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Culpas y promesas

Luis Rubio

A la memoria de Lorenzo Zambrano,

empresario visionario y hombre íntegro

que encaró la adversidad con absoluta entereza

Hay algo de platónico en el debate nacional actual: las reformas constitucionales son como las sombras de Platón, las secundarias la realidad. Las primeras describieron sueños, las segundas se toparon con un mundo de intereses de la más diversa índole. La gran pregunta es por qué se atoró el proceso.

Lo fácil es identificar a “los malos” y no faltan propuestas. Los periódicos están saturados de explicaciones sobre cuál es o ha sido el factor que atoró las cosas. Para unos el problema yace en las contradicciones al interior de los partidos de la oposición: que si sus procesos de elección interna o la división real que los caracteriza. Aunque hay mucho de cierto en esto, fallan en explicar por qué no procede el gobierno a aprobarlas directamente con sus partidos acólitos.

Otra línea interpretativa culpa a los villanos favoritos: las empresas avorazadas que no quieren perder sus privilegios o monopolios. También aquí es claro que ningún poder encumbrado, de cualquier tipo (sindical, empresarial, político), va a ceder prebendas sin pelear. Sin embargo, esta explicación es un tanto contradictoria con la primera. Es posible que ambas –la discordia intra-partidista y el poderío de los intereses particulares- se hayan juntado para producir la parálisis que caracteriza al momento, pero también es obvio que las contradicciones están igualmente presentes en el partido gobernante. Por eso esta línea tampoco explica cómo es posible que el enorme impulso que caracterizó a la actividad legislativa en 2013 súbitamente se haya desinflado. Algo más tiene que estar atorando el proceso.

El problema de fondo reside en las dislocaciones que las reformas prometen. De entrada, no hay reforma sin dislocación: reformar entraña cambio, afectación, corrección. Si una reforma no altera el orden establecido, la reforma acaba siendo irrelevante. El objetivo de una reforma tiene que ser el de construir un nuevo orden y no meramente dislocar lo existente: y el problema de las reformas -sobre todo, pero no exclusivamente, las secundarias-, es que están diseñadas meramente para dislocar. Su lógica es política más que económica u organizacional.

Las reformas de 2013 gozaron de un amplio apoyo entre la población. Parte de ello se derivó del impacto que produjo el hecho mismo de que “por fin” se moviera la maquinaria legislativa, pero mucho tuvo que ver la promesa implícita de construir un nuevo entorno. Para que una reforma tenga viabilidad requiere de una base de apoyo que le dé sustento al gobierno reformista y haga posible neutralizar la oposición de quienes podrían ser perdedores. Aunque etérea y nunca expresamente articulada, esa base de apoyo contribuyó a lograr el éxito de la primera etapa de reforma, sobre todo en las dos que realmente son susceptibles de mejorar la vida de la población: la energética y la de comunicaciones. Sin embargo, esa base de apoyo no fue producto de una construcción intencional sino del hartazgo generalizado de la sociedad con el gobierno y los políticos.

Como en el proverbial cuento de Andersen sobre el del emperador sin ropa, las reformas secundarias desnudaron la propuesta gubernamental: hicieron evidente que no existe un proyecto de transformación sino meramente de control. Varios son los indicadores que revelan la naturaleza del proyecto: son observables en la ley de competencia, en las diferencias entre la manera en que se afectaría a los ahora llamados preponderantes, el candor con que se intentó incorporar controles a Internet. Sobre todo, lo que despojó al proyecto del halo reformador fue la falta de futuro promisorio. Nadie va a apoyar un proyecto en el que toda la población pierde. Suponer lo contrario sería absurdo.

Las sombras acabaron dominando sobre las promesas, creando un entorno propicio para que se mantenga el statu quo. Las reformas constitucionales pintaron un panorama de posibilidades, las secundarias prometen un mundo de restricciones, todo bajo el control gubernamental. A nadie debería sorprender el momento actual.

La manifestación de todo esto es el nuevo entorno político nacional: un espacio en el que domina la disputa más que la construcción. Aunque los partidos de oposición podrían, quizá en otro momento de su historia, hacer una propuesta grandiosa de transformación, la construcción depende de quien tiene la responsabilidad de gobernar. El problema es que el gobierno tiene una profunda contradicción entre su cara pública y sus objetivos privados: la primera promete una transformación, los segundos han quedado expuestos y son todo menos transformadores.

El gran mérito del gobierno del presidente Peña a la fecha ha radicado en su astucia y habilidad para aprovechar el momento y todos los instrumentos a su alcance para lograr un primer empuje hacia la transformación del país. Su gran carencia ha residido en la estrechez del objetivo ulterior que anima a su proyecto. El control no es, no puede ser, un objetivo de gobierno. El control podría ser un medio para alcanzar metas relevantes, pero no es substituto de una propuesta integral de desarrollo. De la misma forma, las reformas son medios a través de los cuales se puede avanzar la consecución de un objetivo transformador, pero no son substitutos del proyecto mismo. Hace falta el proyecto.

La buena noticia es que las reformas aprobadas en 2013 abren enormes oportunidades para el desarrollo del país; la mala es que no hay evidencia de que exista la visión susceptible de hacerlas posibles en la realidad.

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Reforma y reacción

Luis Rubio

La noción de reformar cobró inusitada –de hecho monumental- relevancia en las últimas décadas en buena medida porque la primera etapa de modificaciones estructurales, a fines de los ochenta y principios de los noventa, quedó trunca. El mantra acabó siendo que faltaba un conjunto de reformas y que en el momento en que éstas se consumaran, el país entraría, de inmediato, al Nirvana. Con el nuevo ímpetu reformista, es importante reflexionar lo que significa reformar y los riesgos y oportunidades que el país tiene frente a sí.

El país lleva prácticamente medio siglo estancado y, salvo pequeños momentos de luz, y acciones conducentes a ello, no ha encontrado su camino hacia el desarrollo. El desarrollo estabilizador murió en los sesenta porque ya no tenía gasolina que le diera vida: el esquema funcionó mientras el país exportó suficientes granos y minerales para financiar la importación de maquinaria e insumos para una industria cerrada y protegida; cuando declinaron las exportaciones de granos (consecuencia de una fallida política agraria), todo el modelo se colapsó. Los gobiernos de la docena trágica (1970-1982) intentaron todo lo existente para sostener ese modelo y lo único que dejaron fue un país en crisis, una enorme deuda externa y una sociedad en conflicto consigo misma y con el gobierno. No me es obvio por qué querría uno retornar a ese momento paradisiaco.

