Luis Rubio
México ha cambiado mucho a lo largo de los últimos años, pero tiene que cambiar mucho más. El mero hecho de que ahora tengamos un gobierno emanado de un partido distinto al PRI es muestra fehaciente de qué tanto se ha transformado el país. Sin embargo, esa transformación no es sufienciente; en todo caso, el hecho de que haya un nuevo gobierno constituye una mera posibilidad: la oportunidad de que se establezcan nuevas reglas del juego, nuevas maneras de relacionarnos y, sobre todo, de crear condiciones para que México y los mexicanos avancemos efectivamente hacia el desarrollo y la democracia. Aunque la llegada al gobierno de un presidente emanado de un partido distinto al PRI entraña cambios fundamentales para la política mexicana, la mayoría de éstos tiene mucho más que ver con la naturaleza del PRI que con el nuevo gobierno. Es decir, el verdadero reto de Vicente Fox reside en crear las condiciones para que el cambio que él propuso en su campaña se haga realidad.
El cambio es una de las características de nuestro tiempo. Pero el ritmo del cambio y su naturaleza específica es muy distinta a lo largo y ancho del mundo. A lo largo de las últimas décadas, México ha experimentado cambios dramáticos, muchos de ellos originados internamente, en tanto que otros han sido producto de lo que ocurre fuera del país o, más correctamente, de los intentos del gobierno por ajustarse a un mundo exterior cambiante. Todo esto ha creado un ambiente de profunda incertidumbre para los mexicanos. La incertidumbre es uno de los productos casi inevitables que acompañan al cambio, en cualquier lugar en que éste ocurra; sin embargo, hay una profunda diferencia entre la incertidumbre que experimenta un mexicano y la que caracteriza a un europeo o a un norteamericano. Esa diferencia es reveladora de nuestros problemas más profundos y, en particular, del enorme reto que tiene el nuevo gobierno de Vicente Fox frente a sí.
La incertidumbre es cierta para todos los humanos en esta etapa del mundo, pero el tipo de incertidumbre que aqueja a los mexicanos (y, evidentemente a muchos otros) es distinta en naturaleza a la que aqueja a los habitantes de países democráticos y desarrollados. Para esas personas, lo que cambia son los parámetros dentro de los cuales tiene lugar la actividad humana, entendida ésta en el sentido más amplio del término. Si bien el tipo de trabajo que realizan o su forma de vida pueden cambiar de manera veloz (y en ocasiones virulenta), esas personas cuentan con un marco de referencia que permanece esencialmente intacto. Ese marco de referencia se refiere al Estado de derecho, a la protección que las leyes le confieren, a la certidumbre de que existen mecanismos judiciales perfectamente establecidos para dirimir controversias y hacer cumplir los contratos. Además, esas personas cuentan con seguridad pública y la tranquilidad de que su sobrevivencia no está de por medio. Un europeo o un norteamericano sabe bien que el cambio que experimenta en su vida cotidiana en el trabajo, en sus relaciones familiares, en sus fuentes de ingresos y demás- es producto de la velocidad con que se transforma la economía mundial, de la revolución en las comunicaciones y de la disminución relativa del tamaño del mundo. Sin embargo, a pesar de la incertidumbre que todos esos factores introducen en su vida diaria, su marco de referencia es constante. Lamentablemente, eso mismo no le ocurre a un mexicano. Para los mexicanos, los cambios en la vida cotidiana y en las fuentes de empleo han sido inmisericordes. Estos han ocurrido no solo de una manera con frecuencia estrepitosa y devastadora desempleo, pobreza y ausencia total de mecanismos de protección a la familia- sino con total ausencia de un marco de referencia confiable. De hecho, la en lugar de un marco de referencia de estabilidad y tranquilidad, lo que ha caracterizado al país en esta época es precisamente lo opuesto: inseguridad pública, jurídica y patrimonial. Son estos los temas que el gobierno de Vicente Fox tiene que atender, pues de ellos, mucho más que prácticamente de cualquier otra cosa, depende el éxito de su gobierno y, en buena medida, el futuro del país.
George Bernad Shaw solía decir que el progreso depende siempre de las personas que no son razonables. Su argumento era que una persona razonable se adapta al mundo, en tanto que una persona que no es razonable siempre procurará que el mundo se adapte a ella. En México nos hemos acostumbrado a pensar como derechohabientes y no como ciudadanos responsables. En su afán por generar lealtades y grupos de apoyo, toda la estructura gubernamental fue construida precisamente para generar este tipo de dependencia respecto al PRI y al gobierno. El resultado es un mundo de demandantes que se comportan, en la lógica de Shaw, de la manera menos razonable posible. Por donde uno le busque, el país está plagado de estas circunstancias: los paros de burócratas y los plantones de sindicalistas; los zapatistas y los maestros paristas; los vividores del gasto público y los policías e inspectores que viven de la mordida; los políticos corruptos y los comerciantes que se roban el IVA; el conductor que se pasa el alto y la señora que no acata una ley porque no le parece justa. Todo mundo considera que el país le debe la vida y, por lo tanto, que los demás se ajusten. Un mundo de gente que no es razonable.
