Luis Rubio
La vida es siempre un balance entre el vaso medio lleno y el vaso medio vacío. La actitud respecto a la vida, el trabajo y la economía es fundamental no sólo en el desarrollo de los países, sino también en la estabilidad política. Keynes habló de los espíritus animales como la forma de comportarse de los agentes económicos y cómo estos se mueven por instinto, actitudes y percepciones. Esa observación de los años treinta no ha hecho sino explotar en importancia en la era de las comunicaciones ubicuas que generan expectativas incontenibles.
En fechas recientes, se ha desatado un gran debate respecto al pesimismo que parece determinar las actitudes colectivas en el país. ¿Cómo es posible, argumentan, que el consumo crezca con la celeridad que lo ha hecho en los últimos meses (el consumo siendo, a final de cuentas, el objetivo de la actividad económica) y, sin embargo, la gente ve todo con lentes de pesimismo? Los propios empresarios, dicen desde el gobierno, afirman que sus empresas (excluido el sector petrolero) van bien y, sin embargo, sus percepciones difícilmente podrían ser más negativas.
La gran pregunta es si las cosas han mejorado o empeorado. Los males y los problemas que padecemos son obvios y no hay duda que la incapacidad de lidiar con algunos de ellos genera profunda frustración y anima la visión pesimista. ¿Cómo explicar, por ejemplo, que llevemos casi un cuarto de siglo experimentando secuestros, extorsiones y homicidios de manera flagrante y todavía no haya ni siquiera un consenso respecto al diagnóstico del problema, para no hablar de una solución? ¿Cómo explicar la incapacidad de una sucesión de gobiernos en estas décadas de atender los problemas más elementales en términos de servicios, infraestructura, la famosa «permisología» o la educación? Todos y cada uno de los problemas tiene una explicación, muchas veces lógica, pero el conjunto arroja un legado muy poco encomiable para gobiernos locales y nacionales de los tres partidos políticos. No hay excusa posible.
Y, sin embargo, una medición objetiva de la realidad arroja enormes mejorías en las últimas décadas. El precio real, después de inflación, de innumerables bienes ha disminuido; el número de familias que cuenta con casa propia ha crecido de manera dramática; las libertades individuales son incomparablemente superiores a las que existían hace algunas décadas; la calidad de los bienes y servicios que consumimos y empleamos es incomparablemente superior. Con todos los avatares, la mejoría en los niveles de vida es palpable.
En su extraordinaria reflexión sobre su padre, y sobre sí mismo, Federico Reyes Heroles (Orfandad) recuerda que los domingos solía acompañar a su padre a una tienda de ultramarinos para «ver qué hay», o sea, para ver qué habían conseguido o importado esa semana. Los jóvenes de hoy no tienen idea de lo que significa una economía cerrada o la inexistencia de un bien: hoy todo está disponible y de inmediato.
Si la realidad objetiva ha mejorado de manera indisputable, ¿por qué el pesimismo reinante? Cada quien tiene su teoría, pero yo creo que hay dos factores inmediatos y uno preponderante y absoluto que nos permiten comprender el fenómeno.
Uno sin duda es la corrupción, asociada a la percepción de que ésta ha explotado en dimensiones. Otro es la ausencia de liderazgo gubernamental y, a la vez, un rechazo casi visceral a cualquier ejercicio de liderazgo. Estos elementos están interconectados.
Las reformas que comenzaron en los ochenta requirieron un enorme ejercicio de liderazgo, sin el cual ese primer gran esfuerzo hubiera sido imposible, pero la crisis de 1994-95 y su pobre manejo político dio al traste con la credibilidad del proyecto reformista. La «entrada a la democracia» en 2000 atizó el fuego por su incapacidad de resolver problemas y por el pésimo liderazgo de que vino acompañada. El gobierno actual prometió gobernar con eficacia, sólo para encontrarse con que no tenía la varita mágica que permitiera lograrlo.
El segundo gran asunto es sin duda el de la corrupción, que ha exacerbado el enojo ciudadano. Yo no se si, en volumen, la corrupción es mayor o menor, pero es obvio que la percepción ciudadana es que ésta ha explotado. Parte es el mero hecho de que ésta es cada vez más visible y que su evidencia se disemina de manera instantánea. Otra parte es que los gobernantes de antes eran menos crasos en su forma de cometer actos de corrupción: cuidaban las formas porque sabían que el asunto se había tornado explosivo. Hoy ya no hay recato alguno.
El factor absoluto que ha cambiado es la información instantánea que genera expectativas incontenibles. Antes la información se controlaba de manera vertical y fluía de acuerdo a las preferencias gubernamentales de arriba hacia abajo. Hoy ésta es ubicua y horizontal: se genera y disemina por todos lados y nadie la controla. Aunque hay evidente capacidad de manipulación, nadie tiene monopolio en ello.
En su discurso de aceptación del premio AFI, Sean Connery comentó que su niñez no era promisoria, pero «yo no sabía que me faltaba algo porque no tenía con qué compararme; y hay una cierta libertad en ello». El gran problema de gobernar en el mundo de hoy es que, como dice David Konzevik, «los pobres de hoy son ricos en información y millonarios en expectativas». En esas circunstancias, «el arte de gobernar es el arte de manejar las expectativas». El país ha mejorado, pero en el manejo de expectativas nuestros gobiernos de las últimas décadas han sido atroz.
@lrubiof
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