Ladrones, gobernantes y desarrollo económico

¿Qué es peor: un gobierno tiránico y autoritario, o el asalto infrecuente de alguna banda de guerrilleros y ladrones? Con esta pregunta abre su último libro Mancur Olson, un economista norteamericano que se dedicó a analizar y explicar algunos de los vínculos más importantes existentes entre la economía y la política. Aunque se trata de dos ramas del conocimiento muy distintas, es difícil comprender a una sin tomar en cuenta a la otra: los gobiernos no actúan en un vacío, sino en el contexto de las restricciones que impone la actividad económica, es decir, la inversión, las tasas de interés y los mercados internacionales. Y viceversa, la economía tampoco es una abstracción que opera en el espacio sideral, sino en el contexto de un proceso político que  facilita u obstaculiza su desempeño. La economía y la política están inexorablemente vinculadas y los conceptos que desarrolló Olson son particularmente relevantes para comprender esas vinculaciones, sobre todo en países caracterizados por una enorme debilidad institucional como el nuestro.

 

Olson asegura que, a lo largo de la historia, ha sido mucho mejor para las sociedades humanas vivir bajo el reino de un gobierno autoritario y despótico que estar sujetas a los abusos frecuentes de una punta de ladrones. Aunque ambos gobiernos puedan ser depredadores y abusivos, a un gobierno tiránico le conviene que la economía logre el mejor desempeño posible, pues de ello extrae un flujo constante de impuestos y tributos. No sucede así con ladrones que llegan, roban todo lo que pueden, destruyen lo que encuentran a su paso y huyen. En otras palabras, un déspota (un ladrón sedentario) que se estaciona en un determinado lugar geográfico mantiene los impuestos lo suficientemente bajos como para hacer posible el crecimiento constante de la economía y hasta puede llegar a desarrollar incentivos para afianzar la inversión, acelerar el crecimiento de la productividad y favorecer el comercio exterior, todo en aras de generarse ingresos para sí y sus secuaces. El déspota tiene un interés creado en el desarrollo económico de mediano plazo, mientras que el ladrón o guerrillero asalta cada que le dá la gana y se lleva consigo todo lo posible.

 

Este primer vínculo entre la forma de gobierno y el desempeño económico que  Marcur Olson describe en el libro Poder y prosperidad: más allá de las dictaduras comunistas y capitalistas, le lleva a analizar las diferencias entre diversos tipos de gobiernos. Mientras que la autocracia es generalmente mejor para sus víctimas que la anarquía, afirma el autor, la pregunta es si la democracia es tanto mejor que la tiranía. Aun en el caso de la estructura democrática más elemental –aquella en la cual el gobierno no sólo ignora a las minorías, sino que abusa de ellas en beneficio de las mayorías-, dice Olson, ésta representa, en términos económicos, una mejoría substancial sobre la tiranía. Al margen de lo que le ocurra a las minorías, la mayoría de la población eleva su ingreso y se beneficia de un mayor número de bienes públicos, comparado con lo que ocurre bajo un régimen autoritario.  Esto quiere decir que los incentivos que llevan a que un tirano modere sus demandas sobre la sociedad son todavía más poderosos en el caso de la democracia, aun en la versión más primitiva de este sistema de gobierno. De hecho, mientras mayor sea la base de sustento del gobierno, mayor será el beneficio económico del sistema de gobierno.

 

Hay países, dice Olson, en los que la constitución requiere de “supermayorías” para la aprobación de determinadas legislaciones. En esos casos, en los que existen mecanismos muy desarrollados de pesos y contrapesos, los obstáculos al crecimiento económico son mínimos, pues todo mundo se perjudicaría de su existencia: en esos casos, el interés más egoísta de toda la ciudadanía busca la eliminación de restricciones al crecimiento, pues todos los ciudadanos pierden cada vez que un burócrata o un interés particular se beneficia de ellas. Este argumento demuestra que la democracia no es un sistema de gobierno del que sólo se pueden beneficiar los países ricos sino, al contrario, que la dispersión y descentralización del poder y la existencia de un sistema representativo de gobierno con frecuencia son factores determinantes del logro de tasas elevadas de crecimiento económico. Todo mundo sabe, dice Olson, que la prosperidad tiende a generar condiciones para el desarrollo de sistemas políticos democráticos; sin embargo, lo opuesto, dice él, es igualmente cierto: la democracia tiende a favorecer la prosperidad.

