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¿Importa la corrupción?

Luis Rubio

La corrupción fue un asunto de profunda reflexión cuando los “padres fundadores” de la nación norteamericana discutían los elementos que debían incorporarse en su nueva constitución. Hamilton argumentaba que si se le purga al modelo constitucional heredado de los británicos “sus fuentes de corrupción y si se le da igualdad de representación al poder popular, se creará un gobierno disfuncional: como está en el presente, con todos sus supuestos defectos, es el mejor sistema de gobierno que jamás existió”. Para Hamilton la corrupción era un costo inevitable de la vida pública. Al final Hamilton perdió, quedando el sistema integral de pesos y contrapesos que postulaba Madison.

230 años después, la argumentación pública en México es casi idéntica. Pulula la noción de que, primero, así ha sido siempre y, por lo tanto, así seguirá. Segundo, que en la medida en que la corrupción permite que las cosas funcionen, su costo es menor. Aunque hay mediciones que sugieren un costo incremental (más de 1% del PIB anual), es evidente que ésta ha ido mutando y que lo que pudo haber sido válido en el pasado no necesariamente lo es ahora.

Más allá de las características específicas del fenómeno y de cómo ha cambiado, lo que debería preocuparnos a todos no es el hecho mismo de que un funcionario se enriquezca en el poder (algo usual), sino el hecho de que la corrupción se ha ido generalizando, sumando a todos los partidos políticos y penetrando de manera incremental a toda la sociedad. Si antes fue un factor que permitía atenuar conflictos o acelerar la implementación de proyectos, sobre todo la obra pública, fuente ancestral de corrupción, hoy se vive un fenómeno de metástasis que podría acabar paralizando no sólo al gobierno sino al país en general.

En su excelente ensayo en Nexos de febrero, Luis Carlos Ugalde describe la naturaleza y dimensiones del fenómeno, ilustrando la forma en que la corrupción piramidal de la era de presidencialismo autoritario se ha ido “democratizando” al incorporarse todos los niveles de gobierno, partidos y poderes públicos. Lo que antes era concentrado y un instrumento de cohesión política se ha convertido en un mecanismo de control político en manos de un creciente número de actores. Peor, su ubicuidad ha generado un amplio repudio en la sociedad, enojo que ha llegado a convertirse en odio.

La democratización de la corrupción ha generado un efecto ejemplo que, combinado con la impunidad, se ha propagado hacia otros ámbitos de la sociedad. Mientras que la corrupción de antes era típica de la disponibilidad de información privilegiada dentro del gobierno (por ejemplo para comprar terrenos a sabiendas de que ahí se construiría una carretera), del uso del gasto público para fines privados o de la interacción entre actores públicos y privados (como las compras gubernamentales), hoy la corrupción es frecuente en transacciones entre actores privados (como la compra de publicidad) y se ha enquistado en la definición de reglas de comportamiento (por ejemplo hospitales) que exigen estudios innecesarios que engrosan los cargos a los pacientes.

Racionalizar a la corrupción como algo ancestral y cultural permite generar y alimentar clientelas políticas. Los propios partidos se han dedicado a incorporar regulaciones cada vez más extremas (y absurdas) para el financiamiento de las campañas, mismas que son los primeros en violar: un cálculo sugiere que la campaña promedio cuesta veinte veces más de lo que la legislación permite.

Más que un fenómeno exclusivamente monetario, la corrupción ha alterado el léxico, el discurso y el modus operandi: podría parecer que se trata de un mero cambio semántico, pero lo que en realidad implica es que deja de concebirse a la corrupción como un “mal necesario” para pasar a ser la única forma de conducir la vida pública. Ese “pequeño” paso implica que deja de haber límites y que todo se vale: todo vestigio de comunidad, sociedad organizada o reino de la ley desaparece y se torna inasequible. La historia demuestra que ese es el mejor caldo de cultivo para liderazgos mesiánicos, populistas y autoritarios.

La mayor parte de las propuestas de solución no atacan más que los síntomas. La legislación en materia de transparencia se ha atorado en un conjunto de excepciones que diversas entidades del gobierno han intentado interponer, algunas más lógicas que otras. Pero la dinámica de esa discusión es reveladora en sí misma: todo el esfuerzo se concentra en transparentar y fiscalizar (importante), no en eliminar las causas del fenómeno. El título mismo del instrumento que se ha propuesto para combatirla es sugerente de sus limitaciones: “sistema nacional anti-corrupción”.

El problema de todas las recetas que se han presentado para combatir la corrupción es que no se atreven a reconocer el fondo, sobre todo la razón por la cual ésta se ha “democratizado”. En una palabra, nuestro problema no es de corrupción, violencia, criminalidad o drogas. Nuestro problema es la ausencia de un sistema de gobierno profesional. Pasamos de un patrimonialismo autoritario de corrupción controlada a un desorden patrimonialista en que la corrupción hizo metástasis. Nada va a cambiar mientras no se construya un sistema moderno de gobierno, con una burocracia profesional y apolítica, anclado en el reino de la legalidad.

En tanto eso no ocurra, la descomposición persistirá y la economía seguirá arrojando resultados mediocres. Las reformas son necesarias, pero sin gobierno y sin ley nada cambiará.

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@lrubiof

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La lectura de Joaquín Villalobos del vacío de autoridad en México

América Economía – Luis Rubio

Joaquín Villalobos, estratega y extraordinario lector de la realidad criminal, escribió un artículo* largo en el que describe con claridad y precisión el dilema que enfrenta México. Transcribo aquí, con su permiso, las oraciones medulares del texto:

·       El Estado se desarrolla a partir del monopolio de la violencia, es decir, en torno a la capacidad que tenga una clase gobernante de ejercer autoridad sobre un territorio determinado para proteger a quienes en éste habitan.

En suma, dice Villalobos, la actual crisis de seguridad es una crisis del Estado, por ausencia, por cooptación o por debilidad de éste. Todo vacío de autoridad en el territorio es ocupado por otro poder, ya sean criminales, insurgentes o paramilitares.

·       La seguridad es el primer derecho de los ciudadanos y la primera responsabilidad del Estado. El poder coercitivo del Estado es, por lo tanto, el principal poder del Estado porque la certeza de estar protegido en la vida, el patrimonio y los derechos humanos son precondiciones para todo lo demás.

·       Todo vacío de autoridad del Estado deriva en crecimiento del poder criminal. Este vacío facilita que pequeñas bandas se agrupen y jerarquicen hasta convertirse en grandes organizaciones criminales que terminan controlando territorio y cooptando a las instituciones.