Para los ochenta México ya estaba retrasado una década: en ese lapso se experimentaron cambios económicos y políticos fundamentales en el mundo (económicos en Asia, políticos en el sur de Europa) de los cuales nosotros estábamos abstraídos, como si nada pudiera afectarnos. A mediados de los ochenta, se comienza a enfrentar el toro por los cuernos: se inicia la era de las reformas, dándole oxígeno y oportunidad de transformación a innumerables empresas y sectores. El gran mérito de Salinas fue que cambió la visión imperante: en lugar de ver hacia atrás, forzó a ver hacia adelante; en lugar de ver hacia adentro, obligó al país a enfocarse hacia afuera. Parece poco, pero su gran legado fue la visión estratégica. Nada de eso hubo en los años anteriores y sigue estando ausente.

“La experiencia enseña que el momento más peligroso de un mal gobierno normalmente ocurre cuando comienza a reformarse. Solo un gran genio puede salvar al gobernante que está presto a aliviar de su sufrimiento a los súbditos luego de un largo proceso de opresión”.  Aunque se refiere a la Francia pre-revolucionaria, parecería que de Tocqueville visitó a México en años recientes. Su argumento es muy claro: “En la medida en que la prosperidad avanzaba, la mente de los hombres reflejaba cada vez mayor ansiedad y parecía más descompuesta. El desasosiego de la población se agudizaba; el desprecio hacia las instituciones crecía. La nación claramente marchaba hacia una revolución”.

Reformar implica alterar el orden establecido porque entraña la afectación de intereses y exige la adaptación a nuevas realidades. En este sentido, toda reforma representa un desafío para las empresas, instituciones y gobierno. Los que pierden se revelan e intentan asirse al pasado o plantar minas en el camino del cambio; los merolicos buscan la oportunidad de capturar clientelas y encabezar una marcha, hacia donde sea, usualmente hacia el pasado. La administración política del proceso se torna crucial pero generalmente no se entiende esa demanda y es en ese contexto que se presentan las crisis.

La crisis de 1994-1995 se debió a una estrategia financiera de déficit fiscal y endeudamiento  pero también al choque que produjeron las reformas, incluyendo la pérdida del activo priista más fundamental: el control centralizado y autoritario. El caos de 1994 –asesinatos, rebeliones, devaluación- anunciaba una reestructuración de las relaciones de poder en la sociedad que, bien a bien, no acaba de resolverse. Esto quizá no sea del tamaño de los huracanes que llevaron a la Revolución Francesa, pero los resultados en México han sido patéticos.

Veinte años después no hemos acabado de abandonar el pasado y no hay visión de futuro. Las reformas del año pasado son importantes pero su devenir va a depender mucho más de la calidad del liderazgo y la visión con que se convenza a la población de su importancia que de su contenido inmediato. En un país cuyas instituciones no gozan de prestigio o capacidad, la letra de la ley es siempre relativa.

Al mismo tiempo, no es posible minimizar los riesgos que el propio proceso de reforma genera. La complejidad de los intereses y potenciales afectados que yace detrás de los retrasos en materia de leyes secundarias no se puede desestimar. En su análisis comparativo de diversos procesos de reforma, Samuel Huntington concluía que existe un severo riesgo de provocar la unificación de las oposiciones a diversas reformas. “En lugar de intentar resolver todos los problemas de manera simultánea… hay que separar unos de otros para lograr la aquiescencia e incluso el apoyo hacia una reforma de quienes se podrían oponer a otras… el crecimiento de la economía requiere la modernización cultural; la modernización cultural demanda la existencia de autoridad efectiva; y la autoridad política efectiva tiene que anclarse”.

Las reformas de la era anterior avanzaron en un contexto autoritario que ya no existe por más que se concentre el poder. El gran reto es construir hacia adelante o correr el riesgo de enfrentar una resaca fulminante en contra. O, peor, otra oportunidad perdida.

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Razones de la anarquía parcial de México

América economía – Luis Rubio

Decía Kenneth Waltz, el recientemente fallecido estudioso del poder, que “el opuesto de anarquía no es estabilidad, sino jerarquía”. Se llega a la anarquía cuando no hay hegemonía o cuando no existen (o se pierden) estructuras de orden y control en una sociedad. Esto ocurre cuando se rompe el orden establecido (como con el colapso de un imperio o dictadura), cuando no existen instituciones capaces de canalizar el conflicto o cuando se presentan condiciones anómalas –exógenas o endógenas- que generan desorden, violencia y, potencialmente, caos. México no llegó al nivel de caos que ha caracterizado a naciones como la URSS o Egipto, pero las tendencias desde los 90 no han sido encomiables: cualquiera podría encontrar ejemplos para las causales anteriores.

Un logro inicial del actuar del gobierno de Enrique Peña fue el retorno de un sentido de orden y autoridad; sin embargo, ese sentido se ha ido mermando debido al renovado caos que caracteriza a diversas regiones y estados del país, así como por todo tipo de manifestaciones y violencia callejera.Aunque es obvio que las tendencias en la estructura del poder en el país han cambiado, el gobierno ciertamente no ha logrado establecer una hegemonía en el sentido que emplea Waltz. Queda por verse cuál de las dos tendencias avanzará: el caos o la hegemonía y, si es esta última, si vendrá acompañada de mecanismos institucionales que le den permanencia.

El restablecimiento del orden y de un sentido de autoridad es un logro extraordinario y constituye una excepcional oportunidad para el desarrollo del país, pero sólo será exitoso en la medida en que se consolide y atienda a la demanda ciudadana, hasta hoy ignorada.

El retorno de un sentido de orden y autoridad no cambió la creciente industria de la extorsión y el secuestro ni alteró los patrones de violencia en las zonas de tránsito de droga. Basta ver las manifestaciones de violencia y disidencia no institucional, las organizaciones de auto defensa o el crimen organizado que extorsiona a la sociedad, para ser cautos en las conclusiones a las que uno llegue.  Pero nada de eso niega el giro hacia el restablecimiento de un sentido de autoridad. La pregunta es si éste será perdurable.

Desde la perspectiva de los estudiosos “realistas” del poder, como Waltz, lo fundamental es lograr un equilibrio que permita estabilidad. Desde esta visión, el peor escenario es aquel que conduce a la inestabilidad, por lo que, en contraste con los “idealistas”, lo crucial es evitar cambios radicales: siempre procurar equilibrios y acomodos. Cuando hay un poder dominante o hegemónico tiende a haber orden y, por lo tanto, desarrollo.

