Las latitudes del presupuesto

Luis Rubio

Lo fácil en materia presupuestaria es imaginar todo lo que sería deseable y pretender hacerlo realidad por medio de un acto legislativo. Desafortunadamente los sueños pocas veces se hacen realidad, y los presupuestos públicos son siempre un buen ejemplo de ello. Las necesidades que tiene la población son siempre enormes, pero igual lo son las restricciones que enfrenta el gobierno, cualquier gobierno. Los recursos son insuficientes y las demandas, tanto de la población como de los propios legisladores y sus partidos, son inevitablemente extraordinarias. Además, en estas épocas, las restricciones se acentúan por el hecho de que la economía se encuentra inmersa en la vorágine que representan los mercados financieros internacionales, cuyo comportamiento es siempre inmisericorde. A días de que tengamos un nuevo gobierno, a seis años de la última crisis y a unas cuantas semanas de que el congreso tenga que revisar, discutir y aprobar el presupuesto para el próximo año, más nos vale reparar en la enorme trascendencia y, a la vez, precariedad, de este instrumento tan delicado de política económica. Todos los ojos del mundo, dentro y fuera de México, están observando.

El problema presupuestal en México no es distinto al de otros países. Las necesidades son ingentes y los recursos son limitados. La solución demagógica a este dilema reside en aumentarle los impuestos a los ricos e incurrir en un mayor déficit fiscal. El problema es que ese camino conduce a la inflación, al estancamiento de la inversión y a magras tasas de crecimiento económico, precisamente lo opuesto de lo que el país requiere. Aunque hay un consenso absoluto en la sociedad mexicana en el sentido de que lo imperativo es alcanzar tasas elevadas y sostenidas de crecimiento económico, existe un consenso casi igualmente amplio entre los políticos, periodistas y muchos académicos respecto a la noción de que la inflación es necesaria para alcanzar tasas elevadas de crecimiento y que los déficits fiscales son un tema de decisión política sin mayores consecuencias económicas.

Una mirada al resto del mundo permite comprobar lo falaz de estos argumentos. Lo fácil es crear las condiciones para que una economía crezca muy rápido por un año o dos; eso cualquier gobierno lo puede lograr por medio de un gasto desenfrenado; sin embargo, como nos tocó experimentar en carne propia en los setenta, el crecimiento inducido por medios artificiales acaba siendo contraproducente porque tarde o temprano conduce a la inflación e, irónicamente, al estancamiento de la economía. En este sentido, aunque hay muchos países que han logrado tasas de crecimiento elevadas, no hay ninguno que haya logrado sostenerlas por periodos realmente largos sin un equilibrio fiscal. Los países del sudeste asiático, el parangón de las altas tasas de crecimiento económico, se logró gracias a que los gobiernos de esos países mantuvieron sus finanzas en equilibrio una década tras otra. Lo opuesto ha ocurrido en un país latinoamericano tras otro: en toda esta región, los políticos y los intelectuales tienden a soñar con un mundo que no existe, pero pretenden aterrizarlo en el presupuesto, ignorando en el camino los riesgos inherentes a un presupuesto deficitario.

El presupuesto gubernamental, en cualquier país, tiene dos dinámicas distintas contrastantes y con frecuencia contradictorias: una política y otra financiera. Por la parte política, los presupuestos son el punto nodal de la democracia. Es ahí donde confluyen las demandas ciudadanas, los intereses particulares y las preferencias políticas e ideológicas de los legisladores y sus partidos. En el proceso legislativo hacen presencia todos aquéllos que esperan que el gasto gubernamental se traduzca en beneficios para ellos o sus clientelas. La manera en que los políticos involucrados en el proceso logran establecer una estructura de prioridades acaba determinando la viabilidad de la actividad económica. En términos generales, los legisladores tienen que seguir tres criterios: primero el de si gastar más en programas sociales o más en inversión física, educación, etcétera. Aunque ambos sean indispensables, las consecuencias del gasto en cada uno de estos rubros son muy distintas, toda vez que la inversión tiende a generar oportunidades de crecimiento económico de manera mucho más directa e inmediata. En segundo lugar, los diputados tienen que decidir cuánto va a gastar el gobierno con relación a los ingresos fiscales: lo fácil en los últimos años ha sido debatir cuánto déficit es conveniente o, en su versión más novedosa, qué precio nos gusta para el petróleo. Mientras mayor sea el déficit, mayor la inflación y menor la propensión a invertir. Finalmente, el tercer criterio tiene que ver con la peculiar manera en que los últimos gobiernos han decidido definir los rubros que integran el déficit fiscal. De acuerdo a la definición oficial, el déficit fiscal acaba siendo mucho menor al que en realidad es: oficialmente, el déficit fiscal en el año 2000 será de aproximadamente 1.5% respecto al PIB; sin embargo, hay un número de rubros que no están contabilizados como parte integral de las finanzas públicas, pero que impactan al déficit, como son las deudas en que han incurrido los bancos de desarrollo pero que no han sido reconocidas por el Congreso (componente central de la crisis de 1994), las reservas que no se han constituido para financiar las pensiones de los empleados del gobierno federal y de los estados; los pidiregas y la deuda del IPAB. Estos conceptos podrían acabar elevando el déficit en varios puntos porcentuales. Los diputados pueden autorizar el presupuesto que les parezca conveniente, pero tienen que estar conscientes de las consecuencias de sus acciones.