·       Durante la Guerra Fría policías y militares estaban desplegados en el territorio en cantidades considerables para reaccionar frente a protestas, insurgencias y golpes de Estado. Es con instituciones fundadas en esas ideas que las democracias emergentes ahora intentan responder a la ola de violencia criminal.

·       El policía de la calle se quedó con menos recursos, cobrando bajos salarios, con su autoridad debilitada, sin reconocimiento social, con los conocimientos y doctrina que aprendió del autoritarismo y con la obligación de respetar los derechos humanos.

·       No es posible enfrentar a la actual violencia criminal sin una transformación de las instituciones de seguridad, sin un nuevo despliegue de éstas en el terreno y sin un aumento sustancial de su pie de fuerza. Las políticas sociales preventivas no serán eficaces si los ciudadanos viven aterrorizados por el crimen; es indispensable que el poder coercitivo derrote el miedo y restablezca la autoridad del Estado en las comunidades. La policía es el primer eslabón de contacto entre el Estado y los ciudadanos y el pilar fundamental de toda la seguridad; si ésta falla, todo el sistema falla.

·       La forma en que se ejerció autoridad en el pasado dio base a la confusión entre autoritarismo y Estado fuerte, cuando lo primero no implicaba lo segundo, por el contrario el Estado era débil.

·       El debate para encontrar soluciones a los problemas de seguridad ha girado en torno a los énfasis que se ponen en la represión o en la prevención. La primera corriente parte de que la impunidad multiplica el delito, por lo tanto el castigo debe ser el instrumento principal para reducirlo. En la segunda corriente se establece que el delincuente es una víctima social, por lo tanto se supone que los programas sociales deben reducir el delito.

·       Es comprensible que algunos demanden la despenalización o regulación del consumo, comercio y producción de las drogas…; sin embargo, en nuestro caso la violencia criminal simplemente cambiaría a otros delitos, con el agravante de que un aumento del consumo nos podría crear un problema de salud pública que no tenemos.

·       Nuestra seguridad sólo mejorará si avanzamos en la construcción de Estado y ciudadanía.

·       Para nosotros la tarea principal es fortalecer la autoridad del Estado y proteger a nuestros ciudadanos. Una estrategia basada en perseguir a la droga no implica, necesariamente, que fortalecemos nuestra seguridad, sin embargo, si fortalecemos nuestra propia seguridad sin duda seremos más eficaces en combatir el narcotráfico y cualquier tipo de delito.

·       El intento de resolver con instituciones débiles heredades del autoritarismo dio tiempo a que el delito echara raíces culturales en nuestras sociedades.

·       La tarea primordial en seguridad es evitar que haya víctimas; una sociedad es segura cuando no ocurren delitos y no por el número de criminales que se procesa y encarcela.

·       La actividad criminal que más evidencia la derrota del poder disuasivo del Estado es la masificación de la extorsión.

·       En el caso de México, el régimen del PRI preservaba la paz a partir de un extenso y eficaz control social en todo el territorio ejercido por una amplia red de organizaciones que fueron el componente principal del llamado “autoritarismo incluyente”.

·       El antiguo modelo mexicano de seguridad se basó en control social y debilidad institucional… Fue una derivación de periodos autoritarios, por lo tanto ya no es repetible.

·       Recuperar el terreno implica que los delincuentes deben perder estabilidad, confort, movilidad, poder de intimidación y capacidad de concentrarse para actuar impunemente… No basta capturar y encarcelar delincuentes, es indispensable contrarrestar todos los intentos de éstos de intimidar, exhibir poder y actuar con violencia.

·       Pacificar comunidades y capturar delincuentes no son tareas contradictorias… Las capturas dependen de contar con inteligencia y fuerzas especializadas, en tanto que evitar delitos requiere control territorial.

En suma, dice Villalobos, la actual crisis de seguridad es una crisis del Estado, por ausencia, por cooptación o por debilidad de éste. Todo vacío de autoridad en el territorio es ocupado por otro poder, ya sean criminales, insurgentes o paramilitares. Sin refundar las instituciones de seguridad heredadas de los regímenes autoritarios no es posible proteger a los ciudadanos. Si los policías se parecen a los delincuentes, terminarán como delincuentes.

*Bandidos, Estado y ciudadanía, Nexos, enero 2015.

 

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/la-lectura-de-joaquin-villalobos-del-vacio-de-autoridad-en-mexico

 

Simulan gobernar

 FORBES – Febrero 2015

OPINION- EN PERSPECTIVA

UN EMPRESARIO SE PRESENTA ANTE LA OFICINA DE INSPECTORES DE LA SECRETARÍA DEL TRABAJO para preguntar sobre una multa que recibió. El encargado de la oficina le explica que el inspector visitó su empresa y encontró que las rayas pintadas en el piso eran de nueve centímetros, en tanto que el código establece que deben ser de 10.

Esa violación conlleva una multa de 16,000 pesos que debe ser pagada en los siguientes 30 días, pero el encargado le informa que existe un procedimiento de inconformidad y que es fácil ganarlo porque el código tiene distintas medidas para esas rayas dependiendo de la parte del código que se aplica.

Acto seguido, se acerca una persona que estaba sentada a un lado del escritorio de la recepción y le ofrece al empresario representarlo en el procedimiento de inconformidad. Se mueven a una esquina y el presunto abogado le informa que es fácil ganar la querella y que le cobra 5,000 pesos por el procedimiento.

El empresario acepta a regañadientes y en 24 horas se resuelve el caso por módicos 5,000 pesos. La celeridad del procedimiento hace pensar que se trató de una celada, un procedimiento concebido para extorsionar.

La simulación es el pan de cada día. A unos los extorsiona el crimen organizado, a otros inspectores gubernamentales, pero el acto de extorsionar no es distinto. En ambos casos, la asimetría de poder es tal que el ciudadano común y corriente no tiene más alternativa que apechugar.

La extorsión por parte de la burocracia goza de un halo de legitimidad pero no es distinta de la otra: ambas están diseñadas para encarecer los costos de la operación de los negocios lo suficiente como para no matarlos. Lo interesante del caso gubernamental es la simulación que lo caracteriza: el disfraz de legalidad que adquiere un acto de flagrante abuso.

Ejemplos de simulación sobran. Un médico amigo mío, que realizó su servicio social en una población del Estado de México, enfermó de sarampión. Sin embargo, el gobierno del estado informó unos meses antes que esa enfermedad se había erradicado de la entidad, razón por la cual el caso no podía existir. Acto seguido, una ambulancia lo llevó a su casa con un certificado de terminación del servicio, aunque faltaban meses para concluirlo.