La democracia es una forma de hegemonía que, a diferencia de la que es producto de la capacidad de imposición, es resultado de un voto que, por lo tanto, entraña el acuerdo de una sociedad. Pero, al igual que otras estructuras de dominación, la democracia es una estructura jerárquica que se impone por medio de instituciones que gozan de la legitimidad derivada del consentimiento. Sin embargo, una democracia incompleta o no consolidada como la nuestra generó una expectativa de igualdad (por parte de los gobernadores, poderes fácticos, empresarios y líderes obreros) que contribuyó a crear un entorno de crisis e inestabilidad. Es decir, al desaparecer la estructura o fuente de autoridad el país comenzó a entrar en una era de desorden que ha amenazado con deteriorarse de manera sistemática.

El punto no es sugerir que lo que el país requiere es una estructura de control autoritario que imponga orden sino todo lo contrario: que requiere consolidar su democracia para que existan instituciones fuertes que no sólo hagan posible la existencia de una autoridad legítima, sino que ésta sea permanente a través de los procesos electorales que le confieran legitimidad cada seis años. Dados los magros resultados a la fecha, este es un reto fundamental para el futuro mediato.

El gobierno anterior intentó evitar la anarquía a través de un combate frontal al crimen organizado. Independientemente de la racionalidad o viabilidad de esa estrategia, uno de los problemas fundamentales de su concepción fue la suposición de que todas las fuentes de inestabilidad provenían de ahí. Además del crimen organizado una buena parte de los problemas del país proviene de la erosión de las estructuras de autoridad que, por razones buenas y malas, ocurrió en las décadas pasadas. El viejo presidencialismo se fue desgastando pero no se construyeron instituciones idóneas para reemplazar los poderes que se deterioraban.

 

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/razones-de-la-anarquia-parcial-de-mexico

Desorden y autoridad

Luis Rubio

Decía Kenneth Waltz, el recientemente fallecido estudioso del poder, que “el opuesto de anarquía no es estabilidad sino jerarquía”. Se llega a la anarquía cuando no hay hegemonía o cuando no existen (o se pierden) estructuras de orden y control en una sociedad. Esto ocurre cuando se rompe el orden establecido (como con el colapso de un imperio o dictadura), cuando no existen instituciones capaces de canalizar el conflicto o cuando se presentan condiciones anómalas –exógenas o endógenas- que generan desorden, violencia y, potencialmente, caos. México no llegó al nivel de caos que ha caracterizado a naciones como la URSS o Egipto, pero las tendencias desde los noventa no han sido encomiables: cualquiera podría encontrar ejemplos para las causales anteriores.

Un logro inicial del actuar del gobierno de Enrique Peña fue el retorno de un sentido de orden y autoridad; sin embargo, ese sentido se ha ido mermando debido al renovado caos que caracteriza a diversas regiones y estados del país, así como por todo tipo de manifestaciones y violencia callejera. Aunque es obvio que las tendencias en la estructura del poder en el país han cambiado, el gobierno ciertamente no ha logrado establecer una hegemonía en el sentido que emplea Waltz. Queda por verse cuál de las dos tendencias avanzará: el caos o la hegemonía y, si esta última, si vendrá acompañada de mecanismos institucionales que le den permanencia.

El retorno de un sentido de orden y autoridad no cambió la creciente industria de la extorsión y el secuestro ni alteró los patrones de violencia en las zonas de tránsito de droga. Basta ver las manifestaciones de violencia y disidencia no institucional, las organizaciones de auto defensa o el crimen organizado que extorsiona a la sociedad, para ser cautos en las conclusiones a las que uno llegue.  Pero nada de eso niega el giro hacia el restablecimiento de un sentido de autoridad. La pregunta es si éste será perdurable.

Desde la perspectiva de los estudiosos “realistas” del poder, como Waltz, lo fundamental es lograr un equilibrio que permita estabilidad. Desde esta visión, el peor escenario es aquel que conduce a la inestabilidad, por lo que, en contraste con los “idealistas”, lo crucial es evitar cambios radicales: siempre procurar equilibrios y acomodos. Cuando hay un poder dominante o hegemónico tiende a haber orden y, por lo tanto, desarrollo.

La democracia es una forma de hegemonía que, a diferencia de la que es producto de la capacidad de imposición, es resultado de un voto que, por lo tanto, entraña el acuerdo de una sociedad. Pero, al igual que otras estructuras de dominación, la democracia es una estructura jerárquica que se impone por medio de instituciones que gozan de la legitimidad derivada del consentimiento. Sin embargo, una democracia incompleta o no consolidada como la nuestra generó una expectativa de igualdad (por parte de los gobernadores, poderes fácticos, empresarios y líderes obreros) que contribuyó a crear un entorno de crisis e inestabilidad. Es decir, al desaparecer la estructura o fuente de autoridad el país comenzó a entrar en una era de desorden que ha amenazado con deteriorarse de manera sistemática.

El punto no es sugerir que lo que el país requiere es una estructura de control autoritario que imponga orden sino todo lo contrario: que requiere consolidar su democracia para que existan instituciones fuertes que no sólo hagan posible la existencia de una autoridad legítima, sino que ésta sea permanente a través de los procesos electorales que le confieran legitimidad cada seis años. Dados los magros resultados a la fecha, este es un reto fundamental para el futuro mediato.

El gobierno anterior intentó evitar la anarquía a través de un combate frontal al crimen organizado. Independientemente de la racionalidad o viabilidad de esa estrategia, uno de los problemas fundamentales de su concepción fue la suposición de que todas las fuentes de inestabilidad provenían de ahí. Además del crimen organizado una buena parte de los problemas del país proviene de la erosión de las estructuras de autoridad que, por razones buenas y malas, ocurrió en las décadas pasadas. El viejo presidencialismo se fue desgastando pero no se construyeron instituciones idóneas para reemplazar los poderes que se deterioraban.

En un sistema democrático, la hegemonía proviene de un gobierno centralizado que controla las estructuras de poder o de instituciones fuertes. En la actualidad, el gobierno ha logrado amasar un poder creciente gracias a los mecanismos de control que se han revitalizado. Más control quizá conlleve a resultados en el corto plazo pero también entraña las semillas de su propio riesgo.

