ENFOQUE – abril 2016
Luis Rubio
Los mexicanos viven a la espera de que alguien llegue a salvarlos, una esperanza que se renueva cada seis años. Se trata del anverso del autoritarismo del régimen priista: un vasto sistema de control político que limitaba la capacidad de acción de la población, haciéndole esperar un cambio desde arriba. Si bien el viejo sistema se colapsó, sus formas y su cultura permanecen, incluso después de dos administraciones del PAN, partido creado como reacción al abuso del PRI. Esta circunstancia crea dos realidades paralelas y en cierta forma paradójicas: por un lado, la sociedad mexicana grita pero no se rebela; por el otro, el país cambia mucho más, y mucho más rápido, de lo que parece.
El mundo se ve difícil cuando uno ve hacia adelante y otea los desafíos que México enfrenta y la aparentemente poca capacidad para remontarlos. Sin embargo, cuando uno ve hacia atrás, es impactante que tanto ha cambiado en la realidad del país. Hoy México es una potencia manufacturera en el mundo, la población se expresa con libertad y los niveles de vida han mejorado sensiblemente. Por supuesto, nada de eso disminuye las carencias que caracterizan al país, pero sí las pone en perspectiva.
El contraste en perspectivas es revelador de la forma en que México ha evolucionado en las últimas décadas. Hasta fines de los sesenta, la economía crecía con celeridad y el sistema político autoritario (que gozaba de enorme legitimidad) creaba un entorno de orden y paz. El gobierno federal dominaba toda la vida nacional y cuidaba de la seguridad con los métodos de la época. Ese mundo idílico comenzó a deteriorarse porque no generó válvulas de escape en lo político y porque su sustento económico (esencialmente la exportación de granos para pagar importaciones de bienes de capital) dejó de funcionar, generando una crisis de crecimiento.
A partir del inicio de los setenta, un gobierno tras otro ha desarrollado respuestas al problema del crecimiento. Algunos llevaron al país al borde de la quiebra (1970-1982), otros construyeron estructuras permanentes, como el Tratado de Libre Comercio de Norte América, que contribuyeron a la transformación de la planta industrial. Sin embargo, al igual que en el ámbito político, ese proceso de cambio económico ha quedado trunco por la presencia de factores de poder que se benefician del statu quo. En contraste con procesos transformativos en otras naciones, en México ha habido ánimo de cambio pero no la disposición o capacidad para modificar la estructura de poder (igual económico que político).
La transición política que el país ha vivido muestra esto de manera patente. Aunque hubo un acuerdo inicial (1996) respecto a la modificación de las reglas electorales para garantizar la equidad de las elecciones, nunca hubo un acuerdo sobre el punto de partida y menos sobre el objetivo a alcanzarse. De esta manera, la política nacional sigue siendo tan contenciosa como antes y los partidos reconocen el resultado electoral siempre y cuando éste les favorezca. Es decir, la elección fue democrática si gano, no lo fue si pierdo. Así, aunque no hay forma de rechazar la profesionalización de los órganos electorales y la transparencia de los procesos de elección, cerca del 35% de la población piensa que lo relevante no es el proceso sino el resultado.
Es en este contexto que debe entenderse la llegada del presidente Peña Nieto al gobierno y su incapacidad para avanzar su agenda. Habiendo sido un gobernador exitoso, Peña Nieto prometió eficacia como su carta de presentación. Tan pronto asumió la presidencia, inició un torbellino legislativo. En unos cuantos meses, la constitución mexicana se había transformado en sus artículos principales. La agenda de cambio no era nueva: todo lo reformado se había discutido por décadas; lo impresionante fue la habilidad política para lograr que las reformas se convirtieran en ley. El presidente exhibió una gran capacidad de negociación, pero el factor clave, el único que sus predecesores panistas no podían administrar, consistió en controlar a las huestes priistas. Por razones históricas, los priistas, por décadas a lo largo del siglo XX los detentores del poder, son también los beneficiarios del statu quo. Su oposición a las propuestas previas de reforma era producto de su deseo de preservar sus cotos de caza. El éxito de Peña residió en controlar a esos grupos y evitar que bloquearan el proceso legislativo. Tan pronto éste concluyó, esos mismos intereses retornaron a lo de siempre: a ignorar las reformas y seguir en sus negocios tradicionales.
En adición al marasmo legislativo, el nuevo gobierno se colocó por encima de la sociedad y recreó viejos mecanismos de control sobre la sociedad, los gobernadores, los medios de comunicación, los sindicatos y los empresarios. Este actuar respondía a una consideración medular: el gobierno partió de la premisa que el país requería retornar al orden y el mejor modelo para ello era la época de oro del PRI: los sesenta. Aunque es obvio que el viejo sistema político y la estrategia económica de antaño no se colapsaron por voluntad de los entonces gobernantes, el gobierno de Peña ignoró los cambios ocurridos tanto en México como en el mundo en estas décadas y se abocó a llevar a cabo su propia agenda de transformación –y su propia realidad.
La población vivió la llegada de Peña Nieto y su asertividad con una mezcla de asombro y expectativa. Como el gran Tlatoani, el líder azteca, Peña llegó a salvar a México. Asombrados, los mexicanos observaban. Sin embargo, el desempeño económico de la administración fue de mal en peor, los aumentos de impuestos afectaron el consumo de la población más pobre y el enojo de los afectados por la inserción creciente de controles fue en ascenso. Tan pronto se presentó la primera crisis –la gota que derramó el vaso- todo el país se volcó contra el presidente. Más allá de las muertes de los 43 estudiantes en Iguala hace un año, su significado político fue claro: se convirtió en una excusa para que toda la población, en el anonimato colectivo, expresara su disenso.
Lo extraordinario no fue el enojo o el vuelco, ambos observables y predecibles, sino la absoluta incapacidad del gobierno para responder. Atrás quedó la eficacia, ahora reemplazada por un gobierno asustado y paralizado. La realidad del poder en México había ganado: acabó siendo evidente que la agenda del gobierno no pretendía alterar la estructura del poder sino meramente incorporarle cierta eficiencia a algunos sectores o actividades con potencial, todo ello sin minar los intereses que se benefician del sistema.
Lo que la experiencia del presidente Peña demostró es que México tiene un grave problema de poder: no hay un conjunto elemental de reglas del juego que gocen de legitimidad cabal entre los actores políticos y, por lo tanto, no hay reglas para nada. El gobernante tiene enormes poderes que le permiten actuar de manera arbitraria en cualquier momento, razón por la cual la inversión –y la credibilidad- se limita a un periodo sexenal y todo gira en torno a la confianza que inspira el presidente en turno. Es decir, el gran problema de México es que carece de instituciones que le den permanencia y legitimidad al sistema de gobierno y garantías de estabilidad a los mexicanos.
Así, México vive una permanente esquizofrenia: grandes cambios y pocos logros; regiones exitosas y gran pobreza en otras; un gobierno que promete eficacia pero sólo poquita. México vive atrapado entre el viejo sistema de controles que persisten y una sociedad crecientemente preparada y cada vez más demandante. Como en los viejos tiempos, esto permite una aparente estabilidad pero garantiza una permanente ilegitimidad. Hasta que venga el siguiente presidente con nuevas promesas.
@lrubiof
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