Actitud

Luis Rubio

“Cuando la gente se percata de que las cosas van para mal, hay dos preguntas que se puede hacer. Una es ¿qué hicimos mal? y la otra: ¿quién nos hizo esto? Esta última lleva a teorías de la conspiración y a la paranoia; la primera conlleva hacia otra línea de pensamiento: ¿Cómo lo corregimos?” Así plantea Bernard Lewis el problema de las naciones islámicas en la actualidad, en una forma que es absolutamente aplicable a nuestras circunstancias. Casi como respondiendo al planteamiento de Lewis, David Landes, el famoso historiador dedicado al estudio de la riqueza y pobreza de las naciones, agrega que “En la segunda mitad del siglo veinte, América Latina optó por las teorías de la conspiración y la paranoia, en contraste con Japón que, en la segunda mitad del siglo XIX se preguntó ¿cómo resolvemos nuestro problema?”* Si bien en México hay muchos problemas estructurales, ninguno se puede eliminar mientras no exista una actitud decisiva hacia su resolución.

Nuestro problema de actitud es bien conocido. Baste ver las interminables manifestaciones que periódicamente paralizan la ciudad de México para reconocer que hay muy poca disposición a enfrentar nuestros problemas. De hecho, todo parece conspirar en contra: los organizadores de manifestaciones saben bien que es más fácil construir y avanzar posiciones apelando a la víctima que todos llevamos dentro que procurando soluciones concretas, capaces de resolver problemas específicos. La campaña de AMLO en el 2006 fue el epítome de esta actitud: los agravios son tan grandes que nadie debe asumir la responsabilidad de resolverlos.

La sensación de agravio es más amplia de lo que uno pudiera imaginar: no son sólo los campesinos de aquí o los pueblos de allá, poblaciones que al menos tendrían la justificación de que su pobreza es evidente, sino que igual incluye a empresarios y políticos, maestros y deudores. Al referirse a la complejidad de sus inversiones, por ejemplo, hasta los empresarios más exitosos se asumen como víctimas. Se trata de un deporte nacional. Ciertamente, el abuso que han padecido grandes porciones de la población a lo largo de los siglos explica el atractivo de la victimización y la proclividad a explotarla por parte de estrategas que organizan movilizaciones que, valga recordarlo, jamás están orientadas a resolver el problema de los perjudicados, sino a avanzar los intereses de los organizadores.

Lo interesante es que esa actitud de víctima no ha sido característica permanente y universal en la historia del país. Por ejemplo, entre los cuarenta y sesenta, en la era del “desarrollo estabilizador”, la actitud de empresarios, sindicatos y gobierno era la de que, como va el dicho “sí se puede”. Se construían carreteras y se iniciaban empresas, se producía y se creaba riqueza; el sistema bancario crecía y se fortalecía. Hay muchas y buenas razones para criticar aquella era, sobre todo por su fragilidad estructural; sin embargo, lo que nadie puede disputar es que había una actitud proactiva, positiva y constructiva que luego desapareció.

Algo similar ocurriría en los tempranos noventa, periodo en el que se logró un significativo cambio de percepciones. Cualesquiera que hayan sido sus errores y deficiencias, no cabe la menor duda de que Carlos Salinas logró que el país se enfocara, aunque fuera por unos pocos años, hacia el futuro y hacia el resto del mundo, abandonando temporalmente nuestra ancestral propensión de mirar hacia adentro y hacia el pasado. Como en los sesenta, ese cambio de actitud se perdió en la crisis del 94 y 95, crisis que además dio vida a toda la movilización política que culminó en la contienda electoral del 2006 y que consagró no sólo la actitud negativa hacia el progreso, sino sobre todo la sensación de agravio y víctima.

Entender por qué de la negatividad hacia el progreso en general y de la desaparición de los vientos actitudinales positivos y proactivos es vital para nuestro futuro. Estoy cierto de que cada quien tiene una hipótesis distinta sobre las causas de de estos fenómenos y seguramente muchas de ellas serán válidas en su contexto específico. Por ejemplo, nadie puede dudar que padecimos un coloniaje explotador y depredador y que el siglo XIX estuvo saturado de abusos por parte de las diversas potencias de la época. Tampoco se pueden negar los problemas estructurales que caracterizan a casi cada rincón de la vida nacional en materia económica, política social. Sin embargo, como argumentaba Michael Novak respecto a la pobreza y la riqueza, de nada nos sirve entender las causas de la pobreza: de lo que se trata es de entender las causas de la riqueza porque eso es lo que nos podría sacar del hoyo (El Espíritu del Capitalismo Democrático). O, como diría Bernard Lewis, es la diferencia entre una actitud conspirativa y una constructiva.

Independientemente de las causas ancestrales de esa negatividad, todos sabemos que la inauguración de las crisis económicas en los setenta dividió al país. Por un lado se fueron muchos de nuestros políticos que, a partir de los setenta, se sintieron capaces de hacer cualquier cosa y provocaron una incertidumbre permanente: su retórica y sus regulaciones, sus amenazas y su arbitrariedad crearon un ambiente de temor y lograron actitudes timoratas por parte de empresarios y clases medias: nadie quiere asumir riesgos a sabiendas de que siempre hay gato encerrado o un elevado potencial de abuso por parte de la burocracia, los poderosos y los cuates. Por otro lado se fueron los economistas y sus contrastantes propuestas de solución a nuestros problemas. Unos abogaban por reformas profundas con reglas escritas en blanco y negro, otros por un gobierno con amplios poderes para decidir el devenir del desarrollo.

De esta manera, como Odiseo tratando de navegar entre Caribdis y Escila, el mexicano trata de sobrevivir entre la arbitrariedad interconstruida en nuestras leyes y las facultades que políticos y burócratas se arrogan independientemente de las leyes, y las reformas que sin duda han permitido una estructura económica más sólida sobre la que, con la actitud correcta, se podría construir una pujante economía, pero con frecuencia no han probado solucionar lo fundamental. El problema sigue siendo cómo cambiar la actitud que domina nuestro catastrofismo, alimenta el sentido de agravio y crea un terreno fértil para que los vivales abusen, pero no para que el país prospere.

  • (Bernard Lewis en Foreign Affairs, Enero-Febrero 1997; David Landes en Harrison, Lawrence, Culture Matters, 2001).

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Dos Méxicos

Luis Rubio

Impactante la facilidad que los mexicanos tenemos para coincidir en temas como las vacaciones y las prácticas religiosas tradicionales. Increíblemente contrastante es la incapacidad para conciliar posiciones y coincidir en los temas fundamentales del presente y futuro del país. Son estos contrastes los que marcan nuestra realidad tangible, pero también son sugerentes del potencial tan desaprovechado que realmente tiene el país.

La localidad no hace mayor diferencia: igual puede ser una playa en Acapulco o las playas de cemento en el DF; lo mismo es cierto en la celebración de la vida y muerte de Jesús en Iztapalapa que en las iglesias y poblados en los lugares más recónditos. La capacidad para coincidir es impactante. Los días santos permiten observar y reflexionar sobre las coincidencias, pero también sobre las diferencias que nos caracterizan. Son tantas las coincidencias que parecería mera necedad la incapacidad para enfatizar lo que nos une en lugar de hacer lo que más hacemos: disputar, impedir y obstaculizar.

Pasados los días de coincidencias hemos vuelto a la dura realidad cotidiana. Los perredistas se baten en la sangre de su incapacidad para desarrollar una elección limpia y transparente, como si la redención del mundo estuviera de por medio. Las autoridades regulatorias renuevan su saña para atacar a los supuestos causantes de todos los males, cualquiera que sea el ámbito de su competencia. Los legisladores se atacan entre sí, como si su función fuera la de destruirse mutuamente y no la de encontrar formas de conciliar posiciones y avanzar los intereses del país. En el gobierno federal retornamos al business as usual, es decir, a más de lo mismo. Los grandes proyectos están ahí, pero no son el tema central del discurso ni del actuar. Los gobernadores, cuan caballos en el hipódromo, no ven más que la posibilidad de ser candidatos a la presidencia. La responsabilidad de gobernar es lo de menos.

