Luis Rubio
NEXOS
julio 1, 1998
La tormenta política y mediática en torno al Fobaproa se ha centrado en la supuesta corrupción del mecanismo de rescate bancario. Pero como el autor lo demuestra aquí, la bancarrota del rescate se debe a causas mucho más profundas, añejas y preocupantes: «El manejo del sistema bancario mexicano, desde su estatización en 1982 hasta el Fobaproa, refleja incompetencia, falta de experiencia en la interacción de la teoría con la realidad, insensibilidad social, desinterés total por la opinión pública y una enorme arrogancia, pero no necesariamente la magnitud de corrupción que muchos políticos temen (o anticipan) encontrar».
En arca abierta, el justo peca.
Dicho popular
Fobaproa es una bomba de tiempo, pero prácticamente nadie sabe por qué. Sin embargo, descifrar ese porqué es crucial, pues la asignación de culpas y responsabilidades es siempre un deporte fácil en nuestro ambiente político, pero no siempre justo, certero, o incluso provechoso. El origen, la gestación y erupción del Fobaproa no son producto de la casualidad. Son producto de la ineficiencia, incompetencia y sucesión de errores de visión y operación por parte de las autoridades financieras a lo largo de las últimas dos décadas, más que de la corrupción, entendida ésta como el saqueo del erario público, aunque desde luego también de eso ha habido en este funesto drama que afectará a todos los mexicanos. El problema actual del Fobaproa es el resultado fatal, casi inevitable, de una sucesión de decisiones gubernamentales que generaron incentivos extraordinariamente destructivos para la economía del país y que deben ser analizados y discutidos en esa perspectiva. De por medio se encuentra no sólo la deuda pública, sino el futuro de los bancos, corazón de la economía del país.
Es más, los errores de las autoridades financieras se fueron acumulando y sus funcionarios, cada vez más preocupados de las posibles implicaciones de sus propios errores, se dedicaron a encubrirlos. En lugar de enfrentar los problemas de origen, la práctica cotidiana fue la de intentar tapar los agujeros, tratar de corregir las faltas anteriores con decisiones cada vez más atrevidas. Lo que resultó fue un cúmulo de errores que en la actualidad despierta toda clase de sospechas, la abrumadora mayoría de las cuales no se justifica. El manejo del sistema bancario mexicano, desde su estatización en 1982 hasta el Fobaproa, refleja incompetencia, falta de experiencia en la interacción de la teoría con la realidad, insensibilidad social, desinterés total por la opinión pública y una enorme arrogancia, pero no necesariamente la magnitud de corrupción que muchos políticos temen (o anticipan) encontrar.
Este ensayo busca identificar y analizar la sucesión de decisiones que se fueron tomando a lo largo de tres lustros en materia bancaria. Las piezas del rompecabezas son muchas, pero las etapas son muy claras. La primera parte, a modo de introducción, analiza el principio del problema: el cambio del sistema bancario de instrumento financiero del sector privado a vehículo financiero del gobierno. La segunda observa la naturaleza de la administración de los bancos a lo largo de los años en que ésta estuvo bajo el control gubernamental, a partir de su estatización en 1982. La tercera analiza los ominosos criterios que caracterizaron la privatización de los bancos. Finalmente, la última parte describe la bancarrota y el salvamento. La suma de estas partes arroja la historia poco digna de un sistema financiero que ha sufrido todos los embates posibles, sin que se le diera una oportunidad razonable de salir adelante por sí mismo.
La ingeniería política penetra a la banca mexicana en 1970
Los bancos mexicanos llevaban dos o tres décadas de cumplir la función básica que se espera de todo sistema financiero. Captaban recursos del público y otorgaban crédito a un sector industrial que experimentaba tasas de crecimiento con frecuencia superiores al 15% anual. La situación nacional no era perfecta, pero los actores económicos manifestaban un convencido optimismo respecto al futuro. No era para menos. La economía del país llevaba décadas de crecimiento excepcional y la abrumadora mayoría de la población que demandaba empleo lo obtenía con relativa facilidad. El sistema financiero era sólido, la supervisión bancaria agresiva y nada tolerante. En suma, la estructura económica del país operaba en forma razonable y balanceada.
Aunque parece cuento de hadas, ése era el México de los sesenta. Un país que había logrado vencer la violencia postrevolucionaria y, por lo menos desde los años cuarenta, había registrado las más altas tasas de crecimiento económico de la región. Aunque el debate económico en esos años ya anticipaba dificultades en el financiamiento de la balanza de pagos y se caracterizaba por la discusión sobre la necesidad de promover el crecimiento de las exportaciones, el país gozaba de una tranquilidad excepcional en el ámbito económico. El movimiento estudiantil vino a poner en jaque al gobierno, toda vez que reveló una faceta menos exitosa del desarrollo nacional en el ámbito político. En retrospectiva, es evidente que la cadena de circunstancias que generó ese movimiento acabó por asestar un golpe brutal a todo el esquema político y económico que había caracterizado a los años del llamado «desarrollo estabilizador».
Con la llegada al gobierno de Luis Echeverría en 1970, el país experimentó la alteración total de todos los marcos de referencia que habían permitido décadas de paz, crecimiento y estabilidad. El nuevo gobierno introdujo cambios que modificarían no sólo el esquema político y económico del desarrollo estabilizador, sino la naturaleza del funcionamiento mismo del país. Se politizaron los criterios de la administración económica, artificialmente por la vía legislativa se limitó el crecimiento de la inversión privada, se incrementó drásticamente la participación del gobierno en la economía y se sujetó el desarrollo del país a los criterios de una burocracia que no tenía ni la menor idea de lo que hacía funcionar a la economía real.