En los noventa tuvimos una presidencia que logró algo similar: consolidó el poder, construyó una estructura de dominación que conducía hacia la hegemonía y  avanzó una plataforma para el desarrollo económico del país. En mucho de lo logrado entonces reside el potencial de desarrollo actual y de lo que ha funcionado bien en estas décadas, comenzando por el TLC. Sin embargo, como vimos desde 1994, también es imperativo reconocer que el poder unipersonal no es permanente y puede en sí mismo ser una fuente de inestabilidad y hasta desorden.

El restablecimiento del orden y de un sentido de autoridad es un logro extraordinario y constituye una excepcional oportunidad para el desarrollo del país, pero sólo será exitoso en la medida en que se consolide y atienda a la demanda ciudadana, hasta hoy ignorada.

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Enseñanzas de la rebelión en la plaza Tahrir para México

America Economía

 Impactante el contraste entre el discurso de los políticos y la realidad en las calles. Como si se tratara de dos mundos contradictorios, que se ignoran mutuamente. Mucho de eso hay en México y en el provincianismo de su política, pero no me refiero a México. La gran revelación de la película The Square, es que hoy ya nadie goza del monopolio de la información. La interrogante relevante para nosotros es si las reformas recientes empatan con ese cambio en la realidad.

La película, un documental sobre la rebelión estudiantil en la plaza Tahrir, es un perfil de seis activistas desde el inicio de las manifestaciones hasta que el ejército retoma el poder luego de tumbar al presidente electo. Es un poderoso testimonio de una movilización social espontánea, quizá animada por años de contención y represión política. Pero el mensaje más trascendente no reside en las manifestaciones mismas sino en la narrativa de la movilización.

En una de sus películas, Cantinflas dijo que lo más interesante en la vida es ser simultáneo y sucesivo, al mismo tiempo. Así es como nuestro gobierno debería estar pensando, pero parece concentrado en otras cosas.

Cuando comenzó y se propaló la llamada “primavera árabe”,  muchos observadores apuntaron que los medios de comunicación, las redes sociales y otros instrumentos de la era de la globalización habían hecho posible el fenómeno. Algunos historiadores, menos pasionales, demostraron cómo las revoluciones europeas del siglo XIX habían seguido un patrón similar: el ejemplo había tardado más en cundir, pero había tenido el mismo impacto. La tecnología apresuró los tiempos pero no cambió la dinámica. Lo que la tecnología si logró fue terminar con el monopolio de la verdad.

Como dice uno de los protagonistas, antes la historia la escribían los ganadores, ahora cada quien cuenta la suya. Los políticos ya no son los poseedores de la verdad y sus afirmaciones son inmediatamente cuestionadas, frecuentemente con datos implacables. Los medios de comunicación tradicionales ahora compiten con blogueros y, de hecho, con cualquier persona que trae un teléfono con cámara en la bolsa. Ya no existe una sola verdad ni una sola perspectiva. Las implicaciones políticas de este hecho son extraordinarias

Para comenzar, nadie controla los eventos y la capacidad de manipularlos disminuye drásticamente. No es inconcebible que, de haber tenido lugar una o dos décadas antes, el intento de desafuero (2005) hubiera sido exitoso, pero hoy sería imposible porque nadie controla todos los procesos, incluido el gobierno.

Como dice Aníbal Romero, la política no se define en el plano de las buenas intenciones sino en el de los resultados “y con frecuencia los acontecimientos toman un curso distinto y hasta contradictorio con relación a lo que se pretendía”. Esto se magnifica dramáticamente con la multiplicidad de fuentes contradictorias de información y la explosión de las expectativas, todo lo cual altera de manera fundamental la actividad gubernamental.

El mundo de antes era el paraíso de los políticos controladores y la población tenía pocos recursos a su alcance. Los reyes y los señores feudales (cualquiera que fuese su título) dominaban gracias a su capacidad para controlar los insumos básicos. Aunque con excepciones, esa capacidad de control y manipulación se mantuvo inalterada hasta hace apenas unos lustros. Hoy, como dice David Konzevik, las expectativas crecen 5% por cada 1% que crece el ingreso, es decir, crecen exponencialmente y no es necesario para una persona más que ver la televisión para saber que quiere lo que ahí vio y que lo quiere ahorita. Gobernar en este contexto exige una forma muy distinta de entender al mundo y de actuar.

En el México de las muchas reformas, la pregunta es si éstas empatan la realidad de hoy. En ocasiones me parece que en lugar de intentar colocar al país adelante de la curva, lo que en realidad se está haciendo es legislar la revolución industrial de principios del siglo XIX: la era del control y la centralización

Hay varias cosas que parecen muy claras: primero, ya no es posible engañar a la ciudadanía ni intercambiarle oro por espejitos relumbrantes; segundo, la población va años adelante de los políticos en cuanto a sus deseos y expectativas y no hay manera de satisfacerlas y ciertamente no con los instrumentos hoy disponibles; y tercero, dado que el gobierno no puede controlar los flujos de información o las expectativas (y sería ridículo que lo intentara), su función debería concentrarse en darle a las personas los instrumentos y las capacidades para que puedan ser exitosas por sí mismas.

La siguiente lista no pretende ser exhaustiva, pero sus implicaciones en el terreno de las reformas es evidente: éstas tienen que concentrarse en liberar la capacidad productiva de la población (laboral); darle instrumentos para que pueda valerse en un mundo tan complejo y competido (educación, salud); darle acceso a la información (telecomunicaciones); y crear condiciones para que sus derechos estén protegidos (política y seguridad). La diferencia es el enfoque, el “para qué”.

Me quedan dos dudas: primera, aunque los recursos energéticos potenciales son evidentemente enormes y ameritan una explotación intensa, racional y exitosa, ¿por qué concentrarse en eso, siglo XIX, en lugar del siglo XXI? Otra duda: ¿en qué medida las reformas que han sido aprobadas y cuya segunda etapa está en proceso se apegan a la lógica de avanzar lo importante para el futuro?

En una de sus películas, Cantinflas dijo que lo más interesante en la vida es ser simultáneo y sucesivo, al mismo tiempo. Así es como nuestro gobierno debería estar pensando, pero parece concentrado en otras cosas.

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Reformas en la era de la globalización

Luis Rubio

Impactante el contraste entre el discurso de los políticos y la realidad en las calles. Como si se tratara de dos mundos contradictorios, que se ignoran mutuamente. Mucho de eso hay en México y en el provincianismo de su política, pero no me refiero a México. La gran revelación de la película The Square, es que hoy ya nadie goza del monopolio de la información. La interrogante relevante para nosotros es si las reformas recientes empatan con ese cambio en la realidad.