Observando el panorama de estos días reflexionaba yo sobre el contraste entre los dos mundos: el del mexicano común y corriente que coincide con sus pares en querer una vida mejor o, al menos, que los políticos no le hagan imposible su vida cotidiana; y el de los políticos y gobernantes que, en su afán por lograr grandes propósitos personales o nacionales, se empecinan en privilegiar las diferencias y hacer imposible la construcción de un gran esfuerzo nacional hacia el desarrollo y la civilidad.

¿Por qué, me preguntaba, otras naciones con historias similares han podido romper con sus diferencias en aras de transformarse para que todos ganen? Es evidente que los españoles, por citar un ejemplo evidente, tienen perspectivas profundamente contrastantes respecto a la mejor forma de gobernarse y progresar y, sin embargo, han tenido la capacidad para sumar esfuerzos y construir un sistema político funcional y una economía pujante. ¿Por qué no lo podemos hacer nosotros? ¿Será que en el país sólo existe capacidad de funcionar cuando estamos en presencia de autoridades «superiores», aquellas en que ningún común mortal toma decisiones?

Todo parece indicar que el país funciona, y ha funcionado, sólo cuando se trata del César o de Dios, es decir, cuando ha habido un presidente o gobernante autoritario capaz de imponerse y mandar o cuando la autoridad celestial impone sus tradiciones, como es el caso del vía crucis. ¿Será que somos negados para la democracia? Lo evidente es que la dinámica política nacional se alimenta de resentimientos más que de la búsqueda de coincidencias. ¿Será posible cambiar esta dinámica perversa?

Al día de hoy, hay dos fallas casi geológicas que nos dividen. La primera se refiere a la política económica, en tanto que la segunda tiene que ver con la forma de gobernarnos y trasformar al país.

En cuanto a la economía, aunque las diferencias prácticas han disminuido, éstas siguen siendo inmensas en el mundo de la retórica. El gran punto de quiebre tiene que ver con las reformas iniciadas en los 80, que rompieron con el estatismo de los años 70. Es irrelevante discutir los méritos de implantar una estrategia de desarrollo fundamentada en los mercados respecto a los méritos de una economía estatizada, pues la verdadera diferencia no es pragmática sino ideológica y política. La disputa política que ha caracterizado al país en los últimos años ha enfatizado las diferencias en el camino económico, pero los límites de acción reales son mucho más estrechos de los que la retórica sugiere. Lo anterior, sin embargo, no ha disminuido la retórica ni ha servido para educar a nuestros políticos respecto al ambiente que es necesario construir para que el país atraiga inversiones y pueda prosperar.

Las diferencias respecto a la forma de gobernarnos y transformar al país son sugerentes del verdadero conflicto que nos caracteriza. Los mexicanos estamos profundamente divididos y atrincherados en dos lados de una hasta hoy infranqueable barrera: por un lado están aquellos que creen que el progreso se logra dando pequeños pasos graduales dentro de las instituciones existentes, sean éstas buenas o malas; por el otro están aquellos que consideran que la única forma de avanzar es por medio de la violencia, el asalto a las instituciones y la imposición de una nueva forma de gobierno. Estas dos perspectivas representan no solo un contraste, sino una aguda división que aqueja a todos los ámbitos de la sociedad. Pero lo peor es que buena parte de la población se encuentra en un estadio intermedio donde la impunidad es la regla y la destrucción gradual de las instituciones la inevitable consecuencia.

La gran pregunta es si las diferencias de forma que nos caracterizan son conciliables dentro de un entorno democrático. Si uno ve hacia atrás, lo evidente es que el país ha logrado un enorme progreso en las últimas décadas. Nos quejamos mucho y enfatizamos las carencias, pero lo logrado en estos años es en muchos sentidos impactante. Por otro lado, cualquiera que otee el futuro sabe que éste se ve cuesta arriba. Se ve difícil porque hemos optado por hacerlo difícil, cuando no imposible. El país necesita un gobierno con visión y capacidad de articular alianzas legislativas que trasciendan la coyuntura y permitan enfocarnos hacia el largo plazo en un contexto de contrapesos ciudadanos efectivos. Lo que hemos estado viviendo -alianzas para asuntos específicos- impone un elevadísimo costo y, sobre todo, privilegia el conflicto y la distancia. Así no se desarrolla un país.

Lo evidente, como ilustran las coincidencias entre los mexicanos de todos colores y sabores, es que un mejor futuro es realmente posible.

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Competitividad

Luis Rubio

La política es un componente inherente a toda actividad humana y la competitividad de una empresa o de un país no es excepción. En este sentido, es imposible separar la política del conjunto de decisiones y realidades que determinan la capacidad competitiva de una empresa o las condiciones que hacen posible atraer nueva inversión. La política es un instrumento que la humanidad se ha dado para conciliar diferencias, resolver conflictos y avanzar proyectos, pero con gran facilidad puede servir para exactamente lo contrario: generar diferendos y paralizar a una sociedad. La diferencia reside en las instituciones que norman la vida política y los incentivos que motivan las decisiones de los actores políticos. Por años, México se ha visto impedido para avanzar un proyecto conducente a una mayor competitividad porque eso es lo premian los incentivos prevalecientes.

La política es un espacio en el que se conjugan voluntades y se confrontan ideas, intereses y proyectos de todo tipo. La política funciona dentro de los parámetros que establecen las instituciones, tanto las formales como las informales, con que cuenta cada sociedad. Dentro de esos marcos, los políticos actúan, negocian, deciden y conducen los destinos de una sociedad. Pero, en lo fundamental, los políticos no son autónomos: responden ante los estímulos que emanan de sus bases políticas, de los grupos o partidos con los que compiten y de los beneficios o costos que un determinado modo de actuar o decidir les podría representar. De esta manera, cuando las normas y preferencias sociales propician la toma de decisiones, la discusión de nuevos paradigmas y la asunción de riesgos, los políticos avanzarán nuevos proyectos y estarán dispuestos a probar opciones que en otras condiciones podrían parecer disonantes. Por el contrario, si esas mismas normas y preferencias sociales tienden a premiar la inacción o castigan la asunción de riesgos, los políticos responderán de la manera más conservadora posible.

Aunque todas las sociedades tienen preferencias históricas respecto a los riesgos que están dispuestas a asumir, hay periodos que propician actitudes más conservadoras, en tanto que otros producen el resultado opuesto. En algunas ocasiones, un liderazgo eficaz puede provocar grandes cambios y transformaciones en una sociedad tradicional y conservadora, y viceversa: aun en sociedades acostumbradas a procesos constantes de cambio, hay momentos y circunstancias que limitan o impiden el ejercicio eficaz del poder.

En nuestro caso, la sociedad mexicana se ha tornado crecientemente conservadora en el sentido de propiciar cambios y asumir riesgos que podrían incrementar los niveles de productividad, atraer más inversión y generar tasas elevadas de crecimiento económico. La pregunta es por qué.

De entrada, uno supondría que una mayor tasa de crecimiento económico sería aplaudida por toda la población porque, aun en sociedades y economías burocratizadas y escleróticas como la nuestra, el crecimiento de la economía permite romper paradigmas, penetrar feudos y cambiar el statu quo. Sin embargo, aunque todo mundo clama por mayores tasas de crecimiento, es evidente que en los últimos años han sido mucho más poderosas las fuerzas que se oponen a los cambios y reformas que podrían propiciar ese crecimiento que aquellas que están dispuestas a promoverlo.

