.

En el corazón de esta reforma se encuentra un sistema de evaluación estandarizada que permitirá conocer el desempeño de los alumnos en todo el país de una manera objetiva e independiente. Los padres de familia podrán saber cómo va la escuela de sus hijos en comparación con las demás y las autoridades educativas y los maestros podrán saber qué escuelas avanzan y cuales retroceden, qué sistemas de organización arrojan mejores resultados y, en una palabra, dónde y cómo se contribuye mejor al desarrollo del capital de nuestros niños.

Aunque probablemente tomará años en poder apreciar el resultado de este acuerdo, el país dio una vuelta extraordinaria esta semana. El gobierno está retomando su autoridad en un tema central para el desarrollo y lo que parecía imposible comenzó a pasar. De consolidarse, ésta podría ser la reforma más trascendente de esta generación.

 

Censura

Luis Rubio

¿Dónde termina la libertad de expresión? ¿Dónde comienza la censura? Desafortunadamente, esta cuestión se ha vuelto una impostergable interrogante en nuestra realidad política y legal. Hasta hace no muchos meses, la discusión pública enfatizaba el lado de la libertad en este binomio; súbitamente, el eje de la prioridad política cambió y ahora es la censura el factor dominante en el accionar político. Y cuando eso pasa, la libertad comienza a sufrir.

Los hechos no dejan duda: la intención de la ley aprobada el año pasado era la de conferirle a los partidos políticos el monopolio de la propaganda y los mensajes políticos. Es decir, se buscaba acotar a la ciudadanía y limitar su capacidad para expresarse sobre temas políticos en el foro público. Los partidos y sus bancadas en el congreso decidieron otorgarse a sí mismos el monopolio de la política y de la expresión pública.

Supuestamente, ese control se limitaría a los periodos de campaña. Sin embargo, como hemos podido observar en los casos de dos anuncios, uno por parte del FAP y otro de un grupo presuntamente ligado al PAN, la interpretación que ha adoptado el nuevo órgano censor, el otrora Instituto Federal Electoral, es que se trata de violaciones a la ley porque no son partidos quienes patrocinaron esos mensajes. Una interpretación tan vasta y abusiva no hace sino establecer un nuevo patrón para el funcionamiento de las libertades políticas y ciertamente no para bien.

El punto de discusión no tiene que ver con el contenido de los anuncios, mensajes o comerciales. Estos pueden ser de un color o de otro, de buen gusto o de mal gusto. El meollo de la discusión es el de la libertad de los ciudadanos a manifestarse en el ágora pública así sea para decir barbaridades, enviar mensajes odiosos o presentar una visión absolutamente sesgada del mundo. La ciudadanía debe tener el pleno derecho de expresarse por el vehículo que prefiera. Desde luego, si alguien, como resultado de algún mensaje, se siente injuriado u ofendido, tendrá siempre la posibilidad de demandar al agraviante por difamación. Una limitante de esta naturaleza permite compatibilizar dos objetivos indispensables en cualquier sociedad: el de la libertad de expresión y el del derecho a no ser difamado.

Pero esa no es la forma en que están evolucionando las decisiones en esta materia. En lugar de acudir a tribunales, las partes que se consideran agraviadas están recurriendo al IFE, entidad a la que han decidido convertir en censor oficial. Ante una situación como ésta, la pregunta relevante es qué sigue. ¿Qué otras libertades se pretenderán coartar? ¿Qué otros ámbitos de la vida pública comenzarán a ser objeto de censura?

Estas interrogantes no son ociosas. Aunque la ley hace una distinción implícita entre medios electrónicos y medios impresos, en términos conceptuales no existe diferencia alguna entre un mensaje político que aparece en un medio electrónico y un artículo de opinión o un desplegado pagado. Si la entidad censora decide interpretar la ley de manera tan amplia que cualquier comercial político o spot puede ser materia de censura, entonces los mexicanos estamos fritos como dice la expresión popular. Y nadie debería tener tanto poder.

Llevando el argumento al absurdo, un político tiene hoy un incentivo infinito para exacerbar el ánimo popular, movilizar a la población, incitar a la violencia e impedir que funcionen las instituciones, pues sabe, primero, que nadie le va a impedir su derecho a manifestarse públicamente. Pero, segundo y no menos importante, ese político puede actuar con absoluta impunidad a sabiendas de que, en el futuro, sobre todo si decide competir por un puesto de elección popular, nadie podrá emplear esas imágenes, argumentos o ejemplos porque eso constituiría una infracción a la ley. Cualquier semejanza con la realidad cotidiana debe entenderse como casual, pero no deja de ser ilustrativo de la mentalidad que llevó a limitar la libertad de expresión.

Como tantas monstruosidades legales y políticas en la historia del mundo, su origen tiende a ser bien intencionado y hasta comprensible. Se legisla algún proceso o cambio para atemperar los ánimos, disminuir tensiones o favorecer a algún jugador, todo lo cual tiene explicaciones coyunturales que sirven de justificación. Pero las cosas evolucionan de formas extrañas. Una vez que existe una ley, los responsables de interpretarla y hacerla cumplir emplean sus propios prejuicios y sesgos, que en muchas ocasiones no coinciden con el espíritu del legislador. No menos relevante es la interpretación que hacen otros actores políticos y que luego emplean para utilizar la ley para fines distintos a los que se pretendía en el origen.

