México en vilo

MAGUEN – Abril 2016

Luis Rubio

Hay dos maneras de observar a México: una es apreciando lo mucho que ha cambiado en las últimas décadas; la otra es padeciendo lo mucho que falta por cambiar. Se trata de dos caras de una misma moneda: un parte del país avanza y quiere salir adelante; otra se aferra al pasado y trata de impedir el cambio. Por muchas décadas, sobre todo entre los sesenta y el fin de los ochenta, se hizo todo por evitar cambiar.  El resultado fue desastroso porque prolongó la agonía y no permitió que la economía creciera, generara riqueza y empleos.

Hay dos cosas de las que no hay duda alguna: ante todo, el cambio es real, mucho de éste sumamente positivo y con enormes consecuencias para la vida social, económica y política. La otra cosa que caracteriza al país es que la forma de cambiar es peculiar: típicamente, se dan dos pasos hacia adelante y (al menos) uno para atrás. El resultado es que, aunque el cambio es real y, en ocasiones, vertiginoso, las percepciones con frecuencia llevan a la decepción.

Los cambios comenzaron desde los sesenta, momento en el cual el antiguo modelo de desarrollo industrial por substitución de importaciones comenzó a fallar, a la vez que las protestas estudiantiles condujeron a cambios políticos de enorme trascendencia, sobre todo porque, en los setenta, se inauguró la era de crisis y devaluaciones. En los ochenta se inició un proceso de reforma que redefinió la naturaleza de la economía mexicana y obligó a las empresas a adecuarse a la competencia por importaciones y a adoptar patrones de calidad y precio competitivos frente al mundo. Aunque la apertura no ha sido completa y persiste un sector industrial viejo con poca viabilidad de largo plazo, el cambio es dramático y nos impacta a todos.

Es claro que no todos los cambios realizados han sido positivos, a la vez que no todos los gobiernos de los ochenta para acá han sido igualmente diligentes en la conducción de los asuntos públicos. Sin embargo, si uno ve hacia atrás, es impactante tanto el cambio como la continuidad que se ha dado entre gobiernos de diverso signo político como de naturaleza y orígenes distintos. En ocasiones parece como que no hay brújula en la conducción gubernamental y, en otras, es evidente que existen poderosos intereses que limitan la capacidad de resolver problemas fundamentales del más diverso tipo. En cierta forma, esa es la naturaleza de México.

John Womack, el autor de Zapata y la Revolución Mexicana, escribió que «la democracia no produce, por sí misma  una forma decente de vivir; más bien, son las formas decentes de vivir las que producen la democracia». En México nos falta mucho para lograr formas decentes de vivir e interactuar, pero eso no niega el hecho de que ha habido profundas transformaciones.

El mayor de los beneficios de las reformas de los ochenta y noventa y, previsiblemente, de las de los últimos dos años, radica en que se ha consolidado una clase media incipiente que tiene capacidad de consumo muy superior al que caracterizó a la sociedad mexicana en el pasado. Poco a poco, México se ha convertido en un país cada vez más competitivo y exitoso, que logra remontar problemas como el de la fortaleza del dólar que se ha evidenciado en los últimos meses. Desde luego, hay problemas fundamentales que no se han resuelto, comenzando por el de la pobreza, e incluyendo todos aquellos que hacen difícil la vida cotidiana tanto en la economía como en el quehacer de cada día.

Los próximos años van a ser mucho más complejos porque el país no tendrá alternativa más que avanzar con celeridad en la consolidación de procesos que no hemos asumido pero que no van a ser evitables, como el de la transparencia en el actuar gubernamental; la transparencia de las cuentas fiscales personales y de cuentas bancarias en México y en el extranjero; y la reducción de aranceles a las importaciones. Todos y cada uno de estos rubros van a impactar la forma en que actuamos, consumimos, gastamos, ahorramos e invertimos. En adición a esto, se vienen procesos tecnológicos cada vez más avanzados que reducirán el empleo tradicional y forzarán al país a buscar nuevas fuentes de generación de trabajo y riqueza. Todo esto obligará a reformas mucho más grandes de lo que hoy se puede avizorar en materia educativa, contractual, tecnológica y comercial. La transición va a ser compleja y, en muchos casos, costosa. Tardará más o tardará menos, pero se trata de asuntos que van a presentarse en el curso del próximo lustro y que serán arrolladores.

El impacto de todo esto para la comunidad será fundamental. El desarrollo de la comunidad no es ajeno a lo que ocurre en el país ni puede ser distinto. Las fuerzas que obligan al país a adecuarse son incontenibles y no van a poder pararse. La forma de enfrentar los desafíos que estos cambios  procesos dependerá de cada empresa y persona, pero todos los viviremos de manera directa y definitiva. Es por eso que es tan importante comprender la naturaleza de los cambios que ocurren y su racionalidad, así como la de desarrollar nuevas y más efectivas maneras de incorporarnos, como comunidad, en los asuntos más trascendentes  y rezagados de la vida nacional, como la inseguridad, la pobreza, la educación y la falta de oportunidades.

La comunidad judeo-mexicana tiene la enorme oportunidad, pero también la responsabilidad, de liderar estos procesos de cambio, hacerlos suyos y salir exitosa en el camino. No será fácil, pero, como dijo Herzl en otro contexto, si hay la voluntad no hay nada que la pueda impedir.

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@lrubiof

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