El cambio en la administración económica fue dramático. En lo que toca al sistema financiero, tema de este ensayo, los nuevos criterios de administración económica trajeron consigo dos cambios fundamentales. El primero fue que aumentó en forma inusitada el gasto público. El segundo fue que, poco a poco, los bancos dejaron de financiar al sector privado para convertirse en la tesorería del sector público. Peor aún, el crecimiento del gasto público fue de tal magnitud que muy pronto fue insuficiente el crédito disponible en los bancos, lo que llevó al gobierno a endeudarse en el exterior y a financiar su gasto con emisión primaria, es decir, con inflación. Además, en ese periodo, las tasas de interés fueron frecuentemente negativas, razón por la cual cayó la captación bancaria. De esta manera, una economía caracterizada por tasas de inflación irrisorias, con frecuencia inferiores a las de las grandes economías del mundo, comenzó a experimentar aumentos extraordinarios de precios y una dislocación total del sistema financiero. Los bancos habían dejado de cumplir su función social la de financiar el desarrollo productivo y se habían convertido en meros apéndices del financiamiento del déficit gubernamental.
Para 1982 el modelo económico promovido e instrumentado a partir de 1970 había quebrado. La inflación, el sobreendeudamiento y la ruptura entre el sector público y el sector privado habían acabado por destrozar al sistema financiero, habían generado una crisis de balanza de pagos y habían llevado a la pérdida de cientos de miles de empleos. Los resultados de doce años de experimentos económicos habían sido tan desoladores, que dejaban pocas dudas sobre lo falaz de las grandes ideas de los gobiernos de 1970 a 1982 sobre cómo elevar las tasas de crecimiento y generar más riqueza y empleos. El gobierno acabó expropiando a los bancos, en un último acto de politización de la actividad económica, declarándolos culpables del desastre financiero causado desde lo que se ha dado por llamar la «Presidencia Imperial».
Los bancos expropiados
Una vez expropiados, los bancos rápidamente se incorporaron a la lógica del sector público mexicano. Los bancos dejaron de ser unidades autónomas y fueron sometidos a criterios de uniformidad que poco a poco eliminaron las diferencias que en el pasado los habían caracterizado a unos y a otros: en enfoque a sectores industriales específicos, a tipos de empresas, a nichos de mercado, etcétera. Se aumenta el encaje legal, es decir, la porción de los depósitos que los bancos tienen que depositar en el banco central, lo que reduce todavía más los fondos prestables para el sector privado. Ante la falta de recursos prestables, los bancos dejan de otorgar créditos, lo que les lleva a convertirse en simples ventanillas de captación de recursos para financiar el creciente déficit gubernamental en detrimento de lo que deberían ser sus funciones bancarias. A ello se suma el hecho de que se congelaron los sueldos de los banqueros, los que, en un ambiente de elevada inflación, rápidamente se igualaron con los del resto del sector público. Naturalmente, eso llevó a que se perdiera a los mejores y más capacitados elementos dentro de los bancos, que ya no encontraban en su actividad un reto profesional, ni oportunidades de desarrollo personal y ni siquiera la posibilidad de mantener el nivel de vida de sus familias. El poquísimo crédito disponible era típicamente utilizado para otorgar toda clase de favores políticos, lo que acabó por destruir la capacidad de análisis y otorgamiento de crédito dentro de los bancos.
Por su parte, la Comisión Nacional Bancaria, responsable de la supervisión bancaria, sufrió un proceso semejante al de los bancos. Habiendo sido una entidad agresiva y temida por los banqueros en los sesenta, poco a poco fue perdiendo su capacidad de supervisión de los bancos. Dado que la banca se administraba con criterios políticos, la Comisión Nacional Bancaria perdió, en buena medida, su razón de ser: la institución simplemente carecía de la fuerza política para atreverse a criticar las «órdenes superiores» en relación a la conducción de la gestión bancaria. Además, en términos de la jerarquía política, el presidente de la CNB tenía un nivel claramente inferior al de los directores de algunas de las instituciones a las que supuestamente debía supervisar. Por ello, al igual que los bancos, perdió a casi la totalidad de su personal clave y, además, se congeló en el tiempo.
Mientras que los bancos fuera de México evolucionaban en forma acelerada y, en ocasiones, quebraban en el mundo bancario mexicano nada se movía. No había banqueros preocupados por las tendencias de los bancos en el mundo en general y, si los había, no podían hacer mucho al respecto, ni las autoridades se preparaban para enfrentar las convulsiones que ya para entonces comenzaban a manifestarse en las instituciones bancarias alrededor del mundo.
Mientras las autoridades responsables, los bancos y los supervisores dormían plácidamente, el gobierno trabajaba ferozmente para corregir el rumbo de las finanzas públicas. Luego de doce años de lujuria financiera, el déficit fiscal llegó a ser del 18% del PIB en 1982, la deuda pública acumulada llegó a más de ochenta mil millones de dólares (cuando en 1970 era de poco más de tres mil millones de dólares), y las finanzas públicas estaban deshechas. A lo largo de la década de los ochenta, el gobierno se abocó esencialmente a intentar estabilizar la economía, a controlar el gasto público y a introducir algún grado de orden en las finanzas públicas en general. Para finales de la década, los resultados eran francamente favorables. Tanto así que el gobierno prácticamente ya no requería utilizar la captación incremental de los bancos. En potencia nos encontrábamos en el umbral de una nueva era bancaria.