Desde la perspectiva de los políticos, es lógico querer controlar a los medios de comunicación, pues eso hace más simple su trabajo y facilita su desempeño con impunidad. En ausencia de crítica, opinión o incluso relatoría, el trabajo de los políticos deja de ser tema de discusión pública. Pero hay dos problemas con ese razonamiento: uno es que esos políticos no son ciudadanos como cualquier otro, sino representantes de la ciudadanía de manera directa (si ostentan un cargo de elección) o sus empleados si son sostenidos con los impuestos que paga dicha ciudadanía. El otro problema con ese razonamiento es que ese es el camino más rápido de un país al infierno.

Todas estas falibilidades naturales del ser humano son la razón por la cual una sociedad tras otra ha evitado normar o regular la libertad de expresión. Tarde o temprano aparece algún actor al que le importa un bledo el espíritu supuestamente altruista de una ley y comienza a tergiversar el espíritu que la inspiró para ganar terreno con fines no siempre loables. Y ese es el escenario en que se encuentra la sociedad mexicana en la actualidad.

La libertad de expresión no es un valor absoluto pues, en el ejemplo proverbial, uno no puede gritar fuego en un cine lleno de gente sin justificación, pero la censura es sin duda un valor negativo que carcome a las sociedades hasta destruirlas. Por esta razón, es imperativo que la Suprema Corte de Justicia revise con detenimiento los amparos en contra de las restricciones a la libertad de expresión incorporadas al Artículo 41 de la Constitución en el contexto de la reforma electoral del año pasado. Esas restricciones constituyen una afrenta a la ciudadanía y al desarrollo democrático del país porque limitan las libertades y abren la puerta a un mundo de censura y control que los mexicanos no queremos volver a vivir. Es preferible un entorno político contencioso que uno con libertades crecientemente acotadas.

 

Informalidad

Luis Rubio

Aunque a muchos les moleste la presencia de vendedores ambulantes y del comercio callejero, la sociedad mexicana parece haber aceptado la informalidad como una forma legítima de vivir y ganarse la vida dada la hostilidad burocrática y las dificultades inherentes a la creación de empresas formales. Y no cabe la menor duda de que el comercio informal, así como otras actividades económicas que operan al margen de la legalidad, han permitido que innumerables individuos y familias la hagan en la vida como quizá no lo hubieran podido hacer bajo las reglas tradicionales del juego. Es decir, hay una lógica y explicación razonable tanto para la existencia de la economía informal como para la decisión, al menos de facto, de participar en ella. Lo que pocas veces se aprecia es el costo que ésta entraña para la sociedad y el desarrollo económico. A la larga, mientras mayor sea la economía informal, menor será el potencial de desarrollo del país.

¿Por qué surge la economía informal pero, sobre todo, cuáles son las causas de su proliferación y crecimiento? Aunque hay muchas hipótesis, la evidencia sugiere que existen dos grandes temas y perspectivas- que la hacen posible. Primero está el momento en que se establece el primer comercio o fábrica sin permiso alguno, frecuentemente en la calle, sin local establecido. El otro momento, esencial para el nacimiento de la informalidad, ocurre cuando la autoridad responsable (llámese gobierno municipal, que tiene jurisdicción sobre la creación de empresas y la responsabilidad de hacer valer la ley para todos, o gobierno federal, a través de entidades como la Secretaría de Hacienda, de Salud o el IMSS) decide hacerse de la vista gorda. En este sentido, la explicación más frecuente, y convincente, de la existencia de la informalidad es que hay tantas trabas burocráticas para la creación de empresas y para su operación cotidiana, que muchos optan por instalarse sin permiso.

Los primeros informales en instalarse tienden a ser hostigados por diversas autoridades, pero en la medida en su número se incrementa, el poder público tiende a abandonar su función de regulador e inspector y, sobre todo, su responsabilidad ante el conjunto de la sociedad, para convertirse en gestor político de los informales. Es decir, a los ojos de las autoridades municipales, una vez que la informalidad se incrementa, el tema deja de ser uno de autoridad para convertirse en una nueva realidad política. Algunos gobernantes utilizan a los informales para sus propios fines: desde la extracción de mordidas, hasta la movilización para fines políticos. El punto fundamental es que los informales acaban convirtiéndose en una realidad política y, cuando esto sucede, todo cambia.

Si parece evidente la racionalidad que lleva a una persona a establecerse en el mundo de la informalidad, también lo es su permanencia en él. A final de cuentas, visto desde la perspectiva de una persona de origen modesto, la informalidad constituye una oportunidad, quizá la única, para desarrollarse, tener un negocio propio y valerse por sí mismo en un momento en el que el país no genera muchas fuentes de empleo formal, sobre todo para personas carentes de habilidades técnicas típicas de una educación avanzada y con una relativa alta calidad. Lo que es más, desde un punto de vista político, es evidente que la economía informal (al igual que la migración a Estados Unidos) ha tenido el efecto de disminuir tensiones en México. La contraparte de ese beneficio es que la economía informal limita el crecimiento de las empresas y de las personas porque depende de relaciones personales, es decir, nunca se institucionaliza.

Hace no mucho se llevó a cabo un estudio en Rusia sobre el mercado del comercio al menudeo. Muchas empresas internacionales, como la francesa Carrefur y la inglesa Safeway, habían considerado entrar en ese mercado, como lo han hecho alrededor del mundo. El estudio demostró que los comercios informales, que no pagaban renta, impuestos o seguro social, podían ofrecer precios menores que las cadenas comerciales más exitosas del mundo. A primera vista, uno podría concluir que lo ideal sería que proliferaran esos comercios. Sin embargo, lo que el estudio demuestra es que quienes tienen acceso a esos comercios informales obtienen mejores precios, pero la mayoría de la población, la que recurre a comercios establecidos, acaba pagando precios más elevados. Es decir, la economía informal tiene el efecto de impedir la modernización del sector comercial, lo que se traduce en beneficios para unos cuantos y precios elevados para todo el resto.

