Luis Rubio
En México pasan mil cosas, pero nadie parece ser culpable o responsable de nada. Los asesinos de Luis Donaldo Colosio y de José Francisco Ruiz Massieu dicen que son víctimas de otros. La economía se encuentra saliendo de una de sus peores depresiones en la historia y, sin embargo, nadie es culpable de ello. Las policías son víctimas de los defensores de los derechos humanos. Nadie es responsable de nada, ni de sus propios actos; la culpa siempre es de alguien más.
En las últimas décadas la realidad del país ha cambiado drásticamente. Hace años, las fortunas de todos los mexicanos dependían de la voluntad presidencial. Bastaba una decisión de «alto nivel» para que una persona se hiciera rica o que otra acabara en la cárcel por años, ambas sin justificación alguna. La arbitrariedad era flagrante, pero en cierta forma predecible: el mundo se medía en lo que algún crítico llamó el «sistema métrico sexenal», lo que implicaba que a las personas -con frecuencia desde el más humilde campesino hasta el político más encumbrado- les iba según fuesen sus relaciones o vínculos con los poderosos de cada régimen.
El otro lado de la moneda del sistema métrico sexenal es que el gobierno trataba a todos los mexicanos en forma paternalista, obligando a que nadie fuese responsable de nada. Nada era transparente y nadie era culpable de nada, excepto el presidente. En la medida en que el éxito del país, de la economía y de la sociedad en general depende cada vez más del conjunto de acciones individuales, ya no es posible pretender no ser responsables de nuestros actos. El éxito se logra cada vez más a nivel individual, otra de las razones por las cuales se viene desmoronando el viejo sistema autoritario.
A pesar de la arbitrariedad y autoritarismo con que funcionaba el sistema político, existía un elevado grado de certidumbre, aunque siempre limitado al sexenio en turno. Los empresarios invertían con un horizonte de seis años como máximo, en tanto que los políticos que no eran de los favoritos en un momento dado apostaban al siguiente sexenio. Todo mundo parecía conocer su papel en el mundo de la política mexicana. La impunidad era igual de flagrante que hoy, pero la colectividad parecía aceptarla por la existencia de esa certidumbre garantizada por la cabeza del gobierno en turno. Una vez que desapareció la certidumbre, la impunidad se ha vuelto intolerable.
La etapa de crisis que comenzó con el levantamiento de Chiapas a principios de 1994 abrió una profunda brecha. Súbitamente nos encontramos con que en el país nadie asume su responsabilidad. Los zapatistas culparon a todos los mexicanos -con énfasis en algunos cuantos, desde luego- de todos los males del momento y de la historia, pero nadie se puso el saco. Hubo un momento de contrición colectiva que culminó con el asesinato de Luis Donaldo Colosio, luego de lo cual entramos en una etapa en la que todos aparecemos como víctimas, justamente en el momento en que lo que urge son emprendedores que se hagan responsables del desarrollo del país, en su acepción más amplia. Los ejemplos que uno podría reunir son virtualmente infinitos, pero hay unos cuantos que permiten ilustrar las dimensiones del cambio que ha experimentado la realidad política y social del país.
Un primer ejemplo es el de Daniel Aguilar Treviño, asesino confeso de José Francisco Ruiz Massieu, quien fue detenido en el lugar de los hechos y que fue ampliamente fotografiado en el momento en que realizó los disparos. Nadie puede dudar, como muchos dudan en el caso de Aburto, que se trata del asesino. El propio Aguilar Treviño dice «yo fui engañado», por lo que uno debe suponer que ni mató ni quería matar a Ruiz Massieu. Se trata de una víctima.
Involucrado con el mismo proceso penal está la víctima máxima que ha aparecido en tiempos recientes en el país: Mario Ruiz Massieu. Este señor que ahora se dedica a dar cátedra sobre comportamiento político, es el mismo que, con su famoso discurso de «Yo acuso», logró dar la primera puntilla al despeñadero del peso frente al dólar en noviembre de 1994 y, con ello, a la depresión de 1995. No es posible dejar a un lado al que fuera Secretario de Gobernación en 1994 que no vió problema alguno en virtualmente secuestrar al país a través de una amenaza de renuncia justo antes de las elecciones del año más violento de nuestra historia reciente. Dos víctimas más.
Los priístas no se quedan atrás. Ahora afirman que contribuyeron a que su candidato llegara a la presidencia, pero que no están en el poder. Eso les lleva a pretender que se pueden divorciar de la administración -y de la realidad del país. Es otro grupo de víctimas que dicen no tener nada que ver con nuestra realidad actual ni con nuestro pasado. No son responsables ni culpables de nada.
Los zapatistas se escudan en la selva. Algunos de sus miembros, como Elorriaga y Entzin, fueron procesados y encontrados culpables. El proceso fue irregular por el hecho de que existía una ley de amnistía vigente, razón por la cual, como se debía, finalmente fueron puestos en libertad. Sin embargo, el hecho de que hayan sido liberados no implica que sean inocentes de los cargos que se les imputaban. Simplemente existía una ley que los eximía del proceso. Para fines de opinión pública son igualmente miembros distinguidos de nuestra nueva industria de las víctimas.
El PAN, paladín de la democracia, se aferra a la democracia cuando avanza en el terreno electoral y se desiste de ella cuando así conviene a sus intereses. Es igualmente capaz de lanzar la campaña más vigorosa y agresiva para conquistar una gubernatura o una presidencia municipal, que para amenazar la civilidad de los procesos políticos. Ahí está Guanajuato como ejemplo de lo primero y Huejotzingo de lo segundo. Lo importante, en el mejor estilo priísta, es ganar. Fuera de ello, son víctimas de los abusos de los demás.
Como país de víctimas nadie es culpable de nada. Mucho más importante, nadie es responsable de nada. Todos merecemos todo y nadie tiene obligación alguna. Lo irónico es que las únicas víctimas verdaderas son las que no se oyen ni tienen acceso a los medios de comunicación: los desempleados, los pobres, los robados, aquellos cuyos derechos humanos son violados en forma cotidiana y sistemática, las familias que han perdido a alguno de sus miembros por la criminalidad.