Todo para obstaculizar

Luis Rubio

Todo en la estructura regulatoria del gobierno federal parece diseñado para hacer imposible la labor gubernamental. Esta aparente paradoja es una realidad tangible tanto para los funcionarios que son honestos y profesionales como para quienes aprovechan sus cargos públicos para robar. Con el objeto de atacar la corrupción, diversas administraciones a lo largo de los últimos veinte años han promovido diversas iniciativas de ley orientadas todas ellas a regular y reglamentar las facultades, atribuciones y procedimientos a seguirse en la administración pública. La historia muestra que todos esos intentos han resultado fallidos en su objetivo formal: la corrupción no ha cesado en todos estos años. Pero la mayor de las ironías es que, en el camino, el engrudo legal que se fue creando acabó por impedir el funcionamiento eficiente del gobierno. Lo que tenemos hoy es una administración pública temerosa de actuar, pero con los mismos niveles de corrupción que existía antes de comenzar. Es evidente que el problema de la corrupción no se va a resolver amarrándole las manos a los funcionarios públicos.

Muchos empresarios se quejan, generalmente con razón, de los excesos de regulaciones, de la permisología oficial y de los obstáculos que existen para el buen funcionamiento de su actividad empresarial. Ninguno de los quejosos jamás ha oteado la complejidad que existe del otro lado de la barrera: todas las regulaciones juntas que afectan al sector privado son juego de niños en comparación con los obstáculos que impiden el funcionamiento de la administración pública. Los empresarios enfrentan barreras sobre todo para la creación de una empresa pero, una vez rebasado ese umbral, sus dificultades tienden a reducirse a la complejidad de las obligaciones fiscales o a la excesiva discrecionalidad (que invariablemente lleva a la arbitrariedad) del inspector que se con frecuencia vive de extorsionar. La vida del funcionario público es, en cambio, una atribulada por una serie de requisitos, muchos de ellos infranqueables, que no reducen la corrupción, pero que sí impiden el funcionamiento de la administración. Todo en el gobierno está diseñado para que sea difícil funcionar.

Además de las múltiples leyes y reglamentos que dan forma al cuerpo jurídico que enmarca la actividad gubernamental, hay tres leyes que son particularmente onerosas para los funcionarios del sector público: la Ley de Responsabilidades de los Funcionarios Públicos, la Ley de Entidades Paraestatales y la Ley de Adquisiciones. Estos tres instrumentos de control fueron diseñados para asegurar que las decisiones de los funcionarios públicos se inscribieran en un marco normativo que hiciera sumamente difícil la corrupción. La historia de estos años muestra que lo que han logrado es obstaculizar las decisiones de funcionarios honestos, mientras que los corruptos han encontrado nuevos caminos para seguir medrando del erario federal. Algunos ejemplos son particularmente reveladores.

La Ley Federal de Responsabilidades de los Funcionarios Públicos aplica a todos los funcionarios del gobierno Federal. Aunque lógica en concepto, su principal característica es que la Contraloría de la Federación (la SECODAM), entidad responsable de hacer cumplir esta ley, presume que hay dolo en todas las decisiones que se toman dentro de la administración pública. Es decir, la entidad no siempre ha funcionado como contralora interna del gobierno, sino que con frecuencia persigue propósitos de control político, razón por la cual parte del supuesto de que todos los funcionarios públicos son corruptos. Esto conduce a que su aplicación sea binaria: da lo mismo si se trata de una violación minúscula a una norma sujeta a interpretación que un fraude multimillonario; desde la perspectiva de la Contraloría, ambas se persiguen y castigan por igual. Por su parte, las normas son tan obtusas que es infinita la posibilidad de violarlas. Cualquier actividad gubernamental que incluya decisiones en materia de obra pública, construcción, compras o ventas, está regulada de forma tal que hasta el funcionario más decente y respetuoso de la ley puede acabar violando la normatividad. El resultado es que, en lugar de actuar, muchos funcionarios prefieren quedarse sin hacer nada; esto es, nadar de muertitos para no correr el menor riesgo. Otros, igualmente honestos, se arriesgan a violar alguna de las múltiples normas que, además, son frecuentemente contradictorias- para poder cumplir con su deber. El resultado es un gobierno igualmente corrupto, pero saturado de funcionarios honestos que viven temerosos de su futuro: el mundo del PRI, donde todo mundo puede ser objeto de persecución, cuando así le convenía al sistema.