La legislación en materia de telecomunicaciones, supuestamente orientada a generar mayor competencia en el sector, no ha impedido que se siga “consolidando” la industria, es decir, que los jugadores dominantes compren a sus competidores menores.

Por años, la CFE empleó la consigna de “empresa de clase mundial” para describirse. El único problema es que era única en su liga porque no era competitiva en ninguno de los rubros relevantes con que se mide a la industria. Por suerte, Pemex no ha tenido la audacia de adoptar semejante punto de comparación, quizá reconociendo que una simulación de ese tamaño ni siquiera sus propios próceres la podrían tolerar.

Ahora, en temporada electoral, nos encontramos con que es la etapa de los chapulines: políticos que abandonan los puestos para los cuales fueron electos, en aras de conseguir un nuevo puesto. La responsabilidad adquirida en la elección anterior es lo de menos: lo importante no es si el vaso está medio lleno o medio vacío sino estar dentro del vaso.

Algunos funcionarios tienen la necesidad imperiosa de tener un nuevo puesto porque así quedan protegidos con el fuero legislativo de las fechorías que practicaron en el anterior. El caso es que no existe compromiso alguno con la ciudadanía a la cual prometieron gobernar (es un decir) o representar. Lo importante es tener un puesto. Todo el resto es simulación.

La simulación es la esencia de la política mexicana. El discurso dice democraciapero es despotismo; en la retórica se propone representación pero el objetivo es enriquecimiento individual. La ciudadanía, el progreso económico y el bienestar del país es lo de menos: lo relevante es mantenerse en el círculo del poder y la corrupción. Lo asombroso es la facilidad con que el PAN y el PRD se mimetizaron con el PRI, el viejo y el nuevo.

El triángulo simulación-corrupción-impunidad le da respetabilidad a la expoliación, a los llamados derechos adquiridos, al abuso y, por lo tanto, al atraso en que vive el país. Un país que vive en y de la simulación no es un país que pueda moverse o que pueda lograr el desarrollo. Hay contradicciones que simplemente no aguantan escrutinio alguno.

LUIS RUBIO ES PRESIDENTE DEL CENTRO DE INVESTIGACIÓN PARA EL DESARROLLO, A.C.

 

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Estado y seguridad

Luis Rubio

 

Joaquín Villalobos, estratega y extraordinario lector de la realidad criminal, escribió un artículo* largo en el que describe con claridad y precisión el dilema que enfrenta México. Transcribo aquí, con su permiso, las oraciones medulares del texto:

 

  • El Estado se desarrolla a partir del monopolio de la violencia, es decir, en torno a la capacidad que tenga una clase gobernante de ejercer autoridad sobre un territorio determinado para proteger a quienes en éste habitan.
  • La seguridad es el primer derecho de los ciudadanos y la primera responsabilidad del Estado. El poder coercitivo del Estado es, por lo tanto, el principal poder del Estado porque la certeza de estar protegido en la vida, el patrimonio y los derechos humanos son precondiciones para todo lo demás.
  • Todo vacío de autoridad del Estado deriva en crecimiento del poder criminal. Este vacío facilita que pequeñas bandas se agrupen y jerarquicen hasta convertirse en grandes organizaciones criminales que terminan controlando territorio y cooptando a las instituciones.
  • Durante la Guerra Fría policías y militares estaban desplegados en el territorio en cantidades considerables para reaccionar frente a protestas, insurgencias y golpes de Estado. Es con instituciones fundadas en esas ideas que las democracias emergentes ahora intentan responder a la ola de violencia criminal.
  • El policía de la calle se quedó con menos recursos, cobrando bajos salarios, con su autoridad debilitada, sin reconocimiento social, con los conocimientos y doctrina que aprendió del autoritarismo y con la obligación de respetar los derechos humanos.
  • No es posible enfrentar a la actual violencia criminal sin una transformación de las instituciones de seguridad, sin un nuevo despliegue de éstas en el terreno y sin un aumento sustancial de su pie de fuerza. Las políticas sociales preventivas no serán eficaces si los ciudadanos viven aterrorizados por el crimen; es indispensable que el poder coercitivo derrote el miedo y restablezca la autoridad del Estado en las comunidades. La policía es el primer eslabón de contacto entre el Estado y los ciudadanos y el pilar fundamental de toda la seguridad; si ésta falla, todo el sistema falla.
  • La forma en que se ejerció autoridad en el pasado dio base a la confusión entre autoritarismo y Estado fuerte, cuando lo primero no implicaba lo segundo, por el contrario el Estado era débil.
  • El debate para encontrar soluciones a los problemas de seguridad ha girado en torno a los énfasis que se ponen en la represión o en la prevención. La primera corriente parte de que la impunidad multiplica el delito, por lo tanto el castigo debe ser el instrumento principal para reducirlo. En la segunda corriente se establece que el delincuente es una víctima social, por lo tanto se supone que los programas sociales deben reducir el delito.
  • Es comprensible que algunos demanden la despenalización o regulación del consumo, comercio y producción de las drogas…; sin embargo, en nuestro caso la violencia criminal simplemente cambiaría a otros delitos, con el agravante de que un aumento del consumo nos podría crear un problema de salud pública que no tenemos.
  • Nuestra seguridad sólo mejorará si avanzamos en la construcción de Estado y ciudadanía.
  • Para nosotros la tarea principal es fortalecer la autoridad del Estado y proteger a nuestros ciudadanos. Una estrategia basada en perseguir a la droga no implica, necesariamente, que fortalecemos nuestra seguridad, sin embargo, si fortalecemos nuestra propia seguridad sin duda seremos más eficaces en combatir el narcotráfico y cualquier tipo de delito.
  • El intento de resolver con instituciones débiles heredades del autoritarismo dio tiempo a que el delito echara raíces culturales en nuestras sociedades.
  • La tarea primordial en seguridad es evitar que haya víctimas; una sociedad es segura cuando no ocurren delitos y no por el número de criminales que se procesa y encarcela.
  • La actividad criminal que más evidencia la derrota del poder disuasivo del Estado es la masificación de la extorsión.
  • En el caso de México, el régimen del PRI preservaba la paz a partir de un extenso y eficaz control social en todo el territorio ejercido por una amplia red de organizaciones que fueron el componente principal del llamado “autoritarismo incluyente”.
  • El antiguo modelo mexicano de seguridad se basó en control social y debilidad institucional… Fue una derivación de periodos autoritarios, por lo tanto ya no es repetible.
  • Recuperar el terreno implica que los delincuentes deben perder estabilidad, confort, movilidad, poder de intimidación y capacidad de concentrarse para actuar impunemente… No basta capturar y encarcelar delincuentes, es indispensable contrarrestar todos los intentos de éstos de intimidar, exhibir poder y actuar con violencia.
  • Pacificar comunidades y capturar delincuentes no son tareas contradictorias… Las capturas dependen de contar con inteligencia y fuerzas especializadas, en tanto que evitar delitos requiere control territorial.

