Luis Rubio
1982. El país se encuentra en una situación difícil. Las finanzas públicas se han deteriorado por las apuestas en que incurrió el gobierno a lo largo de su sexenio, confiando que al final todo se traduciría en un mayor crecimiento económico. Mientras eso sucede, la contienda presidencial sigue su curso con normalidad. Llega el mes de julio y triunfa Miguel de la Madrid. Las circunstancias no son óptimas, pero el candidato electo es una persona sensata, estable y por demás cuidadosa, con experiencia en la administración pública. A pesar de la complejidad del momento financiero, el entorno es promisorio porque está por terminar un sexenio saturado de corrupción y frivolidad, anticipándose el advenimiento de una administración austera y mesurada. Pero llega el primero de septiembre, día del informe presidencial. En lugar de reconocer que se trataba de su última oportunidad para tranquilizar a la población, el presidente saliente, López Portillo, opta por exacerbar la circunstancia al anunciar la expropiación de los bancos, abriendo con ello la caja de Pandora. Con esa acción dividió al país y condenó a su sucesor a lidiar con una nación en crisis, casi hiperinflación y un deterioro constante. El nuevo gobierno, que se inauguró tres meses después, nació condenado a batallar con el legado de su predecesor: en lugar de “administrar la abundancia” como había sido previsto, acabó siendo un bombero. El actuar del presidente saliente cambió al país, destruyó su imagen (que nunca dejaría de ser el “perro”) y condenó al país a una década de altibajos y peligros continuos.
Mark Twain, el gran escritor y humorista estadounidense, decía que “la historia nunca se repite, pero que con frecuencia rima.” ¿Podría el presidente saliente en 2024 repetir la faena de 1982, provocando un cambio de giro radical, sobre todo después de una elección tan exitosa?
El presidente López Obrador se encuentra ante esa tesitura: dejar un país en una situación razonable, con las dificultades y retos normales, pero sin una condición crítica incontenible para que su sucesora comience su periodo de manera promisoria, o arriesgar su futuro -el personal, el de su sucesora y el del país- en aras de salvar su imagen y su vanidad.
El anuncio de procesar las veinte iniciativas de ley que anunció el pasado 5 de febrero constituye una amenaza para su sucesora porque le cambia el terreno y crearía condiciones que le harían imposible gobernar. ¿Quién gana con eso?
Si bien es evidente que un sexenio termina hasta el día en que entrega el mando a la sucesora, la realidad política es que éste concluye el día de la elección y lo conducente es que el presidente saliente contribuya a asegurar un proceso terso para magnificar su probabilidad de éxito. Máxime cuando el presidente logró el mayor hito de su administración al ser refrendado por el electorado en la forma de la elección de su candidata. Ponerla en riesgo sería un acto de irresponsabilidad suprema o, como (supuestamente) dijo el estadista del siglo XVIII, Talleyrand, “más que un crimen, sería un error.” Menos comedido en su lenguaje que el diplomático del francés, el principio de Hanlon dice que “no se ha de atribuir a la maldad lo que puede ser explicado por la estupidez.”
Efectivamente, en la lógica política mexicana, nos encontramos en el proceso de transición donde el nuevo sexenio ya de facto está comenzando y el presidente saliente tiene que reconocer no sólo que ya concluyó el suyo, sino que, a juzgar por los votantes -el juicio supremo- su éxito es innegable y cualquier cambio en el camino no haría sino complicarle a su sucesora el panorama. Baste ejemplificar con la fecha en que AMLO canceló el nuevo aeropuerto de la ciudad de México, meses antes de ser formalmente ungido presidente. Su ciclo está concluyendo y es tiempo de que sea su sucesora quien decida qué sigue y cómo lograrlo.
Nada de esto tiene que ver con la parte sustantiva de las propuestas legales del presidente. El paquete de veinte reformas, dieciocho de ellas constitucionales, que propuso el presidente, entraña una gran variedad de asuntos, algunos de mucha mayor trascendencia que otros. Dado que la composición que acabe cobrando el poder legislativo será la misma en septiembre que después de la inauguración de la Dra. Sheinbaum en octubre, no hay razón para la precipitación que el presidente anticipaba al inicio del año. Un país serio no apresura las cosas, sino que las procesa, debate, socializa y reconsidera de acuerdo a las circunstancias. Además, la probadita que mostraron los mercados financieros tan pronto se comenzó a especular sobre la ausencia de contrapesos que produjo el resultado electoral debería ponderarse con enorme seriedad. El presidente se jactó, una y otra vez, de la solidez del peso y sería un acto de superlativa necedad y temeridad jugar con el destino de esta manera.
James Carville, el famoso asesor electoral de Bill Clinton, dijo en alguna ocasión que “solía pensar que, de haber reencarnación, yo querría regresar como el presidente o el Papa o como un bateador de .400. Pero ahora preferiría retornar como el mercado de bonos. Intimidan a cualquiera.” El riesgo de proceder con el paquete de reformas es superlativo. Y enteramente absurdo por innecesario y, sobre todo, por peligroso.
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REFORMA
23 junio 2024