La película, un documental sobre la rebelión estudiantil en la plaza Tahrir, es un perfil de seis activistas desde el inicio de las manifestaciones hasta que el ejército retoma el poder luego de tumbar al presidente electo. Es un poderoso testimonio de una movilización social espontánea, quizá animada por años de contención y represión política. Pero el mensaje más trascendente no reside en las manifestaciones mismas sino en la narrativa de la movilización.

Cuando comenzó y se propaló la llamada “primavera árabe”,  muchos observadores apuntaron que los medios de comunicación, las redes sociales y otros instrumentos de la era de la globalización habían hecho posible el fenómeno. Algunos historiadores, menos pasionales, demostraron cómo las revoluciones europeas del siglo XIX habían seguido un patrón similar: el ejemplo había tardado más en cundir, pero había tenido el mismo impacto. La tecnología apresuró los tiempos pero no cambió la dinámica. Lo que la tecnología si logró fue terminar con el monopolio de la verdad.

Como dice uno de los protagonistas, antes la historia la escribían los ganadores, ahora cada quien cuenta la suya. Los políticos ya no son los poseedores de la verdad y sus afirmaciones son inmediatamente cuestionadas, frecuentemente con datos implacables. Los medios de comunicación tradicionales ahora compiten con blogueros y, de hecho, con cualquier persona que trae un teléfono con cámara en la bolsa. Ya no existe una sola verdad ni una sola perspectiva. Las implicaciones políticas de este hecho son extraordinarias

Para comenzar, nadie controla los eventos y la capacidad de manipularlos disminuye drásticamente. No es inconcebible que, de haber tenido lugar una o dos décadas antes, el intento de desafuero (2005) hubiera sido exitoso, pero hoy sería imposible porque nadie controla todos los procesos, incluido el gobierno.

Como dice Aníbal Romero, la política no se define en el plano de las buenas intenciones sino en el de los resultados “y con frecuencia los acontecimientos toman un curso distinto y hasta contradictorio con relación a lo que se pretendía”. Esto se magnifica dramáticamente con la multiplicidad de fuentes contradictorias de información y la explosión de las expectativas, todo lo cual altera de manera fundamental la actividad gubernamental.

El mundo de antes era el paraíso de los políticos controladores y la población tenía pocos recursos a su alcance. Los reyes y los señores feudales (cualquiera que fuese su título) dominaban gracias a su capacidad para controlar los insumos básicos. Aunque con excepciones, esa capacidad de control y manipulación se mantuvo inalterada hasta hace apenas unos lustros. Hoy, como dice David Konzevik, las expectativas crecen 5% por cada 1% que crece el ingreso, es decir, crecen exponencialmente y no es necesario para una persona más que ver la televisión para saber que quiere lo que ahí vio y que lo quiere ahorita. Gobernar en este contexto exige una forma muy distinta de entender al mundo y de actuar.

En el México de las muchas reformas, la pregunta es si éstas empatan la realidad de hoy. En ocasiones me parece que en lugar de intentar colocar al país adelante de la curva, lo que en realidad se está haciendo es legislar la revolución industrial de principios del siglo XIX: la era del control y la centralización

Hay varias cosas que parecen muy claras: primero, ya no es posible engañar a la ciudadanía ni intercambiarle oro por espejitos relumbrantes; segundo, la población va años adelante de los políticos en cuanto a sus deseos y expectativas y no hay manera de satisfacerlas y ciertamente no con los instrumentos hoy disponibles; y tercero, dado que el gobierno no puede controlar los flujos de información o las expectativas (y sería ridículo que lo intentara), su función debería concentrarse en darle a las personas los instrumentos y las capacidades para que puedan ser exitosas por sí mismas.

La siguiente lista no pretende ser exhaustiva, pero sus implicaciones en el terreno de las reformas es evidente: éstas tienen que concentrarse en liberar la capacidad productiva de la población (laboral); darle instrumentos para que pueda valerse en un mundo tan complejo y competido (educación, salud); darle acceso a la información (telecomunicaciones); y crear condiciones para que sus derechos estén protegidos (política y seguridad). La diferencia es el enfoque, el “para qué”.

Me quedan dos dudas: primera, aunque los recursos energéticos potenciales son evidentemente enormes y ameritan una explotación intensa, racional y exitosa, ¿por qué concentrarse en eso, siglo XIX, en lugar del siglo XXI? Otra duda: ¿en qué medida las reformas que han sido aprobadas y cuya segunda etapa está en proceso se apegan a la lógica de avanzar lo importante para el futuro?

En una de sus películas, Cantinflas dijo que lo más interesante en la vida es ser simultáneo y sucesivo, al mismo tiempo. Así es como nuestro gobierno debería estar pensando, pero parece concentrado en otras cosas.

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EN LA COLA PERO CON GRANDES ASPIRACIONES

FORBES – Abril 2014

       LAS EMPRESAS EMPLEAN DIVERSOS INDICADORES macroeconómicos o sectoriales para decidir sobre inversiones, líneas de producción y oportunidades de negocio. En los últimos años, el World Justice Program* se ha dedicado a elaborar indicadores para otro tipo de medida: el grado de estado de derecho que caracteriza a un país.

Su propósito es proveer al ciudadano, a las empresas y a los gobiernos una medición analítica que permita evaluar no sólo los escenarios de producción, sino las condiciones dentro de las cuales funciona la sociedad y la economía. Se trata de un esfuerzo titánico que arroja resultados por demás interesantes.

El índice comienza por definir al Estado de Derecho, cosa que hace por etapas. El Estado de Derecho aporta los cimientos para comunidades de oportunidad y equidad, comunidades que proveen desarrollo económico sustentable, gobierno que rinde cuentas y respeto a los derechos fundamentales.

Se trata de un planteamiento de objetivos más que una definición precisa, pero es sugerente de la complejidad del término, tanto así que la introducción comienza con la afirmación de que el Estado de Derecho es sumamente difícil de definir y medir.