La arrogancia de la privatización
Una vez decidida la cuestión política inherente a la reprivatización de los bancos, comenzaron a aflorar los dilemas naturales de un proyecto de esa envergadura. De por medio estaba no sólo el hecho de transferir los bancos al sector privado, un tema de enorme complejidad en sí mismo, sino, sobre todo, los criterios que debían regir el proceso. Los funcionarios responsables de llevar a cabo la decisión de privatizar estaban conscientes de la realidad de los bancos mexicanos luego de casi una década en las garras de la burocracia. Sabían que los bancos requerían de enormes inversiones para convertirse en vehículos capaces de financiar el desarrollo del país. Pero también sabían que la sociedad encontraría inaceptable un proceso de venta que pudiera ser percibido como carente de transparencia. Por otro lado, como funcionarios responsables de las finanzas públicas, veían en las privatizaciones la posibilidad de recaudar enormes cantidades de dinero, con lo que podrían amortizar parte de la deuda interna del gobierno. En suma, los funcionarios responsables enfrentaban intereses y objetivos cruzados y en conflicto con la decisión de cómo privatizar.
Además, las decisiones y consideraciones en materia de privatización bancaria no podían ser ajenas a la historia del país, ni se podía pretender que se tomaban en un vacío. De esta manera, las opciones reales se acotaban muy rápidamente. Si en lugar de México esta decisión hubiera tenido lugar en un país como Singapur, las restricciones habrían sido muy distintas. La confianza que la población de ese país asiático le tiene a su gobierno es legendaria, producto de la ausencia casi total de corrupción y, sobre todo, de décadas de incrementos constantes en los niveles de vida. De haberse tratado de Singapur, la privatización de la banca podría haberse llevado a cabo de una manera muy distinta, esencialmente discrecional. Por ejemplo, los bancos se habrían valuado a la luz de los requerimientos de inversión que tenían para poder fortalecerlos y convertirlos en lo que deben ser: las piezas estratégicas de la economía. Eso habría exigido que los oferentes presentaran no sólo un sobre con su oferta en pesos y centavos, sino un programa de desarrollo estratégico de la institución y un compromiso debidamente garantizado de inversión de largo plazo. El compromiso de inversión habría determinado al ganador. Es decir, un gobierno como el de Singapur seguramente habría podido tomar una decisión razonable y muy racional, contando no sólo con la certeza de que ésta era producto de un análisis concienzudo, sino de que así exactamente lo habría de percibir la población. No siendo ése el caso de México, el comité de privatización no tenía la menor intención de verse sujeto a críticas de corrupción, por lo que la opción de tomar decisiones discrecionales en el proceso de venta, independientemente de cualquier otra consideración, quedaba fuera de la jugada.
Descartado el mecanismo discrecional de asignación de los bancos, quedaba sólo un camino, al menos en términos conceptuales. Este era el de la transparencia, definida ésta por un sólo factor: el del precio. El oferente con la postura más alta se llevaría la institución y punto.
Aun así, había muchas maneras de afectar el desarrollo del proceso, pues la valuación de una institución no se da en abstracto, sino que resulta del entorno regulatorio en que el banco va a operar. Fue precisamente ahí donde ganó la arrogancia de las autoridades sobre el análisis. Aunque parezca increíble, las condiciones regulatorias en que operarían los bancos en el futuro serían producto exclusivo de las decisiones de las mismas autoridades que eran responsables de la privatización. De esta manera, la burocracia podía hacer que los bancos valieran más o menos, según el entorno regulatorio que decidiera a su libre albedrío. Podía, por ejemplo, autorizar reglas contables y criterios de valuación de la cartera para aumentar o disminuir a conveniencia el valor de las instituciones y, todavía peor, tenía la autoridad discrecional más absoluta para el manejo de los «ajustes de auditoría» después de adquirida una institución. En otras palabras, el precio nominal pagado podía disminuir después de adquirido un banco.
Al final de cuentas fueron las consideraciones personales y de corto plazo, en lugar de una visión amplia sobre la función clave de los bancos en una economía, las que determinaron los criterios a seguirse. El comité responsable de la desincorporación de los bancos no reconoció la función crucial de los bancos en la economía, y se abocó a crear las condiciones para que los bancos se valuaran lo más caro posible. El objetivo primario ya no fue el de crear instituciones financieras sólidas y viables para el futuro del país, sino el de incrementar la recaudación fiscal. Un error llevó a otro y éste a otros más. Aunque el procedimiento práctico empleado para privatizar la entrega de sobres en un viernes para anunciar el nombre de los ganadores hasta el domingo se prestaba a corruptelas, detrás de la debacle en que acabó el proceso de privatización yacen errores y más errores: la corrupción y los abusos fueron la excepción, que no la regla en la abrumadora mayoría de los casos.
La maximización del precio de venta de los bancos se convirtió en dogma dentro de la Secretaría de Hacienda. Todo se valía y todo se podía hacer con tal de elevar el precio. Maximizar el precio para evitar críticas, como si mucho dinero fuese una garantía de éxito. Pero la combinación de pavor a ser criticadas lastimando su imagen y el dogma de recaudar lo más posible para el fisco no permitió a las autoridades ver hacia los lados. De esa arrogante posición de partida siguieron decisiones que todavía hoy, siete u ocho años después, siguen causando problemas y costos aún incalculables.