La economía informal tiene el efecto no sólo de distorsionar los sectores formales de la economía sino también a los procesos de decisión política. En el primer caso, la informalidad distorsiona la competencia e impide la evolución normal de las empresas legales y establecidas. Lo normal (y deseable) es que las empresas más productivas sustituyan a las menos productivas, pues eso es lo que permite elevar los salarios, disminuir los precios y beneficiar al consumidor. La economía informal impide esa evolución, afectando el potencial de desarrollo del país en su conjunto.

Pero el impacto político de la economía informal es todavía peor. La informalidad contribuye a que persista la parálisis que caracteriza al país en la actualidad. Por razones obvias, con excepción de los temas fiscales, toda la discusión que domina al debate público sobre temas como la competitividad y la reforma fiscal es irrelevante para la economía informal. De esta manera, mientras mayor es su tamaño, menor es el interés de la sociedad y de los políticos por resolver los problemas del país en terrenos como el judicial, fiscal o eléctrico, por citar algunos evidentes. Aunque parezca de Perogrullo, como la informalidad opera fuera de los canales formales, no le interesa ninguna reforma en el ámbito de lo formal. Ese hecho se convierte en un factor permanente de freno para el desarrollo del resto de la sociedad.

En adición a lo anterior, la informalidad no está compuesta por hermanas de la caridad. Se trata de un mundo duro, violento, frecuentemente dominado por mafias. En ese mundo, los conflictos y disputas se dirimen por medios informales, lo que desplaza a las fuerzas formales del orden, destruyendo con ello, aun sin pretenderlo, la posibilidad de que se resuelva el problema de la inseguridad que aqueja a la ciudadanía en general. Por donde uno la vea, la informalidad es perniciosa. La pregunta es si habrá la visión y capacidad para lidiar con ella.

 

Reformas ‘¿light?’

Luis Rubio

Todo parece indicar que en lo profundo de nuestro subconsciente colectivo, los mexicanos tenemos alma de guerrilleros. Al menos en la retórica, tenemos una franca preferencia por las grandes soluciones y descalificamos cualquier hecho (decisión, acción o reforma) que no lo transforme todo de una vez. Ante cualquier propuesta de modificación del statu quo surgen las frustraciones y las acusaciones: que no se avanzó nada, que se destruyó todo. El maniqueísmo de nuestro subconsciente es muy revelador de la suma de expectativas desmedidas y frustraciones acumuladas e impide apreciar con objetividad dónde hay avances y dónde no o cuándo una determinada acción entraña cambios relevantes y cuándo no.

Desde que comenzó la era de las reformas en los ochenta, el país se ha batido en una lucha intestina de varias pistas. En el centro está la disputa por el modelo: la construcción de un país moderno y rico frente a la perseverancia de un modelo estatista que logró estabilidad pero no riqueza y libertad. A los lados, en las pistas paralelas están, por un lado, la disputa sobre los métodos para cambiar al país: sobre todo entre quienes consideran que las instituciones existentes, buenas o malas, son el medio necesario para realizar los cambios requeridos, y quienes encuentran en la violencia, los plantones y la imposición un método idóneo para avanzar su causa. En el otro lado está la disputa entre los puristas: aquellos que quieren la perfección y sólo la perfección y aquellos que hacen el verdadero trabajo político y legislativo, con frecuencia diluyendo significativamente los alcances de los proyectos.

Cada una de estas dinámicas ha marcado al país en las décadas recientes y ninguna ha desaparecido. Todas las pistas siguen vivas y activas y caracterizan alguna parte de nuestro diario peregrinar. La toma de Reforma o de la tribuna del Congreso es indicativa de los métodos que se emplean en la lucha; la confrontación de modelos y perspectivas, que llegó a su punto álgido en la elección de 2006 y continúa con el debate energético, muestra de manera patente la disputa central; y el uso de calificativos como excesivo, light, pequeño, anti patriótico, privatizador, etc. ilustra la discusión entre los puristas.

En el devenir de las reformas que se han instrumentado en todos estos años ha habido de todo: reformas exitosas y reformas fallidas, reformas costosas y reformas rentables. La definición misma de éxito o fracaso es un tema de disputa: en ausencia de parámetros convencionales o de algunos que sean aceptados por todos, la definición de éxito queda sujeta a los cálculos políticos o preferencias ideológicas de los interesados. Quizá nada ilustre mejor esta disputa que el caso de Telmex: para algunos esa privatización es el epítome del éxito porque logró convertir un servicio anquilosado y paralizado en una empresa dinámica capaz de ofrecer los mejores servicios a los usuarios; para otros la trasferencia de un monopolio público a uno privado no hizo sino enriquecer a su nuevo dueño, quien no tiene incentivo alguno para ofrecer servicios a precios competitivos. El éxito o el fracaso está en el ojo de quien lo observa.

