Y después de las elecciones -que

Luis Rubio

Todo el peso del embate político que vivimos se ha puesto sobre el día de las próximas elecciones presidenciales en julio de 2000. Ninguno de los partidos o candidatos parece estar mayormente preocupado por la manera en que habría de gobernar en caso de llegar al poder. Dada la expectativa de que esta vez podría ser posible que un partido distinto al PRI ganara las elecciones, el lógico que la atención de la población y los partidos se concentre en la elección misma. Sin embago, son mínimas las anclas institucionales que existen en la actualidad, razón por la cual todo mundo debería estar preocupado por construir ahora, antes de que se inicien las campañas propiamente dichas, un grupo de acuerdos mínimos para poder asegurar que lo importante -la estabilidad del país y la recuperación de la economía- no se afecten por el hecho mismo del cambio de gobierno.

Nadie debe albergar la menor duda de que las elecciones del 2000, cualquiera que sea el resultado, van a ser traumáticas. De ganar la oposición, un partido en forma independiente o varios de ellos en coalición, México entraría en una nueva etapa de su desarrollo político, causando con ello una profunda dislocación de los conceptos, de los criterios para evaluar la vida pública y, trascendental, de la manera de hacer las cosas. El mero hecho de que ganara un partido distinto al PRI traería consigo enormes oportunidades de participación política y de oxigenación de un sistema que lleva décadas dominado por los intereses más encumbrados que uno pudiera imaginar. Pero un triunfo de la oposición, panista o perredista, también implicaría una enorme incertidumbre respecto a la continuidad de un sinnúmero de procesos que no están debidamente institucionalizados, tanto en la economía como en la política. La ausencia de un Estado de derecho y de instituciones sólidas abriría la caja de Pandora, pues todo podría ser sujeto de alteración.

Pero el trauma no sería menor de ocurrir lo contrario. Para los partidos de oposición (y las crecientes masas de votantes que simpatizan con ellos) que, históricamente, han atribuido los triunfos del PRI en las urnas al fraude electoral, la mera noción de que el candidato a la presidencia del PRI pudiese ganar limpiamente en los próximos comicios constituye una verdadera herejía. Muchos mexicanos, ciertamente los más ruidosos, quedarían sumamente afectados de ganar el PRI la presidencia luego de un proceso electoral de cuya legitimidad, por la existencia de una ley electoral moderna y de Instituto Federal Electoral independiente, nadie pudiera dudar. Además, aunque el ganador viniera del PRI, la incertidumbre sería igualmente apabullante, toda vez que la ausencia de instituciones no constituye un problema de la oposición, sino del país.

El tema de fondo que nos afecta es precisamente la falta de instituciones y la extrema debilidad de las existentes. La desaparición de la presidencia fuerte -centralizada y controladora de todos los procesos económicos, políticos y sociales- ha abierto oportunidades extraordinarias para el desarrollo político (así como económico y social) del país, pero no ha venido acompañada de una nueva estructura institucional que establezca parámetros para el funcionamiento de las instituciones públicas, que imponga pesos y contrapesos al actuar gubernamental y que permita ir construyendo los andamios para que la ciudadanía pueda llegar a exigirle cuentas efectivas a los gobernantes sin por ello, como ocurre ahora, impedirles trabajar.

El problema es mucho más serio y grave de lo que podría parecer a primera vista. La evolución reciente del poder legislativo ilustra el problema y lo coloca en su justa dimensión: si bien la manera en que se procesaban y aprobaban las iniciativas de ley por parte de los diputados en el pasado era vergonzosa e irresponsable, los productos de la primera experiencia de un Congreso dominado por la oposición no son exactamente encomiables. La dinámica actual permite exhibir al gobierno y obstruir sus iniciativas, pero no favorece la decisión legislativa en materia de leyes controvertidas. Lo mismo ocurre con el ejecutivo, donde las facultades discrecionales son tan vastas, que la arbitrariedad es más la norma que la excepción, como ilustra la privatización de los bancos y el mal llamado salvamento de los mismos. La ausencia de instituciones fuertes que definan límites y normas para el comportamiento de los diputados en un caso y de los miembros del ejecutivo en el otro favorece la total anarquía en el gobierno, entendiendo éste en el sentido más amplio del término.

A la luz de lo anterior, es imperativo comenzar a construir al menos los cimientos de nuevas instituciones que permitan disminuir los riesgos que corre la ciudadanía en el proceso de cambio de gobierno. Es decir, en la medida en que se logren algunos amarres institucionales entre los partidos y candidatos, disminuirían los riesgos de disrupción y crisis que han caracterizado a los cambios de gobierno en las últimas décadas. Si esas crisis tuvieron lugar al transferirse el poder entre dos gobiernos de un mismo partido, parecería evidente que las tensiones se elevarían de una manera dramática en caso de que un candidato de otro partido llegar a ganar. Por esta razón, todos los partidos se beneficiarían de comenzar a crear o fortalecer instituciones básicas. El PRI no tiene el monopolio de las crisis.