En suma, dice Villalobos, la actual crisis de seguridad es una crisis del Estado, por ausencia, por cooptación o por debilidad de éste. Todo vacío de autoridad en el territorio es ocupado por otro poder, ya sean criminales, insurgentes o paramilitares. Sin refundar las instituciones de seguridad heredadas de los regímenes autoritarios no es posible proteger a los ciudadanos. Si los policías se parecen a los delincuentes, terminarán como delincuentes.

 

*Bandidos, Estado y ciudadanía, Nexos, enero 2015

 

 

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Cómo revertir la ola destructiva en México

América Economía – Luis Rubio

Cuatro años es mucho tiempo: en ese espacio un país puede sentar las bases de su transformación hacia el desarrollo, pero también destruir lo acumulado a lo largo de décadas. La diferencia reside en la existencia de una estrategia política y económica idónea, así como del liderazgo capaz de conducirlo a buen puerto. Como afirmó Martin Luther King, “la obscuridad no puede remover la obscuridad; solo la luz puede lograrlo”. La pregunta es de dónde va a venir la luz.

El sexenio comenzó a tambor batiente con una larga lista de reformas y un mecanismo político -el llamado Pacto por México- para su aprobación. Lo que siguió muestra la naturaleza del problema: el atorón comenzó con la implementación de las reformas constitucionales, proceso por definición involucra la afectación de intereses particulares porque reformar inexorablemente entraña una modificación del statu quo: el gobierno optó por no hacerlo. Algunas reformas se congelaron, otras se diluyeron y otras más se renegociaron en la práctica. El resultado: muchos cambios pero poca probabilidad de lograr beneficios tangibles, además de que se ha creado una peligrosa propensión a destruir toda (la poca) institucionalidad previamente existente.

Al presidente le urge revertir la ola destructiva en que se encuentra y sólo podrá hacerlo cambiando la jugada del todo. Hacer suya la construcción del Estado de Derecho sería un gran comienzo.

A lo largo de los meses, fue evidente que el criterio de implementación de las reformas nada tenía que ver con el éxito de las mismas, sino con la no afectación de intereses específicos. El caso de la reforma educativa es ilustrativo: todas y cada una de las secciones sindicales que se rebeló contra la reforma ha logrado una excepción. Lo mismo con el IPN. Es natural y hasta encomiable que el gobierno privilegie la paz y la estabilidad, otorgando concesiones circunstanciales. Sin embargo, las excepciones son útiles sólo si compran tiempo para luego forzar la implementación de la reforma requerida; de lo contrario se convierten en hechos políticos que anulan toda posibilidad de lograr el objetivo del propio gobierno. Cancelar la implementación de las reformas solo provoca una ola expansiva de peticionarios: ¿alguien recuerda la era de las concertacesiones?

Tocqueville describió a los procesos de reforma como el momento más peligroso para un gobierno: el gran riesgo que enfrenta el presidente Peña es haber alterado los cimientos del viejo orden constitucional sin tener nada que mostrar como resultado, minando grupos e intereses que sostienen a su partido sin haber construido una nueva coalición que lo sustente.

Para cuando ocurrió Iguala el gobierno ya estaba en problemas. Iguala tuvo el efecto de unificar a todos los que se sentían amenazados, afectados o agraviados, uniendo a tirios y troyanos, algunos por demás inocentes. La ausencia de respuesta gubernamental magnificó el suceso (que no pretendo minimizar pero es claro que tampoco es algo excepcional en un país que ha visto más de cien mil muertos en estos años) y cambió la ecuación política. Lo que no cambió fue la visión gubernamental, que se ha mantenido dogmáticamente en un script (y con un marco de referencia) hoy inviable e insostenible.

¿Qué sigue? Países con estructuras sólidas que no dependen de la destreza o estado de ánimo de personas en lo individual pueden navegar por mucho tiempo sin que nada pase, como ocurre con nuestro vecino del norte. Pero eso es imposible países como México donde la ausencia de instituciones le confiere tanto poder, pero también responsabilidad, al individuo a cargo. Puesto en términos llanos, no hay forma en que el país sobreviva sin contratiempos cuatro años a la deriva como hoy está. El gobierno tiene que actuar –actuar diferente- o enfrentará las acciones y estrategias de quienes siempre saben cómo explotar el río revuelto. La estrategia de no conflicto a cualquier precio está conduciendo a la anarquía.

La paradoja yace en que el gobierno actual tiene las características necesarias para encabezar una transformación política pero parece indispuesto a afectar intereses cercanos al propio presidente, así como la construcción de una alianza con los naturales beneficiarios, aunque la mayoría todavía no lo sepa: los ciudadanos.

Los reformadores exitosos han sido quienes privilegian sus reformas por encima de amistades. En su Elogio a la traición, Jeambar y Roucaute afirman que “Todos comprenden que es muy loable que un príncipe cumpla su palabra y viva con integridad, sin trampas ni engaños. No obstante, la experiencia de nuestra época demuestra que los príncipes que han hecho grandes cosas no se han esforzado en cumplir su palabra”. En esa tesitura se encuentra el presidente Peña: conducir el barco a un nuevo puerto o dejar que lo hunda la corrupción, los dueños de agendas de cambio no institucional o una economía que no crece.

La clave reside en reconocer que el país funciona cuando se satisfacen las necesidades más básicas de la población, comenzando por la esperanza de una vida mejor y la certeza de que las cosas no irán peor. La política económica seguida a la fecha contradice estos principios y pone en riesgo la viabilidad del país. Perón decía que el órgano más sensible del cuerpo es el bolsillo, dicho que se aplica igual al más modesto trabajador que al empresario más encumbrado. La incertidumbre que impera sólo se puede combatir con reglas creíbles y perdurables: conducción política clara y una economía que sí funciona.

Al presidente le urge revertir la ola destructiva en que se encuentra y sólo podrá hacerlo cambiando la jugada del todo. Hacer suya la construcción del Estado de Derecho sería un gran comienzo.

 

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/como-revertir-la-ola-destructiva-en-mexico

 

De aquí al 18

Luis Rubio

 

Cuatro años es mucho tiempo: en ese espacio un país puede sentar las bases de su transformación hacia el desarrollo, pero también destruir lo acumulado a lo largo de décadas. La diferencia reside en la existencia de una estrategia política y económica idónea, así como del liderazgo capaz de conducirlo a buen puerto. Como afirmó Martin Luther King, “la obscuridad no puede remover la obscuridad; solo la luz puede lograrlo”. La pregunta es de dónde va a venir la luz.