Otro caso relevante es el del encarcelamiento de Joaquín Hernández Galicia la Quina. Esa acción, emprendida por Carlos Salinas al inicio de su sexenio, mostró la disposición del nuevo gobierno por enfrentar cualquier oposición al cambio de modelo. A la legalita o a la legalona, el otrora líder de los petroleros fue encarcelado. La empresa quedó paralizada unos días, se impuso un nuevo liderazgo sindical, más benigno al régimen, y se cambiaron algunas cláusulas del contrato colectivo, pero pronto se retornó a lo de siempre. Un gran cambio, aparatoso y vistoso, pero sin mayor consecuencia en términos de la funcionalidad de la empresa o de la afectación de beneficios para los sindicalizados. Con esto no quiero minimizar la importancia política del hecho de enfrentar a un poderoso líder obrero, acción que se ha convertido en mención obligada para toda discusión política en el país: el quinazo cambió a México y se convirtió en punto de referencia inevitable. Pero no se puede perder la perspectiva: fue un acto de poder, no un acto de reforma. El hecho de remover al líder petrolero no cambió al sindicato o a la empresa: seguimos teniendo el mismo sindicato abusivo y corrupto y la misma empresa improductiva.

Por definición, una reforma entraña cambios en el statu quo: la afectación de intereses y la modificación de reglas fundamentales del juego. Los actores cruciales en el proceso se ven afectados y no tienen más opción que modificar sus patrones de comportamiento. Son éstas las reformas que se disputan en la pista central: las que modifican la esencia de la realidad económica, social o política del país. Son éstas las reformas que generan cambios en el comportamiento de actores como los sindicatos, empresarios, reguladores, etc. Uno puede estar de acuerdo o en desacuerdo con algunas de las privatizaciones realizadas en las décadas pasadas o con los cambios en regímenes como el de comercio exterior, pero todos ellos modificaron la interacción entre los actores centrales, los involucrados en el proceso, y la política en el país en general.

Desde este punto de vista, vale preguntarse cuándo una reforma es profunda y duradera y cuándo ésta es meramente superficial o light. El contraste entre el cambio de régimen del comercio exterior o la privatización de Telmex y las actuales propuestas de modificación a PEMEX es patente. El país cambió de manera radical como resultado de las nuevas reglas que norman el comercio exterior y, de igual forma, todo cambió con la privatización de Telmex. Telmex es hoy una compañía productiva y no una oficina burocrática, su sindicato aboga por la productividad y lucha por reivindicaciones laborales dentro de un esquema de negociación obrero patronal, no dentro de un marco político. No así PEMEX, donde todo sigue igual, como si la Quina siguiera ahí.

En un entorno tan polarizado es imposible establecer definiciones consensuales de éxito o fracaso. Más allá de las preferencias de modelo que cada uno tenga, parece bastante evidente que una reforma es exitosa cuando logra su cometido: cuando se transforma la actividad o sector en la dirección que se anticipaba sin efectos colaterales indeseables. Lo importante no es si sigue el sindicato o su liderazgo, sino la medida en que su naturaleza cambia. Ahí esta el contraste entre Telmex y PEMEX. El calificativo de light es espurio porque no sirve para determinar nada, excepto evidenciar los prejuicios de quien lo emplea.

 

AMLO

Luis Rubio

Más allá de los agravios que reclama, éste es el discurso que yo quisiera escucharle al activista social que se ostenta como presidente legítimo y que en su cruzada golpea al PRD sin sumar adeptos a su causa y proyecto:

A los mexicanos de todas edades, ideologías, posición social y nivel económico:

A lo largo de los últimos veinte meses me he dedicado a reivindicar el triunfo que estaba convencido de haber logrado en las elecciones de 2006. He visitado todos los rincones del país y he conversado con mexicanos de toda la república. He escuchado posturas e ideas de compatriotas de todo origen y estatura social, desde los más radicales hasta los más conservadores. En este periodo he podido percatarme que los mexicanos somos un pueblo noble que, mayoritariamente, no quiere violencia ni quiere sacrificar lo que penosamente se ha logrado.

En esta perspectiva, me dirijo a ustedes, a todos los mexicanos, tanto a quienes me han apoyado y se han solidarizado conmigo como a aquellos que reprueban las formas o el contenido del movimiento que encabezo y a quienes he atacado en repetidas ocasiones, para proponerles la creación de un movimiento nacional por la estabilidad y la paz, por el desarrollo del país y por su transformación para el beneficio de todos.

Comienzo por renunciar a la pretensión de haber ganado la elección de 2006. Reconozco haberme equivocado al decidir por una estrategia contestataria que nos ha dividido pero no por eso renuncio a mis convicciones y proyecto de construcción de un nuevo país.

A quienes han estado conmigo y han sido activos participantes del movimiento reivindicatorio les aseguro que sigo persiguiendo los mismos objetivos, creo en la transformación del país y albergo la certeza de que juntos podremos construir algo mejor, mucho mejor que lo que hoy existe.

A quienes se opusieron a mi candidatura, votaron por otras opciones y se sienten agraviados por mi discurso y acciones, les aseguro que reconozco los riesgos del activismo radical, me preocupa la posibilidad de que un paso en falso pudiera inflamar al país y les ofrezco un pacto de no agresión; asimismo les invito a dialogar y encontrar mejores formas de sumar esfuerzos y evitar que se nos parta el país.

En retrospectiva, veo que mi campaña para la presidencia adoleció de una imperdonable arrogancia. Las encuestas me decían que una amplia mayoría de la población votaría por mí y eso me hizo descuidar al resto de los mexicanos que, hoy lo reconozco, creían en mi y compartían el mensaje y los objetivos que yo enarbolaba, pero tenían la preocupación, y hasta el temor, de que mi proyecto de desarrollo pudiera traducirse en una nueva crisis económica que el pueblo de México no resistiría. Muchos también temían por la pérdida de sus bien ganadas libertades.

Muchos se preguntarán por qué este cambio de perspectiva. Les digo, les afirmo, que soy hombre de convicciones y que, con la misma serenidad y optimismo que ha caracterizado toda mi carrera política, he estado observando la forma en que evolucionan las cosas, la manera en que tanto mis promotores como detractores entienden mis proyectos y tengo que confesar que la complacencia ha sido desplazada por la preocupación.

