Archivo del Autor: Luis Rubio

Al diablo con la educación

 Luis Rubio

“El objetivo es proteger al sindicato, defender sus prebendas y garantizar la fuente de apoyo que los maestros representan para los procesos electorales”. No se si eso lo admitiría algún estratega priista, pero esa ha sido la estrategia del gobierno mexicano respecto al sindicato de maestros desde tiempos ancestrales. La educación en el país fue concebida como un instrumento de control de la población y el sindicato se convirtió en un medio útil para lograr y preservar la hegemonía ideológica que el “sistema” añoraba. El niño, el supuesto beneficiario de la educación (gratuita, laica y secular según la mitología priista), era secundario en la escala de prioridades. Lo mismo es cierto del sindicato: como el “idiota útil” de la literatura política soviética, lo que importaba era el control no el resultado. Hoy, casi un siglo después, es posible apreciar el costo de semejante irresponsabilidad.

Para nadie que haya visto la historia de la educación en el país, desde los debates en el constituyente sobre el artículo tercero hasta la educación socialista de Cárdenas, será sorpresa que el alumno prototípico mexicano obtenga menos de uno en promedio en la prueba de PISA, la menor calificación de todos los países que participan en esa evaluación. En lugar de abocarse al niño, quien uno supondría es el sujeto a tutelar, el sistema político lleva casi un siglo dedicado a mantener quieta, controlada y subordinada a la población. El problema es que el mundo de hoy no tolera esa realidad: la economía no sabe cómo lidiar con súbditos inútiles en lugar de personas creativas, susceptibles de contribuir al desarrollo de una economía moderna.

La reforma educativa, con todas sus imperfecciones, al menos intentaba enfocar el problema educativo que caracteriza al país. Sea por el temor a ser reprobados en la evaluación o por la corrupción de sus líderes, tanto la CNTE como el SNTE defienden un esquema educativo que implica mantener un statu quo que sólo sirve a esos líderes: no le ayuda a la niñez, no contribuye al desarrollo del país y atenta contra la estabilidad política. Es decir, el sistema educativo creado para mantener la estabilidad y el reino priista ad hominem ha caído en el lado contrario: ahora el riesgo de que la educación haga imposible el desarrollo (y la estabilidad) es real.

Lo deseable, lo racional, sería aceptar que la solución “histórica” (el corporativismo orientado al control en vez de al desarrollo) no funciona y se ha convertido en un problema inmanejable. La racionalidad política e ideológica que caracteriza a la política educativa del régimen –control y subordinación- atenta contra el desarrollo tecnológico, promueve la pobreza y preserva el subdesarrollo. Esto que parece tan obvio sigue siendo anatema para la mayor parte del mundo político de hoy. Sin embargo, hasta que esa visión corporativista desaparezca, el país seguirá sumido en sus círculos viciosos. El problema es de esencia: se reconoce que lo existente no enseña a pensar, la clave del desarrollo, o seguimos avanzando hacia el subdesarrollo.

Aunque quizá exacerbado en México, el problema no es exclusivamente nuestro. Innumerables países enfrentan el mismo desafío: convertir a la educación en un factor clave, positivo, para el desarrollo económico. Todas las evaluaciones del sistema educativo actual muestran una absoluta incompetencia y los exámenes revelan un fracaso sistemático que afecta primordialmente a la población  más vulnerable: a los pobres. En lugar de que la educación funcione como un medio transformador que le abre oportunidades de desarrollo a los niños, ésta preserva la pobreza y los círculos viciosos que nos caracterizan.

La pregunta relevante es qué o quién debe colocarse en el corazón del sistema educativo. Por casi un siglo, los dos factótums de la educación en México han sido el sindicato de maestros y la burocracia de la SEP. El sistema nunca fue diseñado ni pretende educar a los niños. Me pregunto si no es tiempo de comenzar por ahí: por colocar al niño en el centro de la ecuación.

Hacer eso implicaría alterar toda la mitología de la educación, comenzando por la educación pública. En África y Asia se observan interesantes experimentos de empresas dedicadas a la educación que han logrado al menos un proceso educativo consistente y transparente que arroja resultados cada vez mejores. No propongo acabar con la educación pública pero sí promover y favorecer el crecimiento de ese ogro, la escuela privada, como medio para generar competencia y disrupción en, quizá, el último bastión del control gubernamental casi absoluto.

La educación privada ha sido un reino exclusivo de la población con amplios recursos, pero en Asia y África su crecimiento más grande es entre los más pobres, donde se observan innovaciones por demás exitosas. La mejor prueba de que esto es viable es que prácticamente no hay familia en México que no prefiera la educación privada para sus hijos cuando tiene posibilidad de pagarla. Un mecanismo de vales para financiarla permitiría no sólo forzar a los maestros sindicalizados a “ponerse las pilas” sino que también –sobre todo- le abriría opciones a los mexicanos más necesitados –y, en términos educativos, rezagados.

El problema de la educación no es presupuestal sino político. Es tiempo de abandonar el objetivo de mantener ignorante a la población y la respuesta yace en la competencia que sólo puede provenir de empresas dedicadas a la educación.

 

www.cidac.org

@lrubiof

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

 

 

¿Crecimiento?

Luis Rubio

Prácticamente no hay discurso gubernamental o documento relevante en el que el crecimiento de la economía no aparezca como un objetivo central. El crecimiento económico es como un elixir de la felicidad porque disminuye tensiones, resuelve problemas y facilita la vida cotidiana, además de que genera riqueza, empleos y oportunidades. No es casualidad que todo mundo quiera lograrlo. El problema es que, como hemos visto en las últimas décadas, no es fácil alcanzarlo. Se han probado diversas estrategias, algunas más exitosas que otras, pero es claro que no se ha logrado una tasa elevada y sostenida en el tiempo.

Aunque hay muchas explicaciones sobre lo que falta, es bastante claro lo que sí existe o se requiere. Por ejemplo, nadie –o nadie razonable- duda que la productividad sea un factor central, al igual que la inversión; tampoco está en disputa que el TLC constituye un mecanismo clave para atraer inversión, elevar exportaciones y resolver problemas de balanza de pagos. También es claro que ninguno de estos factores es suficiente y, más importante, que no toda la población se ha beneficiado por igual.

