El otro lado de las reformas

Luis Rubio

Ralf Dahrendorf, profesor germano-británico, afirmaba  que “el conflicto es un factor necesario en todos los procesos de cambio”. En la medida en que las reformas que el gobierno ha propiciado comiencen a ser implementadas, comenzará a ser clara la complejidad que semejante proceso entraña.

En su dimensión económica, el planteamiento inherente a las reformas es que se requiere alinear los incentivos de todas las partes –sectores, grupos sociales, gobierno- para que el país progrese. Implícito en esa visión se encuentra el reconocimiento de que en el país pervive una divergencia de acciones y motivaciones entre los actores económicos y políticos y que todo lo que hay logar es alinearlos. El planteamiento es impecable pero padece de una contradicción de arranque: el problema no yace en los incentivos sino en los objetivos. Es decir, no es que algunos de los participantes en la sociedad o en los mercados estén errando su camino, sino que efectivamente tienen objetivos distintos.

Desde el punto de vista del funcionamiento de los mercados, la informalidad –un ejemplo prototípico- presenta un reto fundamental porque es muy difícil llevar a cabo transacciones entre actores formales e informales cuando estos últimos no pueden emitir facturas. Por razones similares, las empresas informales no pueden crecer porque su condición les impide obtener crédito o atraer personal con habilidades que son comercializables en los mercados modernos. La pregunta es si la informalidad es lo que los economistas llaman un “error” de mercado (una mera distorsión) o si se trata de un fenómeno distinto.

Mucho de la informalidad se deriva de la complejidad de los trámites que involucra el registro de empresas nuevas y el mantenimiento de la condición de formalidad, sobre todo en el sentido de satisfacer todo tipo de requerimientos fiscales, laborales, de seguridad social y demás. En adición a lo anterior, existen circunstancias que hacen atractiva la informalidad y no solo porque se evitan ciertas erogaciones (como impuestos) o costos (como el de llevar una contabilidad fiscal y laboral), sino que la electricidad aumenta de precio cuando se eleva el consumo o cuando el usuario es una empresa y los costos de registro laboral se elevan cuando aumenta el número de empleados.

Todos estos factores hacen costosa la formalización de empresas pero, como en el caso de las transiciones políticas inconclusas (o fallidas), no son la única explicación. Si todo el problema residiera en los costos de formalización, las autoridades fiscales, laborales y del Seguro Social tendrían un enorme incentivo en disminuir esos costos para promover su legalización. Sin embargo, el problema es más complejo y tiene una explicación distinta.

Mucho del costo de registro de empresas se refiere a autoridades municipales, mismas que han convertido a los comerciantes informales en una base política. Para esas autoridades el incentivo no yace en que los comerciantes se formalicen, crezcan y prosperen, sino en que se mantenga su base de sustento político para que prospere la carrera del presidente municipal, diputado o líder social o partidista. Es decir, los incentivos del político están perfectamente alineados con la informalidad y no existe razón alguna, desde esa perspectiva, para modificar el statu quo. En adición a la lógica política, existe una racionalidad económica inherente al esquema clientelar, pues lo que no se cobra en la forma de impuestos con frecuencia se cobra en la forma de derecho de piso, tradicionalmente por parte de representantes de la autoridad formal y, más recientemente, por parte del crimen organizado.

Algo similar ocurre con el sector manufacturero que no se ha modernizado, que no es altamente productivo y que sufre el embate de importaciones, que con frecuencia entran al país por medio del contrabando. Ese sector industrial no moderno y altamente improductivo, ha sobrevivido en su estado actual en buena medida gracias a subsidios y otros medios de protección como aranceles a la importación. Todos estos instrumentos preservan vivo y sin modernizarse a un vasto sector de la economía porque las autoridades temen el desempleo que pudiera generarse de colapsarse estas empresas.

Pero, igual que con la informalidad, la protección comienza, con una lógica de servicio a la población. Si bien desde una perspectiva económica sería mejor inducir una liberalización gradual que tuviera el efecto de modernizar a esas empresas, no le toma mucho tiempo a los políticos identificar el beneficio de preservar un coto de caza. De esta manera, lo que comienza como una estrategia de preservación de empleos, rápidamente se convierte en un mecanismo de desarrollo de clientelas políticas al servicio de una causa particular.

La informalidad y la protección, esas fuentes de improductividad que le restan crecimiento a la economía mexicana, tienen una impecable lógica clientelar que las hace permanentes.  Además, en el contexto de la transición política que viene experimentando el país, el clientelismo tiene el efecto de impedir la maduración democrática del país porque ésta atenta con los beneficiarios del control. Es decir, el clientelismo yace detrás de la informalidad y ambos minan el crecimiento de la economía: le restan.

De esta manera, no es que el país sea incapaz de reformarse (las reformas que no avanzaron por años o las que se mediatizan en la etapa secundaria), sino que hay poderosísimos intereses que se benefician del statu quo.

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