En días recientes he podido observar la devoción con que se han comportado las brigadas que organizamos para defender nuestro petróleo (objetivo en el que creo fervientemente), al grado de no ser capaces de diferenciar entre actos legítimos y actos violentos, actos histriónicos y actos conducentes a la construcción de un mejor país. Yo no me voy a asociar con esas tácticas fascistas, yo no voy a ser un Tejero. Mi proyecto no cambia. Lo que cambia es la forma de lograrlo.

Estoy convencido que México requiere un cambio de dirección. La política económica que se ha seguido en las últimas décadas no conduce al desarrollo. Lo único que logra es desigualdad y el imparable empobrecimiento de una parte creciente de la población. Mis convicciones no han cambiado. Pero sí reconozco que los métodos que seguí en una primera etapa eran inadecuados y no lograron sino polarizar al país. En esas condiciones, ningún proyecto de desarrollo es viable.

El pueblo de México es uno y todos los mexicanos merecen un trato digno, cortés y civilizado. Esta convocatoria es una invitación a que todos los mexicanos nos sumemos en un gran proyecto común para el desarrollo en el que no haya perdedores sino muchos ganadores. Un proyecto del cual todos los mexicanos puedan ser socios y beneficiarios.

México tiene que cambiar. Pero el cambio no puede ser a partir de la destrucción de lo existente, sino mediante ajustes trascendentes dentro de nuestro marco institucional. Ese marco tiene defectos, pero es el único capaz de garantizar un proceso de cambio como el que nuestro país requiere en un ambiente institucional de paz. Además, sólo en un entorno de transparencia es posible conducir los asuntos públicos y, por mi parte, reconozco que la conducción de mi administración como jefe de gobierno del DF no fue ejemplar en términos de transparencia. Manifiesto que, de ganar las próximas elecciones, organizaré un gobierno modelo en términos de transparencia y rendición de cuentas. No permitiré que grupos individuales se arroguen derechos y prerrogativas que se constituyan en privilegios particulares.

México necesita una lucha a fondo contra los privilegios y las prebendas. Mi proyecto no es contrario al desarrollo ni se opone a los intereses de empresarios, sindicatos, agrupaciones o sectores. Todo lo contrario. Mi proyecto es incluyente y se propone eliminar aquellos mecanismos que no hacen sino beneficiar a unos cuantos a costa de la totalidad del país. No propongo nada que no sostengan quienes abogan por una estrategia de mercados competitivos.

Mis giras por toda la república me han enseñado que los mexicanos están hartos del abuso y de la falta de progreso. Planteo hoy ante la ciudadanía que yo asumo estas percepciones como la esencia de mi proyecto. Quiero un México en el que de verdad funcionen los mercados; quiero un México de instituciones fuertes; quiero un México en el que todos los mexicanos, sin distinción alguna, tengan la oportunidad de desarrollarse y progresar. Quiero, en una palabra, un México libre de privilegios y abusos.

Mis únicos enemigos son esos: el privilegio y el abuso. En el México de hoy hay muchos privilegios y mucho abuso. Tenemos que luchar contra estos males dentro de los marcos institucionales para defender las aspiraciones libertarias y de justicia del pueblo de México.

Convoco a todos los mexicanos. Sumémonos en un movimiento que verdaderamente transforme a México en orden y paz.

 

Enfoque

Luis Rubio

PEMEX es la onceava empresa petrolera del mundo. Sin embargo, sus índices de productividad y eficiencia son atroces. Emplea mucha más gente que sus pares internacionales, desperdicia mucha más energía que ellas, tiene pésimos resultados de operación y su contribución al desarrollo del país es infinitamente inferior al que podría ser. En otras palabras, el problema de PEMEX no es de dinero sino de administración. Felizmente, la iniciativa de ley presentada por el ejecutivo esta semana se enfoca precisamente a este tema.

El enfoque que adopta la propuesta gubernamental empata con el problema que existe. PEMEX es una empresa que no funciona como empresa; lo que es más, no fue creada para operar como empresa y es administrada como un órgano estatal donde los índices de eficiencia y productividad no son relevantes. Desde su creación, la entidad fue concebida como un instrumento para apaciguar al sindicato, enriquecer a los funcionarios públicos que designara la presidencia y apoyar los proyectos que el gobierno declarara como prioritarios. En una palabra, la entidad fue creada para explotar los recursos petroleros pero con criterios políticos, partidistas y con una infinita tolerancia a la corrupción. Se podría decir lo contrario: se concibió a la entidad como una fuente de corrupción institucionalizada. Y precisamente por eso el sistema político ha sido tan refractario a cualquier cambio en la entidad.

Luego llovió sobre mojado. Por muchos años, la entidad se administró como si fuese la caja chica del gobierno para los fines mencionados. En los ochenta, luego de la crisis originada en la caída de los precios del petróleo, el gobierno intentó reencauzar a la entidad, pero no abandonó los criterios políticos: simplemente los modificó. Con la creación de la entonces llamada Secretaría de la Contraloría, el gobierno sometió a PEMEX a un régimen de control administrativo y de gestión que, aunque quizá pudiera sonar lógico en concepto, tuvo el efecto de paralizar la toma de decisiones.

