Gobernar en la democracia

Luis Rubiio

La democracia ha sido un gran reclamo de la parte moderna de la sociedad mexicana, pero también ha sido una gran excusa. Amparados en la noción de que México ya era una democracia, los príístas cometieron tropelía y media. Bajo el concepto de que México no lo era, el PRD se especializó en atacar al PRI, al gobierno y al sistema, como si los mexicanos viviéramos en una dictadura o si el mundo se caracterizada por blancos y negros absolutos. El PAN, por su parte, se dedicó a cosechar alcaldías y gubernaturas al amparo de ese ambiente de indefinición que por dos décadas vivió la política mexicana ni democracia ni dictadura, ni apertura ni represión-, atacando cuando le convenía y cosechando cuando eso era oportuno. Ahora que la realidad súbitamente se hizo mucho más compleja para los tres principales partidos políticos, es tiempo de comenzar a prever la manera en que cada uno de estos actores, y sus respectivos representantes legislativos, actuará a partir del primero de diciembre.

Democracia o no, el sistema político mexicano se pasó muchos años sin ser capaz de resolver los problemas principales de la población o, más certeramente, sin lograr crear las condiciones propicias para que el país pudiera prosperar en forma sostenida. Por más que en las últimas dos décadas se avanzaron reformas fundamentales orientadas precisamente a hacer posible el crecimiento económico, y que efectivamente se han logrado tasas relativamente altas de crecimiento en los últimos años, la realidad es que todavía no existen las condiciones idóneas para que la sociedad en general prospere. Para eso faltan más reformas, aunque muchas de ellas de una naturaleza muy distinta a las que hasta este momento se han avanzado.

Ahora que claramente nos encaminamos por la senda de la democracia, la ciudadanía tiene el derecho de demandar y esperar del próximo régimen avances fundamentales en los tres rubros esenciales de la responsabilidad gubernamental: un estado de derecho, un gobierno limpio y transparente y la oportunidad de que cada persona y familia logre una forma decente de vivir. Estos derechos, elementales en cualquier democracia que se respete, nunca han existido para los ciudadanos mexicanos. El nuevo gobierno, que goza de una legitimidad inusitada, única en nuestra historia por su origen electoral y por el hecho de que no proviene de un partido desgastado por años de gobierno y, con frecuencia, desgobierno, tendrá la enorme responsabilidad de cambiar el rumbo de la realidad mexicana. Sus dos tareas medulares tendrán que ser las de restaurar la fe del público en el sistema político y acelerar el ritmo de las reformas económicas.

Se dice fácil, pero el desafío es enorme. Aunque las elecciones de julio pasado desataron inmensas expectativas y la esperanza de que las cosas en el país mejorarán con celeridad, no sobra recapitular, ahora que estamos crca del cambio de gobierno, sobre las causas de la desilusión y el desaliento que llevó a los mexicanos a optar por una alternativa al PRI. En cierta forma, el PRI perdió una elección presidencial en el momento aparentemente menos lógico para que eso ocurriera; a final de cuentas, en estos años la economía ha experimentado tasas de crecimiento sumamente elevadas en comparación con las alcanzadas a lo largo de los últimos veinte años. Muchos priístas razonablemente argumentaban que precisamente por el hecho de que la economía iba por buen camino, el triunfo era prácticamente seguro para ellos. La paradoja quizá resida en el hecho de que la población ya no toleraba la corrupción, el abuso y la arrogancia de los gobiernos priístas pero que, por años, el temor a cualquier cambio o a que las cosas acabaran peor, había llevado a los votantes a preservar al PRI en el poder; ahora que la situación económica parecía más estable -y, sin duda, que existió un candidato percibido como viable para encabezar una presidencia alternativa- la ciudadanía se armó de valor y votó por Vicente Fox. Este diagnóstico de lo ocurrido el dos de julio pasado puede ser válido o no, pero el tener un diagnóstico correcto es crucial para los priístas, pues de otra manera van a seguir yendo contra la ciudadanía que eventualmente podría permitirles retornar al poder.

La propensión natural, y muy generalizada en las filas de los partidos que hasta este momento han estado siempre en la oposición, ha sido la de culpar al PRI de todos los males del país, comenzando por la corrupción. Ahora que Fox encabezará el primer gobierno de un partido distinto al PRI, no hay razón alguna para pensar que la corrupción va a desaparecer. Tampoco hay la menor razón para suponer que el acceso a la justicia mejorará por el mero hecho de que se dé un cambio de gobierno. El punto es que el problema no residía en los antiguos funcionarios priístas o en el propio PRI, sino en el sistema político que se construyó a lo largo de las décadas y que, el guste o no a Fox, será el que él encabezará a partir del próximo primero de diciembre. En este sentido, la noción de restaurar la fe de la población en el sistema político constituye un reto de enormes dimensiones.