En lugar de intentar una definición, propone una serie de condiciones que deben estar presentes para que se pueda afirmar que existe el Estado de Derecho: 1) el gobierno y sus agentes, al igual que los individuos y las entidades privadas, están sujetas a la ley; 2) las leyes son claras, están publicadas, son justas, se aplican de manera equitativa y protegen los derechos fundamentales; 3) el proceso de elaboración, administración y cumplimiento de las leyes es accesible, equitativo y eficiente; 4) la justicia se administra oportunamente por funcionarios competentes, éticos, neutrales e independientes que son suficientes en número y tienen recursos adecuados y reflejan la composición de la comunidad a la que sirven.

¿Cómo medir algo tan aparentemente fluido? La forma en que el World Justice Program resuelve el entuerto es con una serie de indicadores, que luego compara a nivel internacional.

Su objetivo analítico es determinar: a) ¿en qué medida la ley impone límites al ejercicio del poder por parte del gobierno y sus agentes? y b) ¿en qué medida se hace valer el interés público sobre todo en materia de seguridad, protección de la población respecto a la violencia y acceso a la resolución de disputas?

Como conceptos, ambos son implacables. Sin embargo, codificarlos de una manera en la que puedan ser cuantificados y, por lo tanto, comparados, constituye un reto significativo.

Con todos los problemas que se le pueden encontrar, muchos de ellos válidos, el índice compara a 99 países en ocho factores que agrupan a un centenar de indicadores. Esos factores son: límites al poder gubernamental, ausencia de corrupción, transparencia en el gobierno, derechos fundamentales, orden y seguridad, cumplimiento de las regulaciones, justicia civil y justicia penal.

“ES INTERESANTE HACER NOTAR QUE EL ÚNICO FACTOR EN EL QUE MÉXICO OBTIENE UNA EVALUACIÓN SUPERIOR AL RESTO ES EN MATERIA DE TRANSPARENCIA GUBERNAMENTAL”.

No será sorprendente para nadie saber que los países nórdicos se disputan los primeros lugares, seguidos de naciones como Nueva Zelanda, Holanda, Canadá y la mayoría de Europa. México queda en el lugar 79 de 99, detrás de la mayoría de las naciones latinoamericanas e, incluso, en un lugar mucho peor a diversas naciones del Medio Oriente y Africa.

Este tipo de mediciones siempre se presta a controversia porque se trata de intentos por medir cosas que son difíciles de evaluar en términos objetivos. Sin embargo, más allá del número específico, es claro que México sufre severamente en cada uno de los factores evaluados.

En realidad, no es necesario hacer una evaluación tan detallada para concluir que hay problemas con el control de la actividad gubernamental, que es pobre la administración de justicia o que la inseguridad y la corrupción son flagrantes.

Es interesante hacer notar que el único factor en el que México obtiene una evaluación significativamente superior al resto de los países evaluados es en materia de transparencia gubernamental, tema al que le ha dedicado significativos esfuerzos y recursos en los últimos años.

Más allá de los detalles, lo que este indicador nos dice, más bien nos confirma, es que el país está intentando entrar en las grandes ligas (como ilustra la pretensión de atraer inversionistas del primer mundo al sector de la energía), pero no tiene la infraestructura legal e institucional que se requiere para poder hacerlo.

Esta realidad nos arroja una tesitura muy clara: ¿doblamos las manos porque no contamos con lo requerido o asumimos el reto y nos dedicamos, sociedad y gobierno, a sobrepasarlo y vencerlo?

 

LUIS RUBIO ES PRESIDENTE DEL CENTRO DE INVESTIGACION PARA EL DESARROLLO, A.C

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Academia y política

Luis Rubio

Para Maquiavelo, los operadores políticos exitosos son quienes dan la apariencia de inocencia y nutren una reputación de benevolencia, independientemente de que, por debajo del agua, estén tramando. En contraste, quienes se asumen como maquiavélicos y tratan de desarrollar una reputación como tales –los grillos y otros políticos pretensiosos-  no lo son. Esta reflexión sobre las virtudes del poder y su administración me vino a la mente al leer un libro excepcionalmente interesante, tanto por la honestidad del autor como por sus implicaciones.

Michael Ignatieff, canadiense de nacionalidad, era un exitoso profesor de política en Harvard cuando fue invitado a incorporarse a la política de su país con miras a liderar su partido. El libro, Fuego y Cenizas, es un agudo recuento de su (patético) proceso de decisiones, la elección que lo llevó a perder el poder, el partido y hasta su propio escaño parlamentario. En realidad se trata del contraste que existe entre la academia y la vida pública, dos mundos que evidentemente interactúan pero que no son lo mismo y que, con contadas excepciones, se caracterizan por habilidades que no son trasladables entre sí, por más que muchos, como el grillo que se siente el epítome del maquiavelismo, piense lo contrario.

En su libro Los Presidentes, Julio Scherer cita a Octavio paz afirmando que “los intelectuales en el poder dejan de ser intelectuales aunque sigan siendo cultos e inteligentes… porque es muy distinto pensar que mandar…”. Ignatieff explica el otro lado de la moneda: los dilemas, carencias e incompetencia de un académico serio y exitoso en su tránsito por las esferas del poder. Su punto de partida y, en cierta forma, el resumen de su argumentación, es que las habilidades de un político exitoso (en este sentido maquiavélico) pueden ser aprendidas pero no enseñadas. Es decir, la interconexión entre ambos mundos es indirecta y tenue.

El libro de Ignatieff me llevó a tres reflexiones. Primero sobre algo que Michael Barone, analista político estadounidense ha descrito desde hace mucho sobre su país: las ideas que provienen de la academia no siempre son aplicables al mundo de la política, por más que los modelos matemáticos y conceptuales de que emanen parezcan impecables. Mientras que el estudioso vive comprometido con su propio aprendizaje y análisis –y cambia de opinión en la medida en que sus observaciones así lo exijan-, el político vive en la trinchera tratando de avanzar proyectos, objetivos e incluso ideas, cuando su instinto le indica que el tiempo ha llegado. La intersección es obvia, pero las diferencias también lo son: el político sabe que no puede controlar todas las variables y que el tiempo –el timing– es clave. Para el académico es fácil aislar las variables y suponer que el mundo se comportará de la manera que su modelo sugiere.

La segunda reflexión es sobre el poder. Ignatieff relata sus conversaciones y encuentros con políticos profesionales cuya motivación y comportamiento es la de la competencia constante por un escaño y, por ese medio, avanzar sus planes y proyectos personales, políticos y para la sociedad. El académico que el autor lleva dentro es capaz de analizar el fenómeno y entender su dinámica pero no sabe cómo lidiar con él. En un interesante pasaje de su libro, Ignatieff se percata de circunstancias típicas de la política, sobre todo la forma en que una idea o planteamiento cobra fuerza porque alguien “importante” lo dijo y se convierte en reguero de pólvora, repetido por todos aunque sea falso. Un político enfrenta fuerzas que son obvias y muchas que no lo son, ambiente distinto al de la academia en que no sólo se vale, sino que se premia la discusión especulativa.