Un contraste quizá explique la principal carencia: en 1997 el mundo se despertó con la noticia de que la región del mundo de mayor crecimiento, el sudeste asiático, estaba en crisis: devaluaciones, caída súbita de ingresos, subidas de precios, pérdida de valor, o sea, todos los elementos que los mexicanos habíamos vivido numerosas veces, pero desconocidos en esa región. Pronto, sin embargo, se notaron las diferencias. Corea, por ejemplo, de inmediato comprendió que el problema había sido demasiada inversión en infraestructura y casi nulo crecimiento de la productividad, lo que le llevó a un viraje en su estrategia, pronto retornando al crecimiento sostenido, convirtiendo a su población en una de las de más rápido ascenso en ingreso per cápita. ¿Por qué no hemos logrado algo similar nosotros?

En su estudio del crecimiento de la economía estadunidense, Robert Higgs* dice que hay tres tipos de capital: material, humano e intelectual. “En el largo plazo, es imposible construir el acervo de un tipo de capital sin construir los otros también… De nada sirve contar con las máquinas más sofisticadas sin gente sofisticada e ingeniosa para operarlas… En el entendimiento de estas interdependencias reside la posibilidad del crecimiento económico. Es común reconocer que la construcción de fábricas constituye una inversión, pero no siempre se comprende que la obtención de educación, la compra de mejor salud y la búsqueda de conocimiento útil también son inversiones. La tasa de retorno de la inversión en un tipo de capital no depende exclusivamente del acervo existente, sino también de la disponibilidad de los otros tipos de capital.”

O sea, se requiere productividad pero para que ésta se logre, es indispensable inversión los tres tipos de capital: material, humano e intelectual. Hernando de Soto agrega otro componente: según él, lo que distingue a los países desarrollados de lo que no lo son es la existencia de un régimen transparente de propiedad. Aunque su libro se intitula “El misterio del capital”, en realidad no hay tanto misterio. El gran problema es encontrar la forma en que todos los ingredientes que hacen posible el crecimiento estén presentes simultáneamente para que éste ocurra.

Así, aunque no es casualidad que el discurso político del último medio siglo esté saturado de promesas de crecimiento -lo que demuestra la comprensión de su importancia- tampoco es casualidad que el actuar gubernamental revele una cabal incomprensión de la naturaleza del fenómeno del crecimiento o, de plano, una ausencia de voluntad o capacidad para hacerlo posible.

Es obvio que no han faltado intentos por resolver los diversos componentes de la ecuación del crecimiento, pero el hecho tangible es que éste no se alcanza y parte de la razón, me parece a mí, es que no se ha comprendido el elemento de interdependencia de que habla Higgs: tienen que estar presentes los diversos ingredientes; ninguno es suficiente en sí mismo. El caso de Corea es sugerente: mientras que allá se analizan los requerimientos que deberá tener la currícula académica en cincuenta años, aquí seguimos atorados en un conflicto sindical y burocrático del siglo pasado,  aparentemente insoluble. Corea ha estado atacando todos los componentes del crecimiento, avanzando en cada frente de la mejor manera. La educación es quizá lo más notorio, pero su transformación en materia institucional y legal es imponente; sobre todo, demuestra una comprensión cabal de la centralidad de la confianza y los diversos tipos de capital en el crecimiento.

En su propuesta de presupuesto “base cero” el gobierno abrió una oportunidad inusitada. Aunque es imposible alterar toda la lógica de un presupuesto gubernamental en unos cuantos meses (y es imposible hacerlo en el contexto de la sucesión presidencial que inexorablemente domina el panorama nacional en este momento), es imperativo iniciar una discusión sensata al respecto. Parte de nuestro problema es cómo se usan los dineros públicos y si sirven para promover inversiones en los tres tipos de capital que se requieren para el crecimiento. Otra parte tiene que ver con los problemas del poder que yacen detrás de la falta de definición de los derechos de propiedad. Ninguno de estos asuntos es simple o fácil de resolver, pero todos deberíamos tomar en serio la oportunidad de debatirlo porque sólo así se podría comenzar a atacar sus causas.

*The Transformation of the American Economy: 1865-1914

 

www.cidac.org

@lrubiof

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

Volver al pasado

Luis Rubio

 

Decía Borges que “todo está determinado, pero debemos tener la ilusión de que existe el libre albedrío y que lo que suceda en la historia es consecuencia de lo que sucedió antes.” La ilusión de recrear un pasado idílico es tentadora porque permite desafiar la noción, brillantemente derruida en las coplas de Manrique, de que el pasado fue mejor.

En materia de seguridad y de drogas, los últimos años no han sido buenos para el país, ahora bajo la lupa de organismos internacionales de derechos humanos. Miles de muertos, extorsionados, secuestrados y un gran encono social son apenas las manifestaciones más obvias de un periodo que nadie quisiera repetir. Algunas administraciones desdeñaron el problema, otros lo asumieron como desafío personal. Aunque las causas distantes son bastante claras (un enorme mercado, grandes utilidades, gran capacidad de corrupción), no existe similar unidad de diagnóstico sobre el deterioro de la seguridad o sobre las posibles soluciones. Ni siquiera hay un reconocimiento de que éste ya no es el país de Pedro Infante o, más al punto, que el país no cuenta con policías modernas, capaces de enfrentar la problemática inherente al siglo XXI.

Lo patente hoy son extremos tanto de visión como de acción. Felipe Calderón dedicó su administración a combatir el crimen organizado. Su predecesor básicamente pretendió que no existía un problema y su sucesor considera que fortaleciendo la imagen de la presidencia el problema desaparece. Ahora viene otra corriente: la que dice que el problema no es nuestro sino de quienes consumen las drogas.

Legalizamos las drogas, permitimos que estas transiten hacia su destino final (EUA) y dedicamos el presupuesto hoy destinado a la seguridad a promover causas sociales y el crecimiento de la economía. O sea, redefinimos la realidad, ajustándola a nuestras preferencias. El supuesto implícito de esta perspectiva es que si el gobierno deja de confrontar a los narcos, estos se van a abocar a su negocio –el transporte de drogas- volviendo a la paz y tranquilidad de antaño: la vida se torna feliz.

El problema de esta romántica visión es que no tiene sustento alguno en la realidad. Hay dos razones para pensarlo así. Primero la razón por la que en el pasado las drogas fluían hacia el norte sin mayor impacto negativo ya no existe en la actualidad. En esa era los narcos eran colombianos y su único interés era mover su mercancía hacia el mercado final. No teniendo arraigo local, utilizaban los medios y geografía que más conveniente fuera a su negocio: igual el Caribe que México o Canadá. Contrataban a algunos mexicanos (presumiblemente muchos de los que luego se hicieron cargo del negocio), pero México no era más que un punto de paso en sus líneas de suministro. El dinero del narco corrompía a diversas autoridades pero eso no era algo excepcional en un sistema político cuyo instrumento para forjar lealtades era precisamente el dinero.