Para maximizar el precio se hicieron cosas escalofriantes: primero que nada, se cerró la entrada a nuevas instituciones del exterior, para no generar competencia a los bancos mexicanos; segundo, en la práctica, se permitieron compras apalancadas, es decir, se permitió que se compraran bancos a crédito, lo que implicaba que, en la realidad, no existiera capital en muchos de ellos (esto no sólo era ilegal, sino atentatorio de toda práctica bancaria saludable). Tercero, en la práctica, se alentaron las compras apalancadas y se facilitaron fondos para esas adquisiciones casi siempre de manera politizada por medio de los bancos de desarrollo; y cuarto, se inventaron criterios contables ad hoc (es decir, contrarios a los prevalecientes en el resto del mundo) para elevar el valor de los activos de las instituciones. Es decir, para ponerlo directo y simple, se infló el valor de los bancos y se descapitalizó al sistema financiero en su conjunto.
Los nuevos bancos privados
Los nuevos banqueros, que compraron los bancos a partir de premisas equivocadas, tuvieron que enfrentar realidades inéditas. Para comenzar, el éxito en la política macroeconómica de los años inmediatamente anteriores a la privatización había reducido drásticamente las necesidades de financiamiento del gobierno federal, lo que permitió que se redujera y eventualmente desapareciera el encaje legal, que son los fondos que los bancos tienen que depositar en el Banco de México. Es decir, los nuevos banqueros se encontraron con enormes cantidades de fondos prestables tan pronto les fueron entregadas las llaves. En adición a lo anterior, muchos de los nuevos banqueros eran personas probas, pero muy pocos de ellos eran banqueros: se trataba de empresarios muy exitosos que habían hecho su dinero en otras actividades, algunas financieras y otras industriales, pero prácticamente ninguno tenía experiencia propiamente bancaria. Luego resultó que al Comité de Desincorporación se le escaparon varias personas no sólo de dudosa reputación, sino francamente deshonestas, entre los nuevos propietarios de la banca. Para terminar, la nueva banca estaría supervisada por una Comisión Nacional Bancaria enclenque, que había perdido a su mejor gente, que se había anquilosado y que no tenía instrumentos para supervisar o incluso comprender las sofisticadas operaciones de la banca moderna. La suma de estos cuatro factores no sólo resultó explosiva, sino extraordinariamente costosa para el país. Fueron esos factores, así como los incentivos implícitos que había creado la privatización, mucho más que la deshonestidad de algunos de los nuevos banqueros, los que dan cuenta del enorme volumen de cartera en problemas que ahora pertenece al Fobaproa.
En el corazón del problema bancario actual se encuentra, pues, una privatización fundamentada en criterios errados, mal hecha y operada por personas inexpertas, en ocasiones incompetentes y en algunos casos deshonestas y carentes de todo sentido ético. La evidencia de esta afirmación se encuentra en el hecho indisputable de que de los dieciocho bancos que se privatizaron sólo quedan tres vivos, en tanto que dos están siendo apuntalados por la autoridad para no desmoronarse. En todo caso, todas las instituciones sufrieron las consecuencias de una o varias de las siguientes circunstancias: personal inadecuado, ignorante, incompetente y corrupto; desaparición súbita del encaje legal; exceso de fondos prestables que tenían que ser colocados de alguna manera; carencia de banqueros (consecuencia directa de la estatización y de años de burocratización de la banca), y la ausencia total de capacidad de supervisión, aunada a una regulación laxa, orientada a optimizar el precio de venta de las instituciones. El resultado final no es producto de la casualidad.
En suma, por tres años el crédito creció en forma brutal, a tasas desmesuradas. Las expectativas económicas de la población mejoraban sistemáticamente, la gente estaba dispuesta a asumir compromisos financieros de largo plazo y los bancos tenían dinero al por mayor. Además, los nuevos banqueros necesitaban prestar mucho a tasas altas para poder recuperar los extraordinarios precios que habían pagado por las instituciones bancarias y, en algunos casos, para pagar los bancos que habían comprado con saliva, con plena anuencia si no es que connivencia de las autoridades. Por si lo anterior no fuera poco, las decisiones de crédito en los bancos las tomaban personas sin experiencia que con frecuencia otorgaban préstamos a los peores sujetos de crédito, que eran casi los únicos dispuestos a pagar las tasas exorbitantes de interés que prevalecían. La burbuja creció desmesuradamente, como lo muestra el crecimiento constante y sistemático, pero no siempre reconocido, de la cartera vencida y de la cartera mala en general.
Fue en ese ambiente donde se institucionalizaron los siniestros autopréstamos entre los banqueros. Para los banqueros deshonestos todas las señales parecían decir lo mismo: «ahí está la caja, así que sírvete». Es ahí donde hacen su agosto supuestos banqueros como Carlos Cabal, Angel Rodríguez «el divino», y Jorge Lankenau. Peor aún, mientras que los dos primeros se fugaron desde el primer momento, el tercero siguió haciendo de las suyas por tres largos años a ciencia, paciencia y conciencia de las autoridades. El «pecado de origen» cometido en la privatización de los bancos, los garrafales errores de los vendedores y la absoluta falta de supervisión, comenzó a traducirse en quiebras fraudulentas y en un acelerado proceso de deterioro financiero del sistema de pagos.
El fatídico diciembre de 1994
El llamado «error de diciembre» no podía haber tenido lugar en un momento más endeble para la banca mexicana. Ya para entonces dos neobanqueros habían terminado de saquear a sus instituciones y la cartera mala se apilaba sin cesar. Con la devaluación de diciembre se dispararon las tasas de interés, lo que tuvo el efecto inmediato de hacer impagables muchos de los créditos otorgados por los bancos. La cartera dudosa pasó a ser irrecuperable y buena parte de la cartera normal pasó a ser mala. Sólo una mínima parte de la cartera de los bancos se mantiene vigente en la actualidad. De esta forma, si bien hubo casos evidentes de fraude en el manejo de los bancos y del crédito, la mayoría de los quebrantos fue producto de los incentivos perversos que creó la manera de privatizar a los bancos y la estocada final que produjo la devaluación y sus secuelas. Pero en ese momento el problema financiero todavía era manejable.