En lugar de avanzar hacia la construcción de una empresa debidamente organizada y constituida, con los debidos mecanismos de control y rendición de cuentas, el régimen instalado en los ochenta no hizo sino atemorizar a los funcionarios probos y competentes, a la vez que dio rienda suelta a los corruptos. Es decir, no cambió la forma de operar de la entidad, pero sí se introdujeron toda clase de mecanismos de control que sujetaban a los funcionarios a un régimen de terror.

Un muy alto ex funcionario de la entidad contaba la historia de cómo se decidió la inversión de un proyecto para Cantarel: el tamaño óptimo del proyecto, aquel que maximizaba la eficiencia y minimizaba los costos, era mayor al que requería la explotación de los pozos, pero era el más lógico en términos económicos. Los abogados personales de los funcionarios involucrados insistieron que la decisión debía ser por un proyecto de menor envergadura aunque el costo fuera mayor y la eficiencia menor, ya que ese modo de actuar no podría ser objetado por al Contraloría. El país acabó pagando mucho más gracias a la impecable lógica que había engendrado el monstruo de la Contraloría, hoy de la Función Pública.

La iniciativa de ley que presentó el ejecutivo federal esta semana no es muy vistosa porque no promete inversiones multimillonarias ni propone grandes cambios constitucionales que permitieran alebrestar al gallinero, pero hace algo mucho más valioso: propone convertir a PEMEX en una empresa. Más allá de proponer que en algunas áreas de la industria (como ductos y refinación) se permita la inversión privada, el objetivo central de la iniciativa reside en convertir a PEMEX en una empresa sujeta a un régimen de gobierno interno que garantice la transparencia y la obligue a arrojar resultados medidos en términos de eficiencia y productividad. En lugar de que su contribución al desarrollo del país sea por vías indirectas y siempre sujetas a intereses particulares dentro o fuera de la empresa, la propuesta es que el desempeño de la empresa se mida con criterios convencionales de eficiencia. Es decir, separaría la administración de la empresa de la asignación de los recursos que ésta generara, función que ejercería el gobierno.

De ser aprobada la iniciativa, los mexicanos nos encontraríamos ante el inusitado panorama de poder observar si de verdad el gobierno mexicano es reformable como nos dicen nuestros políticos. El tema no es menor: todo en PEMEX está diseñado para avanzar y proteger el régimen de expoliación y privilegios del que goza el sindicato y la burocracia. En lugar de ser la empresa modelo para el país que prometió la expropiación petrolera, PEMEX no es otra cosa que una fuente inagotable de ineficiencia y corrupción. El gran reto que enfrenta la iniciativa que propone el Presidente es el de construir una empresa eficiente y competitiva.

La iniciativa es avezada en algunos rubros y muy limitada en otros. Por un lado, remueve a PEMEX del régimen de control que, a través de la legislación en materia de obra pública y de funcionarios públicos, garantiza que todo esté siempre paralizado sin detener la corrupción. En este sentido, la iniciativa constituye un avance significativo. Sin embargo, para que ese avance no se traduzca en más corrupción y la misma ineficiencia, tendría que garantizarse un régimen de control interno que fuera más creíble y sólido. En la actualidad, en el consejo de le entidad se sientan cinco miembros del sindicato y seis miembros del gabinete. O sea, aunque nos dicen que la empresa es de todos los mexicanos, el sindicato difícilmente un digno representante de la ciudadanía- detenta casi la mitad del control de la empresa. La iniciativa no cambia esa estructura; simplemente propone incorporar a cuatro nuevos consejeros independientes. Difícil de creer que un cambio nominal como éste se podría traducir en un cambio real en la estructura o funcionamiento de la entidad.

Los objetivos que plantea la iniciativa son muy razonables y muy lógicos. Sin embargo, los instrumentos diseñados para lograrlos son tímidos y claramente insuficientes. PEMEX se ha convertido en una vaca sagrada que no es orgullo de mexicano alguno. Todo mundo, incluido el crítico mayor de una reforma, utiliza a la empresa para avanzar sus proyectos particulares. Es tiempo de garantizarle a los dueños, la ciudadanía, que Ali Babá se mude a otra latitud. Aunque los instrumentos que propone la iniciativa son débiles para lograr su cometido, su enfoque es sin duda correcto. La iniciativa tiene que ser aprobada para que México comience a cambiar.

 

Actitud

Luis Rubio

“Cuando la gente se percata de que las cosas van para mal, hay dos preguntas que se puede hacer. Una es ¿qué hicimos mal? y la otra: ¿quién nos hizo esto? Esta última lleva a teorías de la conspiración y a la paranoia; la primera conlleva hacia otra línea de pensamiento: ¿Cómo lo corregimos?” Así plantea Bernard Lewis el problema de las naciones islámicas en la actualidad, en una forma que es absolutamente aplicable a nuestras circunstancias. Casi como respondiendo al planteamiento de Lewis, David Landes, el famoso historiador dedicado al estudio de la riqueza y pobreza de las naciones, agrega que “En la segunda mitad del siglo veinte, América Latina optó por las teorías de la conspiración y la paranoia, en contraste con Japón que, en la segunda mitad del siglo XIX se preguntó ¿cómo resolvemos nuestro problema?”* Si bien en México hay muchos problemas estructurales, ninguno se puede eliminar mientras no exista una actitud decisiva hacia su resolución.

Nuestro problema de actitud es bien conocido. Baste ver las interminables manifestaciones que periódicamente paralizan la ciudad de México para reconocer que hay muy poca disposición a enfrentar nuestros problemas. De hecho, todo parece conspirar en contra: los organizadores de manifestaciones saben bien que es más fácil construir y avanzar posiciones apelando a la víctima que todos llevamos dentro que procurando soluciones concretas, capaces de resolver problemas específicos. La campaña de AMLO en el 2006 fue el epítome de esta actitud: los agravios son tan grandes que nadie debe asumir la responsabilidad de resolverlos.