Mucho más importante en el esquema de antaño era la enorme fortaleza del sistema político centralizado y autoritario, jerárquico y vertical cuyo peso era suficiente para mantener a los narcos a raya. El gobierno federal toleraba (¿promovía?) a los narcos por dos razones: porque no se entrometían ni afectaban la política interna; y porque el narco aportaba una fuente adicional de ganancias para la familia revolucionaria. Parecía un matrimonio cuajado en el cielo: todos ganaban y nadie percibía costo alguno.

Ninguna de esas premisas idílicas sigue siendo válida hoy. Para comenzar, el narcotráfico es hoy controlado por mafias mexicanas que tienen arraigo territorial e intereses locales de diversa índole. En eso difícilmente podrían ser más distintos a sus predecesores colombianos. Al mismo tiempo, el contexto en que operan es radicalmente diferente al del pasado: antes era el gobierno quien establecía las reglas y mandaba porque tenía esa capacidad y fortaleza. Hoy tenemos un sistema de gobierno enclenque que difícilmente se mantiene a flote.

¿Qué cambió? Por una parte, el simple crecimiento y diversificación del país acabó por hacer inoperante al viejo sistema político. La capacidad de control e imposición se deterioró a partir de los sesenta y no se construyó un nuevo sistema. El proceso se aceleró con la apertura de la economía y la descentralización del poder que resultó de la alternancia: los instrumentos del inicio del siglo XX resultaron inoperantes ochenta años después. El punto es que el gobierno federal dejó de tener capacidad para controlarlo todo en tanto que los gobiernos locales y estatales nunca desarrollaron capacidades para hacerlo. Ese gran vacío coincidió con cambios en el mundo del crimen organizado, creando el espacio de criminalidad que hoy vivimos.

La única solución verdadera radica en reformar nuestro sistema de gobierno a fin de que se desarrollen capacidades policiacas y judiciales de abajo hacia arriba. Es decir, nuestro problema no es de drogas o criminalidad sino de falta de gobierno. Mientras no aceptemos eso y actuemos en consecuencia, el deterioro seguirá inalterado.

El viejo sistema no tiene posibilidad alguna de resolver el problema actual. La realidad de hoy exige un gobierno dedicado a sus funciones medulares: seguridad para los ciudadanos, servicios para el desarrollo económico y claridad de objetivos. Tal vez éste sea un camino aburrido pero es el único que permitiría construir los cimientos de un país moderno. Todo el resto, hubiera dicho Borges, es mera ilusión.

 

www.cidac.org

@lrubiof

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

 

Explicar y convencer

Luis Rubio

Hay dos teorías sobre la incapacidad del país para romper con sus inercias destructivas. Unos argumentan que el país tiene frenos culturales que se explican por factores antropológicos e históricos que llevan a rechazar un cambio de forma de ser y, por lo tanto, constituyen un impedimento estructural al éxito de las reformas que, desde los ochenta, ha emprendido el país. Una derivada de esta perspectiva es que la informalidad, el rechazo a la competencia y, en general, a la globalización, reflejan una satisfacción con el statu quo y, por lo tanto, un repudio a la esencia de las reformas. En su versión más extrema, esta teoría propone que la clase política quiere mantener a los mexicanos pobres para controlarlos y preservarse en el poder.

La otra teoría enfatiza la ausencia de condiciones para que el país prospere. Entre los argumentos que emplean quienes sustentan esta visión se incluyen: la discrecionalidad de la autoridad, la inseguridad, la ausencia de Estado de derecho y, en general, la falta de reglas claras y cumplibles que guíen el desarrollo del país.

La primera teoría intenta explicar la situación que vive el país, así como la incapacidad para capitalizar los cambios que se han promovido, como resultado de la complejidad que nos caracteriza. Los más analíticos de los proponentes de esta corriente afirman que el mexicano tiene un apego natural a la tradición y que, en todo caso, las reformas no atacan los temas medulares de la realidad nacional, como el hecho de que la abrumadora mayoría de los productores o empresarios son informales, viven en un contexto que les hace imposible competir y prefieren el statu quo a tener que batirse en los mercados con productos importados o vinculándose a exportadores. Para quienes abrigan esta visión, el desarrollo yace en echar para atrás muchas de las reformas, impedir que se generen nuevas fuentes de competencia y facilitarle la vida al empresario pequeño con mecanismos, sobre todo fiscales, que reduzcan la carga y, sobre todo, la burocracia asociada. Un candidato se juega su futuro   con esta visión.

La otra visión abraza la modernidad y la transformación como un hecho y una necesidad para crear riqueza y empleos y procura precisar la naturaleza del fenómeno que ha impedido el éxito cabal de las reformas. De esto último se deriva toda una serie de planteamientos complementarios a las reformas que sería necesario emprender para que éstas finalmente lleguen a buen puerto. Para quienes avanzan esta visión, el TLC norteamericano es un ejemplo perfecto de una estrategia orientada a allanar el camino para acelerar la inversión.

A mí me parece que el caso del TLC también ilustra la razón, o una razón fundamental, por la cual el resto de la economía no ha funcionado. Lo que el TLC logró fue conferirle certeza jurídica a inversionistas que ya tenían una visión integral de la globalización y su dinámica. Es decir, se trata de empresas (grandes y chicas) que entienden la necesidad de elevar su productividad, especializarse en nichos de negocios y actuar de manera estratégica. Tan pronto tuvieron la certeza de que las reglas permanecerían constantes, su decisión de invertir fue instantánea. Con excepción de las empresas que desde hace tiempo están inmersas en  la lógica global, esa no ha sido la respuesta que ha dado la abrumadora mayoría de las empresas mexicanas.

En lugar de buscar explicaciones esotéricas, antropológicas o culturales, me parece evidente que el empresariado nacional tiende a vivir en un entorno de poca competencia, ausencia de información y un permanente desdén por la autoridad que, en general, es bidireccional. En esas condiciones, los empresarios medianos y pequeños han procurado sobrevivir, agarrándose con las uñas de lo que existe en lugar de abrazar las oportunidades (y enorme complejidad) que entraña el mundo de la globalización. Muchas empresas han acabado sucumbiendo ante la competencia, pero muchas más sobreviven en mercados poco productivos pero protegidos de manera directa o indirecta.

Por mucho tiempo he tratado de entender qué es lo que ha generado esa dinámica en el empresariado mexicano. En algunos casos la explicación es simple: la protección genera mayores utilidades (rentas las llaman los economistas), lo que le genera un incentivo obvio al empresario para preservar el statu quo. Mis observaciones a lo largo del tiempo me han convencido que ese caso es relativamente excepcional. Conozco a innumerables empresarios que no gozan de rentas y estarían dispuestos a transformarse si entendieran cuáles son sus opciones.

