Disquisiciones

Luis Rubio

David Lurie, el protagonista de la novela Desgracia de Coetzee, parece dedicado en cuerpo y alma a cortejar un desastre en su vida, hasta acabar despedido de su empleo como profesor y desquiciado en su familia. Ante la desgracia, concluye que «cuando todo lo demás falla, dedícate a filosofar». Algo así estoy tentado a hacer cuando pienso en un tema que desde hace tiempo me intriga y preocupa: la relación educación-empleo que caracteriza al país.

El problema es muy simple: el comportamiento del mercado de trabajo en México es exactamente opuesto al estadounidense y me pregunto por qué. Aquí el desempleo de graduados universitarios es mayor que el promedio, en tanto que el desempleo de personas con educación secundaria es inferior. En EUA ocurre lo contrario: ahí el desempleo promedio es 9%, pero la cifra asciende a 15% para quienes tienen estudios de preparatoria o menos, en tanto que es de 4.3% para los egresados con título universitario.

El tema me parece relevante por varias razones. Ante todo, siempre que hablamos de los migrantes hacia EUA decimos que se trata de un solo mercado laboral y que los mexicanos que se mudan a ese país lo hacen porque hay oportunidades de empleo, como atestigua la evidencia empírica. Si es un solo mercado laboral, ¿por qué se comporta tan distinto el índice de desempleo? Un segundo tema es el relativo al perfil de los graduados universitarios. ¿Por qué hay tantos graduados de disciplinas sociales respecto a los de las ingenierías y ciencias duras? Finalmente, qué nos dicen estos factores de la economía mexicana: ¿hay algo en la relación educación-empleo que nos permita entender mejor la naturaleza de nuestros desafíos económicos?

En Profesionistas en Vilo*, Ricardo Estrada estudia la matrícula universitaria en el país a lo largo del tiempo y analiza la forma en que ha cambiado el perfil del estudiante y su relación con el mercado laboral. Tomando la perspectiva del estudiante que aspira a integrarse al mercado laboral, su conclusión fundamental es que «el título universitario ha dejado  de ser pasaporte a una vida profesional estable y bien remunerada» pero, «si se entiende a la educación profesional como una inversión, las oportunidades son tan grandes o mejores que antes».

Estrada propone que parte del problema del desempleo de los egresados universitarios reside en que «el perfil de los candidatos no está en sintonía con lo que los empleadores buscan… Una preocupación central es que el grueso  de los profesionistas ha estudiado carreras con pocas oportunidades laborales». Si este es el caso, la pregunta es ¿por qué han estudiado carreras con poco potencial de encontrar empleo? No tengo una respuesta, pero una hipótesis es que las carreras que se consideran «fáciles» tienden a ser compatibles con un empleo simultáneo: el estudiante opta por una carrera que le permita trabajar y estudiar bajo la premisa de que el mero título le permitiría obtener un mejor empleo. Otra versión de la misma hipótesis sería que las becas universitarias han incentivado el estudio para obtener un ingreso (como si fuera un empleo) y no por vocación. La carrera «fácil» acaba siendo muy atractiva aunque no conduzca a un buen empleo. También es posible que la enseñanza secundaria de materias clave como matemáticas sea tan deficiente que los aspirantes a un título acaban conformándose con algo que no necesariamente es su vocación. El desencuentro es evidente.

Por el lado de los empleadores, rápidamente aparecen dos mundos muy contrastantes. En términos generales, están las empresas más exitosas que se abocan a elevar sistemáticamente su productividad como medio para reducir costos y elevar utilidades y que  tienden a contratar al personal más calificado, del que esperan una clara contribución para seguir incrementando sus índices de productividad. Es ahí donde se concentra la mayor parte de las ofertas de empleo para universitarios con credenciales compatibles con la demanda de habilidades.

La perspectiva es muy distinta en el resto de la economía, igual entre empresas industriales que de servicios. Para las empresas que no enfrentan competencia significativa o que han logrado construir barreras que las protegen, no existe presión por elevar la productividad, reducir costos o ser más competitivos. Estas empresas contratan al personal que requieren, típicamente aquel con menores niveles de educación: no necesitan más.

Lo que tenemos es un mundo bifurcado donde conviven dos economías muy distintas: una sumamente competitiva que requiere al personal más calificado y con las mejores credenciales profesionales y otra que demanda empleados manuales. Aunque la primera contribuye mucho más al crecimiento de la economía, la segunda concentra al mayor número de personas empleadas. Es decir, como dice Macario Schettino, la mayoría de los trabajadores mexicanos son poco productivos y por eso tienen ingresos bajos. De la misma forma, quienes los emplean también agregan poco valor y, por lo tanto, son empresas de baja productividad y así es su contribución al desarrollo.

En este contexto, resulta patético el debate político respecto al futuro de la economía. La disyuntiva teórica que enfrentamos implicaría optar entre la economía moderna que crece pero emplea a un porcentaje relativamente bajo de demandantes o la economía decrépita del pasado que emplea al mayor número. Por supuesto, se trata de una disyuntiva falsa pero lo sorprendente cuantos políticos suscriben, en la retórica y en la práctica, la noción de apostar por la economía vieja e improductiva. A mí me parece evidente que la apuesta que el país tiene que aceptar y asumir es por una economía moderna, competitiva y susceptible de generar más empleos, cada vez más productivos y mejor pagados. El problema, desde luego, no reside en que los políticos y funcionarios sean incapaces de entender el dilema, sino que su percepción es que sus propios costos de actuar serían demasiado elevados.

Apostar por una planta productiva moderna entrañaría eliminar obstáculos a la producción para igualar el terreno para todas las empresas, es decir, eliminar los mecanismos arancelarios, regulatorios y de otro tipo que, de hecho, mantienen aislada y protegida a una parte importante de nuestra industria y a los oferentes de servicios en la economía. Contra lo que muchos podrían suponer, la protección no hace sino perpetuar un mundo improductivo que se traduce en salarios bajos, incertidumbre (tanto para empresarios como trabajadores) y un daño permanente al consumidor. La verdadera alternativa es entre un país que crece y se desarrolla y uno que se muere de a poquito.

*Cidac, 2011

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