En el torbellino que produjo la devaluación, y ante la falta de sistemas de reporte y de control confiables, resultaba imposible comenzar a cuantificar el problema de cada institución. El sistema de contabilidad de cada banco era distinto y los criterios contables que se habían aplicado variaban de una institución a la otra. (Tan grave era el problema de la contabilidad, que una de las condiciones que exigieron el FMI y el gobierno norteamericano para otorgar el préstamo que requería el gobierno luego de la devaluación, fue el que los bancos mexicanos adoptaran el sistema contable norteamericano, utilizado en todo el mundo, conocido como US GAAP por sus siglas en inglés.) En esas circunstancias no era posible saber, a ciencia cierta, el estado de la cartera y del sistema en general. Con el criterio burocrático más primitivo el de ignorar la realidad pero suponer lo mejor, las autoridades trabajaron sobre la premisa de que el problema era manejable. En el camino se perdieron días, semanas y meses cruciales que acabaron siendo fatídicos. Para cuando las autoridades comenzaron a otear las dimensiones verdaderas del problema, ya habían tomado decisiones que terminaron de magnificarlo.
La bancarrota del salvamento
Además de la falta de información y capacidad analítica por parte de la Comisión Bancaria, las autoridades enfrentaban una multiplicidad de conflictos de interés. A final de cuentas, los neobanqueros habían sido, a una misma vez, víctimas y cómplices del proceso de privatización. El gobierno tenía que actuar, pero tanto su arrogancia como los pecados de los errores pasados limitaban sus opciones.
México no es el primer país que sufre por una crisis bancaria. Sólo en la década de los ochenta varios países europeos, además de Estados Unidos, habían pasado por bancarrotas bancarias y existían experiencias documentadas que permitían aprender de los errores de otros. Nada de ese acervo fue empleado. Subidos en su macho, las autoridades optaron por un camino por demás dudoso: el de la discrecionalidad. Además, en el summum de la arrogancia, ni siquiera repararon en las consecuencias públicas, sociales y políticas de sus acciones.
En otros países, por ejemplo, los bancos intervenidos por el gobierno, luego de una bancarrota, experimentan dos cambios inmediatos: primero un cambio de nombre y segundo un cambio en el consejo de administración. Estos cambios simbólicos tienen el efecto de mostrar a la población el fin de una era y el comienzo de otra. En México, a pesar de que la mayoría de los accionistas de los bancos perdieron todo o gran parte de su capital, pocos lo saben, pues no ha habido cambio alguno, ni de fachada.
Ya en el terreno de las decisiones pragmáticas, las autoridades tenían que actuar en dos frentes: uno era el de la deficiencia de capital de los bancos y el otro el de la insolvencia de los deudores. Por el lado de la falta de capital de los bancos lo que procedía era inyectarles capital de inmediato para evitar que quebraran. El capital podía provenir de fuentes privadas o de fuentes públicas, pero en ambos casos implicaba diluir a los accionistas existentes, lo cual las autoridades no estaban dispuestas a hacer, al menos no en el inicio, cuando quizá todavía era tiempo de evitar construir el «hoyo negro» en que eventualmente se convirtió el Fobaproa. Pero la ausencia o insuficiencia de capital era real y tenía que ser atendida. Es en ese contexto que se inventan las compras de cartera dudosa. En teoría, el Fobaproa compraba la cartera contra aumentos de capital por parte de los accionistas. En la práctica sólo un puñado de instituciones realizaron verdaderos aumentos de capital. En todos los demás casos las autoridades regulatorias aceptaron «compromisos» de capitalización, de los cuales casi ninguno se materializó. Con la conciencia sucia, los propios reguladores no tenían autoridad moral para exigir a los neobanqueros que cumplieran con su parte del rescate. Para entender la compra de carteras como la efectuó el Fobaproa, imaginemos que una empresa cualquiera está a punto de cerrar y, para mantener la fuente de trabajo, el gobierno decide, en vez de capitalizarla (y con ello mantenerla operando), comprar los artículos que produce dicha empresa a un valor infinitamente superior al del mercado. No puede caber duda que el efecto colateral de ese salvamento se traduce en un beneficio directo a los accionistas. Más errores.
Para actuar por el lado de la insolvencia de los deudores (sobre todo los hipotecarios y los pequeños empresarios) había dos caminos: uno era el de subsidiar directamente a los deudores y el otro consistía en presionarlos para que de alguna manera sólo concebible en la mente de reguladores sin experiencia pagaran y en forma milagrosa se salvara al sistema de pagos. De los créditos en problemas, la gran mayoría (en términos absolutos) era de personas físicas que habían pedido prestado para adquirir casas o coches, o para financiar algún negocio. Aunque seguramente también del lado de los deudores había personas deshonestas y de mala fe, la mayoría pidió un crédito bajo el supuesto de que podría realizar sus pagos en forma normal. Sin embargo, la devaluación, el aumento en las tasas de interés y la recesión que esto produjo, hizo imposible que los deudores siguieran pagando. Lo que era urgente en ese momento era estimular la cultura del pago y mantener funcionando al sistema de pagos. En otras palabras, se requería de un sistema de subsidios diferenciados que hicieran pagables los créditos. Por ejemplo, cinco pesos de subsidio por cada peso de pago en el caso de vivienda de interés social; tres pesos de subsidio por cada peso de pago en el caso de vivienda media; dos pesos de subsidio por cada peso de pago en el caso de empresas medianas y así sucesivamente. Mientras que el costo del Fobaproa asciende a sesenta y cinco mil millones de dólares, los subsidios, insuficientes y extemporáneos, que fueron asignados a los deudores, alcanzaron la suma de seis mil cuatrocientos millones de dólares, es decir, poco menos del 10%.