La Ley Federal de las Entidades Paraestatales reglamenta el funcionamiento de las empresas propiedad del gobierno imponiendo una estructura normativa que es incongruente con la actividad empresarial que deberían desempeñar. La rigidez normativa es tal que fomenta el burocratismo, desalienta el buen desempeño de los funcionarios y crea un entorno viciado en el que lo importante no es el bien de la empresa, sino el de las personas (o mafias internas) en lo individual. Esta ley impone topes salariales que quizá son congruentes con la administración pública federal, pero que están totalmente desfasados de sus pares en el sector privado. Esto es, un funcionario de una empresa paraestatal percibe un sueldo significativamente menor a la de su contraparte en el sector privado. Esto genera distorsiones de dos tipos: muchos individuos que podrían ser funcionarios ejemplares en esas entidades optan por el sector privado, con frecuencia dejando a los incompetentes en las empresas públicas. Pero la mayor de las distorsiones reside en que la rigidez salarial que existe en el sector público paraestatal conlleva a que muchos funcionarios vean a la corrupción como un complemento legítimo a su apostolado.

La Ley de Adquisiciones, Arrendamientos y Servicios del Sector Público somete a concurso virtualmente todas las compras del sector público. El concepto es absolutamente lógico y legítimo, pero su instrumentación es absolutamente viciada. Nada impide que una misma empresa, utilizando una docena de razones sociales, se presente a concursar. Además, de acuerdo a la normatividad, la supuesta eficiencia y transparencia que presupone un esquema de concursos se pueden reducir en forma discrecional por medio de las llamadas evaluaciones técnicas que igual pueden dejar a todos los concursantes adentro, que excluir a quienes no hacen la aportación respectiva.

El punto es que todas las regulaciones existentes presumen de entrada la culpabilidad de los funcionarios, pero no hacen nada por parar la corrupción que es endémica a la actividad pública. Las decisiones de la Contraloría no son públicas, las penas son discrecionales y con frecuencia sin vinculación alguna con el tamaño del supuesto delito; en suma todo el entorno es absolutamente arbitrario. No es infrecuente la decisión politizada en la cual igual se persigue a un enemigo político con todo el peso de la ley, que se perdona a otros, independientemente de la culpabilidad o naturaleza del delito. Lo peor de todo es que ninguno de estos mecanismos sirve para frenar la corrupción, aunque sí han cambiado su dinámica. Antes, la corrupción en el sector público era burda, abierta y evidente: desde el comercio con propiedades aprovechando información privilegiada hasta la adquisición de bienes inexistentes, pasando por la sobrefacturación y las comisiones por compras y ventas. Hoy en día los negocios quizá sean más sofisticados, pero el resultado es exactamente el mismo. En un caso particular, que ilustra el cambio en la dinámica del fenómeno, el director de una entidad gubernamental solía cobrar una comisión por cada adquisición que realizaba la empresa; a partir de que dio inicio la aplicación de estas normas, el funcionario comenzó a exigir que sus clientes le compraran un estudio (por supuesto inexistente) al despacho de un amigo suyo. El mecanismo hacía impecable el esquema porque limpiaba e institucionalizaba la corrupción.

Es evidente que el gobierno requiere de un marco normativo que fuerce a los funcionarios públicos a comportarse de una manera honesta. Sin embargo, la manera de lograrlo no es amarrándoles las manos e impidiendo su actividad, sino cambiando la lógica de sus incentivos. Hasta ahora, ha prevalecido una lógica de control: el objetivo gubernamental ha consistido esencialmente en someter a los funcionarios a un régimen de control político donde lo que importa es la facultad discrecional del presidente para castigar, perdonar o premiar a los individuos no por el eficaz cumplimiento de sus obligaciones como funcionarios, sino por su lealtad a la persona del presidente (o, en su caso, del secretario o de quien corresponda en la jerarquía burocrática). Es decir, la lógica de la Contraloría de la Federación y de todo el régimen normativo ha sido consistente con el régimen priísta donde lo importante no es el desempeño del gobierno, de la economía o del país, sino el control de todo. Es evidente que hay que cambiar esa lógica.

La única manera de frenar la corrupción en el sector público es abriendo la información del desempeño gubernamental al escrutinio de la población. En la medida en que todas las decisiones del sector público sean efectivamente públicas, los funcionarios gubernamentales tendrán el incentivo de procurar atender más a la población que a las lealtades políticas de antaño, a la vez que quedan sujetos al escrutinio de los medios en general. Un nuevo marco normativo debería partir del principio de que lo crucial no es controlar cada acción o decisión de los funcionarios pues ello no pararía la corrupción, pero sí obstaculizaría el trabajo legítimo del gobierno-, sino asegurar que el desempeño de los funcionarios sea impecable en el conjunto de su actividad. La publicación de las cuentas gubernamentales, con el detalle necesario para que éstas sean comprensibles por toda la población, sería un buen comienzo. Para ello existen normas internacionales que podrían servir de guía, por lo que no hay razón para inventar ninguna nueva definición que pudiese ser igualmente trastocada para facilitar la corrupción. Este es uno de los ámbitos en los que un cambio de racionalidad y de incentivos podría traer consigo una transformación dramática en el desempeño tanto del gobierno como de la economía en su conjunto; también un cambio fundamental en la relación gobierno-sociedad.