Para elevar su tasa de crecimiento, una economía requiere emprender diversas reformas que pueden ser del tipo de las que se han discutido en México por años o de distinta naturaleza, pero el hecho de reformar entraña decisiones y acciones políticas porque, en su esencia, una reforma implica una afectación de intereses y, por lo tanto, una alteración del statu quo. Es decir, una reforma entraña ganadores y perdedores; si la reforma está debidamente concebida e instrumentada (algo que no ha sido frecuente en nuestro país), los ganadores serían tantos más que los perdedores, que el resultado brillaría en la forma de amplios beneficios sociales. Por su parte, los intereses que se benefician del statu quo harán hasta lo imposible por impedir que se lleven a cabo cambios que los afecten. Lo peculiar en México es que con gran frecuencia la población apoya y sustenta los intereses de esos grupos a pesar de que, desde un punto de vista analítico, parecería que no actúan en su mejor interés.

Como se decía al inicio, los políticos responden ante los estímulos que enfrentan. Dada la estructura política de nuestro país y la poca representatividad social que caracteriza a nuestros partidos y políticos, la política mexicana tiende a propiciar la sobre representación de los grupos de interés más poderosos, igual los de carácter político-burocrático que sindical y empresarial, todo lo cual favorece al statu quo. Esta situación se explica por diversas circunstancias entre las que sobresalen: la ausencia de reelección, la peculiar naturaleza del sistema de representación proporcional y la fortaleza de diversos grupos de interés como sindicatos, grupos informales pero unidos por un propósito o ideología común- que guardan amplia cercanía con partidos o grupos políticos dentro de los propios partidos.

Pero lo interesante, y quizá el mayor desafío político que enfrenta el país para elevar sus niveles de productividad y con ello una mayor tasa de crecimiento de la economía, es que, en general, la sociedad no percibe beneficios de una eventual alteración en el statu quo. Es decir, en términos generales y de manera implícita, la población mexicana ha llegado a la conclusión de que un mayor crecimiento de la economía sólo beneficiaría a los intereses más poderosos de la sociedad y, por lo tanto, considera que no vale la pena asumir el costo o los riesgos de promoverlo. Esa es la razón por la cual la sociedad mexicana vota por la estabilidad y se opone a una transformación o modernización que, en papel, pudiera beneficiarla. Mejor el statu quo que algo todavía peor.

La implicación fundamental de esta realidad es que una transformación real de la sociedad mexicana sólo es posible en la medida en que, por la vía del ejemplo, el gobierno modifique actitudes y percepciones. Y el ejemplo no puede ser otro que el del ataque frontal a los privilegios e intereses que la sociedad asocia con el poder, el abuso y la inflexibilidad que son el pan de cada día de la política. La competitividad del país mejorará sólo en la medida en que cambie el statu quo y no al revés.

 

Mal manejo

Luis Rubio

Cuando un barco se está quemando, la primera prioridad tiene que ser salvar a la nave y a los pasajeros y no a miembros individuales de la tripulación. En el caso de Juan Camilo Mouriño, el gobierno del presidente Calderón enfrenta la prueba más dura de su mandato y, al menos hasta ahora, no ha logrado siquiera definir la naturaleza del problema ni sus implicaciones. Independientemente de la veracidad de la información en contra del Secretario de Gobernación o de si éste haya cometido un delito, es evidente que se trata de un embate político y no legal. El excandidato opositor ha logrado asestar un duro golpe político al gobierno, mientras que éste intenta manejarlo como si se tratara de un mero asunto de trámite legal. No son fáciles las opciones para el Presidente, pero a menos de que pronto logre cambiar los términos de referencia en la vida política del país, puede aquí acabar experimentando su Atenco.

El primer error del gobierno ha consistido en tratar el asunto como legal, cuando es político; el segundo ha sido montar una defensa a ultranza así se implique al propio Presidente en el camino; finalmente, en lugar de buscar opciones, se ha atrincherado. Esta no es una manera seria y responsable de administrar una crisis.

El objetivo principal del gobierno tiene que ser el de mantener su viabilidad como entidad gobernante y eso implica control de sus procesos, capacidad de interlocución, probidad frente a la opinión pública y habilidad para administrar las situaciones de crisis que inevitablemente se presentan en toda sociedad. En lugar de afianzar estas capacidades, el gobierno se ha empecinado a defender a un funcionario sin reparar en los costos de sus acciones.

Lo anterior no quiere decir que un gobierno tenga que entregar la cabeza de un funcionario cada que éste sea desafiado en los medios por fuentes de oposición. Seguir una línea de esa naturaleza implicaría entregar el gobierno a sus rivales. Sin embargo, una estrategia que privilegia la defensa de un funcionario por encima de la viabilidad del gobierno no parece muy inteligente o lógica.  Esto podría ser particularmente delicado si la población y la opinión pública acaban concluyendo que se toleran bajos estándares éticos, pues eso transferiría el problema al propio presidente de la República.

El país enfrenta una potencial crisis política no por lo que haya firmado o no el actual funcionario, sino por la torpeza con que se están administrando los procesos y circunstancias. Al día de hoy, el presidente tiene tres opciones, al menos en concepto: seguir defendiendo al funcionario, capitular ante sus contrincantes o cambiar los términos de la discusión pública.

La defensa que hace el gobierno del Secretario de Gobernación es comprensible y lógica. Primero y ante todo, no se ha demostrado ilegalidad alguna en los actos que se le imputan. Segundo, existe una larga relación personal entre el Presidente y el funcionario. Finalmente, un gobierno tiene que actuar frente a su oposición. Todo esto hace comprensible y explicable el actuar gubernamental, pero no lo hace lógico. Peor, le está llevando al gobierno en su conjunto a convertirse en parte de la crítica situación, con lo que corre el riesgo de acabar siendo el problema.

Valdría la pena traer a colación una anécdota que tuve la oportunidad de observar con relativa cercanía en su momento. El presidente Zedillo enfrentó varias situaciones críticas de una naturaleza similar a la que actualmente padece el Presidente Calderón al inicio de su sexenio. Primero, literalmente unos días después de iniciado su mandato, experimentó el embate relacionado con las credenciales académicas de su entonces Secretario de Educación. Dos semanas después, en medio de la peor crisis financiera que jamás haya enfrentado el país, le renunció su Secretario de Hacienda. Finalmente, no pasó un semestre antes de que su Secretario de Gobernación se tornara insostenible. Un común denominador de los tres funcionarios era que se trataba de personas cercanas al presidente y, al menos uno de ellos, amigo cercanísimo. Lo interesante para mí como observador externo fue la forma en que el entonces presidente Zedillo cambió frente a esa situación. En lugar de lamentarse y defender a capa y espada a sus funcionarios, se sintió liberado. Al ya no tener amigos cercanos y personales obtuvo la distancia necesaria para poder funcionar con subordinados profesionales que, a partir de ese momento, podrían ser removidos sin contemplación. Ese no acabó siendo un gran sexenio, pero ilustra la necesidad de un presidente de preocuparse por su responsabilidad y no por la de cada uno de sus funcionarios en lo individual.

Desde esta perspectiva, puede ser injusto sacrificar a un funcionario cercano, máxime la calidad moral del acusador que, como ilustra su paso por el DF, no fue pulcro e impecable, pero ese no es el tema. La situación ha escalado hasta tornarse crítica, al grado que el secretario de gobernación ha perdido toda capacidad para ejercer sus funciones. Sin embargo, capitular y entregar su cabeza a la oposición en este momento implicaría un suicidio. Es quizá esa la razón que le ha orillado al Presidente a buscar caminos intermedios y negociaciones laterales con otros partidos, pero nada de eso constituye una solución duradera.