Lo esencial era mantener vigente la cultura del pago cuando los sueldos de la población endeudada se habían congelado y sus deudas se multiplicaban. El tiempo de actuar era central, pues una vez que se acumulaban las deudas por la capitalización de intereses, éstas se hacían impagables. Peor aún, una vez que se hacía imposible pagar, que se perdía el sentido de obligación de pagar o que se ponía en duda la moralidad del pago, todo el sistema podía colapsarse. Muchos de quienes tenían con qué pagar encontraron una manera ideal para dejar de hacerlo. Los incentivos provistos generaron toda clase de personas deshonestas. Cuando eso ocurrió comenzaron a nacer los movimientos políticos y politizados de deudores, lidereados por el llamado Barzón. Las autoridades, por sus errores y por su incapacidad de comprender el torbellino que estaban desatando, habían creado el caldo de cultivo propicio para destruir la relación deudor-acreedor, base de cualquier sistema financiero.
El baile del Fobaproa
El Fondo Bancario de Protección al Ahorro originalmente había sido creado como un seguro mutualista al que contribuían los bancos para garantizar la solvencia del sistema y, con ella, el ahorro depositado en el mismo. Los fondos originales del Fobaproa provenían de los propios bancos, que pagaban una prima relacionada con sus montos de captación. Para cuando estalló la crisis a raíz de la devaluación de 1994, las autoridades parecen haber estimado que el problema bancario sumaba una cantidad de entre seis y ocho mil millones de dólares que, aunque superior a los recursos acumulados en el Fondo, fue considerada como manejable. Pero la acumulación de errores en decisiones subsecuentes llevó a que el problema se multiplicara de una manera desenfrenada, hasta alcanzar dimensiones insospechadas, inmanejables y, lo más sorprendente de todo, que no se hicieron públicas.
En vez de capitalizar a los bancos y de subsidiar a los deudores como hubiera sido deseable, las autoridades iniciaron un proceso que nunca pudo concluirse. Se comenzó por comprar cartera sin ton ni son. Un crédito a la misma persona o empresa fue adquirido a dos bancos diferentes a precios distintos, porque el precio de adquisición aceptado por el Fobaproa fue el que determinó unilateralmente, vía su autocalificación de cartera, cada una de las instituciones beneficiadas. Este absurdo evidenció otro problema fundamental: la Comisión Nacional Bancaria se encontró con que tenía dos funciones distintas, contradictorias entre sí. Por una parte era responsable de la supervisión y regulación de los bancos y, como resultado de la crisis y de las decisiones tomadas, se tornó en la entidad responsable de salvarlos. De esta manera, lo que había hecho mal en su función supervisora (y que se evidenciaba en el hecho de que se aplicaban criterios contables y de calificación de cartera distintos en cada banco), lo tenía que encubrir en su función de salvadora de los bancos. Los conflictos de interés inherentes en esta dicotomía todavía hoy no están resueltos.
Este tema es particularmente importante. Por ejemplo, un crédito sindicado, en el que habían participado varios bancos, podía estar respaldado con reservas equivalentes al 60% del valor del crédito en Banamex, mientras que Confía había reservado sólo el 5%. Estas diferencias se derivaban tanto de la seriedad y responsabilidad de los propios banqueros como de la falta de uniformidad en los criterios de calificación de las carteras, producto de la falta de regulación y supervisión de la Comisión Bancaria. El Fobaproa acabó comprando la cartera de un mismo cliente al precio que cada banco determinó.
De hecho, la manera de operar fue todavía más inocente. El Fobaproa no tenía más que un par de decenas de empleados, con poca experiencia y de bajo nivel, lo que le impedía auditar la cartera o incluso siquiera recopilar en forma sistemática la documentación que recibía. El banco enviaba una carta con la lista de créditos que transfería al Fobaproa y el monto de las reservas que al efecto había establecido. A cambio de lo cual recibía un «super Cete», es decir, un certificado de adeudo que emitía el Fobaproa (avalado por el Banco de México) y que en esencia se diferenciaba de los Cetes normales en que los «super Cetes» tienen un plazo de diez años y solamente pagan los intereses capitalizados al vencimiento. El procedimiento para la adquisición de cartera fue aleatorio: en algunos casos se firmaron convenios para compartir el riesgo entre el banco y el Fobaproa y en otros no. Las prisas y la más absoluta discrecionalidad y reserva en los criterios aplicados hacían imposible saber lo que Fobaproa aún comprando. Expertos señalan que todavía hoy en día el personal del Fobaproa aún no sabe, a ciencia cierta, qué es lo que hay en esa cartera.
La bola de nieve comenzó con unas cuantas compras de cartera bien intencionadas, pero pésimamente conceptualizadas y mal ejecutadas. La idea era evitar un problema aquí o tapar un agujero por allá. En la medida en que se multiplicaban los errores, la bola crecía, hasta llegar a los más de sesenta y cinco mil millones de dólares al día de hoy. A unos banqueros se les trató con deferencia, a otros poco faltó para meterlos a la cárcel. En algunos casos el Fobaproa se comprometió a comprar dos pesos de cartera por cada peso que los accionistas se comprometieran a aportar de capital. En otros casos el Fobaproa pagó tres pesos y en otros más cuatro pesos. El mayor subsidio fue para los bancos que en el proceso acabaron siendo adquiridos por instituciones extranjeras. En el colmo de las paradojas, y con la excepción de Serfín, los bancos que siguen siendo controlados por accionistas mexicanos son de los que menos apoyos han obtenido del Fobaproa.