Un estudio reciente sobre mexicanos deportados de EUA me hizo entender parte del problema: mexicanos que habían sido muy exitosos allá comenzaron a tratar de hacer negocios aquí, solo para encontrarse con que era sumamente difícil, porque todo conspiraba en contra. Uno lo resumió con una frase lapidaria: «allá las reglas son claras y aquí no». Esa diferencia es dramática y resume el desafío: lo que el TLC le resolvió al inversionista del exterior nadie se lo ha resuelto al mexicano.

El mexicano no rechaza la modernidad, los tratados de libre comercio o el cambio. Lo que necesita es un gobierno que en lugar de predicar en el exterior se dedique a crear condiciones para que el país prospere. El empresario mediano y pequeño requiere un gobierno que le informe, le provea medios para que comprenda, le ayude a adecuarse y lo obligue a hacerlo, todo ello con medios idóneos. O sea, reglas claras, iguales para todos.

 

www.cidac.org

@lrubiof

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

 

 

http://www.reforma.com/aplicacioneslibre/preacceso/articulo/default.aspx?id=72853&urlredirect=http://www.reforma.com/aplicaciones/editoriales/editorial.aspx?id=72853
https://www.elsiglodetorreon.com.mx/noticia/1158109.explicar-y-convencer.html

 

 

El reto de la modernidad

Luis Rubio

El momento era único: Nehru, primer ministro de India, observaba el funcionamiento de la bolsa de valores en Londres. Legiones de operadores compraban y vendían acciones siguiendo el procedimiento tradicional: a gritos. Impresionado ante el espectáculo, Nehru alcanzó a decir, en tono despectivo, “se gritan unos a otros y se dicen civilizados”. Años antes, un reportero le preguntó a Gandhi qué opinaba de la civilización occidental, a lo que respondió “creo que sería una buena idea”. El asunto es menos frívolo de lo aparente: ¿qué es la civilización y cómo sabemos si somos parte de ella o cuándo?

Hace pocas semanas escribí sobre algunos contrastes entre España y México. Muchos amables lectores me reclamaron que España vive enormes problemas, elevado desempleo y generalizado desencanto, sugiriendo que no era un modelo relevante. España es sin duda un país en problemas: aunque su economía ha mejorado, tiene una situación económica compleja y ha habido un buen número de casos de corrupción. Lo fácil sería concluir que ese país ya se fregó y que, como tantos otros, falló en su proceso de modernización.

La realidad es otra. España es un país muy distinto a México y no pretendo que constituya un modelo asible o factible para nosotros. Pero observar a otras naciones permite comprender mejor la nuestra. En España las calles están bien pavimentadas, las policías funcionan y la gente paga sus impuestos. Más allá del gobierno del día, los españoles saben que los servicios gubernamentales funcionan porque no dependen del gobierno electo. Esta es una diferencia trascendental: la existencia de una separación entre el gobierno y la burocracia es uno de los factores cruciales en el proceso de civilización. En esto España es una nación que se transformó cabalmente y el contraste con México es inconmensurable.

España se transformó en su cultura y en las actitudes de su gente. Luego de Franco, el país, todo, se liberó y pasó a otra etapa de su historia. Es obvio que han tenido buenos y malos gobiernos y es evidente que muchas cosas no funcionan. Igual, es claro que su gobierno en 2008 erró en su diagnóstico de la naturaleza de la crisis, lo que le llevó a elevar su gasto de manera radical, en lugar de corregir los agregados financieros. Vivir dentro del euro fue una bendición mientras pudieron disfrutar, como afirmaba en su momento el expresidente Felipe González, de tasas de interés alemanas con un estilo de vida mediterráneo. Cuando estalló la crisis pretendieron que era posible seguir igual, con el resultado de posponer el necesario ajuste y acabar donde hoy están.

Sus problemas son producto de dos circunstancias: primero, una serie de malas decisiones en un momento específico, encima de años de desidia en que no se elevó la productividad de su economía, a la vez que se preservaron muchos cotos de caza y fuentes de privilegio. Mientras tanto, la vida cotidiana funcionaba bien gracias a su burocracia profesional, algo que no existe en México ni en la mejor localidad del país. Aquí todo depende de políticos que cambian cada tres o cada seis años y sus humores e intereses particulares.

Segundo, y mucho más importante, los problemas de esencia, esos que trascienden la situación financiera, son desviaciones de la norma. Por ejemplo, la corrupción se persigue y se resuelve. Aquí la corrupción es el alma del mundo político y sólo se persigue cuando ese mundo se ve amenazado. En España las policías, el poder judicial y las funciones gubernamentales básicas operan al margen del gobierno. Esto nos habla de un servicio civil, de una burocracia profesional, que hace posible la civilidad y la civilización. Sus fallas son desviaciones, excepciones, no lo cotidiano.

Mientras que política es por definición cambiante, la burocracia es clave porque es, o debería ser, lo permanente. En Inglaterra los ministerios son encabezados por un profesional, un gerente, por llamarle de alguna manera, que recibe la línea del gobierno en turno para actuar, pero la burocracia como tal no se mezcla con lo político. O sea, no dejan de pavimentarse las calles o mantenerse los sistemas de transporte: los políticos deciden si se construye una nueva línea del metro o un nuevo aeropuerto, pero es la burocracia profesional la que es responsable de que eso ocurra. Esa diferencia es medular. Con todos sus problemas, España es muy distinta a México, porque los españoles han dado ese salto a la civilización que nosotros tememos o estamos indispuestos a dar.

Nuestro reto es monumental, casi como separar al Estado de la Iglesia: es separar la política de la administración cotidiana. Un ejemplo ilustra la diferencia: pensemos en las despensas que reparten algunos gobiernos o los dineros a los adultos mayores, proyectos que son decididos por los políticos, como debe ser. Sin embargo, en un país civilizado, esos programas son administrados por la burocracia profesional, no por esos mismos políticos. La diferencia es obvia: si eso ocurriese en México, más de un partido político desaparecería porque la gente vería esos programas como un derecho con costo y no como una dádiva, un mero intercambio electoral. Es un mundo de diferencia…

Lo más importante de la vida, dijo Cantinflas, es ser “simultáneo y sucesivo al mismo tiempo”. México vive la pretensión de la civilización pero la realidad del subdesarrollo. El día en que el discurso y la realidad sean consecuentes, “simultáneos y sucesivos”, el país será otro.

