Luis Rubio
A la memoria de Lorenzo Zambrano,
empresario visionario y hombre íntegro
que encaró la adversidad con absoluta entereza
Hay algo de platónico en el debate nacional actual: las reformas constitucionales son como las sombras de Platón, las secundarias la realidad. Las primeras describieron sueños, las segundas se toparon con un mundo de intereses de la más diversa índole. La gran pregunta es por qué se atoró el proceso.
Lo fácil es identificar a “los malos” y no faltan propuestas. Los periódicos están saturados de explicaciones sobre cuál es o ha sido el factor que atoró las cosas. Para unos el problema yace en las contradicciones al interior de los partidos de la oposición: que si sus procesos de elección interna o la división real que los caracteriza. Aunque hay mucho de cierto en esto, fallan en explicar por qué no procede el gobierno a aprobarlas directamente con sus partidos acólitos.
Otra línea interpretativa culpa a los villanos favoritos: las empresas avorazadas que no quieren perder sus privilegios o monopolios. También aquí es claro que ningún poder encumbrado, de cualquier tipo (sindical, empresarial, político), va a ceder prebendas sin pelear. Sin embargo, esta explicación es un tanto contradictoria con la primera. Es posible que ambas –la discordia intra-partidista y el poderío de los intereses particulares- se hayan juntado para producir la parálisis que caracteriza al momento, pero también es obvio que las contradicciones están igualmente presentes en el partido gobernante. Por eso esta línea tampoco explica cómo es posible que el enorme impulso que caracterizó a la actividad legislativa en 2013 súbitamente se haya desinflado. Algo más tiene que estar atorando el proceso.
El problema de fondo reside en las dislocaciones que las reformas prometen. De entrada, no hay reforma sin dislocación: reformar entraña cambio, afectación, corrección. Si una reforma no altera el orden establecido, la reforma acaba siendo irrelevante. El objetivo de una reforma tiene que ser el de construir un nuevo orden y no meramente dislocar lo existente: y el problema de las reformas -sobre todo, pero no exclusivamente, las secundarias-, es que están diseñadas meramente para dislocar. Su lógica es política más que económica u organizacional.
Las reformas de 2013 gozaron de un amplio apoyo entre la población. Parte de ello se derivó del impacto que produjo el hecho mismo de que “por fin” se moviera la maquinaria legislativa, pero mucho tuvo que ver la promesa implícita de construir un nuevo entorno. Para que una reforma tenga viabilidad requiere de una base de apoyo que le dé sustento al gobierno reformista y haga posible neutralizar la oposición de quienes podrían ser perdedores. Aunque etérea y nunca expresamente articulada, esa base de apoyo contribuyó a lograr el éxito de la primera etapa de reforma, sobre todo en las dos que realmente son susceptibles de mejorar la vida de la población: la energética y la de comunicaciones. Sin embargo, esa base de apoyo no fue producto de una construcción intencional sino del hartazgo generalizado de la sociedad con el gobierno y los políticos.
Como en el proverbial cuento de Andersen sobre el del emperador sin ropa, las reformas secundarias desnudaron la propuesta gubernamental: hicieron evidente que no existe un proyecto de transformación sino meramente de control. Varios son los indicadores que revelan la naturaleza del proyecto: son observables en la ley de competencia, en las diferencias entre la manera en que se afectaría a los ahora llamados preponderantes, el candor con que se intentó incorporar controles a Internet. Sobre todo, lo que despojó al proyecto del halo reformador fue la falta de futuro promisorio. Nadie va a apoyar un proyecto en el que toda la población pierde. Suponer lo contrario sería absurdo.
Las sombras acabaron dominando sobre las promesas, creando un entorno propicio para que se mantenga el statu quo. Las reformas constitucionales pintaron un panorama de posibilidades, las secundarias prometen un mundo de restricciones, todo bajo el control gubernamental. A nadie debería sorprender el momento actual.
La manifestación de todo esto es el nuevo entorno político nacional: un espacio en el que domina la disputa más que la construcción. Aunque los partidos de oposición podrían, quizá en otro momento de su historia, hacer una propuesta grandiosa de transformación, la construcción depende de quien tiene la responsabilidad de gobernar. El problema es que el gobierno tiene una profunda contradicción entre su cara pública y sus objetivos privados: la primera promete una transformación, los segundos han quedado expuestos y son todo menos transformadores.
El gran mérito del gobierno del presidente Peña a la fecha ha radicado en su astucia y habilidad para aprovechar el momento y todos los instrumentos a su alcance para lograr un primer empuje hacia la transformación del país. Su gran carencia ha residido en la estrechez del objetivo ulterior que anima a su proyecto. El control no es, no puede ser, un objetivo de gobierno. El control podría ser un medio para alcanzar metas relevantes, pero no es substituto de una propuesta integral de desarrollo. De la misma forma, las reformas son medios a través de los cuales se puede avanzar la consecución de un objetivo transformador, pero no son substitutos del proyecto mismo. Hace falta el proyecto.
La buena noticia es que las reformas aprobadas en 2013 abren enormes oportunidades para el desarrollo del país; la mala es que no hay evidencia de que exista la visión susceptible de hacerlas posibles en la realidad.
@lrubiof
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