La globalización y nuestro sistema financiero

Luis Rubio

La globalización económica no produce crisis financieras, pero sí facilita que éstas se propaguen y afecten a los eslabones más débiles de la economía mundial. Por contra, es la debilidad de los sistemas financieros nacionales la que produce las crisis y la que diferencia a unos países de otros. Cuando el sistema financiero de un determinado país hace crisis, por sus propias razones, los mercados financieros, que ahora están integrados alrededor del mundo, la transmiten al resto del planeta, beneficiando a los países con sistemas financieros sólidos y afectando negativamente a aquellos con sistemas financieros débiles o con desequilibrios macroeconómicos. De esta manera se resume la complejidad del momento que vive la economía mundial. El problema no es la globalización sino la debilidad de algunos sistemas financieros. El nuestro, que no es particularmente fuerte en este momento, es víctima de su propia debilidad. Ese es el problema que deberíamos estar atacando.

La globalización es hoy lo que el neoliberalismo fue hace unos meses: un chivo expiatorio más. Quienes culpan a la globalización de las turbulencias financieras que ha sufrido el país, y el mundo en general, en los últimos meses, argumentan que si no viviéramos en un mundo globalizado no estaríamos sufriendo una crisis tras otra. La realidad es más compleja, como lo evidencia el hecho de que algunos países sufren el embate de las turbulencias financieras en forma mucho más aguda que otros. Esto resulta más que evidente cuando uno observa que las economías europeas, la canadiense y la norteamericana, por citar a las más obvias, difícilmente se han visto afectadas de no ser por sus relaciones financieras y comerciales con el país en la crisis del momento.

No cabe la menor duda de que es la creciente integración del sistema financiero mundial lo que permite que las crisis se transmitan de un lugar a otro, provocando inestabilidad en países que, bajo otras circunstancias, bien podrían haberse sustraído del problema, flotando de muertito. Pero ese no es el tema importante. Las crisis no ocurren porque la economía del mundo se integre cada vez más, es decir, que se globalice cada vez más, sino porque algunas economías y, particularmente, sus sectores financieros, experimentan una profunda debilidad.

La globalización de la economía es un hecho irreversible que nadie ni nada va a poder socavar. La globalización es producto del acortamiento de las distancias por avances en diversas tecnologías, las comunicaciones y la manera de producir. Un enorme porcentaje de las exportaciones mexicanas, por citar el ejemplo más obvio, habrían sido imposibles hace treinta años por la simple razón de que antes industrias como la automotriz o la electrónica integraban verticalmente la producción de todas sus partes y componentes bajo un mismo techo corporativo. Lo mismo ha ocurrido con los sistemas financieros nacionales, que se han ido integrando unos con otros gracias a los avances en las telecomunicaciones e informática. La única manera en que un país puede independizarse de las corrientes económicas que integran el mundo de lo que se ha dado por llamar la globalización es cerrándose a la inversión y a las importaciones de bienes, tecnología, etcétera. Los pocos países que, en algún momento, han intentado ese camino, incluyendo a China e India, además de Cuba y Corea del Norte, son muchísimo más pobres que México y otras naciones que, con decisión o escepticismo, han aceptado la inexorable realidad económica actual.

Si uno acepta que el problema no reside en la globalización, no hay más remedio que ver para adentro. La razón por la cual el peso mexicano experimenta movimientos tan abruptos cada vez que algún país de los llamados «emergentes» entra en crisis como ocurrió con Tailandia y el resto del sudeste asiático en 1997, con Rusia en 1998 y ahora con Brasil, es que nuestro sistema financiero es extraordinariamente débil. El marco jurídico e institucional del sistema es extraordinariamente débil y está plagado de contradicciones. Los bancos mexicanos destacan por su falta de solvencia. La banca de desarrollo constituye un enorme lastre que no parece tener fin y, por si esto no fuera suficiente, las finanzas públicas siguen arrojando un déficit mucho más grande que el reconocido. Lo anterior se traduce en inflaciones (y tasas de interés) excesivamente elevadas; ausencia casi total de crédito más que para un puñado de empresas que, en general, no lo requieren; fuga de capitales; y, por encima de todo, una población dominada por la incertidumbre. No es difícil entender por qué cuando a alguna otra nación le da un resfriado, a la nuestra le da pulmonía.

