América Economía – Luis Rubio
En la vida pública, dicen los políticos, no hay nada más importante que el timing. Una misma acción puede tener efectos dramáticamente distintos, dependiendo del momento en que se emprenden. Eso no le hubiera sorprendido a San Agustín, quien desde el siglo V había afirmado que “el tiempo es presente en tres facetas: el presente como lo experimentamos; el pasado como memoria presente; y el futuro como expectativa presente”. El problema de nuestra era es que esos tres momentos se han comprimido, convirtiendo al famoso “timing” en la variable más importante de la administración económica, si no es que, de facto, la única relevante.
Se dice fácil, pero lo toral del mundo de hoy es el tiempo en nuestros tiempos. Antes, el tiempo era una variable inexistente en las políticas económicas que por décadas aconsejaron el FMI y una pléyade de economistas. La lógica en esa era era simple y llana, pero también estática porque así lo permitía un mundo que cambiaba relativamente poco y no con celeridad: se podía pasar de un punto de equilibrio a otro siguiendo un recetario conocido. Eso es lo que intentó el gobierno con los resultados que están a la vista. Antes, la política económica seguía un recetario conocido y, por lo tanto, el que una reforma tomara más o menos tiempo en madurar era irrelevante. Hoy eso ya no existe.
A no ser que el desempeño económico cambie súbitamente, lo que el gobierno no puede hacer es pretender que el tiempo no importa y que estará eternamente protegido de la presión social.
En el mundo de la globalización y, sobre todo, de las expectativas crecientes, el tiempo ya no es solo importante: es lo único que importa. Dice David Konzevik que “las expectativas van por el elevador y el nivel de vida por la escalera” y esa incongruencia tiene profundas implicaciones políticas, mismas que explican en buena medida la desazón que aqueja al país en la actualidad. El tiempo no es importante: es todo.
En este contexto, es una ingenuidad creer que, en términos políticos y de credibilidad, los resultados pueden esperar sin que la gente vaya viendo progresos palpables, no en las cifras macro económicas sino, como dijo Perón, “en el órgano más sensible del cuerpo humano: el bolsillo”. En este mundo, la única forma de hacer compatible el contraste entre la velocidad en que crecen las expectativas y la realidad cotidiana es con un liderazgo capaz de mantener la esperanza, eso que no hay hoy.
La noción de que no importa el tiempo, que éste es un recurso infinito y que las cosas se resuelven solas es muy atractiva, pero falaz y constituye un entorno fenomenal para liderazgos disruptivos que prometen soluciones milagrosas que jamás podrían satisfacer.
El problema del tiempo se complica aún más con otro cambio que está revolucionando nuestra realidad: todo se sabe de manera instantánea. La combinación de la ubicuidad de información con un desempeño tan pobre de la economía y alto desempleo indigna a la población, haciendo que otros males se vuelvan cruciales: así es como la corrupción se ha tornado en un factor revolucionario que, a su vez, le da un golpe letal a la clase política tradicional. Baste observar el contraste en las respuestas de Brasil y Chile frente a México: independientemente de si lo han hecho bien o mal, allá tuvieron que responder; aquí el gobierno cree que un resultado no muy malo en los próximos comicios lo saca del hoyo.
La paradoja es que, en tanto que la clase política podría responder ante reclamos comunes (educación, transporte, salud), le es prácticamente imposible eliminar la corrupción, porque ésta constituye el oxígeno de su actividad. Peor, la presión que ejerce la sociedad, sobre todo a través de las redes sociales, crece no de manera lineal sino exponencial. Igualmente exponencial es la presión por mejorar los niveles de vida de las mayorías que deciden las elecciones, por lo que el argumento de que se puede esperar hasta que las cosas maduren es ilusorio. La única verdad es la realidad de hoy. Es a ese reto que el gobierno tiene que responder.
La gran ventaja, así sea efímera y poco edificante, con que cuentan los políticos mexicanos respecto a los de Brasil y Chile, es que México es un país infinitamente menos democrático que aquellos. Si los políticos mexicanos comprendieran este factor y, sobre todo, el hecho de, por más que lo quisieran, que este no es infinito o inamovible, podrían convertirlo en un instrumento transformador. Mientras que las sociedades brasileña y chilena han acorralado, cada una a su manera, a sus respectivos gobiernos, forzándolos a responder, en México nada ha pasado. Su oportunidad reside en anticiparse a esa demanda.
El gobierno se paralizó ante los sucesos de septiembre, más por su propia incapacidad de respuesta y su expectativa de que el resultado electoral lo reivindicará y liberará del escarnio social, que de la probabilidad de que los casos de corrupción lo pudieran tumbar, algo no inconcebible en nuestros vecinos sureños. Aquí es evidente que, por más que las elecciones sean libres y los votos se cuenten, persiste una enorme distancia entre la sociedad y el gobierno. Es decir, por más que haya corrupción, el riesgo de que un político de las primeras líneas pierda su empleo es irrisorio.
El tiempo en nuestros tiempos acabará dando al traste a ese privilegio, que tarde o temprano desaparecerá, circunstancia que le confiere la enorme oportunidad de anticiparse. A no ser que el desempeño económico cambie súbitamente, lo que el gobierno no puede hacer es pretender que el tiempo no importa y que estará eternamente protegido de la presión social. Nunca han sido más importantes el liderazgo y la esperanza.