Luis Rubio
“En la lucha por la sobrevivencia, decía Charles Darwin, los más aptos ganan a expensas de sus rivales porque se adaptan mejor a su ambiente”. El gobierno mexicano parece estar librando una batalla por su sobrevivencia y los mexicanos, comenzando por nuestros políticos y precandidatos, parecemos ajenos al trance. Poco se está haciendo para construir el andamiaje que permita construir un “nuevo” Estado mexicano, un nuevo sistema de gobierno, apropiado a las condiciones que hoy existen, que son muy distintas a las de antaño. Siguiendo a Darwin, el gobierno mexicano está luchando por su sobrevivencia, pero no ganará si no erige las estructuras necesarias para poder ganar.
La batalla más directa y visible, pero no la única, es la que enfrenta al gobierno con el narco. Ahí hay balas, violencia y muchos muertos. Menos claro es el objetivo que persigue el gobierno, por qué éste ha ido cambiando. Tampoco es obvio por qué hay tan poco énfasis en la reconstrucción de la autoridad a nivel municipal como bastión elemental. En lugar de redefinir la estrategia para ajustarse a las cambiantes circunstancias, el gobierno ha estado redefiniendo el objetivo. Al inicio, éste parecía ser erradicar el mercado de drogas; luego recobrar los territorios de que el narco se había apropiado; ahora todo se concentra en arrestar o matar a las cabezas de las distintas mafias. En contraste con lo que aquí pasa, los gobiernos fuertes cuentan con instrumentos para actuar y capacidad de movilización y no aspiran sino a una cosa muy específica: establecerle reglas al narco de tal suerte que cualquier infracción será penalizada de manera instantánea y fulminante. Así es como funcionan los gobiernos español y norteamericano: no es que las drogas o los narcos estén ausentes en sus territorios; más bien, la diferencia es que estos saben que cualquier violación a las reglas implícitas del juego (como matar a un policía o provocar una matazón) implicaría una respuesta brutal y terminante.
El gobierno mexicano no actúa así porque no tiene la capacidad para hacerlo y es por eso que se encuentra librando una lucha por su sobrevivencia. En aquellos países, los gobiernos locales son la primera línea de defensa y sólo recurren a las fuerzas estatales cuando las cosas se salen de control. Las policías federales no entran más que en casos extremos y el ejército prácticamente nunca. Nuestro problema es que, en casi todo el país, no existen capacidades a nivel municipal ni estatal o federal, razón por la cual el ejército acabó siendo la primera línea de defensa. Lo que esto nos dice es que nuestro problema no es de narcotráfico o de criminalidad en general, sino de ausencia de Estado. Este es el tema de fondo.
El déficit de gobierno que padecemos tiene su origen en la naturaleza del sistema priista, pero también en la forma en que éste se desmanteló. El sistema priista logró su fortaleza por el peso del gobierno y por su capacidad de controlarlo todo desde el centro y, con base en ello, imponer una férrea disciplina. La disciplina mantenía a raya a los políticos, a los partidos de oposición, a la población en general y hasta a los delincuentes y criminales. Todo esto lo hacía por medio de un ejercicio usualmente inteligente del poder pero no gracias a la existencia de instituciones fuertes que lo hicieran efectivo.
En el ámbito judicial, por citar uno evidente, el gobierno nunca construyó una policía profesional o un ministerio público independiente. La justicia se administraba con criterios políticos y la discrecionalidad, es decir, arbitrariedad, era su carta de presentación. Lo que hacía que funcionara el sistema era el enorme aparato de control que, violando todo respeto a los derechos ciudadanos, permitía administrar la criminalidad. Pero eso era antes, en un entorno de extrema concentración del poder, cuando la población era de la mitad del tamaño y no existía acceso a los medios de comunicación e información que hoy son ubicuos. En el sistema priista no había reconocimiento de que el temor que llevaba a la disciplina y el respeto a la autoridad eran antitéticos, no sinónimos: la gente le tenía miedo al gobierno pero no lo respetaba. Por eso, la pretensión de muchos priistas de que ese sistema se puede revitalizar o reconstruir es simplemente ridícula.
La crisis de seguridad que vivimos no comenzó con la derrota del PRI en 2000. Se fue acrecentando en la medida en que el país creció, se fue abriendo y descentralizando a pesar del PRI. No hay que olvidar que uno de los peores años para el sistema ocurrió en 1994, precisamente en el momento de mayor concentración del poder. La crisis de seguridad tiene diversos orígenes, pero su explosión está directamente correlacionada con la inexistencia de un sistema de gobierno funcional (y legítimo), capaz de organizarse e imponerse.
La derrota del PRI tuvo el efecto de acelerar la descomposición gubernamental. Aunque debilitada, la capacidad de control del sistema priista se mantuvo hasta el final; sin embargo, en la medida en que el poder comenzó a trasladarse hacia los estados, municipios, partidos y grupos de poder (lo que desde ese momento empezó a llamarse “poderes fácticos”), se derrumbó el sistema de control y, con ello, todo instrumento generador de disciplina. Desafortunadamente, prácticamente ninguno de los estados o municipios reconocieron el fenómeno: de manera casi súbita, esos niveles de gobierno se convirtieron en la primera línea de defensa frente a una criminalidad ascendiente que, por años de desidia, no había sido confrontada. Así, desde finales de los noventa pero, sobre todo, a partir del 2000, el país se hundió en un mar de criminalidad para el que todavía hoy, once años después, no hay camino de solución.
En un mundo ideal, lo que procedería sería desarrollar capacidad de gobierno a nivel local, estatal y federal. En el mundo real ha habido algún avance, modesto, a nivel federal y casi ninguno a nivel estatal y municipal. El municipio en México está prácticamente desaparecido y los gobiernos estatales desdibujados; la persistencia de control vertical de los gobernadores sobre los municipios no ayuda. En un mundo tan descentralizado como el que hoy vivimos y en un entorno de información ubicua, parece claro que sólo un reenfoque de la función gubernamental a nivel estatal y municipal permitiría comenzar a reconstruir al gobierno y, con ello, establecerle límites a las bandas de narcos y criminales. La salida no reside en la reconstrucción de un gobierno federal exacerbado, algo imposible hoy en día, sino en la construcción de un verdadero Estado. Nada menos.
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