Lo ideal sería comenzar a estructurar acuerdos políticos de fondo entre los partidos y el gobierno en materias tan fundamentales para la gobernabilidad del país como los derechos ciudadanos, las relaciones ejecutivo-legislativo-judicial, las relaciones prensa-gobierno-ciudadanía y así sucesivamente. Es decir, la agenda de lo que comenzó siendo una posible reforma del Estado hace cinco años y que acabó en nada. Un segundo escalón dentro de la jerarquía de lo ideal sería llegar a acuerdos sobre los procedimientos para la aprobación o rechazo de iniciativas de ley y para presupuestos, así como para los fundamentos elementales de la actividad económica, incluyendo la apertura a las importaciones, el TLC, etcétera. En ausencia de acuerdos de esa naturaleza, lo procedente sería lograr pequeños avances en cosas importantes, del tipo del listado que a continuación se presenta.

Lo que sigue son un conjunto de ideas diversas, todas ellas encaminadas a fortalecer los procesos institucionales en distintos lugares y momentos del proceso político. Ninguna de ellas es particularmente nueva o propia, pero todas ayudarían a mejorar las probabilidades de que el país navegue con menos riesgos entre julio del 2000 y los primeros meses del 2001. Todas ellas sugieren que estamos entrando en un proceso por demás delicado, sin instrumentos, sin reglas, sin acuerdos y, por lo tanto, totalmente descubiertos y desprotegidos, sobre todo en el ámbito económico, donde el riesgo de afectar al empleo y la producción es, como muestra nuestra historia de cirisis sexenales, aterrador.

Una primera idea sería que la elección (primaria) de los candidatos de todos los partidos tuviese lugar el mismo día y, además, que ésta fuese supervisada por el IFE. El propósito de lo anterior sería el de fomentar la participación ciudadana pero también la definición de la preferencia partidista de la ciudadanía. Esto fortalecería la credibilidad de los comicios internos y comenzaría a definir las lealtades partidistas de la ciudadanía, sin que esto último tuviera cosecuencia alguna para ellos, pero sí tendría el efecto de disminuir el llamado voto estratégico en ese momento del proceso electoral.

Una segunda idea sería la de hacer público el estado que guardan las finanzas gubernamentales todos los meses que dure la campaña electoral. Con esa información en manos de la ciudadanía, de los medios de comunicación y de los propios partidos, sería imposible que los candidatos hicieran promesas absurdas, exageradas e improcedentes. Todo mundo sabría las restricciones presupuestales reales que afectan el desempeño del gasto público, lo que llevaría a una discusión seria y razonable de la realidad nacional. En otras palabras, elevar el costo de la irresponsabilidad.

En tercer lugar, tomar las decisiones legislativas conducentes a fin de que el presupuesto federal del año 2001 sea aprobado en conjunto con el del año 2000. Es decir, evitar obligar al nuevo gobierno a verse obligado a instrumentar un nuevo presupuesto en el aire, sin información o experiencia. Una decisión de esta naturaleza permitiría establecer una base de continuidad mientras la nueva administración toma las riendas del gobierno.

En cuarto lugar, la esencia de la estabilidad económica reside en los equilibrios macroeconómicos que se derivan de unas finanzas públicas sanas, equilibrio fiscal, un déficit moderado en la cuenta corriente de la balanza de pagos, un régimen comercial de apertura a las importaciones, niveles bajos de inflación y un gobierno abocado a asegurar que estas condiciones se cumplan más que a actuar directamente en la economía. Por su parte, la esencia del desarrollo, es decir, todo lo vinculado con la pobreza, la distribución del gasto público y la estrategia de recaudación de impuestos, son sujetos de legítimas diferencias entre unos candidatos o partidos y otros. Lo necesario es que todos los candidatos públicamente reconozcan el mérito de un equilibrio macroeconómico.

Finalmente, es indispensable que todos los candidatos públicamente se compromentan a mantener y sujetarse a los lineamientos de los acuerdos y tratados de carácter económico, financiero y comercial que el país ha firmado con otras naciones e instituciones multilaterales. Este compromiso garantizaría la continuidad de la inversión productiva hacia el país.

Los mexicanos han padecido en exceso las crisis de fin de sexenio. Ahora que es factible el triunfo de algún candidato de oposición, es indispensable garantizar su bienestar. Aqui hay tela para comenzar a construir una transición menos golpeada.

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