La nueva política mexicana

El pasado primero de diciembre México entró de lleno a la era de los nuevos políticos. Atrás quedaron tres generaciones de políticos del México contemporáneo: los políticos postrevolucionarios, cuya generación acabó con Gustavo Díaz Ordaz, los burócratas en el gobierno, de 1970 a 1982, y los tecnócratas, de entonces al día de hoy. El nuevo político que representa Fox tiene mucho de los políticos de antaño –la cercanía con la población, la búsqueda del convencimiento, la habilidad para sumar y entusiasmar-, pero viene acompañado de un elemento nuevo que nunca antes estuvo presente: los contrapesos al poder. Se trata de una nueva era para la política mexicana, una era que comienza ahora y para la cual no hay mapas preestablecidos. Todo lo que viene está por definirse. Ojalá que los encargados de esas definiciones, en los partidos políticos y en los tres poderes y niveles de gobierno, comprendan  la enorme responsabilidad que pesa sobre sus hombros.

 

Los políticos priístas que se hicieron con el fin de la Revolución realmente nunca perdieron; simplemente fueron substituidos por burócratas alejados de la realidad a la que pretendieron cambiar sin saber a ciencia cierta a dónde querían llegar. La virtual quiebra del gobierno en 1982 califica con contundencia su gestión. Los tecnócratas llegaron a rehacer el mundo y a construir una nueva plataforma para el crecimiento económico y el desarrollo del país. A pesar de lo anterior, todos ellos perdieron el pasado dos de julio. Los embates contra los tecnócratas comenzaron con el establecimiento de los llamados candados para la nominación de candidatos que incorporaron los priístas al inicio del sexenio de Ernesto Zedillo y terminaron con la nominación de Francisco Labastida como candidato a la presidencia. Una y otra vez los tecnócratas fueron culpados y marginados.  Pero a los burócratas que habían sido desplazados desde 1982 y que reaparecieron en la campaña del PRI no les fue mucho mejor. A final de cuentas, la historia del dos de julio es muy simple: la incapacidad del PRI para comprender lo mucho que había cambiado el mundo, y el país en particular, fue lo que lo llevó al ocaso. El PRI, y sobre todo su vieja burocracia, fueron los grandes perdedores de esa justa.

 

Pocas dudas caben que la inauguración de Vicente Fox como presidente va a cambiar la política mexicana para siempre. El cambio va a ser brutal en los más diversos planos. Para comenzar, ahora sí es posible imaginar, quizá por primera vez en nuestra historia, a un México en el que los ciudadanos se burlan de los políticos, hecho común en las democracias, y no al revés, como suele ocurrir en los sistemas autoritarios. Esto no es algo trivial: aproximadamente 8% de la población cambió su preferencia electoral en la semana anterior al pasado dos de julio o francamente le mintió a los encuestadores, seguramente por ese miedo reverencial que despertaba el PRI y la simbiosis poder ejecutivo-partido político que entrañaba un poder implacable. El rompimiento del binomio poder ejecutivo-PRI es el factor que más oportunidades, pero también más riesgos, entraña para el futuro.   Entraña la oportunidad de construir pesos y contrapesos que permitan reconstruir la política y desarrollar una nueva era de interacción y madurez política, pero también el riesgo de parálisis, descomposición e inestabilidad.

 

El resultado dependerá fundamentalmente de la manera en que Fox decida actuar: una cosa es cambiar al régimen y otra muy distinta sería replantear el paradigma de la política mexicana en su conjunto. Con el nombramiento de su gabinete, la puesta en marcha de diversos programas y su presencia permanente y activa en la escena política nacional, Fox ya inauguró un nuevo estilo de gobernar, rompió con toda clase de mitos y costumbres, le incorporó algo de frescura a la solemnidad tradicional de la política mexicana y abrió espacios en el gabinete para personas con un perfil que hubiera sido anatema en la era del PRI. Sin embargo, todos estos cambios no constituyen una modificación de la esencia del sistema.

 

Un cambio del paradigma de la política mexicana entrañaría la transformación de algunas de las instituciones centrales del sistema y, particularmente, de los incentivos que fueron generando el caos de las últimas décadas: las concertacesiones, los plantones, las marchas y, en general, todos los medios de presión a que dio lugar un sistema que reconocía su falta de legitimidad y que, por consecuencia, era incapaz de ser consistente y hacer valer la ley y los derechos (y obligaciones) del resto de la población. Cuando un gobierno negocia todas sus acciones acaba encontrando grupos de presión dispuestos a negociarlo todo en cada esquina. Nada más obvio. Es evidente que Fox va a confrontarse con un sinnúmero de presiones, obstáculos y hasta trampas, todos ellos concebidos para hacerle caer en el juego en el que se negocia todo, incluso la ley, como está ocurriendo ahora en Tabasco y Yucatán.  De su respuesta, de su capacidad para orientar todos esos retos a las estructuras institucionales correspondientes, de respetar los fallos de los tribunales y de su capacidad para comenzar a hacer valer la ley, va a depender la posibilidad de que efectivamente se consolide un cambio de paradigma.

