Luis Rubio
Hace años, en mi época de estudiante, asistí a una obra de teatro experimental que, creo, se llamaba, Caos en el escenario. Era una parodia sobre un director de orquesta que no podía decidir qué obra interpretar. Cada uno de sus músicos trataba de convencerlo que tomara aquella partitura que le permitía un mayor lucimiento a su instrumento y tocaba pequeñas selecciones de esas obras para presionar por su propuesta. Como el director no se decidía, se elevaban las pasiones y el volumen de la música, hasta que la obra concluía en un absoluto caos escénico y auditivo.
Luego del domingo pasado es crucial ponderar la forma que podría cobrar la política mexicana a partir de octubre próximo, si no es que antes. La elección arrojó un retorno al monopolio partidista, pero de un partido que no es partido. Morena, un “movimiento” que le responde a una sola persona, su única fuente de cohesión y contención, pasará ahora a un liderazgo que nunca ha sido un factor político relevante, lo que deja más interrogantes que respuestas, tanto respecto a la próxima presidente como sobre su predecesor. Y muchas más dudas sobre el futuro de México.
Tendremos una presidencia legitimada por un aplastante resultado electoral, mayorías calificadas (o casi) en ambas cámaras legislativas y un casi total control del territorio nacional. Sin embargo, eso de “control” es un término relativo porque nadie controla nada y, fuera de AMLO, ni a Morena. El presidente logró el hito extraordinario de preservar alguna semblanza de orden, producto de su personalidad y habilidad política, pero esos elementos no son transmisibles ni son repetibles. La apariencia de control que logró el presidente nadie más lo podrá ejercer. La pregunta entonces es ¿cómo funcionar?
Según Max Weber, hay tres tipos de autoridad: la tradicional, la carismática y la legal-racional. El presidente ha sido una figura carismática (lo que seguramente explica el 80% del resultado). Sin embargo, ese tipo de autoridad no es heredable y México no tiene características de liderazgo tradicional. Históricamente, la inexistencia de estructuras tradicionales o carisma excepcional fue lo que llevó a la institucionalización. Paradójicamente, la heredera del poder carismático podría ser la gran transformadora institucional. No imagino otro escenario bajo el cual pudiera ser exitosa en el contexto político actual.
La manera típica y tradicional de actuar de nuestro gobierno en el pasado no tan remoto era tapar baches. Recuerdo el encabezado de un periódico en una campaña presidencial hace décadas en que una señora potosina le dijo al candidato “mejor tapar la barranca que sacar al buey cada seis años.” Lo fácil, lo natural en nuestro sistema, ha sido siempre la salida fácil: zanjar el problema inmediato para evitar tener que llevar a cabo una transformación sustantiva. Pero esta elección, y la compleja realidad política en que se encuentra el país, no da para eso. Lo central será convertir el escenario políticamente complejo que se avecina en una convocatoria amplia e incluyente de cambio institucional que realmente transforme al país o que, al menos, siente las bases para una transformación cabal: tapar la barranca.
En la noche del domingo pasado hubo dos discursos emblemáticos: el de la triunfadora en la elección y el del presidente de Morena. No hay manera de ocultar o ignorar la contradicción de visiones, posturas y realidades al interior de Morena que ahí se exhibió. Mientras que la próxima presidente fue conciliadora y mostró cabal comprensión de su nuevo papel como líder de toda la ciudadanía, la cabeza de su partido acentuó las divisiones y la polarización, a un grado incluso infrecuente para el presidente saliente. El contraste ilustra la extraordinaria complejidad del manejo político que se va a requerir. Y del reto para la próxima presidente.
La situación del país es por demás difícil en lo fiscal, en la relación con Estados Unidos, en la corrupción imperante y en la seguridad, al menos cuatro de los ámbitos más precarios y que exigen atención inmediata. Poder encararlos va a exigir una inusual capacidad de articulación política porque, aunque podría parecer que se trata de problemas técnicos, enfrentarlos va a requerir sumar intereses disímbolos, construir complejas alianzas y mantener controlados a grupos que, además de violentos y rijosos, son parte del movimiento llamado Morena. Y, para colmar el plato, está la agenda de reformas constitucionales que son el juguete de AMLO, pero que, de aprobarse, agudizarían las divisiones y pondrían en riesgo no sólo al próximo gobierno, sino al país entero. ¿Cómo le hará la nueva presidente para contener a todos estos factores para que no se le deshaga el país en las manos?
El país está exhausto y cada uno de los rubros a los que a la brevedad tendrá que abocarse el equipo del próximo gobierno exigirá sumar en lugar de polarizar. Decisiones en materia de nombramientos cruciales (como Defensa y Hacienda) y criterios que podrían divergir del gobierno actual exigirán enorme destreza. Además, el primer gran desafío está en casa: ponerle límites al presidente, resolver la relación entre los dos. Sin eso no hay futuro.
La ciudadanía debemos arropar a la triunfadora y confiar que logre este cometido central.
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REFORMA
09 junio 2024