@lrubiof

 

 

El pacto y el poder

FORBES – Septiembre, 2015

El llamado Pacto por México iba a ser la gran solución para superar años de conflicto y parálisis legislativa. Aunque en ese tiempo se aprobó un gran volumen de legislación y existía un amplio reconocimiento de que el país requería reformas importantes para avanzar su desarrollo, ninguna había modificado la estructura económica de manera sustantiva. El Pacto cumplió un objetivo crucial -aprobar las reformas- y abrió canales que sin duda se traducirán en una mejoría económica significativa, pero no detonó el crecimiento. El argumento gubernamental en el sentido de que las reformas toman tiempo para cuajar e impactar el crecimiento de la economía es no sólo razonable, sino enteramente lógico y legítimo, pero los problemas que ha experimentado el país a partir de que se concluyó la aprobación de las reformas muestran que hay un problema mucho más profundo y trascendente y que el Pacto, más que resolver, ocultó. Ese problema es el de la estructura y distribución del poder.

El Pacto fue una idea genial propuesta por el PRD con el objeto de compartir el costo político de las reformas. Por sus peculiares circunstancias internas -la relación entre AMLO y los líderes del partido- el PRD había quedado secuestrado, fuera de los procesos de negociación partidista, razón por la cual ese partido tenía especial razón de recuperar su presencia política y legislativa. El PAN también se sumó al mecanismo y, con ello, los tres partidos lograron lo que había parecido imposible en la década previa en materia de reformas. A pesar de la lógica de comportarse como estadistas y asumir los costos políticos de las reformas, sigue siendo extraña la decisión del PAN y del PRD de sumarse a un pacto con el PRI, dado que para esos partidos si el resultado de las reformas era extraordinario, ellos no perdían, pero si las cosas acababan siendo menos benignas perdían todo. En cambio, para el PRI el Pacto fue una forma de lograr la aprobación de sus reformas de manera expedita, sin contrapeso en el Congreso y a sabiendas de que si el resultado era bueno, sus bonos subían y, en caso contrario, las pérdidas eran compartidas.

El Pacto cumplió su propósito y el país hoy cuenta con un andamiaje constitucional radicalmente distinto al que existía antes; aunque, dada la forma en que funciona el país, la existencia de leyes no garantiza que éstas se apliquen o que las reformas entren en operación, una vez en los libros, el potencial de cambio es claramente enorme. Pero esta contradicción -entre la realidad en la calle y la que aparece en la constitución- es ilustrativa del problema de fondo que aqueja al país. En Pacto mostró que el problema, a final de cuentas, no radicaba en la facilidad o dificultad para aprobar legislación, sino en la inexistencia de capacidad de gobernar, eso que ahora se llama gobernanza. La pregunta es por qué.

El problema tiene dos dinámicas contrastantes. Por un lado, el país lleva décadas prácticamente sin gobierno. Por esto quiero decir que la capacidad para administrar los bienes públicos, mantener la seguridad de la ciudadanía, resolver los diferendos en materia judicial y, para no olvidarlo, hasta tapar los baches en las calles, es irrisoria. Nuestro sistema de gobierno se organizó para una era distinta, un país muy simple en el que las cosas se podían resolver con actos de autoridad y donde los desencuentros que de manera natural se daban cada cambio de gobierno eran tolerables. Eso hace tiempo dejó de ser cierto, primero, porque la naturaleza de los asuntos que requieren atención es cada vez más compleja y costosa, además de que requiere especialistas; y, segundo, porque, para progresar, el país requiere servicios que funcionen de manera regular, sin los cuales es imposible que las empresas produzcan, compitan y generen riqueza y empleo. Nuestro primer gran déficit es de gobierno, fenómeno que se multiplica a nivel estatal y municipal.

La otra dinámica tiene que ver con el problema del poder. Nuestro sistema de gobierno surgió del movimiento revolucionario de 1910 y tuvo el acierto de sumar a las fuerzas vencedoras dentro del apartado del predecesor del PRI. Sin embargo, en la medida en que el país ha ido transformándose en las últimas décadas, la estructura del poder ha quedado casi intacta. Para que el país progrese tendrá que atender problemas más profundos que el proceso de aprobación legislativa: tendrá que redefinir las relaciones de poder. Ese proceso no va a ser simple ni rápido, pero no por eso deja de ser trascendental.

www.cidac.org

@lrubiof

a quick-translation of this article can be found at www.cidac.org

Productores

Luis Rubio

¿Cuál es el estado actual del capitalismo?

Algo peculiar ocurre en la economía del mundo. La crisis de los últimos años, llamada «la gran recesión», ha alterado los patrones de crecimiento, minado los ingresos de buena parte de la humanidad y puesto en jaque a gobiernos, países y actores económicos en todo el orbe. En este contexto es irónico que, a pesar de la profundidad de la crisis, ningún político serio en el mundo dispute la continuidad del capitalismo. En otra era, algo similar llevó al surgimiento del fascismo. Hoy, sin embargo, los votantes en una nación tras otra han sido consistentes en elegir gobiernos centristas dedicados a enderezar el barco más que a cambiarlo. Lo extraño es que esa consistencia entre los electores no ha venido acompañada de un reconocimiento de los empresarios como generadores de riqueza en la sociedad. Thomas Sowell resume así esta circunstancia: «uno de los signos de nuestro tiempo es que hemos demonizado a los productores, subsidiado a quienes se niegan a producir y canonizado a quienes se quejan de quienes producen».

Los críticos del capitalismo son legendarios. Mucho antes que Marx inaugurara la era del análisis «científico», el Nuevo Testamento ya estaba lleno de críticas a diversos aspectos del funcionamiento de los mercados. En los últimos años, estudiosos y activistas han publicado libros y manifiestos convocando al desmantelamiento de ese sistema económico. Picketty, que goza el peculiar mérito de ser el autor de uno de los libros más vendidos pero menos leídos de la historia (Amazon lo mide a través de su lector electrónico), inició la racha, a la cual ahora se ha sumado un poderoso volumen por parte de Paul Mason intitulado Postcapitalismo, anticipando el fin del capitalismo dada la globalización y la Internet. A pesar de esto, la economía de mercado sigue avanzando sin cesar.

¿Cómo es el empresariado mexicano?

En México la creatividad que evidencian los informales es seña inconfundible de la vitalidad de la labor empresarial en el país. La cantidad de gente que se dedica a actividades creativas por cuenta propia aumenta de manera imparable. Aunque no se dicen empresarios, eso es lo que hacen: compran, venden, crean, agregan valor. Lo más impactante del mercado informal en México es su capacidad de adaptación, la versatilidad de sus respuestas y los servicios que cambian día a día, justo lo que uno esperaría de un mercado dinámico. De igual forma, miles de mexicanos son activos partícipes de la revolución digital en Silicon Valley y muchos más aspiran a serlo. Cada uno en su mundo, estos actores están transformando la vida económica en México y en el mundo. ¿Por qué entonces la baja popularidad del empresariado?