Inmerso en el hoyo en que ya había caído el Fobaproa, la única opción lógica era comenzar a vender la cartera que estaba en sus entrañas. Lo conducente era deshacerse de la cartera lo antes posible, al mejor precio posible, pero hacerlo rápido para evitar que siguiera creciendo la bola de nieve, aun si eso implicaba rematarla. Pero los temores a la crítica y la aparente necesidad de encubrir los errores previos que hubieran quedado al descubierto cuando se rematara la cartera acabó por cancelar también esa salida. De hecho, en 1996 se creó una entidad nueva llamada «Valuación y Venta de Activos», a la que se responsabilizó de vender la cartera de Fobaproa. Sus funcionarios, deseando hacer transparente el proceso, seleccionaron lo mejor de la cartera y la ofertaron en una primera licitación. La mejor postura por esa cartera en la subasta fue de menos de cincuenta centavos por cada peso de valor nominal, aun cuando el importe subastado fue muy modesto.
Ante el precio recibido por la mejor cartera del Fobaproa, las autoridades se apanicaron, despidieron a funcionarios probos y honestos y decidieron no continuar con el proceso de subastas. Con ello devaluaron todavía más la cartera del Fobaproa. El resultado es que hoy tenemos un pasivo de más de sesenta y cinco mil millones de dólares, que cuesta treinta millones de dólares diarios, o diez mil ochocientos millones de dólares anuales, sólo por concepto de intereses.
Si uno le sigue el rastro a todo el proceso de salvamento bancario lo que predomina no es la corrupción. Lejos de ello. Lo abrumador es la sucesión de tonterías, errores y decisiones aleatorias. Nunca hubo un plan. Este hecho produjo todos los incentivos para que los deudores no pagaran y para que los bancos no se dedicaran a cobrar. En resumen, para que todo mundo buscara el subsidio y no la responsabilidad.
La manera en que se enfrentó el problema bancario creó un caldo de cultivo propicio para que aparecieran toda clase de vivales. El río estaba revuelto, a nadie se le castigaba por no pagar, el gobierno fomentaba la cultura del no pago y la pésima legislación en la materia hacía sumamente difícil que los bancos cobraran los créditos a quienes sí podían (y no querían) pagar. En adición a la compra indiscriminada y no auditada de cartera, el Código Mercantil es totalmente inadecuado para el mundo moderno y la Ley de Quiebras no cumple su propósito. Los seres humanos respondemos a los incentivos que se presentan en el ambiente, y los incentivos estaban dados para que, ante la impunidad, surgieran nuevos delincuentes de la noche a la mañana. Algunos que podían pagar dejaron de hacerlo, calculando que nada pasaría. Algunos banqueros aprovecharon para hacer sus propios negocios, transfiriendo al Fobaproa todas las pérdidas, incluso las que nada tenían que ver con la crisis. Los vivales y los abusivos sin duda fueron muchos y deben ser castigados ejemplarmente.
La razón por la cual no se ha castigado a estos vivales y abusivos nada tiene que ver con negligencia de los banqueros o las autoridades, pues hay una infinidad de juicios abiertos. Son los tribunales que, además de saturados, tienen que resolver casos en función de leyes obsoletas, contradictorias y con enorme margen de discrecionalidad. Para colmar el plato, una vez que la cartera entraba en Fobaproa, se abandonaban los juicios fortaleciendo el clima de impunidad para los deudores. A diferencia de los bancos, mucho más restringidos que el gobierno en su capacidad para hacer pagar a un deudor abusivo, el gobierno tiene múltiples mecanismos para castigar la impunidad en esta materia; sin embargo, miembros distinguidos del «club Fobaproa» siguen recibiendo concesiones gubernamentales. Pero no todos son vivales ni abusivos. Millones de personas honestas, que no podían pagar sus hipotecas, abandonaron sus casas antes de ser morosos o abusivos; su salida quizá no fue impecable en términos jurídicos, pero su ética es ejemplar.
No cabe ni la menor duda de que hay muchos abusos en el manejo del Fobaproa. Desafortunadamente, esos se derivan de los incentivos que creó el mal llamado «rescate» bancario. Cuando todos los incentivos promovían la deshonestidad, mucha gente entró por la puerta grande y se sirvió sin recato. Independientemente de los fraudes hechos y derechos como los de Carlos Cabal, Angel Rodríguez y Jorge Lankenau, en el camino se adquirieron créditos de personas pudientes y cartera de los propios banqueros. Pero si uno analiza los montos involucrados, lo que hubo no fue tanto corrupción sino el lamentable aprovechamiento que muchos hicieron cuando las puertas de las arcas públicas se quedaron abiertas al saqueo. La corrupción fue, en todo caso, el menor de los temas. De los sesenta y cinco mil millones de dólares en el Fobaproa, los tres fraudes de banqueros suman cuatro mil doscientos millones de dólares (800 de Carlos Cabal, 400 de Angel Rodríguez y 3,000 de Jorge Lankenau), cifra enorme en términos absolutos pero sólo el 6% del total.