El sexenio comenzó a tambor batiente con una larga lista de reformas y un mecanismo político -el llamado Pacto por México- para su aprobación. Lo que siguió muestra la naturaleza del problema: el atorón comenzó con la implementación de las reformas constitucionales, proceso por definición involucra la afectación de intereses particulares porque reformar inexorablemente entraña una modificación del statu quo: el gobierno optó por no hacerlo. Algunas reformas se congelaron, otras se diluyeron y otras más se renegociaron en la práctica. El resultado: muchos cambios pero poca probabilidad de lograr beneficios tangibles, además de que se ha creado una peligrosa propensión a destruir toda (la poca) institucionalidad previamente existente.

A lo largo de los meses, fue evidente que el criterio de implementación de las reformas nada tenía que ver con el éxito de las mismas, sino con la no afectación de intereses específicos. El caso de la reforma educativa es ilustrativo: todas y cada una de las secciones sindicales que se rebeló contra la reforma ha logrado una excepción. Lo mismo con el IPN. Es natural y hasta encomiable que el gobierno privilegie la paz y la estabilidad, otorgando concesiones circunstanciales. Sin embargo, las excepciones son útiles sólo si compran tiempo para luego forzar la implementación de la reforma requerida; de lo contrario se convierten en hechos políticos que anulan toda posibilidad de lograr el objetivo del propio gobierno. Cancelar la implementación de las reformas solo provoca una ola expansiva de peticionarios: ¿alguien recuerda la era de las concertacesiones?

Tocqueville describió a los procesos de reforma como el momento más peligroso para un gobierno: el gran riesgo que enfrenta el presidente Peña es haber alterado los cimientos del viejo orden constitucional sin tener nada que mostrar como resultado, minando grupos e intereses que sostienen a su partido sin haber construido una nueva coalición que lo sustente.

Para cuando ocurrió Iguala el gobierno ya estaba en problemas. Iguala tuvo el efecto de unificar a todos los que se sentían amenazados, afectados o agraviados, uniendo a tirios y troyanos, algunos por demás inocentes. La ausencia de respuesta gubernamental magnificó el suceso (que no pretendo minimizar pero es claro que tampoco es algo excepcional en un país que ha visto más de cien mil muertos en estos años) y cambió la ecuación política. Lo que no cambió fue la visión gubernamental, que se ha mantenido dogmáticamente en un script (y con un marco de referencia) hoy inviable e insostenible.

¿Qué sigue? Países con estructuras sólidas que no dependen de la destreza o estado de ánimo de personas en lo individual pueden navegar por mucho tiempo sin que nada pase, como ocurre con nuestro vecino del norte. Pero eso es imposible países como México donde la ausencia de instituciones le confiere tanto poder, pero también responsabilidad, al individuo a cargo. Puesto en términos llanos, no hay forma en que el país sobreviva sin contratiempos cuatro años a la deriva como hoy está. El gobierno tiene que actuar –actuar diferente- o enfrentará las acciones y estrategias de quienes siempre saben cómo explotar el río revuelto. La estrategia de no conflicto a cualquier precio está conduciendo a la anarquía.

La paradoja yace en que el gobierno actual tiene las características necesarias para encabezar una transformación política pero parece indispuesto a afectar intereses cercanos al propio presidente, así como la construcción de una alianza con los naturales beneficiarios, aunque la mayoría todavía no lo sepa: los ciudadanos.

Los reformadores exitosos han sido quienes privilegian sus reformas por encima de amistades. En su Elogio a la traición, Jeambar y Roucaute afirman que “Todos comprenden que es muy loable que un príncipe cumpla su palabra y viva con integridad, sin trampas ni regaños. No obstante, la experiencia de nuestra época demuestra que los príncipes que han hecho grandes cosas no se han esforzado en cumplir su palabra”. En esa tesitura se encuentra el presidente Peña: conducir el barco a un nuevo puerto o dejar que lo hunda la corrupción, los dueños de agendas de cambio no institucional o una economía que no crece.

La clave reside en reconocer que el país funciona cuando se satisfacen las necesidades más básicas de la población, comenzando por la esperanza de una vida mejor y la certeza de que las cosas no irán peor. La política económica seguida a la fecha contradice estos principios y pone en riesgo la viabilidad del país. Perón decía que el órgano más sensible del cuerpo es el bolsillo, dicho que se aplica igual al más modesto trabajador que al empresario más encumbrado. La incertidumbre que impera sólo se puede combatir con reglas creíbles y perdurables: conducción política clara y una economía que sí funciona.

Al presidente le urge revertir la ola destructiva en que se encuentra y sólo podrá hacerlo cambiando la jugada del todo. Hacer suya la construcción del Estado de Derecho sería un gran comienzo.

 

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Buscar culpables en México

América Economía – Luis Rubio

Los asesinatos de Iguala alteraron la dinámica política del país y cambiaron la suerte del gobierno de manera definitiva. La pregunta crucial es qué implica eso. A juzgar por el discurso y comunicaciones del presidente y su equipo, hay un cierto número de personas insidiosas que son culpables de haber conspirado contra el gobierno y conscientemente provocado la crisis actual. Con este diagnóstico, en lugar de abocarse a resolver la situación, el gobierno se ha dedicado a identificar conspiradores y culpables, destruyendo, paso a paso, su propia capacidad de salir adelante.

Más allá de algunos actores expresa (y públicamente) dedicados a socavar la estabilidad del país y remover al gobierno, como podrían ser diversos  grupos guerrilleros, es difícil creer que empresarios establecidos, políticos profesionales, otros países o instituciones diversas tendrían el menor interés, por no hablar de la capacidad, de enfrentarse al gobierno. Además de que todos estos actores viven de la estabilidad del país y sólo pueden desenvolverse y prosperar en ese contexto, la pregunta fundamental es ¿qué gana el gobierno buscando culpables?

La única forma en que el gobierno podrá romper el círculo vicioso en que se encuentra reside en convertirse en el paladín del Estado de derecho, prácticamente lo opuesto que animó su proyecto al inicio.

Si algo ha sido evidente a lo largo de estos larguísimos meses es que el único gran perdedor de su falta de acción ha sido el propio gobierno. Peor aún, la búsqueda de culpables ha llevado a agudizar la crisis, evidenciar las carencias e incapacidades del gobierno y envalentonar a sus enemigos. En este sentido, más allá de si hay o no conspiradores, es imposible no arribar a la conclusión de que la culpa del momento actual, comenzando por la situación en que se encuentra el gobierno, yace en el error inicial de haber leído mal la sucesión de eventos desde el Poli hasta Ayotzinapa. Fue ese error el que llevó a la pérdida de credibilidad del gobierno, mismo que todavía no logra reconocer la situación en que se encuentra. Hace unos días, Salvador Camarena retrotraía una cita del general Obregón que explica más que todas las conspiraciones que pasan por la mente de nuestros dilectos funcionarios: “el primer error es el que cuenta: lo demás son consecuencias”.