El sistema perdió toda su legitimidad porque no servía a los intereses y necesidades de la población. Todo en el sistema estaba orientado a preservar en el poder al PRI y no a servir a la población. Sólo así se explican los innumerables pactos implícitos que existían entre el gobierno y los monopolios, muchos sindicatos y toda clase de grupos de interés particular. De haber habido un gobierno preocupado por la población, el mexicano promedio gozaría hoy de un nivel de educación comparable al de los asiáticos (cuyas economías han crecido a tasas cercanas al 10% por años), el poder judicial estaría al servicio de la resolución de disputas y conflictos y la inseguridad pública sería una aberración. Sin embargo, nuestra realidad, la realidad que va a heredar el próximo presidente, es una de analfabetismo, ausencia, para todo fin práctico, de un poder judicial funcional, y de una lacerante inseguridad pública. Evidentemente, el gobierno de Vicente Fox no va a ser culpable de estas circunstancias, pero la realidad no va a mejorar por el hecho de que él provenga de otro partido o de la legitimidad indisputada de una elección democrática. Es decir, los problemas que ahora hereda Fox requieren soluciones urgentes pero evidentemente distintas a las que históricamente se intentaron y que, evidentemente, no rindieron fruto.

Algo semejante ocurre en el ámbito de la economía. A diferencia de la política, en este ámbito el país ha experimentado cambios sumamente profundos en las últimas décadas. No es casualidad que la economía esté creciendo a tasas relativamente elevadas, ni que las exportaciones se multipliquen de manera prodigiosa. Todo esto es producto de la privatización de un sinnúmero de empresas, de la apertura comercial, del TLC y del crecimiento de la productividad. Sin embargo, las reformas e iniciativas que permitieron todos estos cambios no siempre fueron acertadas ni todas exitosas. Antes teníamos monopolios públicos y hoy tenemos monopolios privados; antes teníamos muchas empresas en condiciones precarias, hoy tenemos muchas creciendo de manera espectacular, a la par con muchas que simplemente no han dado el ancho. Muchos de los problemas son sin duda atribuibles a circunstancias particulares, pero muchos son producto de reformas incompletas o mal concebidas. En este sentido, Fox no sólo no tiene opciones en cuanto a proseguir con la reforma de la economía, sino que tiene que introducir cambios cualitativos en la manea de reformar a fin de acabar con las prácticas monopólicas, liberalizar recursos humanos, materiales y financieros- y modificar los patrones educativos de raíz, para así abrirle posibilidades reales de desarrollo a toda la población. La reforma no es una opción, sino el comienzo renovado de una oportunidad.

Ninguno de estos conceptos es particularmente novedoso, pero la experiencia de repetidos gobiernos priístas es todos estos ámbitos es abismal. Las causas de esos resultados no residen en el hecho de que hayan sido priístas, en que hayan emprendido reformas a la economía o en la manera de administrar las finanzas públicas: esas son meras distracciones de priístas que se rehusan a comprender que, de no haberse iniciado las reformas en los años ochenta, el país habría acabado en un caos como el que ha caracterizado a más de un país en nuestro continente o en el este de Europa, lo que habría aniquilado al PRI. El problema de los priístas residió en que todas sus acciones estaban determinadas, en última instancia, por el objetivo de preservar el statu quo, es decir, el acceso a la corrupción.

Sobra decir que Fox llega al gobierno por el deseo generalizado de la población de acabar con esos criterios, pero el objetivo es mucho más fácil de definir que de modificarse. A final de cuentas, las reformas económicas de los últimos años se instrumentaron en buena medida gracias a la aplanadora legislativa del PRI que permitía que se aprobara virtualmente cualquier iniciativa de ley. Fox (afortunadamente) no gozará de esa ventaja, lo cual implica que sus opciones serán muy distintas y probablemente mucho más acotadas que en cualquier época previa. La ventaja de esto es que será posible comenzar a acabar con la arbitrariedad y la impunidad; pero la desventaja es que no hay certeza de que esto vaya a ocurrir. El sistema político de antaño no se puede desmantelar por la fuerza, sino por medio de negociaciones con un partido (el PRD) que no parece saber a dónde quiere ir, otro (el PRI) que pretende retornar a lo que nunca existió; y otro más (el PAN) que se siente profundamente incómodo con ser gobierno y con un presidente emanado de su partido. Valientes socios para la transición.

Por todo esto, el reto de gobernar en el entorno de una democracia inmadura e incipiente va a ser mayúsculo. La clave reside que Fox no pierda de vista la esencia de su responsabilidad y de que tenga la habilidad de convencer a los diversos contingentes legislativos de la necesidad imperiosa de restaurar la fe de la población en el (nuevo) sistema político y de avanzar con celeridad en el camino de la reforma económica. Todo el resto son distracciones.