Luis Rubio
Dos han sido las reacciones al anuncio de recortes presupuestales: unos se quejan del impacto que tendrán sobre programas concretos, la inversión pública o la demanda agregada. Otros critican que fue demasiado poco, demasiado tarde. Nadie defiende al gasto gubernamental por sus virtudes o por las oportunidades que podría generar sino por los costos que entraña. El gasto, en cualquier país, refleja una combinación de prioridades políticas y correlaciones de fuerzas. Esa correlación de fuerzas arroja una enorme debilidad fiscal, que refleja la fragilidad institucional del sistema político.
Hay tres factores que agudizan nuestra debilidad fiscal: primero, las excesivas facultades discrecionales con que cuentan los funcionarios. Los ministros europeos o estadounidenses, a diferencia de los mexicanos, venezolanos o brasileños no cuentan con dineros que pueda emplear a discreción. En México hasta los secretarios de tercera cuentan con fondos discrecionales; ni qué decir de la secretaría de Hacienda. El punto es que aunque el Congreso tenga facultades para aprobar el presupuesto, su poder fiscalizador es mínimo dadas las atribuciones reales del poder ejecutivo, infinitamente superiores a las que caracterizan al secretario del Tesoro estadounidense o sus equivalentes en los países desarrollados.
Un segundo factor que caracteriza a nuestra hacienda pública es la relativamente baja carga fiscal promedio. Aunque algunos pagan mucho, otros no pagan nada. El problema de recaudación se potencia debido a circunstancias que sólo se explican por relaciones de poder o por indisposición, también originada en cálculo político. Por un lado, hay un sinnúmero de sectores y actividades que están, de facto, excluidos de obligaciones fiscales: sindicatos, favoritos, clientelas, crimen organizado, gobiernos estatales, partidos políticos y un largo etcétera. Por el otro, cuando se consideran alternativas al financiamiento gubernamental no se reconoce la necesidad de vincular la recaudación con el gasto, algo que sólo podría ocurrir si los estados recaudaran más, lo que obligaría a los gobernadores a ser responsables ante sus electores.
El tercer factor, y la razón por la cual es tan frágil la situación fiscal del gobierno, es que el sistema político hace mucho perdió toda legitimidad. La renuencia a buscar mejores formas de recaudar (que no necesariamente implica elevar las tasas de los impuestos existentes) se deriva, a final de cuentas, de la percepción, bien ganada, de que la recaudación no es más que un reflejo de la legitimidad del gobierno. Algunos suecos preferirían una estructura fiscal que priorizara objetivos diferentes a los existentes, pero ninguno pone en duda la legitimidad de su gobierno (cuyas tasas impositivas son superiores al 60%). La razón de esto último radica en que la población puede ver sus “impuestos trabajando” en sistemas educativos y de salud de primera, un cuidado impecable de los dineros públicos y una economía que funciona. El punto es que la debilidad fiscal del gobierno mexicano es producto de su pésimo desempeño: más dinero no resuelve ese dilema, ni hace posibles mejores servicios públicos.
Aunque ha habido momentos de mayor fortaleza fiscal, la debilidad observada en las últimas décadas ha caminado en paralelo con el colapso de la legitimidad a partir de los setenta. La gran fortuna del gobierno fue que se encontró con el petróleo justo en ese periodo. Fue a partir de los setenta que la promesa petrolera generó fondos nunca antes imaginados, lo que permitió evadir el problema político de fondo: dado el control gubernamental de los recursos petroleros, pareció natural emplearlos para fines políticos y de gasto corriente.
Cuatro décadas después, la evidencia es abrumadora: la renta petrolera se dispendió desde el primer día, incluso antes de que comenzara a fluir en la segunda mitad de los setenta, y jamás se convirtió en un instrumento de desarrollo de largo plazo. Billones de dólares atravesaron por las arcas gubernamentales dejando muy poco más allá de clientelas dependientes de recursos públicos, sindicatos encumbrados, grandes riquezas de políticos y gobernadores dedicados a negocios particulares y un país que, aunque ciertamente ha mejorado, dista mucho de haber disfrutado del buen gobierno que hubiera sido indispensable para lograr ese cometido. Cuando se promovía la reforma energética se hablaba mucho de Noruega como el “modelo” a imitar. En ambos casos hay mucho petróleo; la diferencia ha sido la calidad de su administración. Hubiera sido mejor contar con esa clase de administración que con petróleo…
La gran pregunta ahora es si nos encontramos ante un bajón cíclico o uno estructural. En la literatura cotidiana es fácil encontrar argumentos en ambos sentidos: aquellos que creen que bajará la oferta, afianzando los precios del petróleo; y aquellos que observan una baja tan pronunciada en los costos de energías alternativas que afirman nos encontramos ante el umbral de una nueva era energética.
Yo no se cuál es la correcta, pero sí se que si el precio no mejora, el país tendrá que enfrentar el problema de esencia y eso entrañaría una redefinición de relaciones políticas y la creación de pesos y contrapesos efectivos, a fin de poder encarar el crecimiento de los gastos de salud y pensiones que se avecinan. Por supuesto, siempre es posible, incluso probable, la mediocridad intermedia, pero el problema no desaparecerá simplemente porque se haga como que se baja el gasto de manera temporal.
@lrubiof
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