America Economía – Luis Rubio
Nuestra tradición política y cultural tiende a despreciar uno de los pilares del desarrollo occidental. La propiedad, esa ancla del desarrollo que primero articulo, en términos filosóficos, John Locke, es mucho más trascendente de lo que usualmente reconocemos. La certeza respecto a la propiedad que una persona tiene determina su disposición a ahorrar e invertir, de lo cual depende, a final de cuentas, el crecimiento agregado de la economía y de los ingresos: es decir, se trata de un elemento de esencia en la condición humana.
Dos anécdotas aprendidas a lo largo de los años me han hecho pensar mucho en esto. La primera es un tanto pedestre pero sumamente reveladora: un empresario se hastió de las reparaciones que con frecuencia tenía que hacerle a las dos combis de su negocio, mismas que incluían llantas nuevas cada rato, frenos, golpes y demás. Desesperado por los costos incrementales, decidió cambiar la forma de relacionarse con su personal de reparto. Reparó las combis, cambiándoles el motor, las llantas y todo lo relevante: las dejó impecables. Se las vendió a sus repartidores con un crédito sin intereses y negoció un contrato de servicio por medio del cual los repartidores se comprometían a entregar sus productos con la oportunidad y en condiciones requeridas. El corolario de la historia es que las combis, ahora bajo el cuidado de sus nuevos dueños, dejaron de requerir reparaciones frecuentes y los antes empleados se convirtieron en empresarios, repartiendo productos para varias empresas. Como dice el dicho, a ojos del amo engorda el caballo.
Este principio, evidente a nivel individual, es igualmente válido para los proyectos más ambiciosos. Es también el factor que quizá acabe siendo decisivo en el éxito o fracaso de la reforma energética, al menos en su vertiente de inversión directa, a diferencia de contratos o asociaciones con Pemex.
Una vez suyas, las combis dejaron de ser un problema de otro para convertirse en una oportunidad propia. Esa es la magia de la propiedad. Es también la razón por la que las casas en las que habitan sus dueños suelen estar en mucho mejores condiciones que las que son rentadas o por qué el dueño de un automóvil lo cuida y lava en tanto que a nadie se le ocurriría lavar un auto rentado. Este principio, evidente a nivel individual, es igualmente válido para los proyectos más ambiciosos. Es también el factor que quizá acabe siendo decisivo en el éxito o fracaso de la reforma energética, al menos en su vertiente de inversión directa, a diferencia de contratos o asociaciones con Pemex. Si de verdad queremos inversionistas dispuestos arriesgar decenas de billones de dólares, requeriremos un régimen de propiedad que no deje duda alguna.
La otra anécdota es la conclusión de un artículo que Hernando de Soto, el economista-filósofo peruano, escribió en los noventa: «en mi infancia en Perú me decían que los ranchos que visitaba eran propiedad comunal y no de los campesinos en lo individual. Sin embargo, cuando caminaba yo entre un campo y otro, los ladridos de los perros iban cambiando. Los perros ignoraban la ley prevaleciente: todo lo que sabían es cuál era la parcela que sus amos controlaban. En los próximos 150 años aquellas naciones cuyas leyes reconozcan lo que los perros ya saben serán las que disfruten de los beneficios de una economía moderna de mercado». Con los cambios constitucionales que tuvieron lugar en los noventa se resolvió parte de lo que dice de Soto, pero no se atacó el corazón del problema, que trasciende al ejido y a la propiedad rural.
La contradicción que prevalece en nuestra cultura y marco legal es mucho más profunda de lo aparente. En contraste con la propiedad rural, la propiedad urbana nunca ha pretendido ser comunal. Sin embargo, las protecciones legales que existen para esa propiedad no son mucho más sólidas. En nuestro país es mucho más fácil expropiar un predio que en otras latitudes, son frecuentes los conflictos respecto a quién es propietario de qué y hay un elemento cultural que tiende a despreciar la propiedad existente. Es decir, no existe un reconocimiento popular o político de la trascendencia que entrañan esas dudas: en la medida en que no hay certeza, pasa lo que con las combis: nadie se compromete porque todo mundo sabe que, tarde o temprano, puede haber una expropiación de jure o de facto. El problema se multiplica con el fenómeno de la extorsión y el secuestro que, en un sentido «técnico» no es sino un atentado contra la propiedad y seguridad de las personas y sus bienes.
Por supuesto, los derechos de propiedad no son una panacea y, en una sociedad con diferencias tan grandes de pobreza y riqueza, es explicable que muchos consideren que una cosa explica a la otra: que si no hubiera propiedad y su concentración, tampoco habría pobreza. La paradoja es que quienes más sufren por la existencia de derechos débiles de propiedad son precisamente aquellos que más los necesitan. La economía informal ilustra esto mejor que nada: puede tratarse de un negocio próspero y con potencial de crecimiento (pienso en franquicias de puestos de comida), pero eso requiere crédito y éste es imposible mientras no se reconozca la propiedad del negocio. En realidad, la informalidad es evidencia del problema: la pobre protección a la propiedad hace fácil entrar a la informalidad porque es lo mismo, porque no hay nada que perder.
Como dice Richard Stroup, «los derechos de propiedad obligan a la gente a hacerse responsable: cuando la gente trata mal o sin cuidado algo de su propiedad, su valor decrece. Cuando se le cuida, su valor se incrementa». Nada que los nuevos dueños de las combis no sepan hoy en día: todos los que adquieren algo en propiedad súbitamente reconocen su trascendencia. Falta generalizar la oportunidad.
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