El problema de los enfoques conspirativos –el primer error- es que se pierden en su laberinto. En lugar de avanzar el proyecto gubernamental, éste acaba paralizado en el “quién me hizo esto”, haciendo imposible resolver la situación. La pregunta que el gobierno debería estarse haciendo es “¿qué hicimos mal?”, pues esa manera de enfocar el problema conlleva respuestas concretas y la posibilidad de resolverlo. En la medida en que el gobierno persista en su búsqueda de “los malos” y en la necedad de seguir haciendo lo que ya probó que no funciona, su situación, y con ello inexorablemente la del país, seguirá el inevitable curso de sistemático deterioro.

En un discurso días antes de su asesinato, Robert Kennedy expuso una idea que parece pensada para México hoy: “algunos buscan chivos expiatorios, otros conspiraciones, pero una cosa es clara: la violencia produce violencia, la represión genera represalias y sólo una limpieza del conjunto del cuerpo social podrá remover esta enfermedad de nuestra alma”. Ese es el verdadero tema de México: la urgencia de construir una nueva plataforma para su desarrollo, algo que no depende de más reformas legales, más controles, cambios presupuestales o chivos expiatorios, sino de una visión transformativa apropiada al siglo XXI.

El país padece toda clase de males, pero el principal es la ausencia de un sentido de dirección y un gobierno diestro y comprometido para encabezarlo. Esa ausencia, que es reflejo de un sistema de gobierno enclenque y poco profesional, crea un entorno de “río revuelto” en el que prosperan y lucran los intereses y grupos más extremistas, se envalentonan los revoltosos de cualquier color y se inhibe la inversión y, por lo tanto la generación de riqueza y empleos. Todo ello mina los proyectos gubernamentales y pospone, si no es que nulifica, el potencial de crecimiento económico.

Así, un gobierno que apostó a que su mera presencia transformaría al país se está encontrando con que todo el sistema tiene pies de barro. Esta realidad arroja dos posibilidades: una, comenzar a corregir los problemas que padece el país y que ahora han tenido el efecto de paralizar al gobierno; o, la otra, seguir buscando culpables, lo que llevaría a escenarios crecientemente más peligrosos y riesgosos para la estabilidad y viabilidad del país en su conjunto.

Evidentemente es imposible resolver problemas ancestrales que este gobierno, y todos los anteriores, heredaron de nuestra historia. Lo que sí es posible es cambiar la tónica, encabezar procesos transformativos y probarle a la ciudadanía que existe un futuro no sólo promisorio sino enteramente posible. El problema para el gobierno es que un enfoque de esta naturaleza implicaría un cambio radical de su proyecto inicial.

El gobierno tomó al país por sorpresa con su iniciativa de reformas y la capacidad para procesarlas en el entorno legislativo. Lo que no hizo fue reconocer que estamos en el siglo XXI, en el contexto de la globalización y en medio de una inmensa crisis de seguridad. Solo adoptando las reglas inherentes a la era de la globalización podrá el gobierno comenzar a cambiar el curso del país y, al mismo tiempo, dejar un legado duradero. La única forma en que el gobierno podrá romper el círculo vicioso en que se encuentra reside en convertirse en el paladín del Estado de derecho, prácticamente lo opuesto que animó su proyecto al inicio.

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/buscar-culpables-en-mexico

Buscar culpables

Luis Rubio

08 Feb. 2015

Los asesinatos de Iguala alteraron la dinámica política del país y cambiaron la suerte del gobierno de manera definitiva. La pregunta crucial es qué implica eso. A juzgar por el discurso y comunicaciones del presidente y su equipo, hay un cierto número de personas insidiosas que son culpables de haber conspirado contra el gobierno y conscientemente provocado la crisis actual. Con este diagnóstico, en lugar de abocarse a resolver la situación, el gobierno se ha dedicado a identificar conspiradores y culpables, destruyendo, paso a paso, su propia capacidad de salir adelante.

Más allá de algunos actores expresa (y públicamente) dedicados a socavar la estabilidad del país y remover al gobierno, como podrían ser diversos  grupos guerrilleros, es difícil creer que empresarios establecidos, políticos profesionales, otros países o instituciones diversas tendrían el menor interés, por no hablar de la capacidad, de enfrentarse al gobierno. Además de que todos estos actores viven de la estabilidad del país y sólo pueden desenvolverse y prosperar en ese contexto, la pregunta fundamental es ¿qué gana el gobierno buscando culpables?

Si algo ha sido evidente a lo largo de estos larguísimos meses es que el único gran perdedor de su falta de acción ha sido el propio gobierno. Peor aún, la búsqueda de culpables ha llevado a agudizar la crisis, evidenciar las carencias e incapacidades del gobierno y envalentonar a sus enemigos. En este sentido, más allá de si hay o no conspiradores, es imposible no arribar a la conclusión de que la culpa del momento actual, comenzando por la situación en que se encuentra el gobierno, yace en el error inicial de haber leído mal la sucesión de eventos desde el Poli hasta Ayotzinapa. Fue ese error el que llevó a la pérdida de credibilidad del gobierno, mismo que todavía no logra reconocer la situación en que se encuentra. Hace unos días, Salvador Camarena retrotraía una cita del general Obregón que explica más que todas las conspiraciones que pasan por la mente de nuestros dilectos funcionarios: “el primer error es el que cuenta: lo demás son consecuencias”.

El problema de los enfoques conspirativos –el primer error- es que se pierden en su laberinto. En lugar de avanzar el proyecto gubernamental, éste acaba paralizado en el “quién me hizo esto”, haciendo imposible resolver la situación. La pregunta que el gobierno debería estarse haciendo es “¿qué hicimos mal?”, pues esa manera de enfocar el problema conlleva respuestas concretas y la posibilidad de resolverlo. En la medida en que el gobierno persista en su búsqueda de “los malos” y en la necedad de seguir haciendo lo que ya probó que no funciona, su situación, y con ello inexorablemente la del país, seguirá el inevitable curso de sistemático deterioro.