El hecho de que miles o millones de empresarios rehúsen llamarse así es significativo. En México, el título de empresario se asocia con un grupo de personas ricas y no con personas creativas y dinámicas que satisfacen las necesidades de la población. Parte de la razón tiene que ver con la percepción de que muchos empresarios no son producto de su habilidad o capacidad para satisfacer al consumidor sino de favores gubernamentales, concesiones y otros medios similares. Muchos de quienes se llaman empresarios no hacen lo que uno esperaría del empresario: adaptarse, asumir riesgos y buscar nuevas formas de responder ante la demanda del consumidor. Además, las distancias en riqueza que caracterizan a muchos de los más prominentes empresarios respecto al ciudadano común y corriente son tan grandes que es fácil asociar empresario con riqueza y no con creatividad. Quizá esto explique el rechazo al uso del término en un sector extraordinariamente dinámico de la economía como el informal.

¿Qué impide el reconocimiento de la actividad empresarial?

Independientemente de la veracidad o falsedad de las percepciones respecto al origen de la riqueza de muchos de los empresarios más visibles, es evidente que en la medida en que existan fortunas emanadas no del mercado sino del abuso, la protección y de favores gubernamentales, la solidez y credibilidad del capitalismo acaba profundamente mermada. Muchas fortunas se han construido al amparo de la política y muchos políticos emplean prestanombres para utilizar su puesto para enriquecerse. El círculo es amplio y en nada favorable al desarrollo de una economía sana que requiere, según muchos de los estudiosos más serios, que la función empresarial sea apreciada y reconocida como socialmente relevante. Sin ello no existen condiciones para que haya inversiones, se tomen riesgos y se genere un entorno vital de creatividad económica.

Al final del día, el éxito económico del país no puede depender de la creatividad del sector informal de la economía pues, a pesar de todo su dinamismo, tiene límites a su potencial. La vitalidad de la economía mexicana va a depender de que se revisen las reglas del juego, se desarrollen mercados competitivos, se formalicen los informales para darles vuelo y, con ello, se creen condiciones no sólo para que crezca la economía, la riqueza y el empleo, sino también el aprecio a la función empresarial.

El desarrollo de una economía requiere confianza entre gobernantes y gobernados y ésta no surge del aire. Un estudioso de la universidad de California que ha estudiado migrantes deportados encontró a uno que explicó que había intentado iniciar un negocio pero que acabó fracasando porque «aquí no hay reglas». No es casualidad que muchos mexicanos de origen modesto triunfen allá y fracasen aquí: allá sí hay reglas y esa es la base de la confianza en las instituciones y del aprecio a los empresarios.

 

 

Absurdos y costos del gobierno de Peña Nieto

América Economía – Luis Rubio

En su libro sobre sus experiencias como reportero en Beirut, Thomas Friedman relata la complejidad de una sociedad en proceso de descomposición. En un viaje al aeropuerto, Friedman cuenta: “mi taxi, avanzando con mucha lentitud, fue detenido por un vehículo que impedía el paso. De pronto, cuatro individuos armados arrastraban a un hombre. Una mujer, presumiblemente su esposa, sollozaba en silencio con mirada resignada. El secuestrado luchaba y pataleaba con todas sus fuerzas con el terror reflejado en el rostro; sabía que nadie se atrevería a ayudarlo… Tan pronto se desatoró el tráfico, mi taxi aceleró hacia el aeropuerto… El taxista, que había mantenido sus ojos congelados  viendo hacia adelante, conscientemente evitando la situación, pronto volvió a conversar sobre la familia y la política, como si nada hubiera pasado”. “Cuando la autoridad se colapsa… la gente hace cualquier cosa para evitar ser pobre y solitaria”.

La descripción de Friedman podría ser aplicable a varias regiones de México en los últimos lustros. No es que México en general se encamine hacia el estado hobbesiano de la naturaleza, situación en la que reina la ley de la selva, pero sí que el deterioro de una sociedad no sólo ocurre como resultado de la actividad de grupos violentos y criminales sino también cuando la desidia, falta de acción gubernamental y abandono sistemático de construcción institucional se convierten en una forma de (des)gobernar. Hoy nadie está construyendo el país del futuro.

Al gobierno actual le falta aceptar que el mundo real no es como lo imagina y que su capacidad de acción es infinitamente superior a la que concibe, pero solo si reconoce que el prerrequisito para ejercerla es construir capacidad institucional fuera de su control.

Ignorancia, arrogancia y, sobre todo, la enorme distancia que caracteriza a los gobernantes respecto a la población y sus necesidades, preocupaciones, miedos, ilusiones y hartazgos llevan a decisiones absurdas que atentan contra la estabilidad y viabilidad del país. Esto es igualmente observable a nivel local y federal.

En el Distrito Federal, por ejemplo, el gobierno acaba de publicar un reglamento de tránsito cuya lógica es razonable, pero sólo en un plano conceptual: se elevan dramáticamente las penas por cualquier violación a las normas ahí establecidas. Suena bien, excepto que su traducción a la vida cotidiana no podrá ser otra que la de elevar el costo de las mordidas. Mayores penas en el entorno de corrupción e impunidad que caracteriza al México de hoy inexorablemente llevará a -¿qué otra cosa?- mayor corrupción y mayor impunidad. No podría ser de otra forma, algo paradójico para un gobierno que cuenta con el programa quizá más exitoso de regulación del tránsito urbano precisamente porque ataca el corazón del problema: el alcoholímetro que se estableció en la ciudad de México ha funcionado no porque tenga penas elevadas (aunque sí las tiene: 36 horas de cárcel en “el torito”), sino porque la presencia de funcionarios de distintas dependencias impide la colusión y, por lo tanto, la corrupción. Es decir, se logró que coincidieran los incentivos del programa con los de quienes lo operan, un mérito no pequeño en nuestro medio. El nuevo reglamento es lo contrario: puro palo y ningún contrapeso que haga posible mejorar la convivencia. Un gobierno que se hace harakiri no es un gobierno muy serio y menos materia presidencial.

