Luis Rubio
Lo más extraño del gobierno actual es su total desprecio por su propia legitimidad. Es probable que su cálculo radique en la eventual redención que produzcan las reformas que ha emprendido, pero eso implicaría que sus acciones en los años pasados rendirían resultados por sí mismos y no como producto de la función cotidiana de gobernar. Sea como fuere, se trata de una apuesta extraña, sobre todo a la luz de la oferta que el hoy presidente prometió en la contienda por la presidencia: eficacia.
Los gobiernos de antaño sabían que su legitimidad era frágil y dependía, casi totalmente, del desempeño económico. Por siete décadas, los gobiernos priistas hicieron hasta lo indecible por lograr altas tasas de crecimiento; sabían que la alternativa era el oprobio popular. A pesar de la fortaleza intrínseca de la presidencia en aquella época, todos esos presidentes sabían que su credibilidad dependía del éxito de su gestión. Tan exagerado fue aquel mantra que llevó a momentos de locura como los de Echeverría y López Portillo en que desbocaron, y de hecho quebraron, al gobierno en aras de lograr tasas elevadas de crecimiento.
El gobierno de Enrique Peña Nieto no solo contrasta con aquellos gobiernos priistas de antaño, sino incluso con otros de esta era que, como el de China, se desviven por lograr la credibilidad de sus poblaciones a pesar de no poder lograr tasas tan elevadas de crecimiento como antes. El gobierno chino lleva décadas logrando tasas elevadísimas de crecimiento, pero ahora se enfrenta a lo que allá se percibe como casi una recesión: tasas de crecimiento de “solo” 6%. Lo interesante es que, más allá de los asuntos específicos, las semejanzas son pasmosas porque, a final de cuentas, los dos sistemas coinciden en una cosa: la fragilidad de la sociedad y su incapacidad para obligar al gobierno a responderle.
La economía mexicana está creciendo al 2%, lo mismo que ha alcanzado, en promedio, a lo largo de los últimos cuatro lustros. El gobierno prometió romper con ese mediocre nivel de crecimiento pero no ha logrado mejorarlo a pesar de haber elevado los impuestos, incrementado el gasto público, aumentado el déficit y la deuda. Todo ha cambiado excepto lo único que le importa a la ciudadanía: el crecimiento.
El problema del crecimiento no es exclusivo de México. En estos momentos la mayoría de las naciones al sur del continente experimentan severas recesiones y la mayoría no logra siquiera el 2% que hoy vivimos. Más allá de las diferencias nacionales y regionales, lo evidente es que el crecimiento ya no se logra meramente con mayor gasto gubernamental o porque así lo desean los funcionarios. En un mundo globalizado con ubicuidad en las comunicaciones, lo único que cuenta es la capacidad de cada nación de atraer inversión, sea esta de sus propios connacionales o del exterior. Para fines de la inversión, la fuente da lo mismo porque el mundo es el escenario de juego y todos son parte del mismo espacio.
Lo que el gobierno no ha entendido es que la legitimidad en esta era no se logra por la efímera tasa de crecimiento sino por la calidad del gobierno. Es este factor el que determina no sólo la confianza que nutre a la ciudadanía sino lo que, a final de cuentas, atrae a los inversionistas. En la medida en que la inversión determina la tasa de crecimiento, uno pensaría que el foco central del actuar gubernamental residiría en atender las preocupaciones y necesidades de los potenciales inversionistas y empresarios pero, en México, los únicos inversionistas que parecen ser relevantes son los extranjeros, aunque su inversión siga siendo menor, en términos absolutos, a la nacional. La ciudadanía no existe en su visión.
El factor diferenciador entre las naciones es uno y muy simple: la calidad del gobierno. Por calidad del gobierno entiendo desde la capacidad de recaudar impuestos y redistribuirlos inteligentemente, hasta la certidumbre que generan sus actos, comenzando por la existencia de reglas del juego predecibles y conocidas por todos de antemano. Es decir, el reto del gobierno no reside tanto en ir a tocar mil puertas sino en crear condiciones generales para que todos los potenciales inversionistas, incluyendo al empresariado existente, puedan confiar en el gobierno. Es mucho más importante que la población comprenda los retos que el país enfrenta a que el gobierno despilfarre sus recursos en opacidades interminables. El punto es que la confianza, clave para atraer inversión y generar crecimiento, depende de la calidad de la gobernanza y no de las promesas o preferencias de los funcionarios en lo individual.
La causa de nuestro estancamiento es evidente. El gobierno que apostó el crecimiento en un mayor gasto ahora tiene que echarse para atrás pero lo hace sin convicción o claridad de ruta. Esto es insuficiente en una era en la que los inversionistas tienen al mundo como su espacio para desarrollarse y crecer. Si México no ofrece condiciones idóneas, siempre habrá oportunidades en alguna otra latitud.
En el corazón del asunto radica una sola cosa: el gobierno tiene que entender que su propuesta inicial era correcta. Lo que los mexicanos quieren es un gobierno eficaz, es decir, un gobierno que funciona porque resuelve problemas y crea condiciones para que el crecimiento sea posible. El problema es que el gobierno identificó eficacia con control pero el control no es una estrategia sino un vicio. Lo que México necesita es un gobierno que funcione. Nada más, pero nada menos.
@lrubiof
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