América Economía – Luis Rubio
Es rara la discusión sobre las causas del bajo crecimiento de la economía en la que la corrupción no surja como un factor explicativo y más si el intercambio tiene lugar fuera del país. El supuesto implícito es que la corrupción inhibe el funcionamiento de los mercados y eso desincentiva la inversión, limitando con ello su crecimiento. Aunque quizá comprobable en algunos casos, el argumento es viejo y gastado. Hay ejemplos, sobre todo en Asia, que claramente lo desmienten: países que crecen con celeridad a pesar de la prevalencia de la corrupción. ¿Cuál es, entonces, el problema?
En su último libro, Mancur Olson preguntaba ¿qué es peor: un gobierno tiránico y autoritario, o el asalto infrecuente de alguna banda de guerrilleros y ladrones? Olson asegura que, a lo largo de la historia, ha sido mucho mejor para las sociedades humanas vivir bajo el yugo de un gobierno autoritario y despótico que estar sujetas a los abusos frecuentes de una punta de ladrones. Aunque ambos tipos de gobierno puedan ser depredadores y abusivos, a un gobierno tiránico le conviene que la economía logre el mejor desempeño posible, pues de ello extrae un flujo constante de impuestos y tributos. No sucede así con ladrones que llegan, roban todo lo que pueden, destruyen lo que encuentran a su paso y huyen. En otras palabras, un déspota (un ladrón sedentario) mantiene los impuestos lo suficientemente bajos como para hacer posible el crecimiento constante de la economía y hasta puede llegar a desarrollar incentivos para afianzar la inversión, acelerar el crecimiento de la productividad, todo en aras de generarse ingresos. Mientras que el ladrón o guerrillero asalta cada que le da la gana, llevándose consigo lo que encuentra a su paso, el déspota tiene un interés creado en el desarrollo económico de mediano plazo. ¿Será lo mismo con la corrupción?
Existen sectores que compiten a muerte y funcionarios públicos intachables. Muchas empresas son impecables pero enfrentan un entorno de prácticas corruptas por parte de sus competidores y servidores públicos que se sirven con la cuchara grande.
Jagdish Bhagwati avanza el argumento y ofrece una explicación mucho más simple y convincente: “una diferencia crucial entre India y China es el tipo de corrupción que las caracteriza. India padece del tipo clásico de corrupción, el del rentismo, donde la gente se avoraza por agarrar lo que puede de la riqueza existente. Los chinos se caracterizan por lo que yo llamo corrupción de ‘utilidad compartida’: el partido comunista mete un popote en la malteada lo que hace que tenga un interés creado en que crezca la malteada”. Este refinamiento del argumento de Olson explica mucho de lo que diferencia a México de los países que crecen con celeridad: no es la corrupción en sí sino el tipo de corrupción que nos caracteriza porque mata a la gallina que pone los huevos de oro. El problema es el rentismo, no la corrupción per se.
Lo importante del argumento de Bhagwati es que el rentismo no es exclusivo de un sector, grupo o actividad. La forma en que él define el rentismo es tal que es igual si se trata de un empresario que controla a un sector de la economía o un burócrata que “compra” bienes para Pemex que nunca se entregan pero ambos, el vendedor y el burócrata, se dividen el beneficio. La corrupción definida como la erosión de la riqueza existente entraña la explicación de lo que mata al desarrollo en el país: sindicatos que depredan, empresarios que controlan, burócratas que expolian, políticos que roban, funcionarios que compran terrenos donde se construirá una obra pública. En todos y cada uno de estos casos, el interés de quien es rentista es el de quedarse con un pedazo del pastel existente, lo que, de hecho, hace imposible que la economía crezca.
Desde luego, no todo en el país es corrupto. Existen sectores que compiten a muerte y funcionarios públicos intachables. Muchas empresas son impecables pero enfrentan un entorno de prácticas corruptas por parte de sus competidores y servidores públicos que se sirven con la cuchara grande. Igual, hay obreros que se desviven por hacer crecer la productividad pues de eso depende la viabilidad de su empleo.
El problema es que mucho de la estructura de la relación gobierno-sociedad y de un conjunto de decisiones políticas a lo largo del tiempo (que van desde las privatizaciones hasta la inflación, los monopolios estatales y la protección a empresas públicas y privadas) ha generado un país de rentistas, de sectores y grupos que depredan y viven de acaparar la riqueza existente y no de fomentar la creación de mayor riqueza. Ahí yace el corazón del problema.
Desde luego, hay que acabar con la corrupción, pero eso es más fácil de decirse que de lograrse. Por su lado, la solución cínica residiría en que el gobierno se abocara a modificar la naturaleza de la corrupción a fin de, sin afectar a grupos poderosos, cambiar la dinámica de corrupción: es decir, tratar de imitar a China en lugar de parecernos a India bajo el principio de que si no los puedes derrotar únete a ellos.
Al margen de la factibilidad (y ética) de semejante planteamiento, la verdadera solución reside en la eliminación de los factores e incentivos que favorecen el tipo de corrupción que nos caracteriza. Algunos propondrían realizarlo mediante la coerción (o sea, creando nuevos instrumentos y mecanismos para combatirla –más burocracia controladora) pero lo lógico sería incorporar mecanismos competitivos en, por ejemplo, los contratos de compras del sector público, las licitaciones de nuevas cadenas de televisión y otros espacios donde la corrupción rentista prolifera.
El dilema es: ¿más control o más competencia? Quizá ahí resida el futuro del país.