En un discurso días antes de su asesinato, Robert Kennedy expuso una idea que parece pensada para México hoy: “algunos buscan chivos expiatorios, otros conspiraciones, pero una cosa es clara: la violencia produce violencia, la represión genera represalias y sólo una limpieza del conjunto del cuerpo social podrá remover esta enfermedad de nuestra alma”. Ese es el verdadero tema de México: la urgencia de construir una nueva plataforma para su desarrollo, algo que no depende de más reformas legales, más controles, cambios presupuestales o chivos expiatorios, sino de una visión transformativa apropiada al siglo XXI.

El país padece toda clase de males, pero el principal es la ausencia de un sentido de dirección y un gobierno diestro y comprometido para encabezarlo. Esa ausencia, que es reflejo de un sistema de gobierno enclenque y poco profesional, crea un entorno de “río revuelto” en el que prosperan y lucran los intereses y grupos más extremistas, se envalentonan los revoltosos de cualquier color y se inhibe la inversión y, por lo tanto la generación de riqueza y empleos. Todo ello mina los proyectos gubernamentales y pospone, si no es que nulifica, el potencial de crecimiento económico.

Así, un gobierno que apostó a que su mera presencia transformaría al país se está encontrando con que todo el sistema tiene pies de barro. Esta realidad arroja dos posibilidades: una, comenzar a corregir los problemas que padece el país y que ahora han tenido el efecto de paralizar al gobierno; o, la otra, seguir buscando culpables, lo que llevaría a escenarios crecientemente más peligrosos y riesgosos para la estabilidad y viabilidad del país en su conjunto.

Evidentemente es imposible resolver problemas ancestrales que este gobierno, y todos los anteriores, heredaron de nuestra historia. Lo que sí es posible es cambiar la tónica, encabezar procesos transformativos y probarle a la ciudadanía que existe un futuro no sólo promisorio sino enteramente posible. El problema para el gobierno es que un enfoque de esta naturaleza implicaría un cambio radical de su proyecto inicial.

El gobierno tomó al país por sorpresa con su iniciativa de reformas y la capacidad para procesarlas en el entorno legislativo. Lo que no hizo fue reconocer que estamos en el siglo XXI, en el contexto de la globalización y en medio de una inmensa crisis de seguridad. Solo adoptando las reglas inherentes a la era de la globalización podrá el gobierno comenzar a cambiar el curso del país y, al mismo tiempo, dejar un legado duradero. La única forma en que el gobierno podrá romper el círculo vicioso en que se encuentra reside en convertirse en el paladín del Estado de derecho, prácticamente lo opuesto que animó su proyecto al inicio.

www.cidac.org

@lrubiof

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

 

Un TLC para la política mexicana

América Economía – Luis Rubio

Más allá de su (enorme) impacto económico, la verdadera trascendencia del TLC fue su carácter excepcional en la vida pública mexicana. El TLC resolvió la principal fuente de incertidumbre que impedía que fluyera la inversión privada. Pero su excepcionalidad radica en que el gobierno aceptó límites a su capacidad de acción frente a esos inversionistas y en eso alteró una de las características medulares del llamado “sistema”. Me pregunto si sería posible ir al siguiente paso: construir un mecanismo que limite la capacidad de acción del gobierno –y, por lo tanto, la principal fuente de arbitrariedad que actualmente existe, en realidad o en potencia, frente a la ciudadanía-, pero en el mundo político.

En su origen, y en su concepción original, el objetivo al iniciar la negociación del acuerdo comercial norteamericano era la creación de un mecanismo que le confiriera certidumbre de largo plazo al inversionista. El contexto en que ese objetivo se procuraba es importante: México venía de una etapa de inestabilidad financiera, altos niveles de inflación, la expropiación de los bancos y, en general, un régimen de inversión que repudiaba la inversión del exterior y pretendía regular y limitar la inversión privada en general. Aunque se habían cambiado los reglamentos al respecto, la inversión que, de manera natural se caracteriza por su aversión al riesgo, no mostraba disposición a volcarse hacia el país como pretendía el gobierno del momento. El TLC acabó siendo el reconocimiento factual de que se tenía que dar un paso mucho más audaz para poder atraer esa inversión.

Me pregunto si sería posible ir al siguiente paso: construir un mecanismo que limite la capacidad de acción del gobierno –y, por lo tanto, la principal fuente de arbitrariedad que actualmente existe, en realidad o en potencia, frente a la ciudadanía-, pero en el mundo político.

Al final del día, la respuesta gubernamental constituyó un hito en nuestra vida política porque el TLC entraña un conjunto de “disciplinas” (como las llaman los negociadores) que no son otra cosa que impedimentos a que un gobierno actúe como le dé la gana. La aceptación de ese conjunto de disciplinas implica la decisión de auto-limitarse, es decir, de aceptar que hay reglas del juego y que hay un severo costo en caso de violarlas. En una palabra, el gobierno cedió poder en aras de ganar credibilidad, en ese caso frente a la inversión. Y esa cesión de poder le permitió al país generar un enorme motor de crecimiento en la forma de inversión extranjera y exportaciones. Sin esa cesión, el país habría venido dando tumbos los últimos veinte años.

Más allá de los desafíos económicos y políticos que hoy enfrenta el país (que no son pocos ni sencillos), seguimos enfrentando un reto fundamental en la política y éste no es distinto, en un plano conceptual, al que existía cuando se decidió aceptar esas disciplinas económicas y comerciales. En la medida en que el gobernante puede decir sí o no en función de sus propios cálculos personales, políticos o partidistas, sin preocupación de que esa decisión pudiera violar la ley, la legalidad es irrelevante. Esa circunstancia es la que nos hace un país dependiente de un solo hombre (lo que se reproduce a nivel estatal) y, por lo tanto, impide que se consoliden acuerdos, planes, proyectos o carreras, pues todo se limita al tiempo de un sexenio.

Lo que algún cínico llamó el “sistema métrico sexenal” es una realidad nacional que ni los gobiernos panistas alteraron. La propensión a reinventar el mundo y a negarle valía a lo existente cada que entra un nuevo gobernante tiene consecuencias en todos los ámbitos. Por ejemplo, no existen planes maestros para el desarrollo de ciudades; la inversión –igual pública que privada- se concibe para plazos cortos; los pactos y acuerdos entre partidos se entienden como asuntos personales, no institucionales; las decisiones en materia de permisos y nombramientos se hacen por preferencias amistosas; no existe una política de Estado en asuntos elementales como educación, salud, lucha contra la pobreza, política exterior.