La otra dinámica presupuestal tiene que ver directamente con el impacto económico del presupuesto y con las expectativas de los actores en los mercados financieros. Visto el presupuesto desde esa perspectiva, lo crucial deja de ser la manera en que se asignan los recursos o la naturaleza de los ganadores y de los perdedores en el proceso político. Lo único importante para esos actores -fríos y calculadores como pudimos ver en 1994 y 1995- es que los números cuadren, que la inflación esté bajo control y que el presupuesto contribuya a crear las condiciones para que la economía crezca de manera sostenida en el largo plazo. El interés de los actores en esos mercados es simple y transparente: lo único que les importa es el retorno de sus inversiones. Ellos no se complican la vida: si el presupuesto contribuye a que el país avance hacia una estabilidad económica de largo plazo, eso llevará al éxito de la actividad de las empresas mexicanas, lo que se traducirá en retornos atractivos a sus inversiones. La lógica es simple, directa e implacable.

En este momento, las dos lógicas, la política y la financiera, se están enfilando en sentidos opuestos. Mientras que los legisladores quieren reasignar muchos rubros del presupuesto e incrementar el gasto gubernamental, los mercados financieros no cesan de alertar sobre los riesgos por los que atraviesa la economía mexicana en la actualidad. Dada la experiencia de hace seis años, sería importante no ignorar esas señales de alerta. ¿Qué dicen los reportes de los bancos y corredurías financieras? Su argumento es el siguiente: la economía mexicana está creciendo mucho más de lo que es sostenible; la inflación está creciendo con rapidez; el consumo crece como loco, hay mucha inversión orientada al mercado interno; dada la ausencia de crédito bancario, el banco central no tiene mayor influencia sobre el desempeño de la economía (o sea, que no hay política monetaria); y que la economía estadounidense, el motor de nuestras exportaciones y del crecimiento de nuestra economía en los últimos años, está disminuyendo con rapidez y podría acabar con un colapso súbito. En una palabra, el problema económico es muy serio y más vale atenderlo de inmediato.

Los gobiernos tienen dos instrumentos esenciales para orientar el desarrollo de sus economías. Uno es la política monetaria y el otro es la política fiscal, es decir, el presupuesto gubernamental. El primer instrumento, la política monetaria, es clave, pero poco efectivo para afectar los indicadores principales de la actividad económica en el momento actual. Eso nos deja exclusivamente con la política fiscal. Con este instrumento el gobierno tiene que bajar drásticamente el déficit para con ello evitar una nueva crisis. Este objetivo lo tiene que lograr a través de la combinación de una mayor recaudación fiscal y una disminución del gasto. Puesto en términos llanos, no hay otra manera.

El meollo del asunto es muy simple: el país requiere de ingentes montos de inversión productiva que creen empleos, ingresos y riqueza; para que crezca la inversión es necesario crear las condiciones idóneas tanto en el sentido macroeconómico como en lo específico, en cosas como la educación y la infraestructura. En la medida en que baje la inflación, y con ella las tasas de interés, será posible que los empresarios inviertan, que se creen empleos, que esos empleos se traduzcan en un mayor consumo para la población, que se desarrolle el crédito para casas habitación, para la inversión productiva y se construya un círculo virtuoso. En este momento estamos encaminados en el sentido inverso: la economía se podría llegar a desbocar y el próximo presupuesto podría ser la causa directa de esa situación.

La prioridad en este momento tiene que ser un presupuesto en equilibrio ya incorporando los rubros que hoy en día han sido excluidos de las finanzas públicas. Esto, desde luego, no va a satisfacer a muchos intereses y postulados ideológicos que ven al gasto como un objetivo en sí mismo. Sin embargo, el riesgo de no restaurar un equilibrio en las finanzas gubernamentales es extraordinario. Por ello, lo ideal es que el presidente Fox se aboque directamente a convencer al poder legislativo y a los mexicanos de que sus programas de gasto y de disminución del déficit son los adecuados y que, para financiarlos, será necesario llevar a cabo cambios en la estructura de los impuestos. Este es un camino doloroso y difícil; pero sus frutos, una vez lograda la estabilidad, serían periodos prolongados de crecimiento con estabilidad. Un beneficio nada despreciable para un gobierno que ganó las elecciones prometiendo precisamente eso.