La sensación de agravio es más amplia de lo que uno pudiera imaginar: no son sólo los campesinos de aquí o los pueblos de allá, poblaciones que al menos tendrían la justificación de que su pobreza es evidente, sino que igual incluye a empresarios y políticos, maestros y deudores. Al referirse a la complejidad de sus inversiones, por ejemplo, hasta los empresarios más exitosos se asumen como víctimas. Se trata de un deporte nacional. Ciertamente, el abuso que han padecido grandes porciones de la población a lo largo de los siglos explica el atractivo de la victimización y la proclividad a explotarla por parte de estrategas que organizan movilizaciones que, valga recordarlo, jamás están orientadas a resolver el problema de los perjudicados, sino a avanzar los intereses de los organizadores.

Lo interesante es que esa actitud de víctima no ha sido característica permanente y universal en la historia del país. Por ejemplo, entre los cuarenta y sesenta, en la era del “desarrollo estabilizador”, la actitud de empresarios, sindicatos y gobierno era la de que, como va el dicho “sí se puede”. Se construían carreteras y se iniciaban empresas, se producía y se creaba riqueza; el sistema bancario crecía y se fortalecía. Hay muchas y buenas razones para criticar aquella era, sobre todo por su fragilidad estructural; sin embargo, lo que nadie puede disputar es que había una actitud proactiva, positiva y constructiva que luego desapareció.

Algo similar ocurriría en los tempranos noventa, periodo en el que se logró un significativo cambio de percepciones. Cualesquiera que hayan sido sus errores y deficiencias, no cabe la menor duda de que Carlos Salinas logró que el país se enfocara, aunque fuera por unos pocos años, hacia el futuro y hacia el resto del mundo, abandonando temporalmente nuestra ancestral propensión de mirar hacia adentro y hacia el pasado. Como en los sesenta, ese cambio de actitud se perdió en la crisis del 94 y 95, crisis que además dio vida a toda la movilización política que culminó en la contienda electoral del 2006 y que consagró no sólo la actitud negativa hacia el progreso, sino sobre todo la sensación de agravio y víctima.

Entender por qué de la negatividad hacia el progreso en general y de la desaparición de los vientos actitudinales positivos y proactivos es vital para nuestro futuro. Estoy cierto de que cada quien tiene una hipótesis distinta sobre las causas de de estos fenómenos y seguramente muchas de ellas serán válidas en su contexto específico. Por ejemplo, nadie puede dudar que padecimos un coloniaje explotador y depredador y que el siglo XIX estuvo saturado de abusos por parte de las diversas potencias de la época. Tampoco se pueden negar los problemas estructurales que caracterizan a casi cada rincón de la vida nacional en materia económica, política social. Sin embargo, como argumentaba Michael Novak respecto a la pobreza y la riqueza, de nada nos sirve entender las causas de la pobreza: de lo que se trata es de entender las causas de la riqueza porque eso es lo que nos podría sacar del hoyo (El Espíritu del Capitalismo Democrático). O, como diría Bernard Lewis, es la diferencia entre una actitud conspirativa y una constructiva.

Independientemente de las causas ancestrales de esa negatividad, todos sabemos que la inauguración de las crisis económicas en los setenta dividió al país. Por un lado se fueron muchos de nuestros políticos que, a partir de los setenta, se sintieron capaces de hacer cualquier cosa y provocaron una incertidumbre permanente: su retórica y sus regulaciones, sus amenazas y su arbitrariedad crearon un ambiente de temor y lograron actitudes timoratas por parte de empresarios y clases medias: nadie quiere asumir riesgos a sabiendas de que siempre hay gato encerrado o un elevado potencial de abuso por parte de la burocracia, los poderosos y los cuates. Por otro lado se fueron los economistas y sus contrastantes propuestas de solución a nuestros problemas. Unos abogaban por reformas profundas con reglas escritas en blanco y negro, otros por un gobierno con amplios poderes para decidir el devenir del desarrollo.

De esta manera, como Odiseo tratando de navegar entre Caribdis y Escila, el mexicano trata de sobrevivir entre la arbitrariedad interconstruida en nuestras leyes y las facultades que políticos y burócratas se arrogan independientemente de las leyes, y las reformas que sin duda han permitido una estructura económica más sólida sobre la que, con la actitud correcta, se podría construir una pujante economía, pero con frecuencia no han probado solucionar lo fundamental. El problema sigue siendo cómo cambiar la actitud que domina nuestro catastrofismo, alimenta el sentido de agravio y crea un terreno fértil para que los vivales abusen, pero no para que el país prospere.

  • (Bernard Lewis en Foreign Affairs, Enero-Febrero 1997; David Landes en Harrison, Lawrence, Culture Matters, 2001).

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Dos Méxicos

Luis Rubio

Impactante la facilidad que los mexicanos tenemos para coincidir en temas como las vacaciones y las prácticas religiosas tradicionales. Increíblemente contrastante es la incapacidad para conciliar posiciones y coincidir en los temas fundamentales del presente y futuro del país. Son estos contrastes los que marcan nuestra realidad tangible, pero también son sugerentes del potencial tan desaprovechado que realmente tiene el país.