El punto es que cada gobierno se siente dueño del país y no ve su gestión como parte de un proceso de desarrollo de largo plazo. Por supuesto, cada gobernante cree que sus proyectos perdurarán y que él en lo personal se unirá a las filas de los líderes de la Independencia y Benito Juárez y que su nombre pasará a la historia como uno de los grandes constructores de la patria. Pocos reparan en el hecho de que eso no es frecuente y menos en que esa forma de ser del país impide que crezcan y se consoliden instituciones independientes, conlleva a dependencias perniciosas y limita el propio potencial de éxito del gobernante en turno.

Hay una razón por la cual algunas naciones logran acceder al desarrollo y esa tiene menos que ver con las tasas de crecimiento de la economía que con la fortaleza de las instituciones que hacen posible ese crecimiento en el largo plazo. Un gobernante que pretenda trascender lograría mucho más cediendo facultades y poder en aras de ir consolidando un sistema institucional (en lugar de uno personal como fue la historia del PRI) que con grandes proyectos que no son otra cosa que la reinvención de la rueda.

Lo que naciones como Chile y Corea, entre otras, han logrado es instaurar al Estado de derecho como su institución primordial. Cada uno de esos países siguió su propio proceso pero, en el corazón del asunto, el común denominador, fue la aceptación del gobernante de auto-limitarse. Ese paso crucial, que ocurrió en el caso del TLC en un ámbito específico, es el ejemplo más palpable del reto que el país tiene frente a sí. El país pasará a las ligas mayores el día en que se dé ese paso. Hasta ese momento, todo será una mera cascarita.

 

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/un-tlc-para-la-politica-mexicana

Un TLC para la política*

Luis Rubio

 

Más allá de su (enorme) impacto económico, la verdadera trascendencia del TLC fue su carácter excepcional en la vida pública mexicana. El TLC resolvió la principal fuente de incertidumbre que impedía que fluyera la inversión privada. Pero su excepcionalidad radica en que el gobierno aceptó límites a su capacidad de acción frente a esos inversionistas y en eso alteró una de las características medulares del llamado “sistema”. Me pregunto si sería posible ir al siguiente paso: construir un mecanismo que limite la capacidad de acción del gobierno –y, por lo tanto, la principal fuente de arbitrariedad que actualmente existe, en realidad o en potencia, frente a la ciudadanía- pero en el mundo político.

En su origen, y en su concepción original, el objetivo al iniciar la negociación del acuerdo comercial norteamericano era la creación de un mecanismo que le confiriera certidumbre de largo plazo al inversionista. El contexto en que ese objetivo se procuraba es importante: México venía de una etapa de inestabilidad financiera, altos niveles de inflación, la expropiación de los bancos y, en general, un régimen de inversión que repudiaba la inversión del exterior y pretendía regular y limitar la inversión privada en general. Aunque se habían cambiado los reglamentos al respecto, la inversión que, de manera natural se caracteriza por su aversión al riesgo, no mostraba disposición a volcarse hacia el país como pretendía el gobierno del momento. El TLC acabó siendo el reconocimiento factual de que se tenía que dar un paso mucho más audaz para poder atraer esa inversión.

Al final del día, la respuesta gubernamental constituyó un hito en nuestra vida política porque el TLC entraña un conjunto de “disciplinas” (como las llaman los negociadores) que no son otra cosa que impedimentos a que un gobierno actúe como le dé la gana. La aceptación de ese conjunto de disciplinas implica la decisión de auto-limitarse, es decir, de aceptar que hay reglas del juego y que hay un severo costo en caso de violarlas. En una palabra, el gobierno cedió poder en aras de ganar credibilidad, en ese caso frente a la inversión. Y esa cesión de poder le permitió al país generar un enorme motor de crecimiento en la forma de inversión extranjera y exportaciones. Sin esa cesión, el país habría venido dando tumbos los últimos veinte años.

Más allá de los desafíos económicos y políticos que hoy enfrenta el país (que no son pocos ni sencillos), seguimos enfrentando un reto fundamental en la política y éste no es distinto, en un plano conceptual, al que existía cuando se decidió aceptar esas disciplinas económicas y comerciales. En la medida en que el gobernante puede decir sí o no en función de sus propios cálculos personales, políticos o partidistas, sin preocupación de que esa decisión pudiera violar la ley, la legalidad es irrelevante. Esa circunstancia es la que nos hace un país dependiente de un solo hombre (lo que se reproduce a nivel estatal) y, por lo tanto, impide que se consoliden acuerdos, planes, proyectos o carreras, pues todo se limita al tiempo de un sexenio.

Lo que algún cínico llamó el “sistema métrico sexenal” es una realidad nacional que ni los gobiernos panistas alteraron. La propensión a reinventar el mundo y a negarle valía a lo existente cada que entra un nuevo gobernante tiene consecuencias en todos los ámbitos. Por ejemplo, no existen planes maestros para el desarrollo de ciudades; la inversión –igual pública que privada- se concibe para plazos cortos; los pactos y acuerdos entre partidos se entienden como asuntos personales, no institucionales; las decisiones en materia de permisos y nombramientos se hacen por preferencias amistosas; no existe una política de Estado en asuntos elementales como educación, salud, lucha contra la pobreza, política exterior.

El punto es que cada gobierno se siente dueño del país y no ve su gestión como parte de un proceso de desarrollo de largo plazo. Por supuesto, cada gobernante cree que sus proyectos perdurarán y que él en lo personal se unirá a las filas de los líderes de la Independencia y Benito Juárez y que su nombre pasará a la historia como uno de los grandes constructores de la patria. Pocos reparan en el hecho de que eso no es frecuente y menos en que esa forma de ser del país impide que crezcan y se consoliden instituciones independientes, conlleva a dependencias perniciosas y limita el propio potencial de éxito del gobernante en turno.

Hay una razón por la cual algunas naciones logran acceder al desarrollo y esa tiene menos que ver con las tasas de crecimiento de la economía que con la fortaleza de las instituciones que hacen posible ese crecimiento en el largo plazo. Un gobernante que pretenda trascender lograría mucho más cediendo facultades y poder en aras de ir consolidando un sistema institucional (en lugar de uno personal como fue la historia del PRI) que con grandes proyectos que no son otra cosa que la reinvención de la rueda.

Lo que naciones como Chile y Corea, entre otras, han logrado es instaurar al Estado de derecho como su institución primordial. Cada uno de esos países siguió su propio proceso pero, en el corazón del asunto, el común denominador, fue la aceptación del gobernante de auto-limitarse. Ese paso crucial, que ocurrió en el caso del TLC en un ámbito específico, es el ejemplo más palpable del reto que el país tiene frente a sí. El país pasará a las ligas mayores el día en que se dé ese paso. Hasta ese momento, todo será una mera cascarita.

 

*del libro  Una utopía Mexicana: El Estado de derecho es posible, www.WilsonCenter.org

 

 

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