 

Los argumentos de Olson sobre la vinculación entre la prosperidad económica y el sistema de gobierno tienen su origen en otros dos conceptos que el autor había desarrollado en escritos anteriores. En su primer libro, La lógica de la acción colectiva, Olson analizó los incentivos que llevan a las personas a reunirse y, de hecho, a coludirse para perseguir una ventaja grupal. Según el autor, cuando un grupo relativamente pequeño de personas o empresas se reúne para lograr un objetivo determinado –como sería el cambiar un arancel, obtener una determinada concesión o negociar un pacto- su probabilidad de éxito depende de que exista un beneficio específico y claramente determinado  para cada uno de los participantes en el grupo. De esta manera, cuando diez fabricantes de un cierto producto se reúnen para tratar de influenciar una decisión gubernamental, la probabilidad de que se sostenga el grupo es muy alta, pues cada uno obtendría un beneficio tangible y significativo en la negociación. De manera contraria, cuando se juntan diez mil personas para tratar de defender una determinada postura, los beneficios individuales son tan irrisorios que ninguno tiene un interés significativo en que se logre el objetivo (además de que, en grupos grandes, es muy difícil monitorear a los “gorrones”). Este hallazgo tiene consecuencias dramáticas para la acción sindical, para la movilización de grandes contingentes en el caso de huelgas o movimientos paristas, pues sólo aquellos grupos con un interés concreto y específico tienen una ventaja inherente (aunque, dice Olson, no insuperable) sobre los grupos que manifiestan objetivos más amplios y difusos. Lo anterior implica, en nuestro contexto actual, que el CGH tiene una mayor capacidad de movilización que el rector, dado que los objetivos del primero son mucho más específicos, concretos y, por lo tanto, atribuibles a un grupo específico. El bien de la universidad o el de los mexicanos es algo mucho más difícil de defender en el caso de una batalla política de trincheras.

 

Olson llevó este argumento un paso más adelante cuando, en un libro intitulado El ascenso y caída de las naciones, se preguntó si la lógica de la acción colectiva era igualmente aplicable a las naciones. La respuesta que dió en ese libro fue, como en los dos casos anteriores, sorprendente. Para el autor, la sociedad humana tiende a crear, a lo largo del tiempo, intereses locales, monopolios específicos y grupos interesados en el mantenimiento del statu quo que, a la larga, llegan a paralizar y/o impedir el desarrollo económico. Según Olson, la pujanza de muchas sociedades, desde la japonesa hasta la alemana en la preguerra, se deterioró por el crecimiento de grupos de presión internos que se beneficiaban del estado de cosas. En esos casos, la Segunda Guerra Mundial barrió con todos esos grupos de presión y creó condiciones para el desarrollo económico acelerado que más tarde experimentaron. En sentido contrario, Inglaterra no experimentó la destrucción de esos intereses al finalizar la guerra, lo que la condenó a tres décadas de estancamiento económico. Según Olson, la única manera de evitar el enquistamiento y encumbramiento de ese tipo de intereses es a través de reformas periódicas que limpien a la sociedad. En Inglaterra, a partir de los setenta, la economía comenzó a experimentar diversas reformas que liberaron su potencial productivo, haciendo posibles las extraordinarias tasas de crecimiento que ese país ha experimentado en los años subsecuentes. Algo parecido se podría decir de México en los últimos años, periodo durante el cual se ha comenzado a observar el beneficio de las reformas iniciadas a mediados de los ochenta.

 

Estos tres planteamientos, muchos de los cuales podrían parecer evidentes a muchos estudiosos de la economía, son terriblemente importantes y no eran obvios antes de que Olson los analizara y explicara públicamente. De hecho, los alcances de la obra de este autor son todavía más importantes. Según Olson, el desarrollo económico sólo es posible en la medida en que las transacciones que se pactan cada día en el mercado –los contratos- puedan hacerse cumplir. Si no existen medios legales para hacer exigible el cumplimiento de un contrato, cualquier economía se vería privada de los flujos de inversión necesarios para su desarrollo. La conclusión final del argumento de Olson es que no hay nada más importante para el desarrollo de una sociedad, y de una economía, que la existencia de mecanismos efectivos para el cumplimiento de contratos y la definición de los derechos de propiedad, es decir, el establecimiento de derechos específicos a los propietarios de un bien o servicio.

 

Puesto en otros términos, para Olson es evidente que una sociedad en la que un inventor no goza de la protección cabal de los derechos de la explotación de sus inventos, no va a generar mayores innovaciones. En el caso de la llamada “nueva economía”, la que está vinculada con Internet y el desarrollo tecnológico, este tema es particularmente crítico. El país debería estar pensando en la posibilidad de saltar etapas en su desarrollo y comenzar a crear una plataforma para la generación de nuevas actividades, de alto valor agreagado, más allá de la actividad industrial. Sin embargo, el hecho de que no contemos con una amplia población con educación superior y de las estructuras legales que le permitan proteger y explotar los derechos de propiedad hace que México no sea un lugar atractivo para el desarrollo de ese tipo de plataforma. Si uno le hubiera planteado este tema a Olson, su respuesta probablemente habría sido muy simple: un país que no crea un marco regulatorio y legal capaz de definir los derechos de propiedad y, sobre todo, de hacerlos cumplir en forma cabal, es un país gobernado por una tiranía que no está dispuesta a nada más que a hacer posible el desarrollo de los grupos y actividades que le pueden generar beneficios en un plazo razonablemente corto. Más allá de eso, diría Olson, los beneficios son tan distantes que no tiene caso promoverlos. El problema de México es que la diferencia entre una y otra cosa son millones de empleos potenciales y todo un sistema educativo que sigue sin desarrollarse porque, según parece, no hay incentivos para ello. Valiente consuelo.

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