En el fondo, el problema actual reside en la debilidad del equipo que acompaña al presidente, donde hay muy pocos verdaderos políticos experimentados y profesionales en el gabinete, es decir, políticos con probada capacidad de interlocución y operación con todas las fuerzas políticas. Esta realidad ha fortalecido a su oposición dentro del PRD, debilitado a sus aliados potenciales y lo ha hecho totalmente dependiente del PRI.

En un escenario ideal, el presidente debería renovar a la parte de su equipo que no tiene las características políticas necesarias para desempeñar sus funciones, aceptar las pérdidas que ha sufrido en aras del futuro y encontrar oportunidades que le permitan cambiar los términos de referencia de la discusión actual. Y ese es el tema nodal: la crisis actual no tiene solución a menos de que todo el país comience a enfocarse en una dirección distinta a la actual, porque lo existente está viciado y no permite soluciones convincentes.

En condiciones similares, DeGaulle firmó la paz con Argelia, Sadat fue a Jerusalém y Salinas metió a La Quina al tambo. Es tiempo de que el presidente Calderón haga valer las prerrogativas de su función y le de nuevos bríos a su gobierno y al país.

 

Gran confusión

Luis Rubio

A río revuelto, reza el dicho, ganancia de pescadores. En el tema energético, parece haber tres tipos de actores: los que revuelven, los que intentan pescar y los que no saben para quien trabajan. Lo más interesante de la película energética actual es que hay un actor, López Obrador, dominando el panorama y obligando a todos los demás a confundirse. Porque el objetivo de AMLO no es el petróleo sino el protagonismo: está utilizando un tema políticamente cargado para lograr prominencia política. En el camino, está inhibiendo toda discusión seria, lo que abona a su protagonismo y, al menos hasta el momento, no se ha encontrado con nada ni nadie, excepto su propia violencia verbal, que desacredite su estrategia. La pregunta clave es dónde quedan los millones de mexicanos que siguen siendo pobres gracias al mito petrolero.

Lo más patético es que el debate sobre el petróleo, como el del país, sigue siendo sobre el pasado. Nadie parece tener la mirada en el tipo de industria petrolera que el país requiere a la luz de la realidad de hoy, el siglo XXI globalizado, que en nada se asemeja a las circunstancias de 1938. La solución no está en hacer pequeños cambios legales a la estructura de la empresa petrolera, sino en reconcebir la función que debiera tener la industria para beneficio del desarrollo del país. Sólo una visión así puede cambiar la naturaleza perversa del conjunto de monólogos en que vive el país en la actualidad.

El problema de PEMEX, todos lo sabemos, no es económico. Con toda su ineficiencia, corrupción y desperdicio, la empresa genera ríos de dinero. El problema del sector petrolero del país es que no existe una concepción integral de industria, ni una actitud abierta a reconocer las formas en que el mundo del petróleo y la energía han ido evolucionando en las últimas décadas hasta convertirse en sector central del desarrollo económico de los países productores. Antes bien, en nuestro entorno político predominan los intereses particulares y las salidas fáciles para evitar decisiones difíciles. En adición a esto, para prevenir que se lleven a cabo discusiones serias sobre el tema se nutren mitos y más mitos, que no hacen sino alimentar la ignorancia y mantener el statu quo que, no sobra decir, sólo beneficia a unos cuantos.

El principal de los mitos es la idea de que alguien –el gobierno, los malosos, el PRI, los empresarios, quien sea- quiere privatizar la industria. Nunca, desde luego, se especifica aquello que supuestamente se pretende privatizar. El uso del término “privatizar” como adjetivo sirve para descalificar y, con eso, cerrar la posibilidad de cualquier discusión. Cualquiera que observe el panorama internacional va a notar que en la abrumadora mayoría de las naciones que cuentan con petróleo o gas es el gobierno el que es dueño de los recursos. Parecería evidente que esa no es una discusión relevante en nuestro país: la noción de privatizar la propiedad de los recursos del subsuelo es simplemente absurda y no cuenta con un solo proponente (al menos serio).

La discusión de fondo debería ser sobre la naturaleza de la industria petrolera que el país requiere y sobre la forma en que esa industria debería estar integrada. En otras palabras, es indispensable partir de una definición del conjunto de la industria para luego enfocarse al papel que, en esa definición, correspondería a la empresa petrolera actual. Una discusión sensata sobre la industria (que evidentemente no es la que actualmente tenemos) debería comenzar por analizar la organización y características del mundo petrolero y energético mundial para, en ese contexto, situar el fenómeno mexicano.

Tendríamos que estar analizando y respondiendo a interrogantes como: ¿qué tipo de energía se va a requerir en los próximos cincuenta años? ¿Cuál es el futuro de los campos petroleros actuales? ¿Qué tecnologías requiere la industria? ¿Cuáles son nuestros rezagos respecto a otras naciones? ¿Cuál es la organización más eficiente para desarrollar y explotar los recursos con que contamos? ¿Quiénes son nuestros competidores? ¿Cuándo es más económicamente racional exportar crudo y cuándo es rentable emplearlo para producir petroquímicos y productos refinados? Por encima de todo: ¿qué papel juega, o puede jugar, la industria petrolera mexicana en el desarrollo del país?

Mientras no respondamos a interrogantes de esta naturaleza, seguiremos trabajando para mantener el statu quo y, por lo tanto, la corrupción y la ineficiencia. PEMEX es una empresa que se fue construyendo a lo largo del tiempo y respondiendo a circunstancias que nadie planeó de antemano. En el camino, la empresa acabó siendo presa de toda clase de intereses internos y externos. El primero en apropiarse de la empresa fue el sindicato; luego vino a compartir el banquete su insaciable burocracia. A partir de los ochenta, fue el gobierno federal el que se llevó la gran tajada y se hizo dependiente de los recursos derivados del petróleo. Más recientemente, gracias a la ridícula fórmula de distribución de “excedentes”, son los gobernadores los que se han hecho adictos al caudal de dinero que se deriva de la exportación de crudo. En suma, tenemos una industria sin definición, a la deriva en un mar de intereses creados, y una empresa que no es otra cosa que la caja que nutre todo el desperdicio del gobierno federal, de los gobernadores y, a través del sindicato, del PRI.

La verdad es que el statu quo es muy funcional para todos los beneficiarios de este proceso. Aunque sin duda hay políticos serios y responsables planteando y estudiando alternativas a la estructura actual de la industria, nadie está discutiendo lo esencial. Unos quieren proteger su fuente de ingresos, otros aprovecharla como plataforma política, pero nadie está replanteando la función del petróleo en el desarrollo del país.

Podemos discutir sobre la explotación de los recursos en aguas profundas o sobre la gasolina que importamos, el estado de la infraestructura (oleoductos, plataformas y demás), las diferencias entre petroquímica básica y secundaria o sobre la participación o no de la inversión privada. Sin embargo, no es ahí donde está el meollo. El tema central es la naturaleza de la industria que el país requiere y cómo debe y puede construirse una industria idónea para el siglo XXI. Este es el tema de fondo porque es el que permitiría lograr lo que la mayoría dice que quiere: mayor eficiencia, productividad e impacto en el desarrollo del país. Y no hay que caer en la confusión intencional: la forma en que se resuelva esto es clave para millones de mexicanos que demandan prosperidad y no mitos o propiedades ficticias.

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Grupo de presión

Luis Rubio

¿Por quién debería apostar México? ¿Por el pasado o por el futuro? ¿Por el consumidor o por el productor? ¿Por los grupos de interés creado o por las empresas que todavía están por nacer? ¿Por las cúpulas sindicales abusivas o por los derechos de todos los trabajadores? ¿Por el mérito o por el privilegio? ¿Por la modernización institucional o por el statu quo? ¿Por el crecimiento acelerado o por el mantenimiento de la distribución actual de la riqueza? Estos son los dilemas medulares que el país tiene que resolver y definir. Todo indica que algunos de esos dilemas estarán en la palestra legislativa más temprano que tarde.