Finalmente, mi tercera reflexión de la lectura de este político fallido es sobre la actividad cotidiana de los políticos, acentuada en países donde la reelección es en serio y eso entraña tener que mantener una cercanía permanente con el electorado. Por un lado está la satisfacción real de necesidades y peticiones de los representados, circunstancia que requiere atención, gestión y acción. Por el otro se encuentra la imperiosa necesidad de ser actores permanentes, hacer sentir a los votantes que trabaja para ellos y jamás perder los estribos. Política de 24 horas, desconocida en nuestro mundo donde (muchos de) los puestos, incluyendo los de elección, son dados, no ganados.

Quizá la característica de la política abierta, dirigida al ciudadano y sujeta a elección y reelección constante es que los políticos están en el candelero mientras están pero luego tienen que volver a ganarse la vida de alguna otra manera. En algunos países se retiran, en otros comienzan un negocio y otros más encuentran formas de ocupar su tiempo ya sea dando clases de nuevo (Ignatieff), siendo consultores o lobistas. Aceptan que su ciclo se acabó. Eso no sucede aquí, el país de la interminable rueda de la fortuna.

Ignatieff, reconocido experto en Maquiavelo, se dedicaba a enseñar el libro que cambió la perspectiva y el conocimiento de la política. Sin embargo, cuando llegó el momento de actuar en política no tuvo capacidad de hacerlo y acabó siendo un fracaso como candidato, como líder y como político. En un artículo reciente, posterior a la publicación del libro, pregunta si el presidente (Obama) es suficientemente maquiavélico. Esa es la pregunta que el propio autor, y cualquier académico o intelectual que añora incorporarse al mundo de la política debería hacerse antes de dar el paso.

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Costo y beneficio

Luis Rubio

México tiene dos economías que casi no se comunican, circunstancia que no vaticina un final feliz. La economía dual no hace sino causar estragos y, mientras más se posponga su integración, peor será el impacto sobre el empleo y el bienestar de millones de familias. El dilema es evidente, pero los riesgos de no actuar son crecientes, sobre todo en la medida en que la economía digital arrasa con todo lo que existía antes.

El dilema no es simple: por un lado, diversos mecanismos de protección y subsidio, que se perciben como política social, han fomentado un crecimiento constante de la economía informal y preservado una vieja industria manufacturera cada vez más obsoleta. Por el otro, la industria exportadora compite exitosamente con los mejores del mundo. La primera produce, quizá, el 20% del PIB industrial, pero emplea al 80% de la mano de obra en el sector. Lo opuesto ocurre con la industria exportadora. Aunque sin duda hay corrupción en la asignación de subsidios y en los aranceles, el verdadero problema es que no se ha llegado a reconocer que la existencia de esta dualidad es la principal causa de la falta de crecimiento de la economía. En el fondo, la razón por la cual se sigue preservando el esquema tiene mucho que ver con el riesgo percibido que se derivaría de la potencial pérdida de empleos, y con el clientelismo que esa circunstancia genera.

La revolución digital entraña una transformación radical del mercado de trabajo: en los países desarrollados hay profesiones enteras que han desaparecido del mapa, substituidas por computadoras. Según dos profesores de Oxford*, 47% de todos los empleos existentes podrían acabar siendo automatizados en las próximas décadas. Aunque en el corto plazo México pueda «cachar» algunos de esos empleos como lo ha venido haciendo, tarde o temprano, de manera inexorable, la automatización nos afectará.

Si uno lee la historia de la revolución industrial al inicio del siglo XIX, lo notable es lo violento, en términos de dislocación económica, de la transición de la agricultura y actividades manuales hacia la automatización inherente a los motores operando con la fuerza del vapor**. A dos siglos de distancia, es fácil minimizar la profundidad del cambio que ahí ocurrió, pero todo indica que lo de entonces no fue nada comparado con lo que viene. Aunque no tengo duda que a la larga (casi) todo mundo saldrá ganando, no hay forma de ignorar dos hechos evidentes: la desaparición de una multiplicidad de empleos y la lentitud con que nuevas oportunidades comenzarán a nacer. Ese contraste es el que genera enorme preocupación en los gobiernos del mundo, pero no cambia el hecho de que, tarde o temprano, todo acabará ajustándose. Quedan dos preguntas clave: por un lado, si es posible atajar el golpe que viene y, por el otro, si el tipo de medidas que se han empleado en México son las adecuadas.

Lo primero que parece evidente es que el torrente de cambio que se aproxima será brutal. Más allá de los escenarios que anticipan distintos estudiosos, lo que ya ha comenzado a ocurrir en diversas actividades profesionales (contadores, abogados, algunas ramas de la medicina, cajeros, etcétera) sugiere que la dislocación que ocurrirá en todas las actividades productivas será enorme. La verdadera disyuntiva resulta ser entre intentar contener las aguas torrenciales que vendrán o preparar al país y a la población para navegar en ellas lo mejor posible.

Tres parecen ser las fases, al menos en un plano conceptual, con las que habrá que lidiar: la primera es la automatización de actividades y procesos; segundo, la creciente complejidad de los procesos y la consecuente demanda de personal, a todos niveles, con excepcionales grados de preparación y habilidad; y, tercero, la desaparición de segmentos enteros de actividades y profesiones en los que ya no habrá fuentes de empleo. Cada una de estas fases entraña consecuencias propias, pero lo que resulta evidente es que se requiere una política pública avezada, muy enfocada, para darle a todos los mexicanos la oportunidad de «hacerla» en esta nueva etapa del mundo.

Siguiendo la literatura disponible, es claro que se requiere pensar en términos de un cambio radical de estrategia, orientada toda ella a lograr saltos cuánticos en el crecimiento de la productividad. Para ello será imperativo atender a las cadenas productivas, la estructura de los mercados, la infraestructura (igual de seguridad que patrimonial y física) y la educación, sobre todo técnica: habilidades. El punto es lograr una generalización del crecimiento de la productividad y no, como hoy, donde perviven espacios de ingente crecimiento de ésta con otros que le restan. Hoy, como en las primeras décadas de la revolución industrial, los beneficios del crecimiento de la productividad se concentran en unas cuantas empresas y regiones del país.