El problema comienza por la concepción misma de nuestro sistema financiero. En un mundo totalmente globalizado, donde todos los países dependen de la disponibilidad continua de flujos financieros, es absurdo suponer que puede sobrevivir un sistema financiero nacional, aislado del resto del mundo. Puesto en otros términos, el mundo no sólo se está integrando en términos de la industria manufacturera, sino que lo mismo está ocurriendo, y mucho más rápido, en el sector financiero. La noción misma de que el sistema financiero mexicano va a sobrevivir en forma autónoma es irrisoria. Lo mismo va para nuestra moneda, que no goza de ninguna credibilidad en el interior del país y, mucho menos, en el resto del mundo.

En este momento, casi todos los países del mundo enfrentan un dilema semejante: en la era del euro, del yen y del dólar -excepción hecha de países en circunstancias especiales como Suiza, o con economías enormes, es prácticamente impensable que vayan a sobrevivir otras monedas nacionales. Mucho menos aquellas que no están amparadas por un Banco Central que proteja su valor y por un sistema legal -un Estado de derecho- que haga efectivo el cumplimiento de contratos, la quiebra de las empresas que así lo ameriten y que garantice la propiedad de las personas y las empresas. El desempeño de nuestra moneda en los últimos años y meses habla por sí mismo. O, lo que es lo mismo, el peso no tiene futuro alguno y más vale que comencemos a enfrentar este tema como uno de trascendencia nacional.

Si se observa cuidadosamente la manera en que las turbulencias financieras de los últimos años han afectado a distintos países, resulta evidente que la pertenencia a un club privilegiado hace una enorme diferencia. En 1995, a raíz de la crisis desatada por la devaluación del peso, por ejemplo, las monedas de Italia, Portugal y España se devaluaron 11.5%, en tanto que las monedas de Suecia y Noruega experimentaron una caída del 6.8%. En 1998, con la crisis asiática, sin embargo, la situación había cambiado: mientras que las monedas de los primeros tres países se devaluaron en sólo 0.8%, las de Suecia y Noruega experimentaron una caída del 12%. La diferencia para entonces era que Italia, Portugal y España se habían dedicado a fortalecer sus sistemas financieros en anticipación a la inauguración del euro y a que ya funcionaban bajo la lógica de la unión monetaria europea. Este ejemplo demuestra, en forma patente e incontrovertible, que la fortaleza del sistema financiero es clave para el desarrollo económico, pero también que las monedas nacionales de países de menor tamaño no tienen futuro.

La debilidad del sistema financiero mexicano es patente. Los bancos se encuentran extraordinariamente subcapitalizados como consecuencia de todo el proceso que va desde su privatización a su rescate a través del malogrado Fobaproa. Los incentivos para capitalizar -y el capital mismo- han sido sumamente escasos. Es urgente e imperativa la necesidad de capitalizar a los bancos, limpiar definitivamente su cartera y modernizar las regulaciones para que se conviertan en el pilar de la economía que deberían ser. Ahora que se ha facilitado la capitalización de los bancos grandes con las modificaciones legislativas aprobadas en diciembre pasado, lo urgente es proceder a llevarla a cabo. El retraso del sistema bancario, y financiero en general, respecto a las necesidades de la industria y economía del país es abismal. En este contexto es verdaderamente infantil culpar a la globalización o a los tailandeses, rusos o brasileños de nuestra propia incompetencia e indecisión.

El país enfrenta dos grandes desafíos en su sistema financiero. El primero, que además es una precondición para cualquier otra cosa, es el de capitalizar y consolidar a los bancos mexicanos bajo una estructura regulatoria moderna que permita y facilite la integración del sistema financiero nacional con el del resto del mundo. Negar esta necesidad es tanto como cortarle el flujo de recursos a toda la industria mexicana, particularmente a la pequeña y mediana que no tiene acceso a ninguna otra fuente de financiamiento. El segundo reto que enfrenta el país reside en reconocer y decidirse a lo que todo mundo sabe que es inevitable, excepto nuestras dilectas autoridades monetarias, que se niegan a ver la realidad. Las recurrentes crisis devaluatorias, los depósitos de mexicanos en el exterior, la demanda de empleos e ingresos de mexicanos fuera del país para el sostén de sus familias en México y, en general, la incapacidad de la economía para crecer sostenidamente y con estabilidad, son indicios de que la moneda nacional no responde a las necesidades del país. La unión monetaria es el camino inevitable. Mientras más tardemos en reconocerlo -y, sobre todo, en prepararnos para ello- tendremos que empeñarnos en culpar a otros de nuestras propias fallas.

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