Ese es el México que hereda Fox. La pregunta es qué va a hacer al respecto. El nuevo presidente tiene dos opciones: por una parte, podría suponer que él representa el cambio y que, por lo tanto, las cosas comenzarán a ser diferentes en el curso del tiempo. La alternativa consistiría en reconocer que el país está saturado de vicios y que sólo será posible dar la vuelta en la medida en que éstos se enfrenten y comiencen a desaparecer. En las circunstancias actuales del país lo lógico, lo natural, es demandar beneficios, retar a la autoridad y esperar satisfacción a cada reclamo como si se tratara, al estilo del Rey Sol, Luis XIV, de un derecho divino.
La realidad es que los gobiernos priístas codicionaron a la población a actuar de esa manera. La vida pública nacional consiste en una maraña interminable de intereses que demandan satisfactores pero que, en el fondo, viven de explotar los extraordinarios poderes discrecionales con que cuenta el gobierno y la burocracia, de la indefinición permanente, en prácticamente todos los rubros y, en suma, de la maravilla priísta de las reglas no escritas. Estos medios, en un entorno de absoluta impunidad, no hacían más que generar demandantes y derechohabientes: los gobernantes concedían favores a cambio de lealtad. Así funcionó el sistema priísta y así pretenden todos esos grupos de interés, ahora ya sin la cachucha del PRI, que opere el sistema bajo el nuevo gobierno. De ahí el conflicto postelectoral en Tabasco, la demanda de un bono sexenal para la burocracia y, en general, todos los conflictos que tradicionalmente se han resuelto por medios extralegales. Cada acción, comentario y decisión que haga el nuevo presidente se va a juzgar a la luz de esta forma tradicional de operar.
Toda la latitud que le confieren a la burocracia y al gobierno en general flexibilidad, indefinición y poderes arbitrarios se traducen en oportunidades permanentes de corrupción, de ilegalidad y de favores particulares. Es ahí donde reside el verdadero problema que enfrentará el nuevo gobierno, como le ha ocurrido a virtualmente todas las administraciones no priístas a nivel estatal. En la medida en que existe un espacio propicio para la arbitrariedad (que, en nuestro caso, no es más que discrecionalidad sin rendición de cuentas), la autoridad tiene oportunidades inenarrables de influir en el resultado. Es así como se viciaron muchas privatizaciones, esa es la razón por la que hay tantas manifestaciones, esa es la causa de que tantos empresarios merodeen las oficinas de la burocracia. El hecho es que las autoridades tienen un campo excesivo de acción sin que existan mecanismos automáticos que impidan el abuso, como ocurre, en los países desarrollados, con la rendición de cuentas institucionalizada.
En las próximas semanas, el nuevo gobierno tendrá una oportunidad tras otra de manifestarse sobre una multiplicidad de temas y asuntos. Cada uno de éstos abrirá oportunidades de violar el orden legal, muchas veces por buenas razones. Una y otra vez, se tenderán trampas para que el gobierno negocie la ley o se muestre dispuesto a modificar las normas vigentes. Esto es algo que ocurre con facilidad tanto porque todo mundo está acostumbrado a que así opere el gobierno, como porque las normas están prácticamente diseñadas para que no haya alternativa. Este es el meollo del asunto. Si el presidente Fox quiere introducir un verdadero cambio en la manera de ser y funcionar del país, tiene que comenzar por no negociar las leyes y por no abrir oportunidades de actuar arbitrariamente. Esto que se dice fácil es extraordinariamente difícil de llevar a cabo en la práctica, pues todo el sistema legal está diseñado para hacer posible la arbitrariedad y el nuevo gobierno no puede (y no debería) dedicarse a cambiar todo el marco legal vigente.
El marco electoral federal muestra que sí es posible comenzar a introducir cambios en el comportamiento de los actores sociales. En la medida en que el gobierno federal se apegó a la ley y que no pretendió alterar los resultados, como ocurrió en sexenios anteriores, los partidos políticos dejaron de dedicarse a los conflictos postelectorales. Algo semejante se puede realizar en el conjunto de la actividad gubernamental. Si el gobierno se propone no negociar las leyes vigentes y no pretender decidir cada resultado desde las decisiones de la Comisión de Competencia hasta los ganadores de una privatización, pasando por beneficios fiscales y prebendas sindicales- el país va a salir ganando. Sostener ese nivel de disciplina va a ser extraordinariamente difícil, pero una vez logrado, la población se adecuará a las nuevas reglas del juego. Si eso lo logra la nueva adminsitración, el país habrá comenzad a cambiar de verdad.