Luis Rubio
El final de un ciclo electoral más resultó no ser igual a los del pasado. Con esta elección el país llega a un momento de quiebre no por el resultado mismo, sino porque el proceso, los antecedentes y los imponderables que se evidenciaron a lo largo del camino desnudaron al sistema político y patentizaron la fragilidad que vive el país, los riesgos del gobierno de y por una sola persona y, por encima de todo, la imposibilidad de proseguir por este camino. Los nuevos victoriosos no reconocerán la fragilidad, pero pronto la vivirán.
AMLO es irrepetible por sus características y su circunstancia, así como por el momento de México. Tan pronto asuma el próximo gobierno quedarán evidenciadas las carencias: la ausencia de estructuras, instituciones, reglas del juego y la contraparte: la propensión a la violencia o a otros medios, legales o ilegales, para avanzar intereses y objetivos particulares. En una palabra, el país está por entrar en una nueva era política, poco promisoria.
Esta no es la primera vez que el país se encuentra ante un desafío de esta naturaleza, pero las soluciones empleadas en el pasado ya no son posibles. Ahora, en el ocaso del sexenio, el país tendrá que comenzar a lidiar con las consecuencias tanto de la fragilidad de las estructuras institucionales que se construyeron en décadas recientes, como la destrucción intencional emprendida por el gobierno saliente.
A lo largo del siglo XX, la estructura formal del sistema político mexicano no correspondía a la realidad del poder: existían poder judicial y poder legislativo, pero la dominancia del ejecutivo era legendaria. Sin embargo, esa dominancia era atemperada por la existencia del partido oficial, cuya estructura institucional favorecía el recambio de las élites así como la continuidad del poder. El famoso llamado británico de “ha muerto el rey, viva el rey” se reproducía en el sistema mexicano de manera (casi) natural, permitiendo la transición del poder, pero también la existencia de límites. Esa estructura de control político e institucionalidad que era el PRI se fue degradando poco a poco (no de manera intencional, pero con una pésima conducción), hasta casi extinguirse, presumiblemente para ser reemplazada por un sistema democrático que nunca llegó a consolidarse de manera cabal.
Ante esto, quedan interrogantes importantes en el espacio que sólo el tiempo permitirá dilucidar, comenzando por el poder del presidente saliente después de que sea inaugurada su sucesora. La debilidad institucional, ya vieja, cobra ahora nuevos bríos como asunto de primordial trascendencia. La ausencia de instituciones y reglas del juego abre un abanico de posibilidades en términos de degradación política y la potencial emergencia de poderes reales o “fácticos” a lo largo del territorio nacional, tanto regionales como nacionales, criminales y políticos. No es inconcebible una nueva era de caudillismo, similar a la experimentada al final del periodo revolucionario, pero en la era digital, en pleno siglo XXI.
Más allá de la elección misma, el legado político-estructural del gobierno que está por concluir será mucho más trascendente y relevante de lo aparente, pero no necesariamente en forma benigna. El presidente saliente es excepcional, por su historia y características, en tanto que la ganadora de la elección tendrá que encontrar su propia manera de encarar los desafíos -suyos y del país- que tiene enfrente. Como a nadie en toda la era post revolucionaria, le tocará el enorme reto de construir al menos un andamiaje mínimo para poder gobernar dado que las estructuras previamente existentes -las concebidas desde Plutarco Elías Calles y las que se fueron forjando para una era democrática en las últimas décadas- han dado de sí, fueron destruidas o resultan inoperantes cuando no contraproducentes.
La gobernanza de Morena, una entidad sin estructuras que sólo su fundador tuvo capacidad de articular y controlar, será un desafío mayúsculo, y eso si el presidente saliente no intenta emplear al partido para obstaculizarla. El pretendido país de instituciones corre el riesgo de fragmentarse bajo la sombra de caudillos, líderes y crimen organizado, en un entorno en el que la economía vive y funciona exclusivamente gracias a un tratado de libre comercio con nuestro complejo vecino.
La faena que comienza en 2024 entraña excepcionales oportunidades, pero también enormes riesgos, tanto internos como externos. El país ha vivido cinco años como dentro de una burbuja, conectado al resto del mundo, pero pretendiendo que es independiente y que se puede aislar sin mayor consecuencia. La próxima presidente se encontrará muy pronto con que la viabilidad del principal motor de crecimiento de la economía mexicana está en riesgo y que el llamado a cuentas por las omisiones y actos contrarios a la letra y espíritu del TLC llegará más temprano que tarde. Será en ese momento que los mexicanos sabremos de qué está hecha la nueva presidente para encarar estos retos.
AMLO fue un poco como el PRI, un factor de cohesión y control, pero efímero por razones obvias. Ahora quedarán evidenciadas las debilidades de antes y las nuevas, esas que desnudó el presidente saliente y las que destruyó. Vienen tiempos complejos.
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REFORMA
16 junio 2024