La localidad no hace mayor diferencia: igual puede ser una playa en Acapulco o las playas de cemento en el DF; lo mismo es cierto en la celebración de la vida y muerte de Jesús en Iztapalapa que en las iglesias y poblados en los lugares más recónditos. La capacidad para coincidir es impactante. Los días santos permiten observar y reflexionar sobre las coincidencias, pero también sobre las diferencias que nos caracterizan. Son tantas las coincidencias que parecería mera necedad la incapacidad para enfatizar lo que nos une en lugar de hacer lo que más hacemos: disputar, impedir y obstaculizar.

Pasados los días de coincidencias hemos vuelto a la dura realidad cotidiana. Los perredistas se baten en la sangre de su incapacidad para desarrollar una elección limpia y transparente, como si la redención del mundo estuviera de por medio. Las autoridades regulatorias renuevan su saña para atacar a los supuestos causantes de todos los males, cualquiera que sea el ámbito de su competencia. Los legisladores se atacan entre sí, como si su función fuera la de destruirse mutuamente y no la de encontrar formas de conciliar posiciones y avanzar los intereses del país. En el gobierno federal retornamos al business as usual, es decir, a más de lo mismo. Los grandes proyectos están ahí, pero no son el tema central del discurso ni del actuar. Los gobernadores, cuan caballos en el hipódromo, no ven más que la posibilidad de ser candidatos a la presidencia. La responsabilidad de gobernar es lo de menos.

Observando el panorama de estos días reflexionaba yo sobre el contraste entre los dos mundos: el del mexicano común y corriente que coincide con sus pares en querer una vida mejor o, al menos, que los políticos no le hagan imposible su vida cotidiana; y el de los políticos y gobernantes que, en su afán por lograr grandes propósitos personales o nacionales, se empecinan en privilegiar las diferencias y hacer imposible la construcción de un gran esfuerzo nacional hacia el desarrollo y la civilidad.

¿Por qué, me preguntaba, otras naciones con historias similares han podido romper con sus diferencias en aras de transformarse para que todos ganen? Es evidente que los españoles, por citar un ejemplo evidente, tienen perspectivas profundamente contrastantes respecto a la mejor forma de gobernarse y progresar y, sin embargo, han tenido la capacidad para sumar esfuerzos y construir un sistema político funcional y una economía pujante. ¿Por qué no lo podemos hacer nosotros? ¿Será que en el país sólo existe capacidad de funcionar cuando estamos en presencia de autoridades «superiores», aquellas en que ningún común mortal toma decisiones?

Todo parece indicar que el país funciona, y ha funcionado, sólo cuando se trata del César o de Dios, es decir, cuando ha habido un presidente o gobernante autoritario capaz de imponerse y mandar o cuando la autoridad celestial impone sus tradiciones, como es el caso del vía crucis. ¿Será que somos negados para la democracia? Lo evidente es que la dinámica política nacional se alimenta de resentimientos más que de la búsqueda de coincidencias. ¿Será posible cambiar esta dinámica perversa?

Al día de hoy, hay dos fallas casi geológicas que nos dividen. La primera se refiere a la política económica, en tanto que la segunda tiene que ver con la forma de gobernarnos y trasformar al país.

En cuanto a la economía, aunque las diferencias prácticas han disminuido, éstas siguen siendo inmensas en el mundo de la retórica. El gran punto de quiebre tiene que ver con las reformas iniciadas en los 80, que rompieron con el estatismo de los años 70. Es irrelevante discutir los méritos de implantar una estrategia de desarrollo fundamentada en los mercados respecto a los méritos de una economía estatizada, pues la verdadera diferencia no es pragmática sino ideológica y política. La disputa política que ha caracterizado al país en los últimos años ha enfatizado las diferencias en el camino económico, pero los límites de acción reales son mucho más estrechos de los que la retórica sugiere. Lo anterior, sin embargo, no ha disminuido la retórica ni ha servido para educar a nuestros políticos respecto al ambiente que es necesario construir para que el país atraiga inversiones y pueda prosperar.

Las diferencias respecto a la forma de gobernarnos y transformar al país son sugerentes del verdadero conflicto que nos caracteriza. Los mexicanos estamos profundamente divididos y atrincherados en dos lados de una hasta hoy infranqueable barrera: por un lado están aquellos que creen que el progreso se logra dando pequeños pasos graduales dentro de las instituciones existentes, sean éstas buenas o malas; por el otro están aquellos que consideran que la única forma de avanzar es por medio de la violencia, el asalto a las instituciones y la imposición de una nueva forma de gobierno. Estas dos perspectivas representan no solo un contraste, sino una aguda división que aqueja a todos los ámbitos de la sociedad. Pero lo peor es que buena parte de la población se encuentra en un estadio intermedio donde la impunidad es la regla y la destrucción gradual de las instituciones la inevitable consecuencia.

La gran pregunta es si las diferencias de forma que nos caracterizan son conciliables dentro de un entorno democrático. Si uno ve hacia atrás, lo evidente es que el país ha logrado un enorme progreso en las últimas décadas. Nos quejamos mucho y enfatizamos las carencias, pero lo logrado en estos años es en muchos sentidos impactante. Por otro lado, cualquiera que otee el futuro sabe que éste se ve cuesta arriba. Se ve difícil porque hemos optado por hacerlo difícil, cuando no imposible. El país necesita un gobierno con visión y capacidad de articular alianzas legislativas que trasciendan la coyuntura y permitan enfocarnos hacia el largo plazo en un contexto de contrapesos ciudadanos efectivos. Lo que hemos estado viviendo -alianzas para asuntos específicos- impone un elevadísimo costo y, sobre todo, privilegia el conflicto y la distancia. Así no se desarrolla un país.

Lo evidente, como ilustran las coincidencias entre los mexicanos de todos colores y sabores, es que un mejor futuro es realmente posible.

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