El tema es la iniciativa de ley que flota en el poder legislativo sobre la creación de un “Consejo Económico y Social de Estado” (CES). Se trata de una propuesta que se ha venido gestando desde hacer varios años y que no ha cambiado de naturaleza: su objetivo es el de preservar la discrecionalidad que impide que el país cuente con reglas claras y predecibles para que la economía pueda prosperar para beneficio de todos los mexicanos. Se trata de una burda propuesta de corte fascista para preservar privilegios.

En un país de alma corporativista como el nuestro, todo se quiere resolver en privado. Existe una marcada tendencia por evitar el debate público, presentar puros fait accompli, es decir, decisiones tomadas de antemano sin el tipo de discusión que sería normal y necesario en una democracia. Nuestra historia es propensa a decidir en privado los temas donde la opacidad y el tráfico de influencias son práctica común.

La idea de crear un CES consiste en formalizar ese mundo de arreglos privados y de tráfico de influencias y privilegios a través de un mecanismo formal de presión cuyo objetivo es proteger los intereses de sus integrantes. De crearse semejante instrumento, el obstáculo para la modernización del país quedaría interconstruido en el proceso político y legislativo.

El proyecto de crear un Consejo de esta naturaleza lleva años siendo promovido por las organizaciones sindicales más militantes y favorecidas del país, así como por algunas cámaras empresariales que se han sumado al objetivo de institucionalizar los privilegios de que gozan. Todos los integrantes del grupo que promueve la creación de este mecanismo tienen la fuerte convicción de que el país funcionaba mejor antes, cuando la toma de decisiones estaba concentrada, pero sobre todo cuando el criterio que animaba las decisiones sobre todo en materia económica residía en la preservación del statu quo.

Los objetivos que propone la iniciativa de ley hacen imposible no caer en un cinismo irredento. Según la iniciativa, el CES propone objetivos aparentemente inofensivos, hasta inocentes, pero que en realidad implican una transformación del régimen de (medio) libertad económica que nos caracteriza. Las atribuciones que tendría el Consejo incluirían algunos como los siguientes: “promover el diálogo, la deliberación… y la concertación entre los …sujetos sociales y económicos”, “ser órgano de consulta obligatorio”, “formular recomendaciones…”, “eliminar la desigualdad e inequidad de las mujeres”, “analizar los problemas generales”, “promover iniciativas de ley”, “interponer demandas de controversia constitucional”, “elaborar investigaciones”. En suma, ser un órgano de presión política.

Los objetivos podrían parecer razonables pero cuando uno ve la integración que se propone para el CES, se puede apreciar su verdadera naturaleza. Lo que se busca es oficializar y centralizar la representación del corporativismo: organizaciones sindicales, empresariales y de la sociedad civil. Da la impresión de que, en el fondo, se trata de recrear al viejo PRI como organización capaz de sumar  a las organizaciones, cámaras y empresas que acaparan el poder y que buscan impedir que el resto de la población tenga la oportunidad de competir, crecer y desarrollarse.

Los objetivos que se propone perseguir el CES y la integración de sus miembros revela lo que yace detrás de la iniciativa: se busca preservar lo existente, lo que inevitablemente implica negar la posibilidad de un futuro distinto. Por ejemplo, hoy lo crucial para el desarrollo económico reside en la agregación de valor, sobre todo en servicios. Sin embargo, este organismo excluiría de entrada a cualquier cámara, asociación o empresa que se dedique o pretenda dedicarse a esa línea de negocio por la simple razón de que no tendría “representatividad” como supuestamente si la tienen las viejas y caducas organizaciones sindicales o las empresas oligopólicas.

En realidad, el CES procuraría objetivos como los siguientes: a) promover los intereses de los integrantes del propio Consejo; b) proteger lo existente; c) definir la identidad nacional en términos de lo que convenga a los miembros del Consejo; d) promover una definición de competitividad que sirva para preservar lo existente, así implique negar otras formas de competencia, otro tipo de empresas, otros sectores de la economía. Un proyecto como este no sería más que otro clavo en el ataúd del futuro económico del país.

El CES se convertiría en un grupo de presión al servicio de los intereses más retrógrados del país, retrógrados porque ven su futuro en mantener el pasado, no porque sus dueños o integrantes sean personas indecentes o impresentables. Se promovería la preservación de los monopolios públicos y privados que impiden que se liberen las fuerzas productivas y que se desarrolle cada individuo y cada región. Una entidad de esta naturaleza no haría sino anular los ya de por sí pocos derechos ciudadanos, político y económicos que como votantes y consumidores tenemos.

Un CES no constituye un complemento, sino un substituto, una alternativa a un sistema político que aspira a ser democrático y representativo y a una economía que busca generar oportunidades para todos los integrantes de la sociedad, sin excepción, a través de la competencia y la productividad. Los objetivos que los promotores del CES ven como positivos son precisamente los que impiden el desarrollo de una economía moderna y competitiva. Por todo eso es una pésima idea que nuestros legisladores deberían rechazar sin contemplación.

En lugar de un CES, nuestro congreso debería abocarse a eliminar las fuentes de privilegio que hoy mantienen amarrado al país. Es decir, se debería adoptar un marco regulatorio libre de preferencias y privilegios para comenzar a limpiar al país de las fuentes de poder y riqueza que nutren a quienes hoy las quieren perpetuar a través de un CES. Eso es lo que requiere el país; no un Corporativismo Eternamente Sobreprotegido.

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Nueva normalidad

Luis Rubio

La vida transcurre con naturalidad; la gente va a sus quehaceres, sale y entra de tiendas, oficinas y escuelas, va a la iglesia y se conduce como siempre. Excepto que esta cotidianeidad es sólo apariencia. Nadie parece darse cuenta de que las cosas han cambiado o que hubo un momento en que alguien tomó la decisión de modificar la realidad. Lo perciba la gente o no, se trata de una nueva normalidad.

La penetración del narco en las comunidades colombianas, desde las más chicas hasta las más grandes, es impactante no por el hecho mismo de que una de las actividades más rentables y prolíficas crezca y se desarrolle, sino por la forma en que cambia a las poblaciones en las que tiene lugar. La imagen que los mexicanos nos hemos formado del narco, al menos a través de los medios, es la de una bola de matones llenos de armas disparando sin ton ni son, ajusticiando a sus rivales e imponiendo su ley. Dos publicaciones colombianas cuentan una historia muy distinta que debería encender todas nuestras alarmas.

Germán Castro Caycedo, un distinguido periodista colombiano, ha dedicado su vida a describir diversas facetas de la vida de su país y, dada la realidad de su entorno, los temas de las drogas nunca están muy lejos de su pluma. El libro La Bruja cuenta muchas pequeñas historias que, poco a poco, van conformando la película de esa nueva realidad que mencionaba yo al principio.

No son los matones de las fotografías periodísticas quienes cambian la realidad cotidiana, sino algo mucho más sutil como el dinero. El dinero del narco cambia la realidad de los pequeños poblados, comunidades y ciudades en modos que nadie va percibiendo. Las tiendas venden un poco más, las escuelas reciben un donativo, el párroco del pueblo súbitamente cuenta con recursos que le permiten hacer obras que antes ni soñando podía realizar. El influjo del dinero, gradualmente va cambiando la fisonomía de las localidades y, sobre todo, de la sociedad. Más dinero implica más gasto y más gasto crea nuevos negocios: restaurantes, cafés, tiendas y giros negros. También implica que los gobiernos locales se tornan dependientes del dinero del narco y, con frecuencia, sus socios.

