Luis Rubio
La realidad cotidiana y la legalidad son, en nuestro país, dos mundos aparte. Uno es el modelo de sociedad que los legisladores han querido conformar para el país a través de una abundantísima e inútil (pero casi siempre interesada) emisión de todo tipo de leyes, en tanto que otra es la manera en que la realidad orilla a la población a comportarse. La ley se aplica cuando así conviene a la autoridad en lugar de ser el punto de referencia para la interacción política, social y económica en la sociedad. El presidente Zedillo propuso, desde su discurso inaugural, crear un país de leyes en el que se lograra precisamente eso: convertir a las leyes en el punto de acuerdo social, favoreciendo con ello la institucionalización de la vida política, así como la creación de condiciones para un desarrollo económico ilimitado. A año y medio de iniciado el sexenio, todavía no se vislumbra que estemos en camino de alcanzar ese objetivo. ¿Será posible avanzar hacia la legalidad?
Las contradicciones entre la realidad y la infinidad de leyes y reglamentos que existen en el país es ancestral. Si uno sigue el inteligente análisis que publicó Héctor Aguilar Camín en el Nexos de mayo, los avatares de la legalidad son tan viejos como la vida independiente del país. Durante el siglo XIX dos escuelas político-filosóficas lucharon por imponer su visión de la legalidad. Una argumentaba que había que adaptar la legalidad a la realidad cotidiana, en tanto que la otra, que fué la que ganó el pleito, sostenía que había que reformar a la sociedad para dar sustento social a una república federal y democrática. El efecto práctico del resultado de esta disputa, dice Aguilar Camín, es que la ley no se puede aplicar más que excepcionalmente. Para aplicarla habría que meter a la cárcel a todos los mexicanos que viven en la economía informal; desalojar a toda la población que vive en terrenos invadidos; perseguir a todos los campesinos que siembran amapola o mariguana; cesar las negociaciones en Chiapas y meter a la cárcel a todos los alzados; y, en general, «encarcelar, reprimir, multar o perseguir a una cantidad imposible de mexicanos».
Esta breve reseña de la historia y problemática de la legalidad explica qué es lo que ha llevado a que un gobierno tras otro ac pública. Una posible solución al problema podría ser la de volver al origen: cambiar todo el marco legal para que éste empate con la realidad. La otra sería partir del reconocimiento de que la sociedad mexicana de hoy ya no es la sociedad atrasada de hace siglo y medio y, por lo tanto, que es posible diseñar una estrategia de avance hacia la legalidad.
Dada la realidad de ilegalidad que vive el país en prácticamente todos sus ámbitos, la noción genérica de «aplicar la ley» probablemente corresponde al reino de la utopía, por el simple hecho de que habría que encarcelar o procesar a una enorme porción de la población. Si uno plantea el tema como legalidad o nada, vamos a acabar con lo que tenemos: la aplicación discrecional de la ley, en ocasiones producto del interés político o burocrático y, en otras, de las presiones de uno u otro grupo social o político. Sin embargo, nuestro principal problema hoy no es que México no sea un «país de leyes (que no lo es), sino que las acciones y decisiones gubernamentales cotidianas nos alejan cada vez más de la posibilidad de lograr que lo sea. Es decir, el hecho de que el gobierno negocie las leyes en cada esquina es menos malo a que las negocie sin una estrategia orientada a que eventualmente las leyes dejen de tener que ser negociadas y que se conviertan en superiores a cualquier mexicano. En este sentido, quizá haya otra manera en que se podría plantear el mismo objetivo: ¿cómo avanzar en dirección a la conformación de un país de leyes?
Lo que ha fallado en la búsqueda gubernamental de lograr la legalidad no ha sido el planteamiento del objetivo en sí mismo, sino su estrategia de acción. A la fecha, lo que se ha hecho ha girado en torno a la premisa de que la ilegalidad se generaba en el actuar del ejecutivo; de ahí que, si el ejecutivo cumpliera íntegramente los preceptos constitucionales, la legalidad comenzaría a reinar. Si alguna vez pudo haber sido válida esa premisa (quizá cuando el gobierno era todo poderoso y existía un consenso social claramente mayoritario sobre los objetivos nacionales), las circunstancias actuales la han invalidado. El problema no es de voluntades, sino de estructuras políticas y de la manera en que actúa el propio gobierno. Para que la legalidad exista, el gobierno tiene que allanar el camino y no meramente pretender que ésta solita va a consagrarse.