El riesgo de desempleo masivo es evidentemente de la mayor preocupación. Aunque la historia demuestra que el cambio tecnológico, por disruptivo que sea, siempre genera nuevas oportunidades, no me cabe duda alguna que puede haber momentos (en ocasiones largos) de dislocación. Al final, la disyuntiva para el gobierno reside entre seguir escondiendo la cabeza como si fuera un avestruz o comenzar a articular una estrategia que haga posible la siguiente era del crecimiento. Las reformas son importantes, pero la ejecución lo es todo. Esto último incluye la imperiosa necesidad de anticipar  y prever, no la mayor de nuestras cualidades.

*http://www.oxfordmartin.ox.ac.uk/downloads/academic/The_Future_of_Employment.pdf

**un gran libro para esto es The Second Machine Age

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La evidencia

Luis Rubio

En el Péndulo de Foucault, Umberto Eco afirma que “cualquier hecho se torna importante cuando se conecta con otro”. No hay como tener números duros para poder entender la tesitura en la que se encuentra la economía mexicana. Mientras que la discusión dentro y fuera del gobierno se concentra en impuestos, gasto y legislaciones orientadas a imponer cada vez más controles, un nuevo estudio* revela que el problema de fondo de la economía mexicana no reside en esos factores sino en el hecho que en realidad se trata de dos economías distintas y contrastantes que tienen el efecto conjunto de disminuir la tasa de crecimiento. El estudio demuestra por qué los promedios no nos dicen nada y que un diagnóstico certero permitiría enfocar las políticas públicas con mayor puntería.

En una palabra, la economía mexicana va a dos velocidades: una abona al crecimiento de la productividad en tanto que la otra le resta. Si bien el crecimiento promedio de ésta ha sido un ínfimo 0.8%, la parte moderna de la economía ha visto crecer su productividad anual en 5.8%, en tanto que la de la economía tradicional e informal disminuye a un ritmo de 6.5%. El promedio no hace sino confundir y justificar políticas públicas contraproducentes.

La productividad no lo es todo, pero en el largo plazo es, dice Paul Krugman, casi todo. «La capacidad de un país de mejorar sus niveles de vida depende, casi enteramente, en su capacidad para elevar su productividad por trabajador». La productividad es la resultante de todo lo que ocurre en la economía y por eso se constituye en una medida crucial del desempeño. ¿Qué pasa cuando el promedio no nos dice absolutamente nada significativo?

El reporte de Mckinsey comienza con una serie de contraposiciones: “¿la mexicana es una economía moderna que produce más automóviles que Canadá y se ha convertido en un exportador global, o es la tierra de empresas informales y tradicionales que crece lentamente? ¿El país ha logrado avanzar reformas que hagan posible un acelerado crecimiento del PIB y de los niveles de vida, o está atorado en un ciclo perpetuo de para y arranca? ¿Se trata de una economía que es moderna, urbana con mercados eficientes, o es un lugar donde la corrupción y la criminalidad son tolerados?” Este es sólo el comienzo y no hay desperdicio en las preguntas…

Veamos algunos números sugerentes. El reporte dice que hay dos economías: una crece con celeridad, otra tiende a contraerse. Las empresas tradicionales e informales lograban el 28% de la productividad de las modernas en 1999, pero sólo el 8% en 2009: es decir, no sólo hay una enorme brecha entre los dos sectores de la economía, sino que ésta se está ampliando. Las panaderías exhiben un cincuentavo de la productividad de las empresas panificadoras modernas; 53% de las empresas medianas y pequeñas no tienen acceso a servicios financieros; con el crecimiento actual de la productividad, la tasa de crecimiento bajaría a 2% anual como máximo. En conjunto, la planta productiva mexicana tiene una productividad del 24% de la estadounidense, pero muchas empresas mexicanas son individualmente más productivas que las de ese país. En una palabra, para lograr un crecimiento sostenido del PIB de 3.5%, no la meta más ambiciosa, tendría que triplicarse el ritmo promedio de crecimiento de la productividad. La gran pregunta es cómo se puede lograr algo de esa magnitud.

Quienquiera que haya observado o vivido la forma en que funciona el país de inmediato reconocería los contrastes y las contradicciones. Como dice el reporte, hay dos economías: una que corre a alta velocidad, otra que se rezaga. Pero no es sólo eso: el país se caracteriza por situaciones que son ininteligibles para un observador o inversionista del exterior. Quizá a los mexicanos -acostumbrados al surrealismo de la vida cotidiana- no nos sorprendan casos como los de la Línea 12 del Metro o de Oceanografía que, aunque no inconcebibles en otras latitudes allá constituirían aberraciones que se atienden y enfrentan como tales. En nuestro caso se trata de realidades frecuentes: excesos, abusos, fraudes, autoridades coludidas, ausencia de un gobierno que hace cumplir las reglas, manipulación de los hechos y los tiempos para fines políticos o particulares, reguladores supuestamente independientes (ahora con «autonomía constitucional») con mandatos contradictorios y potencialmente lesivos al éxito de su función.

En un mundo que avanza a la velocidad de la luz, la fotografía que este reporte nos presenta es por demás preocupante porque revela no sólo a un país que se rehúsa -o ha sido incapaz- de organizarse y reconocer sus deficiencias, sino que experimenta una brecha creciente en su economía. La parte moderna acelera el crecimiento de su productividad y se convierte en un exportador global. La parte tradicional -que se defiende hasta con los dientes de cualquier cambio- se rezaga y empobrece al país, pero goza de la connivencia gubernamental.

Muchos estudios como el aquí mencionado concluyen con un listado de grandes reformas que serían indispensables para revertir el diagnóstico, lo que hace poco útiles sus propuestas. El gran valor de este reporte reside en la sensatez de sus recomendaciones: reducir el consumo de electricidad, mejorar la productividad de las inversiones en infraestructura, enfatizar el desarrollo de habilidades. Evidentemente se requieren muchos cambios, pero la clave reside en los detalles que hacen la diferencia y que harían posible un país mucho más exitoso.

* McKinsey Global Institute, A tale of two Mexicos: Growth and prosperity in a two-tier economy . http://www.mckinsey.com/Insights/Americas/A_tale_of_two_Mexicos?cid=other-eml-alt-mgi-mck-oth-1403

 

 

 

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