América Economía – Luis Rubio
La complejidad de nuestra vida política, la violencia y la corrupción, pero sobre todo la ausencia de un debate real sobre los problemas nacionales, ha generado mil y un diagnósticos sobre la naturaleza de nuestros dilemas. Parecería obvio que nuestro problema de esencia no es la corrupción, la violencia o la criminalidad, sino la ausencia de un sistema de gobierno funcional: es decir, los tres niveles de gobierno y los tres poderes públicos. Este no es un asunto de culpas, de buenos o malos, sino de esencia. La pregunta es cómo va a gobernarse México.
Gobernar es la suma de liderazgo y estructura. Implica reglas del juego y límites al poder, imponer de manera pareja las reglas del juego al todo, sin miramiento. Asumir la ley como una obligación, no como una facultad discrecional. Nada de negociar las reformas una vez aprobadas. Reconocer que ninguna reforma va a ser exitosa si no se avanza en el terreno de la legalidad. Por eso, gobernar es cumplir con la ley y hacer que todos los demás la cumplan, sin excepción. Esta no es una característica típica priista pero es lo que el país requiere.
Antes parecía imposible cambiar la ley; hoy las reformas parecen fáciles. Pero solo serán realidad cuando se implementen, es decir, cuando se gobierne. Todo el resto es ficción.
Una cosa es gobernar, o sea hacer que la vida cotidiana sea posible sin exabruptos, y otra cosa es crear las condiciones para que esa vida sea mejor. Lo primero requiere instituciones y estructuras permanentes que funcionen al margen de cada administración. Así debería ser el tema de seguridad y de justicia, la regulación económica y la hacienda pública. Lo segundo exige un gran liderazgo para mejorar la realidad cotidiana. El presidente Peña fue un mago en este segundo proceso, logrando modificar el marco regulatorio de una manera prodigiosa. Ahora viene la chamba de gobernar, lo que implica alterar el statu quo, remover intereses creados y hacer realidad el nuevo marco normativo. Algo de esto es inmediato, parte toma tiempo, pero todo requiere un enorme liderazgo presidencial. El presidente Peña ha sido excepcional en la aprobación de las reformas; ahora falta que su implementación sea igualmente exitosa. Una cosa es liderazgo, otra es gobernar.
Desde esta perspectiva, no hay solución mágica para nuestros males, pero ninguno de ellos puede ser resuelto sin un gobierno funcional. Dicho en otras palabras, se pueden aprobar todas las reformas que uno quiera, pero si éstas no se pueden implementar, el país va a seguir igual. Esta no es una crítica al gobierno actual ni a ninguno en lo particular. Antes se podía impone un cambio; ahora, sin estructuras autoritarias, eso es imposible. En este sentido, falta la reforma más importante: la del gobierno, la del poder.
Más allá de filosofías de gobierno y preferencias en materia de políticas públicas, lo esencial de un gobierno no es, o no debería ser, lo que cambia de una administración a otra, sino lo que permanece, es decir, las instituciones básicas del Estado. Entre éstas están las policías, el poder judicial, la capacidad de regulación. Es decir, la esencia de lo que es gobernar.
En México hemos confundido las reformas estructurales que se requieren para que los diversos componentes de la economía y la sociedad tengan viabilidad, con el funcionamiento de las cosas cotidianas, incluyendo a esas reformas. Se trata de dos asuntos distintos: uno es cambiar lo que no funciona, el otro es crear condiciones para que todo funcione. Por ejemplo, una cosa es que exista una estructura adecuada para que la población esté segura y otra muy distinta es que se reformen las policías para reforzar o mejorar esa seguridad. Se ha discutido mucho sobre las reformas pero muy poco de cómo se van a implementar. Los cambios no pasan solos.
Mientras que la constitución encarna un robusto marco legal que refleja las distintas aspiraciones de las cambiantes fuerzas y coaliciones políticas a lo largo del tiempo, no ha habido similar énfasis en la construcción de capacidad de Estado, esa que permitiría gobernar. Hoy es obvio que lo que se suponía era un gobierno muy institucional en el viejo sistema no era más que una estructura autoritaria. La capacidad de gobernar era producto de control que se ejercía a través de la amenaza implícita, el PRI y la cooptación. Una vez que esos mecanismos comenzaron a debilitarse, el sistema resultó -como el rey con sus ropajes del cuento- ser más autoritario que institucional. David Konzevik resume el dilema de una manera excepcional: “el arte de gobernar en una dictadura es el arte de manejar el miedo; el arte de gobernar en una democracia es el arte de manejar las expectativas”.
Un gobierno exitoso en esta era requiere, ante todo, ser funcional. John Stuart Mill lo dijo en su brillante manera: “El progreso incluye al orden, pero el orden no incluye al progreso”. El sistema fue bueno para el orden pero, en las últimas décadas, malo para el progreso. Si México quiere progresar tendrá que llevar a cabo una reforma del sistema de gobierno que, en su esencia, es una reforma del poder. Sin eso no habrá orden ni progreso que, por sonar porfiriano, no deja de ser cierto.
Héctor Aquilar Camín afirma que “el tiempo de maduración que necesitan (las reformas)… rebasa con mucho los tiempos y tribulaciones del actual gobierno”. Obviamente tiene razón; pero también, esa puede una excusa singular para justificar que no se tomen las difíciles decisiones de implementación que entraña alterar el statu quo.
Antes parecía imposible cambiar la ley; hoy las reformas parecen fáciles. Pero solo serán realidad cuando se implementen, es decir, cuando se gobierne. Todo el resto es ficción.