El cambio más notable se da en la composición de las relaciones sociales. Los narcos de cada pueblo comienzan siendo intrusos, pero poco a poco se convierten en el centro de atención, convirtiendo a la población en súbditos sin que nadie lo note. Sus hijas son despreciadas en un principio pero pronto se vuelven las quinceañeras más codiciadas de la localidad. El tema es que la penetración gradual y paulatina, de hecho no deliberada, del dinero del narco cambia los valores de la población en formas que nadie podía anticipar y, en la mayor parte de los casos, en formas de las que nadie se percató. En este contexto, por ejemplo, la comunidad acaba viendo a los narcotraficantes como parte integral de la sociedad y la vida cotidiana, al grado en que los defienden a capa y espada, y en ocasiones hasta con su vida.

El narco trastoca todos los principios de la vida de una población al grado en que valores como la legalidad y el mérito acaban siendo raros, anormales, inusuales. No es casualidad que cuando, en este escenario, llega un gobierno a tratar de retomar un territorio controlado por el narco se encuentre no solo con el escepticismo de la población sino, en muchos casos, con su abierta oposición. El odio y la indiferencia hacia el resto de la sociedad acaban imponiéndose.

Fernando Vallejo cuenta una historia muy distinta en naturaleza, pero idéntica en sus implicaciones. En La Virgen de los Sicarios relata una maravillosa, pero apocalíptica, historia del otro lado de la moneda del narco y sus consecuencias de corrupción sin límite. Lo interesante y significativo de la realidad, casi mágica, que describe con habilidad es, otra vez, que se trata de una normalidad que nadie cuestiona. Lo anormal cobra vida propia hasta que deja de ser anormal para convertirse en natural y cotidiano.

La escalofriante historia que cuenta Vallejo es sobre los sicarios, los instrumentos que emplean los narcos para matar, ajusticiar y mantener el orden. El autor describe pueblos enteros, comunas les llama, donde los niños difícilmente llegan a los quince años porque para entonces ya fueron reclutados como sicarios o asesinados en fuego cruzado de cualquier origen. Estos niños en edad, pero adultos en funciones, desarrollan mecanismos de protección moral que les permiten sobrevivir. De esta manera, por ejemplo, un cura revela la confesión de un muchacho sin rostro, en la que el sicario reconoce haberse acostado con la novia, pero de los muertos que llevaba sobre su espalda no mencionó nada puesto que esos pecados no eran suyos ya que simplemente estaba haciendo un trabajo para otros: que se confiese el que los mandó matar. Y el cura lo absolvió.

La vida en esas comunas se transforma en un mundo al revés donde las policías no defienden a los que son asesinados sino a los que los matan, las funerarias adquieren un valor comercial inusitado, los médicos lucran con los heridos al por mayor, a los periodistas que en Italia llaman paparazzi, aquí son buitres. Por su parte, los sicarios hierven sus balas en agua bendita obtenida en la iglesia para no fallar y se aferran a una virgen con las esperanza de mirarse como aquello que no son: niños inocentes. Página por página se construye el estremecedor relato de una sociedad transformada donde ya no hay nada que se asemeje a la normalidad de un país que aspira al desarrollo y la civilización. Al final de cuentas, ya no son los muertos de todos los días lo que importa, sino la forma en que la vida, la justicia y la libertad acaban desapareciendo.

Para Vallejo aquí no hay inocentes, todos son culpables. No es, dice, la ignorancia ni la miseria: si todo tiene explicación, todo tiene justificación y así acabamos alcahueteando el delito. Como los delitos no ocurren por si mismos, alguien tiene que acabar castigado, pero si a nadie se castiga, el Estado acaba dedicado a reprimir y dar bala. ¿Y la policía? son los invisibles, los que cuando los necesitas no se ven, más transparentes que un vaso

La gran pregunta es dónde está México en este proceso de trastocamiento de la normalidad. Claramente, hay regiones del país que serían indistinguibles de estos relatos. Más allá de la violencia reciente, el narco ha penetrado regiones enteras del país y se ha adueñado de vidas y almas en cada una de ellas. En este contexto, la cruzada emprendida el año pasado por el gobierno adquiere su justa dimensión: es posible que su estrategia sea buena o mala, eso el tiempo lo dirá, pero lo que es seguro es que si no se enfrenta esta realidad, la normalidad acabará siendo otra y, en ese momento, el país habrá dejado de ser.

 

¿Podremos?

Luis Rubio

¿Podremos romper los círculos viciosos que nos atan al pasado y que impiden a la población desarrollar su capacidad creativa? La pregunta no es retórica. México es como un gran buque, listo para zarpar, pero que permanece permanentemente varado en un dique seco porque la inmovilidad es lo que conviene a unos cuantos intereses particulares. Hoy el gobierno y muchos legisladores parecen dispuestos a modificar esta realidad, pero enfrentan un entorno que hace difícil, si no imposible, romper con los círculos viciosos que tienen atado al país.

Desafortunadamente, parece certero afirmar que, por mucho tiempo, la retórica pública seguirá concentrada en discusiones que poco tienen que ver con los temas que podrían significar una verdadera diferencia para el desarrollo del país. Tal parece que los temas de discusión seguirán enfocados en temas como el TLC agropecuario, las huelgas, los contratos colectivos o la propiedad de los recursos energéticos. Lamentablemente, nada de esto servirá a lo que realmente importa para el país y que tiene que ver con temas como: la productividad de la planta productiva, la calidad de la infraestructura física, el desarrollo del capital humano y la capacidad del gobierno para articular una estrategia de desarrollo y sumar a la población detrás de ella.

En nuestro país siempre es fácil politizar todos los temas y debates. Sin embargo, aunque pudiera parecer igualmente inútil, necesitamos una discusión distinta a la actual. No es que muchos de los temas que se debaten carezcan en absoluto de mérito; el problema es que la discusión típicamente se concentra en los temas relativos a los intereses de unos cuantos grupos de poder y no en lo que permitiría cambiar la lógica de desarrollo del país.

Tomemos un ejemplo evidente: el componente agropecuario del TLC. Nadie en su sano juicio puede dudar de la pobreza que caracteriza a buena parte del campesinado mexicano. Pero tampoco es posible dudar del hecho de que esa pobreza antecede por algunos siglos al TLC y, por lo tanto, nada tiene que ver con este mecanismo orientado a normar el comercio regional. La retórica que estigmatiza al TLC esconde la realidad de los subsidios que acaparan las organizaciones campesinas (y la corrupción que de ahí se deriva) y no tiene relación con el bienestar de los agricultores o la productividad del campo. Suspender o «renegociar» el TLC, ese eufemismo inventado para evitar confrontar el tema de fondo, no haría sino desviar, una vez más, la atención de lo que es crítico para el desarrollo del país y, en este caso, del campo.

La retórica refleja una realidad y un estado de ánimo. La realidad es una de intereses creados que se preocupan por que nada cambie para preservar sus privilegios. Ahí tenemos a los sindicatos del gobierno y sus empresas que se han convertido en los grandes depredadores de los recursos naturales y humanos en el país. Antes -en la era priista- los sindicatos eran parte integral del sistema político y cumplían una función de control sobre los trabajadores a cambio de beneficios para sus líderes. Bueno o malo, el mecanismo le era funcional al sistema y sin duda contribuyó a la estabilidad política del país, pero nadie puede dudar que era, y es, contradictorio con el desarrollo del país o el incremento de la productividad. El sistema priista estaba diseñado para controlar a las bases a través de la mediatización de sus líderes, pero no tenía por objeto lograr un mejor desempeño de empresas y entidades clave para el desarrollo del país y por eso son como son los sindicatos de Pemex, el SNTE, el SME o de la UAM.

El país requiere y merece una discusión seria sobre estos temas, no un conjunto de monólogos sobre los derechos de un sistema sindical que impide la búsqueda de la productividad que el país requiere para poder competir en el mundo. Esto crea un estado de ánimo derrotista, incompatible con las aspiraciones de la población, todo lo cual no hace sino beneficiar el statu quo.