Ciertamente hubo tratamiento diferenciado y favoritismos pero, en esencia, el problema del Fobaproa es uno de apilación de estupideces y su encubrimiento, circunstancias que hicieron fácil la vida de los muchos vivales que se beneficiaron del Fobaproa. Esto ocurrió básicamente por la arrogancia y falta de responsabilidad de las autoridades bancarias y hacendarías que crearon el entorno propicio para el abuso y no mucho más. Aunque hoy la supervisión bancaria es sustancialmente mejor, el costo de no haberla tenido a tiempo es ciertamente imponente.
¿Es estratégica la banca?
En un sistema político competitivo y en un momento tan ríspido de la política nacional, no es imposible que alguien acabe pagando en lo personal por la desastrosa historia de la banca mexicana en los últimos años. Pero independientemente de cómo concluya este capítulo, el problema de la banca no está resuelto. Los bancos cayeron en el precipicio en que ahora están por la sucesión de decisiones, regulaciones e incentivos que produjo el gobierno a lo largo de los años. Algunos gobiernos, en los setentas, vieron a los bancos como una vaca lechera, en tanto que otros simplemente se dedicaron a hacer ingeniería financiera con ellos. El resultado es que no tenemos un sistema bancario capaz de financiar el desarrollo de la actividad productiva. Lo urgente es la modernización y el fortalecimiento del sistema financiero mexicano. Lo que no es obvio es que sea posible articular el consenso político para lograrlo.
En los próximos meses tendrán que venir decisiones fundamentales tanto en el asunto inmediato de convertir en deuda pública los pasivos que están en el Fobaproa como en el tema más fundamental de consolidar al sistema financiero. Lo fácil será comenzar cacerías de brujas, tratando de asignar culpas a aquellas instancias o personas que más beneficios electorales puedan derivar a los partidos políticos. Hagan lo que hagan, es crucial que reconozcan el hecho de que los bancos son el corazón de todas las economías. Sin bancos una economía no puede funcionar. Para nadie es secreto que la banca mexicana no está funcionando, que no está cumpliendo su cometido: el de captar ahorro y canalizarlo en forma de crédito a la actividad productiva. Sin bancos no hay empresarios y sin empresarios no hay empleadores que creen empleos. Así de simple es el dilema que enfrenta la economía del país. Pero en la actualidad, los grandes ausentes en la economía nacional son precisamente los bancos. Puesto en otros términos, el debate político sobre el Fobaproa no está aislado del devenir económico del país.
Al igual que el país en esta coyuntura tan difícil de nuestra historia, la banca tiene futuro sólo en la medida en que se hagan las cosas correctas en los próximos meses, periodo durante el cual se habrán de definir elementos esenciales de la arquitectura del sistema financiero. El gobierno federal ha enviado varias iniciativas de ley al Congreso, todas ellas atacando diversos ángulos del sistema financiero, unos relacionados con el Fobaproa, otros con la Comisión Nacional Bancaria, con el Banco de México y con la participación de extranjeros en las instituciones bancarias más grandes del sistema. Todas y cada una de las iniciativas busca apuntalar a partes del sistema o tapar hoyos que han ido quedando en el camino. Aunque mucho de ello es necesario e impostergable, las iniciativas no resuelven varios de los problemas esenciales que dieron origen a la situación actual. Por ejemplo, no se eliminan las fuentes de conflictos de interés en la supervisión bancaria. Mucho más grave, ninguna de las iniciativas orienta a los bancos a cumplir con su función medular de intermediación, ni favorece la especialización de las instituciones. Estos temas no son triviales: son la diferencia entre un sistema financiero que favorece el desarrollo y florecimiento de empresas medianas y pequeñas y uno que las desahucia.
La banca, en todos los países, es un sector evidentemente estratégico. Sin bancos no hay actividad económica ni mayor capacidad de crecimiento. En este sentido, no cabe la menor duda de que la banca es estratégica y debe ser desarrollada al máximo. Pero el concepto de estratégico en el pasado llevó precisamente a lo contrario. Algo que se catalogaba de estratégico era inmediatamente protegido, aislado y, por lo tanto, subdesarrollado. Eso es lo que hizo el gobierno con la banca a partir de 1970, con trágicas consecuencias.
La miopía con la que se ha regulado a la banca es patente en un hecho muy simple y doloroso en la actualidad: la única parte de la economía que crece, se desarrolla y funciona es aquella que tiene acceso al financiamiento externo. Las empresas pequeñas, medianas o de reciente creación el futuro del empleo, la riqueza y el desarrollo de las potencialidades empresariales de los mexicanos han quedado totalmente marginadas porque no existen los bancos que las puedan financiar para crecer. Ese potencial se materializará sólo en la medida en que existan bancos y un sistema financiero en general capaz de darle salida a través de crédito, servicios, capital, etcétera.
Precisamente por ser estratégica, la banca requiere todos los kilos, todos los recursos y toda la flexibilidad. Exactamente lo contrario de lo que ha habido. El sector público tiene que ejercer una agresiva y profesional supervisión, fundamentada en una regulación moderna y única, no contradictoria, compatible no sólo con los acuerdos internacionales que ha contraído el país, sino con las cambiantes tendencias de la banca en el mundo. Es decir, la regulación debe partir del reconocimiento de la realidad y no de las teorías abstractas o de la sinrazón de los burócratas en lo individual que, como muestra esta historia, ya le costaron decenas de miles de millones de dólares al país. Sólo en un entorno así podrá florecer la banca. Si los propietarios de los bancos son franceses, chinos o americanos es irrelevante. Lo crucial es que los bancos cumplan su función económica, algo que no han hecho desde hace varios lustros. n
Luis Rubio. Politólogo, es director de CIDAC. Su ultimo libro es La democracia verdadera.