 

Desde luego, el solo hecho de que el PRI ya no esté en el gobierno implica un cambio fundamental en la política mexicana, pero no del sistema en su conjunto. En un extremo, Fox podría intentar recrear el sistema, ahora sin el PRI. Quizá esto suene absurdo pero, al menos a nivel conceptual, no es algo inconcebible. De una manera o de otra, el triunfo de Fox entraña cambios fundamentales para el país: el primero y más evidente es el que trae consigo la desvinculación del PRI y el gobierno lo que rompe con toda una era de la política mexicana. Tan profundo es este cambio, que no dejan de ser patéticas las manifestaciones de confusión que muestran los priístas, desde su perredización en el acto de cambio de gobierno hasta la penosa escena del diputado Eduardo Andrade en Televisa y concluyendo en su frecuente irresponsabilidad en el proceso de aprobación presupuestal, para no hablar del conflicto tabasqueño.

 

Pero eso no será la única manifestación del cambio. Es previsible que el país comience a experimentar una profunda descentralización, lo que podría acercar el gobierno a la población, pero también crear pequeños feudos y cacicazgos regionales. Seguramente veremos ambos procesos ocurriendo simultáneamente en las más diversas localidades del país. Estos acomodos van a generar el inevitable (y obviamente bienvenido) desarrollo de pesos y contrapesos entre los distintos poderes, tanto federales como de gobierno. La duda es si todo esto conducirá a la consolidación del Estado de derecho o si nos quedaremos solamente con un nuevo estilo de gobernar. La diferencia es mayúscula.

 

Si Fox resiste la tentación de resolver cada conflicto por sí mismo, de intervenir en cada decisión, tal y como hicieron sus predecesores, el cambio político comenzará a cobrar forma de verdad. Los mexicanos ya hemos podido atestiguar que en el momento en que el gobierno se quita del camino, como ocurrió en materia electoral con la consolidación del IFE y el Tribunal Electoral, los partidos dejan de apostar al conflicto postelectoral y se abocan a ganar las preferencias de los votantes. No hay razón para suponer que lo mismo no pudiera ocurrir en todos los demás ámbitos. Pero para ello el gobierno tendrá que mantener una férrea disciplina, algo que de por sí no es fácil, y mucho menos cuando el presidente se caracteriza por un activismo permanente.

 

La nueva política que inauguró Fox tiene características muy específicas. Si bien desde su triunfo en julio se ha dedicado a prometer recursos a diestra y siniestra, su activismo mediático y retórico no viene acompañado de una política fiscal desbocada. Todo lo contrario. En la nominación del Secretario de Hacienda, al igual que en otros puestos clave como el de la Secretaría de Gobernación, el nuevo presidente designó a dos profesionales caracterizados por su competencia, capacidad y moderación, todo lo contrario al activismo presidencial de los setenta que estaba apuntalado por un gasto público inflacionario descontrolado.

 

Todavía más significativo, el presidente Fox hizo tres planteamientos reveladores desde su inicio: a) su propuesta consiste en contribuir al desarrollo de ciudadanos que reemplacen a los súbditos que tanto gustaban a los gobiernos de antaño; b) pretende darle armas a la población para hacer posible que todo el mexicano que quiera pueda ser un empresario, otro golpe al populismo de antes; y c) parte del principio de que cada individuo debe tener la capacidad de decidir por sí mismo, algo que era anatema para el viejo sistema político. En concepción al menos, los planteamientos del nuevo gobierno entrañan un profundo rompimiento con los valores con los que se gobernó al país por años.

 

En la estructuración de su gobierno, así como en su discurso inaugural, Fox hizo hasta lo imposible por incorporar a todos los grupos, intereses, partidos e ideologías. Recurrió a símbolos y a palabras, a nombramientos y a recursos retóricos. La diversidad de la coalición que pretende articular es verdaderamente impresionante: la izquierda, la derecha, los liberales y los conservadores, los partidos chicos y los grandes, los deportistas y los discapacitados, los religiosos y los laicos. Todo mundo cabe en el proyecto de Fox. En esto Fox representa un franco contraste con la política de los últimos treinta años: en lugar de confrontar, como los gobiernos burocráticos, pretende sumar; en lugar de ofrecer un futuro económico mejor, con enormes costos en la transición, como hicieron los tecnócratas, Fox invita a todos y le ofrece algo a todo mundo. Lo que Fox no puede perder de vista es que su activismo funcionará sólo en la medida en que logre mantener la esperanza de un mundo mejor, sin llegar a alimentar expectativas que nunca podrían ser satisfechas. Quizá su gestión conduzca al Nirvana; pero, por si las moscas, los votantes tuvieron la sabiduría de producir un gobierno dividido.

 

Pero ese gobierno dividido puede igual ser una oportunidad que una maldición.  El éxito, o el fracaso, dependerá de un conjunto muy diverso de actores, ninguno de los cuales podrá definir por sí mismo el camino. Todos irán haciendo camino al andar, dándole forma al nuevo mapa de la política mexicana. Habrá un continuo ensayo y error, es decir, casi lo opuesto a lo que ocurría en la era priísta en que la imposición se aplaudía como si se tratara de un paso seguro a la civilización. El tiempo dirá si de esta nueva manera si es posible llegar.

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