Las reformas que modificaron la realidad en muchos ámbitos no cambiaron el paradigma político institucional que caracterizó al país por décadas. El paradigma priista era uno fundamentado en la noción de dominio y control, no de competencia y crecimiento de la productividad. Para un sistema dominado por jugadores únicos (igual el PRI que Pemex), lo lógico era privatizar un monopolio como Telmex sin modificar su estructura. Lo mismo es cierto del sistema político-electoral: pasamos del monopolio de un partido a una colusión partidista antidemocrática. Todos odian la competencia y hacen hasta lo indecible por minimizarla, cuando no extinguirla.

La competencia electoral no ha resuelto los problemas esenciales del país o creado mejores maneras de discutirlos o resolverlos. En todo caso, lo contrario es más cierto: el fin del monopolio priista trajo consigo disfuncionalidades derivadas de la nueva realidad del poder: se debilitó la presidencia de la República pero se dio la consagración de los gobernadores como amos y señores de sus tierras y la independencia de los sindicatos como entidades libres del yugo presidencial que era inherente al viejo sistema autoritario. Es decir, en lugar de que el cambio de régimen político liberara fuerzas y recursos se crearon múltiples centros de poder que se caracterizan por un objetivo común, que es mantener el statu quo para preservar sus privilegios.

La realidad que esto arroja no es particularmente atractiva y por eso el tono de desazón evidente en la población y su indisposición a abrazar proyectos de desarrollo potencialmente transformadores. La población enfrenta en su vida cotidiana la realidad de un mercado que demanda mayor productividad y un mejor desempeño pero, por otra parte, puede observar el abuso de los sindicatos, la ausencia de soluciones y la fuerza de los grandes intereses que afectan su vida cotidiana. Es decir, el mexicano promedio vive una existencia un tanto esquizofrénica que resulta de la contradicción entre un mundo que se mueve con celeridad y la retórica de nuestros políticos que pretende conferirle legitimidad a un mundo de intereses particulares que hace miserable la vida a la población.

El potencial de modificar la realidad actual para enfocarnos hacia una era de crecimiento económico elevado está directamente vinculado con la capacidad que tengamos de romper con el viejo paradigma monopolista, controlador y hostil a la competencia. Es decir, tenemos que comenzar por identificar nuestras verdaderas dificultades, debatir sobre ellas y comenzar a encontrar salidas en el contexto de qué es lo que el país necesita para construir el mañana, en lugar de seguir atados a lo que queda de un pasado que no contribuye al crecimiento ni al desarrollo.

 

Izquierda amable

Luis Rubio

En el país en que la forma es fondo, algunos de nuestros principales próceres políticos carecen de ambos y, peor aún, se enorgullecen de ello. El vulgar y misógino ataque a Ruth Zavaleta por parte de Andrés Manuel López Obrador y su camarilla es revelador en sí mismo, pero también representativo de las soterradas luchas políticas que el país está viviendo. Ambas dimensiones, la de la forma y la del fondo, ameritan una seria reflexión porque de por medio va el país y la democracia ciudadana que muchos queremos construir.

Primero la forma. Las palabras tienen consecuencias porque revelan el pensamiento y porque adquieren vida propia. Niels Bohr, el famoso físico danés, decía que uno nunca debe expresarse mejor de lo que piensa. Bajo ese rasero, expresiones sobre la diputada Zavaleta como «aflojar el cuerpo» o «agarrándole la pierna a quien se deja» son sugerentes de una forma de pensar, de una forma de ser. Las palabras reflejan el espíritu de quien las profiere. Y esas palabras evidencian un desprecio por las personas derivado de su sexo, es decir, una intolerable misoginia. Además, refiriéndose a una colega del mismo partido político, sobre todo uno de izquierda, resulta ignominioso, por lo que el partido en cuestión debería sentirse no sólo avergonzado sino agraviado.

Las palabras, dice un viejo proverbio africano, no tienen pies, pero caminan. Una vez pronunciadas, las palabras son escuchadas, leídas, repetidas y recordadas. En algunas cofradías adquieren un valor simbólico tal que cobran formas casi religiosas. Un ataque artero sin consecuencias para el atacante implica licencia para seguir atacando, permiso para ofender, todo lo cual destruye no sólo cualquier pretensión de vida democrática, sino la credibilidad de un perfil de respeto por las formas y las leyes que el ex candidato presidencial había intentado forjar para sí mismo. Si así trata a los miembros de su propio partido, si da pie a esa profunda intolerancia y falta de autocrítica, no es sorprendente que injurie cotidianamente a personas que piensan distinto o que representan intereses divergentes a los suyos, comenzando por el Presidente de la República.

El lenguaje empleado contra la diputada Zavaleta lesiona a todas las mujeres y a todos los ciudadanos. Por eso todos los miembros de la sociedad mexicana le debemos a la injustamente agraviada una expresión de insoslayable solidaridad. Éste no es un tema de ideología o de postura frente a un determinado tema político o legislativo. Se trata de un principio elemental de respeto, la esencia de la vida en sociedad. Sin formas decentes de vivir, dijo alguna vez John Womack, la democracia es imposible. Y las formas decentes de vivir comienzan por el respeto a las personas. Ruth Zavaleta merece un absoluto respeto por el hecho de ser persona, mujer y ciudadana. Nada menos que eso es aceptable en una sociedad civilizada.

El ataque a la diputada Zavaleta también revela un fondo. Además del evidente desprecio a las mujeres, el hecho de atacar a una persona por cumplir con la responsabilidad para la que fue electa -hablar con sus pares y contrapartes- muestra dos características de la realidad política actual. Una, la existencia de un sector de la política mexicana que actúa por vías extra institucionales y dispuesta a todo con tal de lograr su cometido. La otra, una acusada disputa dentro del PRD por el futuro del partido que se manifiesta en el sistemático intento por coartar el desarrollo de una corriente política de auténtica izquierda moderna, capaz de no sólo cautivar al electorado, sino también de plantearle una alternativa positiva sobre el futuro, compatible con las aspiraciones de la ciudadanía. Es decir, estamos viendo a la vieja izquierda estalinista y priista que encarna el agresor verbal frente a la promesa de una socialdemocracia moderna del estilo español o chileno que tanta falta le hace al país.

Hace dos años el país se batía en la disyuntiva entre el pasado y el futuro. Ahora resulta que ese fenómeno era igualmente cierto dentro del propio PRD. Ahí conviven dos corrientes, ahora nítidamente diferenciadas: la que aboga por un retorno a las peores prácticas y valores autoritarios del viejo PRI y que se apoya en la izquierda más recalcitrante y reaccionaria. Y la otra corriente, la que sostiene un proyecto de transformación a partir de la lucha contra el privilegio a través de mecanismos de mercado. La nueva izquierda, esa que ha gobernado en España, Inglaterra y Chile en años recientes, rechaza las soluciones burocráticas y se opone a los monopolios y empresas estatales como respuesta natural e inexorable a todo fenómeno social o económico. A diferencia de los partidos liberales, la nueva izquierda concibe al crecimiento económico como un mero instrumento para alcanzar una sociedad igualitaria. Lo que diferencia a los partidos liberales de los de izquierda es la búsqueda de la igualdad; lo que distingue a la vieja de la nueva izquierda es su visión sobre el futuro y los instrumentos que está dispuesta a emplear para abrazarlo. La primera es eminentemente pesimista sobre el futuro; la nueva izquierda ve hacia adelante con determinación.