Por el lado político tenemos dos realidades que no pueden ignorarse. Una es el hecho de que se ha multiplicado el número de actores que participa en el proceso político. Más importante, no se trata de actores novatos, sino de jugadores racionales, que reaccionan a los incentivos que el gobierno ofrece. Si el gobierno es dado a las decisiones discrecionales, los sindicatos, los grupos políticos, así como las fuerzas y partidos de oposición van a presionarlo en todos los frentes para que resuelva conflictos en su beneficio. El PAN se ha convertido en el más exitoso de esos jugadores: ha perseguido sus objetivos igual por la legalita que por la legalona. A los panistas cualquier camino les parece aceptable con tal de alcanzar sus objetivos. Pero culpar al PAN de esas acciones es perder de vista que los incentivos para que así actúe un partido o un grupo político, son resultado de lo que hace o deja de hacer el gobierno. Es decir, el PAN ha convertido en virtud los errores actuales y pasados de la estrategia (o, más correctamente, de la falta de estrategia) gubernamental.
En otras palabras, el componente medular de una estrategia diseñada para avanzar la legalidad debe residir en la creación de incentivos para que los conflictos no se resuelvan de manera discrecional, sino dentro de la ley (cambiándola cuando eso sea lo apropiado). En ambos casos se va a cambiar la correlación de fuerzas políticas pero, si es a través de la ley, ésta comenzaría a adquirir importancia. En lugar de componendas, arreglos turbios y concertacesiones en conflictos postelectorales, por ejemplo, se podría crear una figura jurídica que permita una nueva elección en la que desaparezca todo vestigio de discrecionalidad. Huejoaben negociando la ley en lugar de aplicarla. La ley termina siendo un espacio sujeto al toma y daca y no el reino de la definición precisa de los derechos y obligaciones de los ciudadanos. Como en el siglo pasado, estamos ante la tesitura de una nueva definición. Por muchos años, la fortaleza del sistema político y su enorme capacidad de imposición hacían casi irrelevantes a la leyes; los gobiernos pretendían que actuaban dentro de la ley, aunque todo mundo sabía que se trataba de un mera justificación formal a sus actos. Las leyes «no escritas» siempre tuvieron primacía sobre las que estaban plasmadas en el papel.
La situación ha cambiado. Por un lado, ya no existe ese gobierno omnipotente. Por el otro, el gobierno actual ha intentado encontrarle la cuadratura al círculo de la legalidad y, a pesar de las contradicciones que ha venido enfrentando en el intento de «crear un país de leyes», no ha cejado en su propósito de lograrlo. Ambas circunstancias han vuelto a traer el tema de la legalidad a la discusióntzingo sería hoy un caso de menor vergüenza colectiva de haberse seguido este camino.
Además de que se ha multiplicado el número de actores políticos, existe otra realidad que la actual «estrategia de legalidad» ha ignorado: la existencia de estructuras de poder caciquil y burocrático. Estas concentraciones de poder son hechos reales que no pueden ser ignorados y que existen al margen y por encima de la ley. Constituyen virtuales gobiernos dentro del gobierno, con gran capacidad para neutralizar, si no es que contradecir, al ejecutivo. En varios de los estados cuyos gobiernos han sido ganados por partidos de oposición, por ejemplo, el hecho de que se haya transferido la función de gobernar no ha implicado que se haya transferido el poder de gobernar. Por ello, un necesario segundo componente de una estrategia de legalidad tendría que consistir en el desmantelamiento de esas concentraciones de poder. El gobierno tendría que imponer su autoridad sobre esos poderes ilegales, ya sea por la fuerza, por incentivos idóneos para ese propósito o por ambas. Avanzar hacia la legalidad implicaría un mucho mayor activismo gubernamental y no una sana distancia respecto a la realidad.
Quizá el mayor daño que se le pueda hacer a cualquier posibilidad de avanzar en torno a la legalidad reside en la arbitrariedad. Cuando el gobierno decide con un criterio en un lugar y con otro criterio en otro lugar, lo único que se puede concluir es que la contraparte en cada decisión fue quien impuso los términos del arreglo. En la actualidad, la iniciativa la tienen los interlocutores del gobierno porque han visto que el deseo de crear un país de leyes no ha sido otra cosa, en la práctica, que una sucesión de decisiones discrecionales que varían según el tamaño del problema. De ahí que, si el gobierno alineara sus incentivos y actuara consistentemente en torno a la legalidad, poco a poco comenzaría a forzar a todo el resto de la sociedad a adecuarse al marco legal. Eso no comenzaría a ocurrir de la noche a la mañana, pero al menos tendría alguna probabilidad de éxito.