En el plano federal el asunto es todavía más patente. El entorno es complejo, propenso al conflicto y no hay instituciones o mecanismos capaces de canalizar el conflicto y mantener la paz social. En este contexto, cualquier situación se puede tornar explosiva: las policías no son particularmente diestras en el manejo de conflictos, las procuradurías no tienen idea de lo que es una investigación criminal y los militares destinados a actividades policiacas tienen una elevada propensión a excederse en el uso de la fuerza. Ninguna de estas situaciones es excepcional en el país: son realidades con las que vivimos de manera cotidiana y que inexorablemente conducen, tarde o temprano, a situaciones de crisis. Uno pensaría que la forma de atacar los problemas que se fueran presentando sería construyendo respuestas que avancen en la dirección de institucionalizar la vida pública, reduciendo así el peso sobre el gobernante.

La forma de actuar del gobierno federal ha sido exactamente la contraria. En lugar de aceptar que hay mil y un circunstancias que le van a explotar aunque no sean suyas (Ayotzinapa es un caso paradigmático), se ha paralizado cada que se da una crisis. La respuesta idónea sería capotear el temporal creando mecanismos convincentes, susceptibles de evitar casos similares en el futuro, pero eso no ocurre.

Cuando se dio un asesinato político en 1989, el presidente Salinas reconoció el potencial explosivo del fenómeno y actuó proactivamente: creó la Comisión Nacional de Derechos Humanos, respuesta que fortalecía el marco institucional en el largo plazo y le quitaba la papa caliente en lo inmediato.

Para enfrentar los casos de potencial conflicto de interés, el gobierno actual hizo exactamente lo opuesto: no sólo se sometió a la golpiza inicial sino que empleó un mecanismo inadecuado –la Función Pública- para que la golpiza se repitiera unos meses después. Mucho mejor hubiera sido transferir la función de supervisión del ejecutivo al poder legislativo, creando una nueva plataforma para futuros casos de conflicto de interés, corrupción y similares.

Al gobierno actual le falta aceptar que el mundo real no es como lo imagina y que su capacidad de acción es infinitamente superior a la que concibe, pero solo si reconoce que el prerrequisito para ejercerla es construir capacidad institucional fuera de su control.

 

 

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/absurdos-y-costos-del-gobierno-de-pena-nieto

Absurdos y costos

Luis Rubio

¿Cuál es la situación actual en México en relación con la acción gubernamental?

En su libro sobre sus experiencias como reportero en Beirut, Thomas Friedman relata la complejidad de una sociedad en proceso de descomposición. En un viaje al aeropuerto, Friedman cuenta: “mi taxi, avanzando con mucha lentitud, fue detenido por un vehículo que impedía el paso. De pronto, cuatro individuos armados arrastraban a un hombre. Una mujer, presumiblemente su esposa, sollozaba en silencio con mirada resignada. El secuestrado luchaba y pataleaba con todas sus fuerzas con el terror reflejado en el rostro; sabía que nadie se atrevería a ayudarlo… Tan pronto se desatoró el tráfico, mi taxi aceleró hacia el aeropuerto… El taxista, que había mantenido sus ojos congelados viendo hacia adelante, conscientemente evitando la situación, pronto volvió a conversar sobre la familia y la política, como si nada hubiera pasado”. “Cuando la autoridad se colapsa… la gente hace cualquier cosa para evitar ser pobre y solitaria”.

La descripción de Friedman podría ser aplicable a varias regiones de México en los últimos lustros. No es que México en general se encamine hacia el estado hobbesiano de la naturaleza, situación en la que reina la ley de la selva, pero sí que el deterioro de una sociedad no sólo ocurre como resultado de la actividad de grupos violentos y criminales sino también cuando la desidia, falta de acción gubernamental y abandono sistemático de construcción institucional se convierten en una forma de (des)gobernar. Hoy nadie está construyendo el país del futuro.

¿Cuáles son las causas de esta problemática?

Ignorancia, arrogancia y, sobre todo, la enorme distancia que caracteriza a los gobernantes respecto a la población y sus necesidades, preocupaciones, miedos, ilusiones y hartazgos llevan a decisiones absurdas que atentan contra la estabilidad y viabilidad del país. Esto es igualmente observable a nivel local y federal.

En el Distrito Federal, por ejemplo, el gobierno acaba de publicar un reglamento de tránsito cuya lógica es razonable, pero sólo en un plano conceptual: se elevan dramáticamente las penas por cualquier violación a las normas ahí establecidas. Suena bien, excepto que su traducción a la vida cotidiana no podrá ser otra que la de elevar el costo de las mordidas. Mayores penas en el entorno de corrupción e impunidad que caracteriza al México de hoy inexorablemente llevará a -¿qué otra cosa?- mayor corrupción y mayor impunidad. No podría ser de otra forma, algo paradójico para un gobierno que cuenta con el programa quizá más exitoso de regulación del tránsito urbano precisamente porque ataca el corazón del problema: el alcoholímetro que se estableció en la ciudad de México ha funcionado no porque tenga penas elevadas (aunque sí las tiene: 36 horas de cárcel en “el torito”), sino porque la presencia de funcionarios de distintas dependencias impide la colusión y, por lo tanto, la corrupción. Es decir, se logró que coincidieran los incentivos del programa con los de quienes lo operan, un mérito no pequeño en nuestro medio. El nuevo reglamento es lo contrario: puro palo y ningún contrapeso que haga posible mejorar la convivencia. Un gobierno que se hace harakiri no es un gobierno muy serio y menos materia presidencial.

En este sentido, ¿Cómo ha sido la reacción de la administración federal?

En el plano federal el asunto es todavía más patente. El entorno es complejo, propenso al conflicto y no hay instituciones o mecanismos capaces de canalizar el conflicto y mantener la paz social. En este contexto, cualquier situación se puede tornar explosiva: las policías no son particularmente diestras en el manejo de conflictos, las procuradurías no tienen idea de lo que es una investigación criminal y los militares destinados a actividades policiacas tienen una elevada propensión a excederse en el uso de la fuerza. Ninguna de estas situaciones es excepcional en el país: son realidades con las que vivimos de manera cotidiana y que inexorablemente conducen, tarde o temprano, a situaciones de crisis. Uno pensaría que la forma de atacar los problemas que se fueran presentando sería construyendo respuestas que avancen en la dirección de institucionalizar la vida pública, reduciendo así el peso sobre el gobernante.

La forma de actuar del gobierno federal ha sido exactamente la contraria. En lugar de aceptar que hay mil y un circunstancias que le van a explotar aunque no sean suyas (Ayotzinapa es un caso paradigmático), se ha paralizado cada que se da una crisis. La respuesta idónea sería capotear el temporal creando mecanismos convincentes, susceptibles de evitar casos similares en el futuro, pero eso no ocurre.

¿Cómo sería la reacción que implique creación de mecanismos?