El espectacular salto histórico que dio España en los ochenta y noventa no fue producto de la casualidad, sino de una nueva concepción del desarrollo, liderada enteramente por esa izquierda moderna que hasta ahora había estado prácticamente ausente en México. El PRD nunca ha sido un partido monolítico y siempre hubo corrientes socialdemócratas inspiradas en los éxitos europeos y chileno. Hoy, sin embargo, como ilustran los ataques a Ruth Zavaleta, el partido y sus miembros viven acosados por las más rancias prácticas de descalificación y control, hijas de un estalinismo cavernario.

Como en el resto del mundo, la nueva izquierda en México ha ido cobrando forma de manera paulatina. A final de cuentas, romper mitos, remontar dogmas y construir una verdadera alternativa nunca es tarea fácil. Mucho más difícil cuando las prácticas internas del partido parecen más cercanas a la era soviética que a la esencia de una democracia liberal. Pero el hecho es que la nueva izquierda ha ido ganando terreno y apoyos a diestra y siniestra. No me cabe duda que, sobre todo en los asuntos económicos, persisten entre sus miembros muchas concepciones que son más cercanas a la vieja izquierda que a la socialdemocracia moderna, pero eso tiene más que ver con la historia y la distancia respecto al proceso de toma de decisiones gubernamental que a una posición política o filosófica.

Descalificar e insultar a Ruth Zavaleta es equivalente a ofender a la democracia mexicana. La forma es intolerable; el fondo es por demás preocupante. Es, de hecho, una afrenta a la urgente modernización institucional del país, sobre la cual ningún partido o filosofía tiene monopolio.

www.cidac.org

¿Competente?

Luis Rubio

¿Qué hace competente a un gobierno? ¿Qué lo hace incompetente? El tema no es el de plantear una disyuntiva maniquea entre gobiernos buenos y gobiernos malos, pero la pregunta es crucial porque en las sociedades y economías modernas el gobierno es quizá el factor medular del desarrollo y eso no es cosa pequeña. Preguntarse sobre el gobierno es todo menos ocioso, pero no es una pregunta fácil porque es muy sencillo acabar en los extremos ideológicos y políticos que tienden a dominar el debate político nacional. Pero es una pregunta necesaria.

En mi último artículo del año pasado (Hacia el 2008) escribí sobre una lectura decembrina en la que el profesor Paul Collier afirma que el desarrollo sólo es posible cuando están presentes dos condiciones simultáneas: la oportunidad y la capacidad de asirla. La oportunidad tiene que ver, según el autor, con factores observables como los mercados, recursos (naturales y humanos) y localización geográfica, en tanto que la capacidad de asirla depende de la calidad del gobierno: un gobierno competente, afirma el autor de The Bottom Billion, siempre sabrá crear o encontrar las oportunidades para lograr el desarrollo. Muchos amables lectores comentaron el texto y merecen una respuesta.

Dos de los comentarios que recibí sobre el artículo anterior van al grano en nuestro caso: Si el profesor Collier conociera la cultura del mexicano, quizá cambiaría la importancia que le confiere al gobierno; el otro comentario dice: me imagino al gobierno mexicano (si fuera caricaturista, así lo dibujaría) como torpe individuo (con todo y todo, no tan torpe como Fox…) caminando con zancos (nuestro sistema jurídico) en un pantano (nuestra economía) lleno de cocodrilos y víboras venenosas (los líderes sindicales, cierto tipo de empresarios y prácticamente todos los legisladores) La confianza entre «contrapartes sociales», es el pan nuestro de cada día, incluso entre partes del mismo sector social o socio económico, en donde no hay lugar para el llamado «ganar-ganar», dado que impera el «para-que-yo-gane-tu-tienes-que-perder». Si te fijas, casi todo nuestro «sistema» económico es basa en el mexicanísimo principio de «no importa quién me la hizo, sino quién me la paga», es decir, en un sistema basado en la intransigencia.

El problema de la capacidad o competencia de un gobierno no tiene que ver con una administración en particular. Sin duda, los mexicanos hemos vivido algunos gobiernos verdaderamente desastrosos en el curso de las décadas, pero la mayoría han sido simplemente mediocres y a eso nos hemos acostumbrado.

La calidad y competencia de un gobierno no se vincula con la naturaleza de su despliegue, sino más bien con su desempeño. Los gobiernos de Suecia, Francia y Finlandia tienen una amplísima presencia en sus sociedades y se responsabilizan de todo (de la cuna a la tumba). Sin embargo, mientras que ocho de cada diez suecos y nueve de cada diez finlandeses están satisfechos con sus gobiernos, sólo la mitad de los franceses lo está. La calidad del gobierno tiene otras referencias que no se limitan a la provisión de servicios sino a su desempeño más general.

Si se toma el tema del desarrollo económico, que es la perspectiva que seguía el autor del libro mencionado, lo importante de un gobierno no reside en su tamaño, en los servicios que provee ni tampoco en la corrupción que lo caracteriza. Lo importante es su capacidad para hacer posible el desarrollo y, bajo ese rasero, nuestros gobiernos de los 70 para acá, con todas sus diferencias, han sido abismales. El comentario más reflexivo que recibí decía que yo he estado de los dos lados de la barrera y me doy cuenta que es demasiado pedirle al gobierno que sea tan competentecomo si funcionara en un vació o como si los ciudadanos, con todas sus contradicciones e intereses no existieran y, peor, con cada vez menores recursos de acción frente a los partidos políticos. ¿Cuáles son hoy los incentivos de los ciudadanos… cuando los partidos los están suplantando?. El punto no es criticar a una administración específica, y mucho menos a la actual que todavía está por hacer su mella en lo que al desarrollo toca, sino analizar el tema más genérico de la competencia gubernamental.

Quizá más que compararnos con los países ricos y desarrollados, sería conveniente observar la forma en que se desempeñan los gobiernos de países más comparables con el nuestro y, bajo ese rasero, no hay duda que Asia ofrece la mejor perspectiva. En Asia, como en todas partes, hay países ricos y pobres, exitosos y fracasados. Pero lo que es impactante de la región es la forma en que los países exitosos han logrado adoptar un conjunto elemental de principios que funcionan. Con todas las diferencias nacionales (que son muchas en todos los campos), esos principios, prácticamente universales en la región, se podrían resumir en tres: a) adoptar un conjunto de reglas del juego para el funcionamiento de la economía, hacerlas cumplir y no cambiarlas; b) invertir en la educación y apostar al desempeño de personas altamente educadas y calificadas; y c) mantener un régimen comercial y de inversión abierto y fomentar la competencia dentro de la economía. Los primeros en adoptar este camino fueron los llamados tigres, cuyo éxito habla por sí mismo. Otros les siguieron en el camino, sobre todo China. India es un caso paradigmático: su desempeño fue catastrófico por décadas y fue sólo hasta que adoptó este modelo que comenzó a dar la vuelta, con espectaculares resultados.

Hace cosa de una década, un estudioso suizo se dedicó a documentar la diferencia que representaba contar con un gobierno, o más acertadamente, un sistema de gobierno, competente y funcional (Borner, S., Political Credibility and Economic Development). Su estudio consistió en comparar la forma de funcionar de los gobiernos asiáticos y latinoamericanos. En uno de sus más memorables pasajes cita a un funcionario de una multinacional con intereses en ambas regiones. La cita lo dice todo: yo viví en Brasil y en Indonesia y era responsable de una operación muy similar. Pero en Indonesia me dedicaba en cuerpo y alma a la operación productiva y no me tenía que preocupar de nada más. Las regulaciones eran claras y no cambiaban. Todo fue diferente en Brasil. Ahí me despertaba todas las mañanas para averiguar si todavía tenía empleo porque no había día en que no cambiaran las regulaciones. ¿Suena conocido?

Nadie puede desestimar la complejidad de un gobierno, de todos los gobiernos del mundo, y menos en las condiciones de conflicto que nos han tocado vivir. Pero precisamente eso hace crítico avanzar al menos en el frente que da de comer.