Cuando se dio un asesinato político en 1989, el presidente Salinas reconoció el potencial explosivo del fenómeno y actuó proactivamente: creó la Comisión Nacional de Derechos Humanos, respuesta que fortalecía el marco institucional en el largo plazo y le quitaba la papa caliente en lo inmediato.

Para enfrentar los casos de potencial conflicto de interés, el gobierno actual hizo exactamente lo opuesto: no sólo se sometió a la golpiza inicial sino que empleó un mecanismo inadecuado –la Función Pública- para que la golpiza se repitiera unos meses después. Mucho mejor hubiera sido transferir la función de supervisión del ejecutivo al poder legislativo, creando una nueva plataforma para futuros casos de conflicto de interés, corrupción y similares.

Al gobierno actual le falta aceptar que el mundo real no es como lo imagina y que su capacidad de acción es infinitamente superior a la que concibe, pero solo si reconoce que el prerrequisito para ejercerla es construir capacidad institucional fuera de su control.

Lee el artículo publicado en Reforma

La necesidad de que la población mexicana confíe en sus gobernantes

América Economía – Luis Rubio

 Quienes idolatran al viejo sistema priista hablan de la predictibilidad que lo caracterizaba. Las reglas eran claras, los valores consensuales y los riesgos conocidos. Quienes eran parte del sistema sabían que había altibajos pero que siempre se premiaba la lealtad. Ser “institucional” constituía una distinción que sólo recibían quienes habían vivido igual en el triunfo y en la desgracia política. No eran excepcionales quienes atravesaban el desierto. El sistema funcionaba gracias a la combinación de lealtad y esperanza: lealtad al jefe en turno, esperanza de lograr la redención política. De esto surgía un orden natural: salvo excepción, se premiaba el buen comportamiento y se penalizaba la disensión. Había un orden.

El viejo orden priista no se fundamentaba en la ley o la legalidad sino en ese entuerto peculiar que inventó el sistema de las “reglas no escritas”, que no eran otra cosa más que la lealtad al presidente en turno y el respeto a las formas. Lo interesante es que la combinación de estos dos elementos constituyó un factor de estabilidad que por décadas distinguió al país. Si bien el sistema concebido por Plutarco Elías Calles en 1928 no logró la consolidación de un “país de instituciones” cómo él propuso al momento de la creación del Partido Nacional Revolucionario, abuelo de PRI, el gran logro fue un régimen de orden y estabilidad cuya espina dorsal residía en el límite sexenal al poder presidencial y la lealtad al presidente del momento. Estos mecanismos no pasarían la prueba de una democracia idílica como en la que hoy se suele soñar, pero eso no le quita el enorme mérito de haber logrado una era de paz y estabilidad en enorme contraste con la mayoría de los países de la región.

El mundo de hoy en nada se parece al de mediados del siglo pasado, pero una cosa nunca cambia: la necesidad de que la población confíe en sus gobernantes. Eso es algo que hasta Mao, el comunista leninista, comprendió desde el inicio, pero que nuestro gobierno no reconoce incluso cuando el dólar otea los 18 pesos.

En alguna de sus alocuciones al amparo de su depresión y melancolía, José López Portillo afirmó haber sido el último de los presidentes revolucionarios. En efecto, el autor de la crisis de 1982 rompió con todas las reglas del sistema y, con ello, dio vuelo a la era de la debacle económica. Hasta los ochenta, todos los presidentes postrevolucionarios habían sido militares o abogados, ambos comprometidos, desde su formación profesional, con el valor de las formas y la formalidad: el apego a patrones establecidos, repetibles y predecibles implicaba una base de confiabilidad del que la sociedad podía depender. Así, aunque las carreras de los políticos en lo individual ascendían y descendían (la «rueda de la fortuna»), la sociedad sabía que existían un mínimo del que nunca se desviaban: un orden. Algunos presidentes enfatizaban la izquierda, otros la derecha, pero ninguno se salió de los cánones aceptados en la época. Además, el apego a las formas generaba confianza entre los empresarios y los presidentes comprendían que ese era un factor esencial de estabilidad. Todo mundo jugaba el juego.

La era de las crisis comenzó en 1976 y terminó (¡uno espera!) hasta 1995. En esos veinte años, el país perdió su estabilidad histórica, fuentes de confianza y viabilidad económica. Cambios en el contexto mundial tuvieron mucho que ver con la desaparición de la plataforma “mínima” que históricamente había funcionado, pero el mayor de los cambios fue el hecho de que el sistema se aferró al pasado y no tuvo capacidad de prever y adaptarse a la transformación tanto de las propia sociedad mexicana (incapacidad evidenciada a todo color en 1968), como de la economía mundial.

En los ochenta llegaron los tecnócratas al rescate: nuevos criterios y formas de actuar que chocaron con el viejo sistema. Se liberalizó la economía, se privatizaron paraestatales y se adoptaron nuevas formas de administración económica, formas más apegadas a la norma internacional que a la historia, pero desafortunadamente  esto no fue  blanco y negro: se siguió dejando un margen para favores personales y, con ello, la imposibilidad de lograr una cabal modernidad.

Pero no sólo cambió la economía: también desapareció la reverencia a “las formas”. Lo que antes era respeto irrestricto a las reglas “no escritas” súbitamente se convirtió en legislación redactada por economistas (en vez de abogados) que acabó siendo, con gran frecuencia, indefendible en un tribunal. El fin del país de las formas vino acompañado de intentos por codificar un sistema económico parcialmente abierto que nunca se consolidó. Así, aunque la economía logró algunos buenos años de crecimiento, los altibajos han sido la constante desde fines de los ochenta.

Así, México nunca abandonó su pasado y por eso no logra construir un futuro distinto. El extremo es el gobierno actual, cuyo mantra es olvidar el futuro y regresar a lo que funcionaba en la era cavernícola del viejo sistema priista.

El orden es una condición necesaria para el progreso de una nación. Sin orden todo es ilusión porque la propensión al desorden y la inestabilidad es permanente. Lo anterior no implica que se requiera un sistema porfiriano dedicado al “orden y progreso”, pero sí que México tiene que encontrar mecanismos institucionales, idealmente dentro de su precaria democracia, para consolidar una plataforma mínima de estabilidad y confianza como la que el viejo sistema logró en su momento. El mundo de hoy en nada se parece al de mediados del siglo pasado, pero una cosa nunca cambia: la necesidad de que la población confíe en sus gobernantes. Eso es algo que hasta Mao, el comunista leninista, comprendió desde el inicio, pero que nuestro gobierno no reconoce incluso cuando el dólar otea los 18 pesos.

 

http://www.americaeconomia.com/analisis-opinion/la-necesidad-de-que-la-poblacion-mexicana-confie-en-sus-gobernantes